VI

Jehungir Khan esperaba impaciente en su embarcación, que se encontraba entre los juncos. Había transcurrido más de una hora y Conan aún no había reaparecido. Seguramente seguía buscando a la muchacha que él suponía oculta en la isla. Al Agha se le ocurrió otra idea. ¿Y si el atamán había dejado a sus guerreros cerca, estos sospechaban algo y se iban a investigar la larga ausencia de su jefe? Jehungir dio una orden a los remeros, y la larga embarcación se alejó de los juncos deslizándose en dirección a las escaleras talladas en la roca.

Dejando a media docena de hombres en la nave, eligió a diez poderosos arqueros de Khawarizm con cascos en punta y capas de piel de tigre. Avanzaron, como cazadores a punto de invadir los dominios del león, en dirección a los árboles y con las flechas colocadas en los arcos. En el bosque reinaba el silencio, hasta que apareció una enorme cosa verde volando, que podía ser un loro batiendo sus alas sobre sus cabezas, y luego se perdió entre los árboles. Con gesto rápido, Jehungir hizo detener a sus hombres y todos miraron con incredulidad las torres que se veían a lo lejos por encima de los árboles.

—¡Por Tarim! —exclamó Jehungir—. ¡Los piratas han reconstruido las ruinas! Seguramente Conan está allí. Tenemos que investigar todo esto. ¡Una ciudad fortificada tan cerca de tierra firme! ¡Vamos!

Los hombres se deslizaron entre los árboles con mucha cautela.

El juego había cambiado. Los cazadores se habían convertido en espías.

Los hombres siguieron avanzando a través de la espesa vegetación, ignorando que la presa que perseguían estaba corriendo un peligro mucho más mortal que el de sus flechas.

Conan notó que ya no se oía la voz metálica y sintió un escalofrío. Permaneció inmóvil como una estatua, con la mirada fija en una puerta cubierta con una cortina, por la que estaba seguro de que muy pronto aparecería algún horror.

La luz de la habitación era débil. A Conan se le erizó el cabello cuando miró, pues vio una cabeza y unos hombros gigantescos. No había ruido de pasos, pero la enorme silueta oscura se fue haciendo más clara, hasta que Conan reconoció la figura de un hombre. Llevaba sandalias, una falda corta y un ancho cinto de piel de zapa. Su melena cuadrada estaba sujeta con una cinta dorada. El cimmerio vio unos formidables hombros, casi monstruosos, un musculoso pecho y unos enormes brazos. El rostro no reflejaba debilidad ni piedad. Los ojos eran dos brasas ardientes. Entonces Conan se dio cuenta de que se trataba de Khosatral Khel, el antiguo ser del Abismo, el dios de Dagonia.

Ninguno de los dos habló. No era necesario. Khosatral extendió sus enormes brazos y Conan, agachándose debajo de ellos, atacó al gigante en el vientre. Luego retrocedió, con los ojos centelleantes por la sorpresa. La afilada hoja de su cimitarra había sonado en el poderoso cuerpo como si este fuera un yunque, rebotando sin cortar. Khosatral se abalanzó sobre el cimmerio con un impulso irresistible.

Chocaron con un golpe tremendo, y los cuerpos se retorcieron violentamente. Entonces Conan saltó hacia atrás para liberarse del gigante. Todo su cuerpo temblaba por la violencia del esfuerzo. De las heridas causadas por los dedos de su enemigo brotó la sangre. En ese contacto, el cimmerio había experimentado la locura absoluta de un ser maldito. No fue otro cuerpo el que hirió el suyo, sino un metal animado y sensible. Era un cuerpo de hierro vivo el que se enfrentaba al suyo.

Khosatral se alzó de nuevo sobre él como una torre en la semioscuridad. Una vez aquellos dedos poderosos se cerraran sobre un cuerpo humano, no se volverían a abrir hasta que hubieran acabado con él. En aquella habitación en penumbra había un hombre luchando con un monstruo de pesadilla.

Después de dejar a un lado la inútil cimitarra, Conan levantó un pesado banco y lo arrojó con todas sus fuerzas. Era un proyectil tan pesado que muy pocos hombres habrían sido capaces de levantarlo del suelo. El banco se hizo añicos contra el musculoso pecho de Khosatral. Pero ni siquiera hizo tambalear al gigante. Su rostro perdió en parte su aspecto humano; había un halo de fuego alrededor de su cabeza impresionante, y finalmente se acercó a Conan como una torre viviente.

