
I
Desde la creación del mundo
los barcos navegaron hacia el occidente
desconocido para el hombre.
Leed, si os atrevéis lo que escribió Skelos
tocando su levita de seda con manos inertes,
y seguid a los barcos a través de la tormenta…
Seguid a los barcos que no regresarán jamás.
Sancha, nativa de Kordava, bostezó delicadamente, estiró perezosamente sus gráciles miembros y luego se acomodó mejor en el lecho de piel de armiño y seda montado en la cubierta de popa. Sabía perfectamente que la tripulación la miraba con avidez y también sabía que la cortísima túnica que llevaba, típica de su país, dejaba al descubierto gran parte de su cuerpo. Sin embargo, sonrió con insolencia y se dispuso a dormitar un rato antes de que el sol, que ya estaba asomando sobre el océano, le hiriera los ojos.
Pero en ese momento llegó a sus oídos un ruido muy diferente del que producía el crujido de los maderos y cordajes, o las embestidas de las olas contra la embarcación. Se incorporó y clavó su mirada en la borda, por la que en ese momento trepaba un hombre chorreando agua. Sus negros ojos se abrieron con asombro y tuvo que hacer un esfuerzo para ahogar una exclamación de sorpresa. El intruso era un perfecto desconocido para ella. El agua le chorreaba desde los hombros a lo largo de sus musculosos brazos. Su simple vestimenta, unos pantalones de seda roja, estaba empapada, al igual que el ancho cinturón con hebilla de oro y la vaina con la espada que colgaban de este. Cuando se puso en pie sobre la borda, el sol naciente dibujó su silueta; parecía una estatua de bronce. Se pasó la mano por los cabellos empapados y sus ojos azules se iluminaron cuando vio a la muchacha.
—¿Quién eres? —preguntó ella—. ¿De dónde vienes?
El hombre señaló hacia el vasto océano, sin apartar los ojos de ella.
—¿Acaso eres un dios que surge de las olas? —preguntó nuevamente la joven, confundida por la franqueza de su mirada, a pesar de que estaba acostumbrada a que la admiraran.
Antes que el hombre pudiera responder, sonaron unos pasos rápidos sobre la cubierta y se detuvieron junto a él. El capitán de la nave miró al extraño, al tiempo que apoyaba la mano en la empuñadura de su espada.
—¿Quién diablos eres? —preguntó con voz de pocos amigos.
—Soy Conan —repuso el recién llegado con serenidad.
Sancha prestó más atención. Jamás había oído hablar el zingario con ese acento.
—¿Y cómo has llegado a bordo de mi barco? —preguntó nuevamente con desconfianza.
—Nadando.
—¡Nadando! —exclamó el capitán indignado—. ¡Perro! ¿Te estás burlando de mí? Estamos muy lejos de tierra, ni siquiera se divisa la costa. ¿De dónde vienes?
Conan señaló con una mano hacia el este.
—Vengo de las islas.
—¡Oh!
El capitán lo miró con interés. Frunció el ceño y adelantó la mandíbula con gesto poco complaciente.
—Así que tú eres uno de esos perros barachanos.
Los labios de Conan esbozaron una leve sonrisa.
—¿Sabes quién soy? —preguntó el capitán.
—Este barco es el Holgazán. De modo que tú debes de ser Zaporavo.
—¡Sí!
El patrón del barco se sintió halagado en su vanidad al ver que el hombre sabía quién era. Se trataba de un hombre tan alto como Conan, aunque mucho más delgado y menos corpulento. Bajo el morrión de acero, su rostro oscuro de rasgos aguileños tenía aspecto saturnino, por lo que lo llamaban el Halcón. Su lujosa vestimenta estaba a tono con la moda y con los hábitos zingarios. Su mano nunca se apartaba demasiado de la empuñadura de la espada.
El capitán observaba a Conan con gesto de pocos amigos, pues los renegados zingarios y los proscritos que infestaban las costas del sur de Zíngara, cerca de las islas Barachas, no se estimaban demasiado. La mayoría de los proscritos eran marineros de Argos mezclados con hombres de otras nacionalidades. Atacaban los barcos y asolaban la costa zingaria y sus ciudades, al igual que lo hacían los piratas zingarios, pero estos despreciaban a los bucaneros barachanos y dignificaban su profesión llamándose a sí mismos filibusteros, palabra mucho más honorable, y calificando a los barachanos de piratas. No eran los primeros ni los últimos que darían prestigio a la palabra ladrones.
