II

Cuando Conan vio que Zaporavo se internaba solo en el bosque, pensó que acababa de presentarse la ocasión que tanto esperaba. No había comido fruta ni participado en los juegos de sus compañeros. Toda su atención se centraba en vigilar al jefe pirata. Habituados a las costumbres de Zaporavo, sus hombres no se asombraron de que el capitán partiera solo a explorar una isla desconocida y probablemente hostil. Se dedicaron, pues, a divertirse, y no se dieron cuenta de que Conan se deslizaba tras el jefe como una pantera al acecho.

Conan no dudaba de la influencia que ejercía sobre la tripulación, pero no se había ganado el derecho, mediante la lucha o la provocación, de retar a un duelo a muerte al capitán. En aquellos desiertos mares no tenía la oportunidad de probarse a sí mismo, según la ley que imperaba entre los filibusteros. La tripulación apoyaría a su jefe en caso de que Conan lo matara abiertamente. Pero sabía que si mataba al capitán sin que sus hombres se enteraran, aquella tripulación sin jefe no permanecería fiel a la memoria de un hombre muerto. Para aquella manada de lobos, solo contaban los vivos.

Siguió ansioso a Zaporavo con la espada desenvainada hasta llegar a una cima rodeada de árboles. Por entre dos troncos divisó el verde paisaje de las colinas, que parecían confundirse en la distancia. Allí, Zaporavo, intuyendo la persecución, se volvió con la espada desenvainada en la mano.

El pirata profirió una maldición y luego preguntó:

—¿Por qué me sigues, perro?

—¿Y cómo se te ocurre hacer esa estúpida pregunta? —repuso Conan echándose a reír y avanzando rápidamente hacia su jefe.

A continuación sonrió. Sus ojos azules centelleaban con un brillo salvaje.

Zaporavo espetó un juramento, y su espada chocó contra el sable de Conan cuando el barachano atacó. La ancha hoja era como una llama azul encima de su cabeza.

Zaporavo era veterano de mil combates en tierra y mar. No había un hombre en el mundo más versado que él en el manejo de la espada. Pero jamás había cruzado su acero contra el de un hombre casi primitivo y criado más allá de los confines de la civilización. Su formidable maestría en el terreno de las armas se enfrentaba con una velocidad y una fuerza física inconcebibles en un hombre civilizado. La forma de luchar de Conan era completamente heterodoxa, pero instintiva y natural como la de un lobo salvaje. Las sutiles complejidades de la esgrima eran tan inútiles contra su primitiva furia como la habilidad de un boxeador contra los ataques de una pantera.

Peleó como jamás lo había hecho en su vida, e hizo esfuerzos desesperados por detener la hoja que centelleaba sobre su cabeza como un relámpago. Pero de repente la espada de Conan golpeó la empuñadura de su sable, y sintió que su brazo se quedaba paralizado por el terrible impacto. El golpe fue seguido instantáneamente por una embestida tan fuerte que la hoja de acero atravesó su cota de malla y sus costillas como si fueran de papel, y después se clavó en su corazón. Los labios de Zaporavo se retorcieron durante su breve agonía, pero sonrió hasta el final; de su garganta no surgió ni una sola queja. Antes de que su cuerpo quedara tendido sobre la pisoteada hierba, donde las gotas de sangre brillaban como rubíes bajo el sol, ya estaba muerto.

Conan sacudió la sangre que manchaba su espada, sonrió satisfecho y se estiró perezosamente… De repente, tensó todos los músculos de su cuerpo. La expresión de satisfacción que se reflejaba en su rostro dio paso a una mirada de asombro. Permaneció inmóvil como una estatua durante algunos segundos, con la espada extendida a medias hacia adelante.