Con movimientos desesperados, Conan arrancó de la pared toda una sección de la tapicería y, realizando un esfuerzo aún mayor que el que había hecho con el banco, convirtió las cortinas en una enorme soga y la arrojó contra la cabeza del gigante. Por un momento, Khosatral se tambaleó, cegado por aquel molesto material que se resistía a su fuerza a diferencia del acero o la madera, y al cabo de unos segundos Conan cogió su cimitarra y salió corriendo por el pasillo. Corrió sin parar, entró en la habitación adyacente, cerró la puerta de un golpe y corrió el pestillo.

Luego, al girar sobre sus talones, se detuvo súbitamente, a la vez que toda la sangre del cuerpo le subía a la cabeza. Encogida sobre un montón de cojines de seda, con los rubios cabellos cayendo sobre sus desnudos hombros y los ojos desorbitados por el terror, se hallaba la mujer que estaba buscando y por la que había cometido tantas locuras e imprudencias. Por un momento, se olvidó del horror que le pisaba los talones, hasta que un siniestro crujido en la puerta lo devolvió a la realidad. Cogió a la muchacha en brazos y se dirigió corriendo a la puerta de enfrente. La joven estaba tan aterrada que no tenía fuerzas para resistirse ni para ayudarlo. Un débil gemido fue el único sonido que salió de su garganta.

El cimmerio no perdió tiempo intentando abrir la puerta. Con un fuerte golpe de su cimitarra hizo saltar el cerrojo, y cuando corrió hacia la escalera que se veía al fondo observó que la cabeza y los hombros de Khosatral salían por la otra puerta, completamente destrozada. El gigante estaba haciendo astillas los paneles como si fueran de cartón.

Acto seguido, el cimmerio corrió escaleras arriba cargando a la muchacha sobre un hombro, como si fuera una niña. No tenía la menor idea de la dirección que tomaría, pero la escalera terminaba en la puerta de una habitación redonda y con cúpula. En ese momento Khosatral subía por las escaleras tras ellos, silencioso y rápido como el viento de la muerte.

Las paredes de la habitación eran de sólido acero, al igual que la puerta. Conan la cerró y dejó caer las pesadas barras que la atravesaban por el interior. Inmediatamente se dio cuenta de que aquella era la habitación de Khosatral, donde se encerraba para dormir, a salvo de los monstruos que él mismo había dejado en libertad.

Apenas se había cerrado la puerta cuando esta tembló ante el ataque del gigante. Conan se encogió de hombros. Este era el final del camino. No había otras puertas ni ventanas en la habitación. Por los orificios de la cúpula entraba una extraña luz crepuscular. Conan probó el estropeado filo de su cimitarra. Estaba tranquilo, a pesar de sentirse acorralado. Había hecho todo lo que había podido por escapar. Cuando el gigante apareciera otra vez, después de derribar aquella puerta, él estallaría en una nueva lucha salvaje con su sable inútil, no porque tuviese esperanzas de lograr algo, sino porque su carácter lo impelía a morir peleando. Por el momento no había nada que hacer. Su tranquilidad era natural.

Miró a su acompañante con una intensidad llena de admiración, como si aún le quedaran cien años de vida. La había arrojado al suelo con muy pocas ceremonias mientras cerraba la puerta, y ella se había puesto de rodillas y se había arreglado con gesto mecánico los revueltos cabellos y las pocas ropas que llevaba. Los ojos fieros de Conan brillaron con aprobación cuando observaron sus espesos cabellos rubios, sus ojos grandes y claros, su piel blanca y rebosante de salud, y la firmeza de sus senos, así como el magnífico contorno de sus espléndidas caderas.

La muchacha dejó escapar un grito cuando la puerta se movió y saltó uno de sus goznes.

El cimmerio no miró a su alrededor. Estaba seguro de que la puerta aún resistía un poco más.

—Me dijeron que habías escapado —dijo Conan—. Un pescador yuetshi me contó que estabas escondida aquí. ¿Cómo te llamas?

—Octavia —respondió la joven como una autómata.