Estos pensamientos pasaron por la mente de Zaporavo mientras su mano jugueteaba con la empuñadura de la espada y observaba con el ceño fruncido a su entrometido huésped. En ese momento Conan no exteriorizó en absoluto sus pensamientos. Permaneció en pie, inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, tan tranquilo como si se hallara en su propio barco. Sonreía, y en sus ojos se reflejaba una extraña expresión de calma.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Zaporavo súbitamente.
—Consideré necesario abandonar mi cargo en Tortage ayer por la noche, antes de que saliera la luna —repuso Conan—. Partí en una lancha vieja y remé hasta el amanecer. Entonces vi las velas superiores de tu barco y dejé que se hundiera la miserable embarcación en la que viajaba, porque nadando iba a avanzar más rápidamente.
—Hay tiburones en estas aguas —dijo Zaporavo.
El hombre se sintió vagamente irritado cuando Conan, por toda respuesta, se encogió de hombros. Dirigió una mirada a la cubierta inferior y vio un conjunto de rostros ansiosos que miraban hacia arriba. Una sola palabra haría subir a todos aquellos hombres, que con sus espadas sofocarían en el acto cualquier acometida de un buen luchador como parecía ser el recién llegado.
—¿Por qué he de cargar con todo vagabundo vomitado por el mar? —bramó Zaporavo, con una mirada y un tono más insultantes que sus palabras.
—Un capitán siempre puede dar empleo a un buen marinero —repuso Conan sin resentimiento.
Zaporavo frunció el ceño y guardó silencio. Sabía que eso era verdad. Tuvo un momento de duda que más tarde le costaría el barco, el mando, la muchacha y la vida. Pero no podía adivinar el futuro, y para él Conan no era más que otro bribón vomitado, como había dicho, por el mar. No le gustaba nada ese hombre, pese a que no lo había provocado en absoluto. Sus modales no eran insolentes, pero a Zaporavo le molestaba su manifiesta seguridad en sí mismo.
—Trabajarás para mantenerte —dijo finalmente el Halcón—. ¡Y fuera de esta cubierta! Recuerda que aquí mi voluntad es ley.
Conan esbozó una amplia sonrisa. Sin pausa, pero sin prisa, se dio media vuelta y descendió a la cubierta inferior. No se volvió para mirar a Sancha, que durante la breve conversación lo miró con avidez.
Cuando llegó a la cubierta inferior, lo rodeó la tripulación… Eran todos zingarios, medio desnudos, con sus escasas ropas de seda sucias de alquitrán, y brillantes joyas en las orejas y en las empuñaduras de sus dagas. Todos los hombres estaban ansiosos por la diversión que prometía el tradicional «bautizo» del forastero. Allí lo pondrían a prueba y se decidiría su futura posición entre la tripulación. En la cubierta superior, Zaporavo parecía haber olvidado por completo la existencia de Conan, pero Sancha vigilaba con sumo interés. Estaba acostumbrada a presenciar tales escenas, y sabía que el célebre «bautizo» podía ser brutal y probablemente sangriento.
Pero su familiaridad con tales situaciones era mucho menor que la de Conan. Este esbozó una suave sonrisa cuando llegó a la cubierta inferior y vio las figuras que lo rodeaban amenazadoramente. Se detuvo y examinó a los hombres sin alterar su postura un ápice. En esas situaciones regía un código determinado. Si Conan hubiera atacado al capitán, toda la tripulación se habría abalanzado sobre él, pero le darían carta blanca contra el que habían seleccionado para iniciar la lucha.
El hombre elegido para esa tarea avanzó dos pasos. Se trataba de un individuo corpulento y peludo, que llevaba una faja de color carmesí enrollada en la cabeza a modo de turbante. Había adelantado la mandíbula inferior en un gesto de desafio. Tenía el rostro lleno de cicatrices y parecía la encarnación del mal. Cada uno de sus movimientos y miradas fue en esos momentos una verdadera afrenta. Su manera de iniciar el «bautizo» fue primitiva y cruel como él mismo.
—Barachano, ¿eh? —dijo en tono de burla—. Allí es donde se crían perros en lugar de hombres. Nosotros, los Camaradas, escupimos sobre ellos… ¡así!
El rufián escupió en el rostro de Conan y luego se llevó una mano a la espada.
El movimiento de Conan fue demasiado rápido como para que lo pudiera captar la mirada humana. Su enorme puño chocó con terrible fuerza contra la mandíbula de su contrincante, y el zingario salió catapultado por los aires hasta caer hecho un guiñapo junto a la borda.
