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La vida seguía su acostumbrado curso en las calles mugrientas de Punt. Había negros gigantescos sentados en cuclillas en el umbral de sus cabañas de paja, o tumbados en el suelo, a su sombra. Las negras iban y venían por las calles con calabazas llenas de agua o canastas de comida sobre la cabeza. Los niños jugaban o luchaban en la tierra, riendo y profiriendo agudos chillidos. En las plazas, el pueblo regateaba por los plátanos, la cerveza y los ornamentos de latón. Los herreros se inclinaban sobre diminutos hornos de carbón, donde trabajaban laboriosamente las puntas de los venablos. El sol caía a plomo sobre todo aquello, el sudor, el regocijo, la cólera, la desnudez y la inmundicia del pueblo negro.
De improviso, se produjo un cambio en el patrón, una nueva nota en el timbre. Con un estruendo de cascos, pasó a galope un grupo de jinetes, media docena de hombres y una mujer. La mujer era la que mandaba el grupo. Tenía la piel oscura, su pelo era una negra y tupida masa recogida a la espalda y sujeta por una banda de oro. Su único atavío, a excepción de las sandalias que calzaba, era un corto vestido de seda anudado al talle. Sendas placas de oro cubiertas de joyas ocultaban parcialmente sus negros senos. Sus facciones eran rectilíneas y sus osados y centelleantes ojos estaban colmados de desafio y seguridad en sí misma. Cabalgaba y manejaba a su montura, un esbelto caballo kushita, con facilidad y destreza, la brida enjoyada, las riendas de cuero escarlata, tan amplias como la mano de un hombre y adornadas con pan de oro, y las sandalias en los anchos estribos de plata.
Cuando ella pasaba, los trabajos y las conversaciones cesaban al instante. Los rostros negros se tornaban hoscos y los ojos sombríos despedían destellos rojizos. Los negros volvían la cabeza para cuchichear unos con otros, y los susurros crecían hasta convertirse en un rumor apagado pero audible.
El joven que cabalgaba junto a la mujer estaba poniéndose nervioso. Dirigió la mirada hacia adelante, más allá de las calles sinuosas, y midió la distancia que los separaba de las puertas de bronce, todavía ocultas entre las casas de techado plano, y susurró:
—El pueblo murmura, Tañada. Ha sido una imprudencia cabalgar por Punt.
—Ni todos los perros negros de Kush me impedirán salir de caza cuando me plazca —replicó la mujer—. Si alguno de ellos parece amenazante, pasadle por encima.
—Eso es más fácil de decir que de hacer —murmuró el joven mientras estudiaba a la silenciosa muchedumbre—. Están saliendo de las casas y agolpándose en las calles… ¡Mira allí!
Estaban entrando en una amplia plaza de trazado irregular y llena a rebosar de negros. A un lado de la plaza había una casa más grande que los demás hecha de adobe y maderos sin desbastar, sobre cuya amplia entrada descansaba una pila de cráneos. Era el templo de Jullah, a quien los negros reverenciaban por oposición a Set, el dios Serpiente idolatrado por los chagas a imitación de sus antepasados estigios. Los negros que se apiñaban en aquella plaza lanzaban miradas hostiles a los jinetes. Había una discernible amenaza en su actitud, y lanada, que por primera vez empezaba a sentir un atisbo de inquietud, no advirtió la presencia de un jinete que estaba entrando en la plaza por otra calle. Normalmente, el jinete habría llamado su atención, pues no era un chaga ni un gallah sino un blanco, una figura poderosa embutida en cota de malla y capacete y cubierta por una capa escarlata cuyos pliegues aleteaban a su alrededor.
—Esos perros planean algo —murmuró el joven junto a Tañada, con la espada medio desenvainada. Los demás miembros de la guardia, negros como todos que ocupaban la plaza, se aproximaron a la mujer, pero no aprestaron las armas. Un murmullo sordo y contenido empezó a ganar en volumen, aunque nadie hizo el menor movimiento.
—Abríos camino —les ordenó Tañada, espoleando a su caballo. Los negros se apartaban a regañadientes a su paso, pero entonces, de súbito, emergió del templo una esbelta figura negra. Era el viejo Ageera, cubierto solo por un taparrabos. Señaló a Tañada con un dedo y gritó:
—¡Ahí la tenéis, la que tiene las manos manchadas de sangre! ¡La asesina de Amboola!
Su grito fue la chispa que encendió la explosión. Un vasto rugido se alzó entre las filas de la muchedumbre, que empezó a avanzar, gritando «¡Muerte a 'Lanada!». En cuestión de instantes, un centenar de manos negras estaban arañando las piernas de los jinetes. El joven se interpuso entre Tañada y el gentío, pero una piedra lanzada por una mano oscura le partió el cráneo. Los centinelas, a pesar de sus armas, fueron desmontados y golpeados, pisoteados y apuñalados. Tañada, acorralada y aterrorizada al fin, lanzó un chillido y su caballo se encabritó. Una docena de salvajes figuras negras, tanto hombres como mujeres, estaban tratando de alcanzarla.