A continuación, las palabras surgieron de los labios de la muchacha en forma de torrente, al tiempo que se asía a Conan con desesperación.

—¡Oh, Mitra! ¿Qué pesadilla es esta? La gente…, la gente de piel oscura… Uno de ellos me cogió en el bosque y me trajo hasta aquí. Me llevaron a esa…, a esa cosa… El me dijo…, me dijo…, ¿estoy loca?, ¿es todo esto un sueño?

Conan miró hacia la puerta, que se curvaba hacia dentro como si estuviera soportando el impacto de una inmensa maza.

—No —dijo Conan—. No es un sueño. Esa bisagra está cediendo. Resulta extraño que un diablo tenga que abrir la puerta como un hombre corriente.

—¿No puedes matarlo? —preguntó la muchacha jadeando—. Eres fuerte.

Conan era demasiado honesto para mentirle.

—Si algún mortal pudiera matarlo, ya estaría muerto —repuso—. Abollé la hoja de mi cimitarra contra su vientre.

Hubo una expresión de súbito temor en los ojos de la muchacha.

—Entonces debes morir, y yo también debo… ¡Oh, Mitra! —exclamó la joven atemorizada, a la vez que Conan la cogía de las manos—. ¡Me dijo lo que iba a hacer conmigo! ¡Mátame! ¡Mátame con tu cimitarra antes de que haga saltar esa puerta!

Conan la miró y movió la cabeza negativamente.

—Haré lo que pueda —dijo—. No será mucho, pero te daré una oportunidad de que pases de largo junto a él por la escalera. Luego corre hacia los acantilados. Tengo un bote amarrado al pie de las escaleras de piedra. Si puedes salir del palacio, podrás escapar de él. Toda la gente de la ciudad está durmiendo.

La joven ocultó su rostro entre las manos. El cimmerio blandió su cimitarra, avanzó unos pasos y se colocó frente a la puerta. Nadie que lo hubiera visto en esos momentos habría imaginado que estaba esperando la muerte inevitable. Sus ojos fogosos ardieron más vivamente. Su mano musculosa asió fuertemente la empuñadura de la cimitarra. Eso fue todo.

Las bisagras cedieron bajo la presión terrible del gigante y la puerta tembló con increíble violencia, curvándose hacia dentro como si fuera de cartón. Las dos barras de acero que la atrancaban por el interior también se doblaron con facilidad. Conan contemplaba la puerta con una fascinación casi impersonal, envidiando la fuerza sobrehumana del monstruo.

Entonces, sin aviso alguno, cesó el bombardeo. En el silencio y la quietud que siguieron, Conan oyó otros ruidos en el rellano del exterior…, un batir de alas y un murmullo semejante al gemido del viento entre las ramas de los árboles a medianoche.

Luego siguió un silencio total, pero había una sensación distinta en el ambiente. Solo los aguzados instintos del bárbaro lo notaron, pero Conan sabía, sin verlo ni oírlo, que el monstruo de Dagón ya no estaba al otro lado de la puerta.

Miró a través de una grieta que se había abierto en la puerta de acero. El rellano estaba desierto. Quitó los retorcidos cerrojos y abrió la puerta cautelosamente. Khosatral no se hallaba en las escaleras, pero un poco más lejos oyó el ruido de una puerta de metal que se cerraba. No sabía si el gigante estaba planeando nuevas brujerías o había sido llamado por aquella voz metálica. Pero Conan no perdió el tiempo en conjeturas.

Llamó a Octavia, y el tono de su voz hizo que la joven se pusiera en pie y se acurrucara a su lado casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—¡No te detengas a hablar ahora! —exclamó Conan, tomándola por la muñeca—. ¡Vamos!

La posibilidad de acción lo había transformado. Sus ojos arrojaban destellos.

—¡El cuchillo! —murmuró, arrastrando a la muchacha escaleras abajo—. ¡La daga mágica yuetshi! ¡La dejó en la cúpula! Yo…

Conan se interrumpió súbitamente. Se le había ocurrido una idea. La cúpula se hallaba junto a la enorme habitación en la que se encontraba el trono de cobre. Estaba empapado de sudor. La única manera de entrar en aquella habitación con cúpula era pasando junto al trono y al lado de aquella cosa horrible que estaba durmiendo en él.