Conan se volvió hacia los demás. Excepto un suave brillo que se reflejaba en sus ojos, su compostura y serenidad eran las mismas de antes.
Pero el «bautizo» había terminado con la misma rapidez con la que había comenzado. Los marineros levantaron a su compañero. Su fracturada mandíbula colgaba fláccida y su cabeza oscilaba de forma poco natural.
—¡Por Mitra…, tiene el cuello roto! —exclamó un pirata de barba negra.
—Vosotros, los filibusteros, sois gente muy floja —dijo Conan con una sonrisa—. Los barachanos no tomamos en cuenta a tipos como vosotros. ¿Queréis jugar a las espadas conmigo? ¿No? Entonces todo está bien y somos amigos, ¿verdad?
La mayoría de los hombres asintieron. Unos brazos bronceados arrojaron por la borda el cadáver del hombre, y cuando el cuerpo desapareció bajo las aguas se vieron varias aletas negras y, brillantes, acercándose rápidamente. Conan se echó a reír y extendió sus brazos como un tigre perezoso. Luego echó una mirada a la cubierta superior. Sancha, apoyada en la barandilla, tenía la boca abierta de asombro. En sus ojos había un brillo especial. El sol que la iluminaba por la espalda delineaba su esbelto cuerpo, que se transparentaba a través de la ligera túnica que llevaba. En ese momento apareció detrás de ella la sombra de Zaporavo y su pesada mano se apoyó en el hombro de la muchacha con ademán posesivo. Le dirigió una mirada amenazadora al gigante, a la que Conan respondió con una sonrisa.
Zaporavo cometió un error habitual entre los autócratas. Solitario en la sombría grandeza de la cubierta superior, subestimó al hombre que estaba a sus órdenes. Abstraído en sus propios pensamientos, había dejado pasar la oportunidad de matar a Conan. No concebía que los perros que se hallaban a sus pies pudieran constituir una amenaza para él. Había ocupado durante tanto tiempo puestos importantes y había pisoteado a tantos enemigos que, inconscientemente, se sentía muy por encima de toda maquinación de rivales inferiores.
Conan no lo provocó en absoluto. El pirata se mezclaba con la tripulación y vivía tan alegremente como los demás. Demostró ser un excelente marinero y, por supuesto, el más fuerte de todos. Hacía el trabajo de tres hombres y siempre era el primero en realizar las tareas más pesadas y peligrosas. No discutía con sus compañeros, que a su vez se cuidaban mucho de no hacerlo con él. Cuando jugaba con ellos, apostaba su cinturón y su vaina, les ganaba el dinero y las armas y luego les devolvía todo lo que habían perdido, con una carcajada. La tripulación lo consideraba, instintivamente, como el jefe de la segunda cubierta. Conan jamás les contó por qué había abandonado a los piratas barachanos, pero la posibilidad de que se pudiera deber a un hecho sangriento aumentaba el respeto que sentían hacia él. Había adoptado una actitud imperturbablemente cortés tanto hacia Zaporavo como hacia sus compañeros, y nunca tenía un gesto insolente ni servil.
Hasta el marinero más torpe se sentía impresionado por el contraste entre el taciturno, áspero y pensativo capitán y el pirata que reía estrepitosamente, entonaba canciones en una docena de idiomas, bebía por diez y, aparentemente, no se preocupaba en absoluto del futuro.
Si Zaporavo se hubiera enterado de aquellas comparaciones, probablemente se habría quedado mudo de cólera. Pero el capitán estaba siempre enfrascado en sus propios pensamientos, que se hacían más lúgubres a medida que iban pasando los años, y gozaba con sus vagos sueños de grandeza y con la muchacha, cuya posesión era un placer amargo, al igual que todos sus placeres.
La joven miraba con creciente interés al gigante de negra cabellera, que superaba a sus compañeros tanto en el trabajo como en los juegos. Jamás había hablado con ella, pero era evidente la naturalidad que se reflejaba en la mirada del hombre. La muchacha no se equivocaba en ese sentido, y se preguntaba si sería peligroso permitirle que se acercara.
Hacía poco tiempo que había dejado los palacios de Kordava, pero le parecía que un mundo entero la separaba de la vida que había llevado antes de que Zaporavo la arrancara de la carabela en llamas que sus lobos habían abordado. Ella, que había sido la hija mimada del duque de Kordava, pronto aprendió lo que significaba ser un juguete de placer en manos de un bucanero. Puesto que era una mujer de gran fortaleza, seguía viviendo en una situación en la que otras mujeres habrían muerto y, dado que era joven y estaba llena de vida, había logrado hallar placer en su existencia.