Un gigante la asió por el muslo, la levantó de la silla y se la entregó a las manos ávidas y furiosas que la esperaban. Alguien le arrancó la falda del cuerpo y la agitó en el aire mientras un coro de risotadas brotaba de la enfurecida muchedumbre. Una mujer le escupió a la cara, le arrancó las placas del pecho y empezó a arañarle los senos con uñas ennegrecidas. Una piedra arrojada contra ella le rozó la cabeza. Lanzó un grito de frenético terror: una docena de manos brutales tiraban de ella tratando de desmembrarla. Vio una mano negra que aferraba una piedra negra con el propósito de abrirse camino entre la turba para alcanzarla y aplastarle la cabeza. Relucieron las dagas. Solo el gran número de sus enemigos impedía que le dieran muerte allí mismo y al instante. «¡Al templo con ella!», se alzó un rugido, contestado por un clamor, y Tañada se vio, medio a rastras y medio en vilo, transportada por el gentío, sujeta por el pelo, los brazos, las piernas, por cualquier lugar que una mano negra pudiera asir. Los golpes que se dirigían contra ella eran desviados o bloqueados por la masa; y entonces se produjo un estremecimiento que hizo tambalearse a la multitud entera, cuando un jinete montado en un poderoso corcel se precipitó contra ella.
Los hombres cayeron aullando bajo los cascos de la bestia. Tañada pudo entrever por un instante una figura que se erguía sobre las cabezas de los negros, un rostro sombrío tras de un yelmo metálico, una capa escarlata que colgaba de unos poderosos hombros cubiertos de malla y una gran espada que subía y bajaba, lanzando salpicaduras de color carmesí en todas direcciones. Pero en algún lugar de la muchedumbre apareció una lanza que desjarretó a la montura. Piafó y se desplomó, pero el jinete aterrizó de pie y empezó a propinar tajos a diestro y siniestro. Los venablos y los puñales, lanzados casi a ciegas, rebotaban contra su yelmo o el escudo que llevaba en el brazo izquierdo, mientras su espada tajaba carne y huesos, partía cráneos y regaba de sesos y entrañas la tierra empapada en sangre.
La carne y la sangre no podían resistirse. Tras abrir un espacio a su alrededor, el hombre se inclinó, recogió a la aterrorizada muchacha y, protegiéndola con el escudo, retrocedió abriéndose camino a espada. Llegó hasta una esquina de la muralla, depositó a la chica en el suelo y se colocó delante de ella, sin dejar un solo instante que la furiosa y enfebrecida multitud se les acercara.
En ese momento se alzó un gran estruendo de cascos y un regimiento de la guardia penetró en la plaza y puso en fuga a los amotinados. El capitán, un gigantesco negro, resplandeciente con su uniforme de seda escarlata y el arnés de oro repujado, se aproximó.
—Te has demorado mucho —le dijo Tañada, que ya se había puesto en pie y había recobrado la compostura casi por completo. El capitán se puso pálido, pero antes de que pudiera volverse, Tañada hizo un gesto a los hombres que había tras él. Uno de ellos empuñó su lanza y la clavó con tal fuerza entre los omóplatos de su capitán que la punta emergió de su pecho. El capitán cayó de rodillas y otra media docena de lanzas acabó el trabajo.
Tañada sacudió su larga y desordenada melena y se volvió hacia Conan. Estaba sangrado por media docena de heridas en los senos y los muslos, sus rizos caían en torpe confusión por la espalda y estaba tan desnuda como el día en que nació, pero lo miró sin la menor perturbación o incertidumbre, y él le devolvió la mirada, con una expresión de franca admiración por su aplomo y la pujanza de sus miembros morenos.
—¿Quién eres? —preguntó ella con tono imperioso.
—Conan, un cimmerio —respondió.
—¿Qué estás haciendo en Shumballa?
—He venido en busca de fortuna. Hasta hace poco era corsario.
—¡Oh! —Un interés nuevo brilló en los ojos oscuros de la mujer. Se recogió el cabello con las manos—. Hemos oído relatos en los que se te conoce como Amra, el León. Pero si ya no eres corsario, ¿qué eres entonces?
—Un vagabundo con la bolsa vacía.
Tañada sacudió la cabeza.
—¡No, por Set! Eres el capitán de la guardia real.
Conan lanzó una mirada fugaz a la figura de seda y acero que reposaba en el suelo y la visión no alteró un ápice el entusiasmo de su súbita sonrisa.