Pero no dudó. Bajaron rápidamente por las escaleras, cruzaron la habitación, descendieron por la siguiente escalera y llegaron al gran salón de penumbras con sus misteriosas cortinas. No vieron al gigante. Después de detenerse ante la gran puerta de bronce, Conan tomó a Octavia por los hombros y la sacudió con fuerza.

—¡Escucha! —exclamó—. Voy a entrar en la habitación y voy a cerrar la puerta rápidamente. Quédate aquí y escucha. Si llega Khosatral, llámame. Si me oves gritar que te vayas, corre como si el diablo te estuviera pisando los talones…, lo que probablemente hará. Dirígete hacia la puerta que hay en el otro extremo del vestíbulo, porque entonces te podré ayudar mejor. ¡Yo voy a buscar el cuchillo yuetshi!

Antes de que la muchacha pudiera protestar, Conan entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. Corrió el pestillo cuidadosamente, sin darse cuenta de que podía abrirse desde el exterior. En la semioscuridad, sus ojos buscaron el trono de cobre. Sí, allí estaba todavía el asqueroso animal lleno de escamas, llenando el trono con sus repugnantes anillos. Conan vio una puerta detrás del trono, que conducía al interior de la cúpula. Pero para llegar a ella tenía que subir a la tarima y pasar a poca distancia del trono.

El viento habría hecho más ruido que los pies de Conan. Se aproximó a la tarima sin apartar los ojos del dormido reptil y comenzó a subir por los escalones de cristal. La serpiente no se había movido. Ya estaba cerca de la puerta…

Sonó el pestillo de la puerta de bronce y Conan ahogó un juramento cuando vio que Octavia entraba en la habitación. La joven miró a su alrededor, insegura, y Conan permaneció inmóvil sin atreverse a gritarle ninguna advertencia. Entonces, la joven vio su borrosa figura y corrió hacia la tarima gritando:

—¡Quiero ir contigo! Me da miedo quedarme sola… ¡Oh!

La muchacha levantó ambas manos, con un alarido, al ver lo que había en el trono. La cabeza en forma de cuña se incorporó y se abalanzó sobre la muchacha con la velocidad del rayo.

Luego, con movimientos suaves, comenzó a alejarse del trono, anillo tras anillo, balanceando la asquerosa cabeza sin apartar los ojillos de Octavia, que la miraba paralizada.

Conan recorrió el espacio que había entre él y el trono con un salto desesperado, agitando la cimitarra con todas sus fuerzas. Pero la serpiente se movió con tal rapidez que lo sorprendió en el aire, golpeándolo con sus anillos. Conan cayó estrepitosamente sobre la tarima, produciendo algunos cortes en el cuerpo del animal con su cimitarra, pero sin llegar a herirlo de gravedad.

Luego, Conan se retorció violentamente sobre los escalones de cristal, intentando desembarazarse de aquellos anillos que lo ahogaban. Su mano derecha estaba libre, pero no podía dar el golpe mortal. Con un terrible esfuerzo, que casi le revienta las venas de las sienes, Conan se puso en pie y levantó al monstruo de doce metros de largo.

Luchó con las piernas apoyadas firmemente en el suelo, sintiendo que sus costillas se hundían y que su vista se nublaba, mientras que la cimitarra centelleaba sobre su cabeza. Entonces, con un movimiento rápido, cortó escamas, anillos, carne y vértebras. Y allí donde hacía unos segundos había habido una gruesa soga que se retorcía en una lucha feroz, había ahora dos cuerdas que se agitaban con estertores de muerte. Conan se apartó del animal cortado en dos. Estaba mareado y asqueado. La sangre manaba de su nariz en abundancia. Tanteando en medio de la oscura bruma, tomó a Octavia por los hombros y la sacudió, hasta que la joven abrió la boca para respirar.

—La próxima vez que te diga que te quedes en algún lugar, ¡obedece! —dijo Conan.

Se sentía demasiado aturdido como para darse cuenta de si la muchacha respondía o no. La tomó por la muñeca, como si se tratara de una traviesa colegiala, y la hizo saltar sobre el mutilado cuerpo del asqueroso animal, que se retorcía en su agonía. En algún lugar, lejos de allí, creyó oír gritos de hombres, pero le zumbaban tanto los oídos que no estaba seguro.