Al apartar la mirada de su vencido enemigo, la fijó en los árboles que lo rodeaban y en el paisaje que resplandecía a lo lejos. Y entonces vio una cosa fantástica…, algo increíble e inexplicable. Sobre la ladera de una distante colina se recortaba una alta figura negra que cargaba a otra figura blanca sobre un hombro. La aparición se desvaneció con la misma rapidez con la que se había presentado, dejando a Conan con la boca abierta por la sorpresa.

El pirata miró a su alrededor, luego observó inquieto el camino que había recorrido momentos antes y soltó una maldición. Se sentía profundamente molesto, desasosegado, si es que ese término podía aplicarse a un ser como él, con nervios de acero. En medio de un paisaje real y fantástico a un tiempo, se había introducido una imagen de pesadilla. Conan no dudaba de su vista ni de su cordura. Pero acababa de ver algo extraño e increíble, estaba seguro de ello. Una figura negra que se deslizaba rápidamente cargando una cautiva blanca ya era motivo de sorpresa, pero aquella figura negra era asombrosamente alta.

Movió la cabeza con incredulidad y se dirigió rápidamente hacia el lugar donde había visto aquello. No cuestionaba la prudencia de su acto. Estaba tentado por la curiosidad y sentía el impulso irresistible de obedecer a sus instintos.

Cruzó una colina tras otra, cada una de ellas con sus gigantescos árboles. El camino era ascendente, aunque a veces, con monótona regularidad, también tenía leves descensos. La asombrosa disposición de pequeñas cimas y declives parecía interminable. Pero finalmente Conan alcanzó lo que creía que era la cima más alta de la isla y se detuvo al ver unas brillantes murallas verdes y unas torres del mismo color, que hasta ese momento se habían confundido tan perfectamente con el paisaje que el cimmerio no las había divisado a pesar de su vista de águila.

Conan dudó, acarició la empuñadura de su espada y luego siguió adelante impulsado por la curiosidad. No vio a nadie al acercarse a una alta arcada que había en la muralla sin puertas. Atisbando por entre unas grietas percibió lo que parecía ser un amplio patio abierto, tapizado de hierba y rodeado por un muro circular de una sustancia verde semitransparente. En él había varios arcos. Avanzando de puntillas y con la espada preparada, entró por una de aquellas arcadas y salió a otro patio similar. Por encima de otra muralla interior vio asomar los pináculos de unas extrañas estructuras que parecían torres. Una de estas torres estaba construida en parte en el patio en el que él se encontraba. Una ancha escalera conducía a ella. Conan subió, preguntándose si todo aquello era real o si sería un sueño provocado por el loto negro.

Al final de la escalera se encontró en un rellano amurallado o quizá en un balcón. No estaba seguro. En ese momento distinguía más detalles de las torres, pero carecían de significado para él. Se dio cuenta con cierta inquietud de que no podían haber sido construidas por manos humanas. Había simetría en su arquitectura, pero era una simetría demencial; se trataba de un sistema ajeno a la mente humana. En cuanto al plano de la ciudad, castillo o lo que fuera, veía lo suficiente como para pensar que había un gran número de patios, en su mayor parte circulares, y cada uno de ellos estaba rodeado por un muro y conectado con los demás por medio de arcadas abiertas. Todo el conjunto parecía estar agrupado alrededor de las fantásticas torres del centro.

Al volverse para mirar hacia otro lado, Conan tuvo una terrible sorpresa y se agachó rápidamente detrás del parapeto del balcón, con la mirada fija enfrente y la boca abierta de asombro.

El balcón o rellano era más alto que el muro de enfrente, y en ese momento Conan veía por encima de esa pared otro patio. La curva interior del muro de aquel patio difería de las que había visto en que, en lugar de ser continua, parecía tener largas filas de anaqueles abarrotados de pequeños objetos cuya naturaleza Conan no pudo determinar.

