4
Shubba regresó a Shumballa y, tras presentarse a Tuthmes en su cámara, cuyo suelo de mármol estaba forrado de pieles de leopardo, dijo:
—He encontrado la mujer que deseabas. Una muchacha nemedia, capturada en un barco mercante de Argos. He tenido que pagar al mercader de esclavos shemita muchas monedas de oro.
—Déjame verla —ordenó Tuthmes, y Shubba abandonó la habitación y regresó un momento más tarde trayendo a una muchacha por la muñeca. Era esbelta y cimbreña, y su tez clara resultaba casi deslumbrante en comparación con los cuerpos negros y oscuros a los que Tuthmes estaba acostumbrado. Su cabello caía formando un serpenteante arroyo de oro sobre sus blancos hombros. Solo se cubría con un traje hecho jirones. Shubba se lo arrancó y la dejó completamente desnuda, tiritando.
Tuthmes asintió con frialdad.
—Es una espléndida mercancía. Si no estuviera tratando de conseguir un trono podría sentir la tentación de quedármela. ¿Le has enseñado el kushita, tal como te ordené?
—Sí, en la ciudad de los shemitas, y después todos los días, en la caravana. He subrayado la importancia del aprendizaje con una sandalia, a la manera shemita. Se llama Diana.
Tuthmes tomó asiento en un sillón e indicó a la chica que se sentara en cuclillas a sus pies, cosa que ella hizo.
—Voy a entregarte al rey de Kush como regalo —dijo—. En teoría serás su esclava, pero en realidad me pertenecerás a mí. Recibirás órdenes mías con regularidad y las cumplirás sin rechistar. El rey es un depravado perezoso y disoluto. No te costará dominarlo por completo. Pero por si sintieras la tentación de desobedecerme cuando creas estar más allá de mi alcance, en el palacio del rey, voy a hacerte una demostración de poder.
La tomó de la mano y la llevó por un pasillo y luego por un tramo de escaleras hasta una cámara alargada y mal iluminada. La cámara estaba dividida en dos partes iguales por un muro de cristal, transparente como el agua a pesar de tener casi un metro de grosor y ser lo bastante resistente como para soportar la acometida de un elefante. La llevó hasta esa pared y le ordenó que se colocara de cara a ella, mientras él retrocedía. Inesperadamente, las luces se apagaron. La muchacha permaneció en la oscuridad, embargada por un pánico irracional y temblando de pies a cabeza. Entonces, una luz empezó a flotar en la negrura. Ante sus ojos, una espantosa cabeza deformada empezó a surgir de las sombras; vio un hocico bestial, unos colmillos como cinceles, unas cerdas… El horror empezó a avanzar y ella se volvió y corrió, presa del pánico, olvidando la pared de cristal que la protegía del monstruo. En la oscuridad, los brazos de Tuthmes la atraparon y le susurró al oído:
—Ya has visto a mi servidor. No me falles o haré que te encuentre, estés donde estés, y no podrás ocultarte de él. —Entonces susurró algo más en su oído y ella, aterrada, perdió el conocimiento.
Tuthmes la llevó escaleras arriba y la dejó en manos de una criada negra con instrucciones de revivirla, llevarle comida y vino, y bañarla, peinarla y perfumarla para el rey.