La puerta cedió bajo su presión. Si Khosatral había colocado allí a la serpiente para cuidar de la cosa que tanto temía, evidentemente habría considerado que era una precaución más que suficiente. Conan pensó que quizá al abrir la puerta saltaría sobre él algún monstruo parecido, pero en la débil luz solo vio el contorno suave de la arcada, un borroso bloque de oro y una media luna que brillaba sobre la piedra.

Con un profundo suspiro de alivio, Conan recogió el cuchillo y no se molestó en explorar más. Se volvió y salió corriendo de la habitación, descendió al gran vestíbulo y se acercó a la distante puerta que pensó que lo conduciría al exterior. Estaba en lo cierto. Poco después se encontraba en la silenciosa calle, casi arrastrando tras de sí a su acompañante. No se veía a nadie, pero más allá de la muralla del suroeste se oyeron unos lamentos que hicieron temblar a Octavia. Conan condujo a la muchacha de la mano y encontró una escalera de piedra que subía hacia las murallas. Se había llevado consigo una soga del enorme salón, y ahora, al llegar al parapeto, pasó la fuerte soga por las caderas de la joven y la bajó hasta tierra. Luego, sujetando un extremo de la cuerda a un saliente rocoso, Conan bajó tras ella. No había más que una manera de escapar de la isla: los escalones tallados en el acantilado occidental. El cimmerio corrió en esa dirección, dando un amplio rodeo para evitar el lugar de donde venían los gritos y el ruido de golpes terribles.

Octavia presentía el peligro en la rapidez de Conan. Su respiración se hizo más difícil y se apretó más a su protector. Pero en esos momentos, el bosque estaba en silencio y no vieron ninguna amenaza, hasta que salieron de la arboleda y divisaron una figura que se hallaba en pie al borde del acantilado.

Jehungir Agha había escapado de la muerte que sobrevino a sus guerreros cuando un gigante de hierro salió repentinamente por una de las puertas y en pocos segundos los convirtió a todos en un montón de carne y huesos. Cuando vio que las espadas de sus arqueros se quebraban contra aquel coloso de hierro, sospechó de inmediato que no se trataba de un ser humano y huyó, ocultándose en lo más profundo del bosque hasta que cesó el ruido de la masacre. Entonces regresó sigilosamente a las escaleras, pero sus remeros no estaban allí.

Habían oído los gritos, y al cabo de un rato, mientras esperaban impacientes, vieron un monstruo gigantesco manchado de sangre en el acantilado, que agitaba los brazos en señal de triunfo. No esperaron más. Cuando Jehungir llegó al acantilado, los remeros salían corriendo en dirección a los juncos y no oyeron sus gritos pidiendo auxilio. Khosatral se había ido… bien de regreso a la ciudad o a vagar por el bosque, en busca del hombre que había huido de él junto a las murallas.

Jehungir estaba a punto de bajar por las escaleras y partir en la embarcación de Conan cuando vio al atamán y a la muchacha saliendo de la arboleda. La experiencia que había congelado su sangre y casi lo había vuelto loco no alteró en absoluto las intenciones de Jehungir hacia el jefe kozako. Se alegró enormemente de ver al hombre al que quería matar. Se asombró de ver con él a la muchacha que le había regalado a Jelal Khan, pero no perdió el tiempo pensando en ella. Levantó el arco, colocó la flecha y disparó. Conan se agachó y la flecha se hizo añicos contra un árbol. El cimmerio soltó una carcajada.

—¡Perro! —gritó—. ¡No lo conseguirás! No nací para morir ante el arco de un hirkanio. ¡Inténtalo otra vez, cerdo turanio!

Jehungir no volvió a probar suerte. Aquella era su última flecha. Desenvainó la cimitarra y avanzó, confiando en su fuerte casco y en su cota de malla. Conan salió a su encuentro y las armas chocaron vertiginosamente. Las curvadas hojas golpeaban con furia, trazando arabescos a tal velocidad que ningún ojo humano podía verlos.

Octavia, que contemplaba la escena, oyó el impacto y vio que Jehungir caía al suelo mientras salía a chorros la sangre del costado en el que el acero del cimmerio le había hendido la malla hasta rozarle la columna.

Pero el grito de Octavia no se debía a la muerte de su antiguo amo. Aplastando arbustos y avanzando como un ciclón, Khosatral Khel se hallaba casi encima de ellos. La muchacha no podía huir. Un lamento desesperado escapó de sus labios y sus rodillas cedieron.