La vida era incierta como un sueño, con agudos contrastes de batallas, pillajes, asesinatos y huidas, y las rojas visiones de Zaporavo la hacían más incierta aún que la de los demás filibusteros. Nadie sabía de antemano lo que el capitán planeaba. En esos días habían dejado atrás todas las costas que figuraban en los mapas y avanzaban hacia lo desconocido, hacia aquellos lugares por los cuales se habían aventurado muchos barcos para perderse definitivamente. Todas las tierras conocidas quedaban atrás, y día tras día seguían teniendo ante sus ojos la inmensa soledad del mar. Allí no había ningún botín, ninguna ciudad que saquear ni barcos que incendiar. Los hombres murmuraban, aunque no permitían que sus murmuraciones llegaran a oídos de su implacable capitán, que se pasaba los días y las noches paseando por el castillo de proa, o inclinado sobre antiguos mapas y cartas de navegación amarillentos por el tiempo, o leyendo pergaminos casi devorados por los gusanos. A veces hablaba con Sancha en forma demencial acerca de continentes perdidos y de islas fabulosas que había en medio de golfos desconocidos, donde los dragones cuidaban los tesoros reunidos por reyes prehumanos hacía mucho, mucho tiempo.
Sancha lo escuchaba sin comprender, abstraída en sus propios pensamientos, que se centraban siempre en el gigante de bronce cuyas carcajadas eran tan estrepitosas y elementales como el viento del mar.
Al cabo de varias semanas divisaron tierra hacia el oeste, y al amanecer arrojaron el ancla en una bahía poco profunda. Vieron una playa que parecía una franja blanca que bordeaba una gran extensión de hierba, donde crecían numerosos árboles. El viento traía consigo el aroma a plantas y a especias. Sancha aplaudió con gesto infantil ante la perspectiva de pisar tierra. Pero su ansia se convirtió en amargura cuando Zaporavo le ordenó que permaneciera a bordo hasta que él la llamara. Zaporavo nunca daba explicaciones acerca de sus órdenes, pero tenía la sensación de que muchas veces tenía por objeto hacerle daño sin motivo alguno.
Entonces la muchacha se tendió perezosamente en el castillo de proa y contempló cómo los hombres remaban hacia tierra sobre las serenas aguas, que parecían jade líquido bajo el sol de la mañana. Los vio reunirse en la playa, alertas, con las armas preparadas, mientras algunos de ellos se internaban entre los árboles que bordeaban la playa. Notó que entre estos últimos se hallaba Conan. No podía equivocarse, viendo la alta y bronceada silueta que caminaba como una pantera. Los hombres de la tripulación decían que no era un hombre civilizado, sino un cimmerio, un miembro de las tribus salvajes que vivían en las grises montañas del norte y que sembraban el terror entre sus vecinos cada vez que atacaban. Ella sabía que había algo especial en él, que tenía una supervitalidad o una barbarie que lo distinguía de sus rudos compañeros.
Sonaron fuertes voces en la playa y el silencio que reinó a continuación tranquilizó a los bucaneros. Luego los hombres se dispersaron en busca de frutas. Sancha los vio trepar a los árboles y sintió que el apetito la consumía. Se puso en pie y maldijo con una habilidad adquirida en el trato diario con sus blasfemos compañeros.
Los hombres de la playa habían encontrado frutas y las comían con deleite. Se trataba de una variedad desconocida, de piel brillante y dorada, especialmente sabrosa. Pero Zaporavo se mostraba indiferente ante el hallazgo. Al enterarse de que sus exploradores no habían encontrado nada que indicara la presencia de hombres o animales, permaneció inmóvil mirando hacia el interior de la isla, en dirección a las pendientes cubiertas de hierbas y de árboles. Luego dio una orden, se ajustó el ancho cinturón que sostenía su espada y comenzó a internarse entre los árboles. Su ayudante más cercano le aconsejó que no fuera solo y como recompensa recibió un fuerte golpe en la boca. Zaporavo tenía sus razones para desear ir solo. Quería saber si esa era la isla que se mencionaba en el misterioso Libro de Skelos, en la que había unos monstruos extraños que cuidaban celosamente criptas llenas de oro. Y si lo que pensaba era verdad, no le interesaba compartir su secreto con nadie, y muchísimo menos con su tripulación.