Sin embargo, en ese momento prestó muy poca atención a la muralla. Su curiosidad se centraba en el grupo de seres que se encontraban agachados alrededor de un estanque verde que había en medio del patio. Se trataba de unos individuos negros que, pese a tener apariencia humana, eran gigantes comparados con el alto pirata. Eran tipos más bien delgados, pero bien formados, sin rastros de deformidad, excepto su talla anormal. Pero incluso a distancia Conan percibió lo diabólico de sus rostros.

En el centro se hallaba, temblando, un muchacho al que Conan reconoció como el marinero más joven del Holgazán. Seguramente era el prisionero que el cimmerio vio que llevaban por la ladera de la colina. Conan no había oído ruido de pelea y no veía heridas ni manchas de sangre en los delgados miembros de ébano de los gigantes. Evidentemente el joven se había internado desde la playa, alejándose de sus compañeros, y había sido capturado en una emboscada tendida por un negro. Conan supo instintivamente que aquellos tipos gigantescos y oscuros no eran hombres.

A sus oídos no llegaba ningún ruido. Los negros asentían con movimientos de cabeza y hacían gestos, pero no hablaban. Uno de ellos, agachado delante del muchacho, sostenía un objeto parecido a una gaita en la mano. Se lo llevó a los labios y al parecer sopló, aunque Conan no oyó ningún sonido. Pero el joven zingario oyó o sintió algo. Tembló y se retorció como si estuviera agonizando; había una cierta regularidad y un ritmo en la convulsión de sus miembros. Las convulsiones dieron paso a violentas sacudidas y luego a movimientos regulares. El joven comenzó a bailar de la misma forma en que lo hacían las cobras bajo la flauta del faquir. En la extraña danza había un cierto abandono carente de gozo y desagradable a la vista. Era como si la muda melodía de las invisibles gaitas tocara el fondo del alma del joven con dedos lascivos y le arrancara toda expresión involuntaria de su secreta pasión por medio de una tortura brutal. Era como contemplar un alma completamente desnuda con todos sus oscuros y vergonzosos secretos al descubierto.

Conan siguió observando la escena con repulsión. Aun cuando era tan elemental como un lobo salvaje, no ignoraba los perversos secretos de las civilizaciones decadentes. En su vagar por las ciudades de Zamora había conocido a las mujeres de Shadizar la Maldita. Pero en ese momento percibía una vileza cósmica que trascendía la simple degeneración humana… Era una rama perversa del Árbol de la Vida, que se había desarrollado fuera de toda comprensión humana. No sentía asombro por las contorsiones agónicas ni por las posturas del joven, sino más bien por la obscenidad cósmica de aquellos seres que hacían poner de manifiesto los secretos insondables yacentes en los entresijos del alma humana, y hallaban placer en aquellas voluptuosidades propias de una pesadilla.

De repente el torturador negro dejó su instrumento en tierra y se puso en pie, levantándose por encima de la retorcida figura blanca. Aferró brutalmente al muchacho por el cuello y las caderas, y le introdujo la cabeza en el estanque verde. Conan distinguió el brillo de su blanco cuerpo en el agua verdosa, mientras el gigante negro lo retenía bajo la superficie del agua. Luego hubo un movimiento de inquietud entre los demás negros, y Conan se agachó rápidamente bajo el parapeto, sin atreverse a levantar la cabeza.

Al cabo de un rato la curiosidad lo venció y volvió a mirar con suma cautela. Los negros salían en fila de una arcada y se dirigían a otro patio. Uno de ellos colocó algo sobre un anaquel que había en el muro más alejado; Conan vio que era precisamente el que había torturado al joven. Era más alto que los demás y llevaba un turbante cubierto de piedras preciosas. No había rastros del muchacho torturado. El gigante siguió luego a sus compañeros, y al cabo de unos momentos Conan los vio salir por la arcada a través de la cual él mismo había entrado en el castillo del horror. Segundos después pudo observar que se encaminaban a las verdes laderas, por donde él había llegado. No llevaban armas, y sin embargo Conan presentía que planeaban un ataque contra el resto de la tripulación.