Sancha, que contemplaba la escena desde el puente, lo vio desaparecer entre los árboles. Al cabo de un rato pudo observar que Conan se daba media vuelta, miraba a los hombres dispersos por la playa y luego se encaminaba rápidamente en la misma dirección que Zaporavo. El gigantesco pirata pronto desapareció entre la arboleda.
La maniobra despertó la curiosidad de Sancha. Esperó a que ambos hombres reaparecieran, pero no lo hicieron. Los marineros todavía andaban de un lado a otro, por toda la playa, al parecer sin objetivo alguno. Algunos de ellos se habían internado tierra adentro. Otros se hallaban tendidos durmiendo a la sombra. El tiempo pasó y la joven comenzó a ponerse nerviosa. Allí, a bordo, todo estaba en silencio, pero era una paz que pesaba. A pocos metros de distancia había una franja de agua poco profunda, y el fresco misterio de una playa rodeada de árboles la atraía enormemente. Por otro lado, también la tentaba el misterio de aquellas maniobras de Zaporavo y de Conan.
Sancha conocía perfectamente bien el castigo que le aplicaba su implacable amo cada vez que lo desobedecía, y por ello se quedó un rato sentada, indecisa. Por último, decidió que valía la pena soportar unos azotes de Zaporavo y, sin pensarlo más, se quitó las sandalias de cuero, la falda corta y la blusa. Trepó sobre la borda, descendió por las cadenas del ancla, se tiró al agua y nadó hacia tierra. Permaneció un momento en la playa sintiendo el cosquilleo de la arena en las plantas de los pies, mientras buscaba con la mirada a la tripulación. Vio solo a unos cuantos hombres a poca distancia, que parecían dormir bajo los árboles. En sus manos había restos de aquel extraño fruto dorado. La joven se preguntó por qué dormirían tan profundamente a aquella temprana hora del día.
Nadie la detuvo cuando cruzó la blanca franja de arena y penetró en las sombras que proyectaban los árboles. Notó que estos estaban distribuidos en grupos irregulares y que entre ellos había pequeñas y grandes extensiones de hierba verde en terreno inclinado. Al continuar en la misma dirección que había tomado Zaporavo, la muchacha se asombró por el maravilloso paisaje que veía. Había suaves colinas verdes con árboles y reinaba un silencio onírico, como encantado.
Al cabo de un rato llegó a la cima de una colina rodeada de altos árboles, y entonces aquella maravillosa sensación de paz y encanto que antes la había embargado se desvaneció súbitamente por culpa de lo que acababa de ver sobre la hierba pisoteada y manchada de sangre. Sancha lanzó un grito involuntario y retrocedió. Luego avanzó con los ojos desorbitados y temblando de pies a cabeza.
Zaporavo yacía sobre la pradera, mirando fijamente hacia el cielo con una enorme herida en el pecho. Cerca de su mano inerte estaba su espada. El Halcón había realizado su último vuelo.
Sancha contempló el cadáver de su amo con cierta emoción. No tenía motivos para amarlo, y sin embargo sentía lo mismo que habría experimentado cualquier joven al contemplar el cuerpo del hombre que la había poseído por primera vez. No lloró ni sintió la necesidad de hacerlo, pero su cuerpo comenzó a temblar convulsivamente y se le heló la sangre en las venas. No obstante, logró sobreponerse y resistir la ola de histeria que estaba a punto de invadirla.
Miró a su alrededor, esperando ver al hombre en quien estaba pensando en ese momento. Pero solo vio el círculo de árboles gigantescos y las azuladas laderas de la montaña que se alzaban más allá. ¿Acaso Zaporavo se habría arrastrado hasta ese lugar mortalmente herido? Pero alrededor del cadáver no se veía ninguna huella de sangre.
Sancha vagó desorientada entre los árboles, tensando todos los músculos de su cuerpo cada vez que oía el susurro de las hojas que de cuando en cuando agitaba la brisa.
—¿Conan? —preguntó con extraño tono de voz, debilitada por el terrible silencio que de repente se había vuelto tenso.
Un pánico inesperado hizo presa de ella y sus rodillas comenzaron a temblar.
—¡Conan! —gritó desesperadamente—. Soy yo… ¡Sancha! ¿Dónde estás? Por favor, Conan…
Su voz se ahogó en su garganta. Un terror increíble le dilató los ojos. Entreabrió sus rojos labios para gritar. Una extraña parálisis se apoderó de todos sus miembros cuando más necesidad tenía de huir. No podía moverse. Lo único que lograba hacer era gritar sin que surgiera un solo sonido de su garganta atenazada.