Pero antes de partir para avisar a los filibusteros, deseaba averiguar cuál había sido el destino del joven. El silencio era impresionante. El pirata pensaba que tanto en los patios como en las torres no había nadie, salvo él.

Bajó deprisa por las escaleras, cruzó el patio y atravesó una arcada para entrar en otro patio, precisamente el que acababan de abandonar los gigantes negros. Fue entonces cuando vio la muralla estriada. Tenía varias filas de estrechos anaqueles en los que había miles de diminutas figuras, en su mayor parte de color grisáceo. Estas figuras, que no eran más grandes que una mano humana, representaban hombres y estaban realizadas con una perfección tal que Conan pudo reconocer las características raciales de diferentes pueblos: los rasgos típicos de los zingarios, argoseos, ofireos y corsarios kushitas. Estos últimos eran de color negro, al igual que sus modelos reales. Conan sintió un cierto desasosiego al contemplar aquellas figuras mudas y sin ojos. En todas se percibía un toque de realidad que resulta sorprendente y a la vez perturbador. Tampoco podía discernir de qué clase de material estaban hechas, aunque parecían de hueso petrificado. Pero no entendía cómo podía existir en aquel lugar tal cantidad de sustancia petrificada como para hacer tantas imágenes.

Notó que algunas imágenes representaban tipos humanos que él conocía, pero estas ocupaban los anaqueles más altos. Los más bajos estaban llenos de figuras cuyos rasgos le resultaban desconocidos. Quizá fueran producto de la imaginación de algún artista o tal vez representaban razas desaparecidas y olvidadas.

Conan sacudió la cabeza con impaciencia y se volvió hacia el estanque. En el patio circular no había dónde ocultarse, y puesto que no se veía el cuerpo del joven por ningún lado, lo más lógico era que aún estuviera en el fondo del estanque.

Se acercó al sereno círculo verde y observó la brillante superficie. Era como mirar a través de un grueso cristal, nítido, pero a la vez extrañamente ilusorio. El estanque, que no tenía grandes dimensiones, era redondo como un pozo y estaba rodeado por un brocal de verde jade. Miró hacía abajo y vio el fondo, también redondo, pero no pudo calcular su profundidad, aunque daba la impresión de ser increíblemente hondo, ya que le produjo el mismo vértigo que hubiera experimentado al contemplar el fondo de un abismo.

Se sintió desconcertado cuando se dio cuenta de que podía ver el fondo, pero allí estaba, debajo de sus ojos, remoto, ilusorio, sombrío, pero visible. Por un momento le pareció ver una rara luminosidad en el fondo, aunque no estaba muy seguro de ello. Pero lo que podía asegurar era que el pozo estaba vacío, excepto el agua brillante que contenía.

Entonces, ¿dónde podría estar el muchacho que él había visto ahogar tan brutalmente en aquellas aguas? Conan se incorporó, acarició la empuñadura de su espada y observó nuevamente el patio. Su mirada se fijó en un punto situado en uno de los anaqueles más altos. Había visto al gigante colocando algo allí… y en el acto un sudor frío cubrió la piel morena de Conan.

Dudando, pero como arrastrado por un imán gigantesco, el pirata se acercó a la brillante pared. Aturdido por la sospecha, demasiado monstruosa como para atreverse a expresarla siquiera en su mente, miró la última figura colocada en aquel estante. En seguida se hizo evidente la espantosa familiaridad. El rostro pétreo, inmóvil, diminuto, pero inequívocamente suyo, del muchacho zingario, lo miraba fijamente. Conan retrocedió, profundamente conmovido. La espada tembló en su mano al mirar hacia arriba, con la boca abierta, aturdido por una realidad demasiado abismal y espantosa como para que la mente pudiera aprehenderla.

Pero el hecho era evidente. Quedaba revelado el secreto de las imágenes diminutas, aunque detrás de este yacía el misterio más oscuro y complejo de su existencia.