Conan, inclinado sobre el cuerpo de Agha, no hizo el menor movimiento para escapar. Cambiando de mano su cimitarra manchada de sangre, desenvainó la daga yuetshi. Khosatral Khel se encontraba casi encima de él, con los brazos en alto como mazas, pero cuando la luz del sol se reflejó sobre la hoja de la daga, el gigante retrocedió.

A Conan le hervía la sangre en las venas. Saltó hacia adelante, atacando con la hoja en forma de media luna. El acero no se partió. Bajo la hoja afilada, el oscuro cuerpo de metal de Khosatral cedió bajo el cuchillo como si fuera de carne mortal. De la profunda herida brotó un extraño líquido y Khosatral profirió un grito similar al tañido fúnebre de una campana. Bajó sus terribles brazos, pero Conan, más rápido que los arqueros que habían muerto bajo aquellas manos, esquivó sus golpes y atacó una y otra vez. Khosatral fue retrocediendo poco a poco. Sus gritos eran aterradores. Eran como los gritos de dolor del metal, como si el hierro chillara y lanzara alaridos de agonía.

Entonces retrocedió, se tambaleó y desapareció en el bosque, aplastando arbustos bajo su peso y haciendo balancear los árboles. Aunque Conan lo siguió, impulsado por el odio y la furia, las murallas y las torres de Dagón se alzaron entre los árboles antes de que el hombre alcanzara al gigante.

En ese momento, Khosatral se volvió y llenó el aire con golpes desesperados, pero Conan no se arredró en lo más mínimo. Como una pantera que ataca a un toro acorralado, Conan se lanzó hacia sus poderosos brazos y hundió la daga hasta la empuñadura en el lugar en el que se encuentra el corazón de los hombres corrientes.

Khosatral retrocedió y cayó. Se tambaleó como un hombre, pero ya no lo era cuando tocó tierra. Donde antes había habido algo parecido a un rostro humano, ya no había una cara, y los miembros de metal se derritieron y se transformaron… El cimmerio se echó atrás al ver la espantosa transmutación. En los estertores de muerte, Khosatral Khel había vuelto a ser la cosa que había surgido del Abismo del pasado. Sintiendo un asco insoportable, Conan se dio media vuelta para evitar el espectáculo, y en ese momento se dio cuenta de que las torres de Dagón va no se alzaban junto a los árboles. Se habían desvanecido como el humo tanto las fortificaciones como las torres, las enormes puertas de bronce, los terciopelos, el oro, el marfil, las mujeres de negros cabellos y los hombres de cabezas rapadas. Con la muerte de la inteligencia sobrehumana que había hecho renacer todo aquello, las construcciones habían quedado reducidas a polvo, tal como habían permanecido durante miles de años. Solo quedaban en pie los restos de algunas columnas, que se alzaban sobre murallas derruidas, y una cúpula hecha pedazos. Conan vio una vez más las ruinas de Xapur tal como él las recordaba.

El salvaje atamán permaneció inmóvil como una estatua durante un rato, reflexionando sobre la tragedia cósmica de esa cosa tan efímera llamada humanidad y sobre la oscuridad y el silencio que en esos momentos se cernían sobre un mundo muerto. Entonces, cuando oyó pronunciar su nombre con tono temeroso, sintió un sobresalto, como si despertara de un sueño; miró de nuevo a la cosa que se hallaba en el suelo y se estremeció. Se dio media vuelta y se dirigió al acantilado, donde lo estaba esperando la muchacha.

La joven miraba asustada hacia el bosque y lo saludó con una exclamación de alivio. Conan se había sacudido de encima las monstruosas visiones que lo habían hechizado momentáneamente, y ahora volvía a ser el hombre exuberante de siempre.

—¿Dónde está él? —preguntó la joven temblando.

—Se ha ido al infierno del que salió —repuso Conan, contento—. ¿Por qué no bajaste las escaleras y escapaste en mi embarcación?

—No hubiera sido capaz de abandonarte…

La joven se detuvo, vacilante, y luego agregó con tono amargo:

—No tengo adonde ir. Los hirkanios me volverían a esclavizar, y los piratas…

—¿Y los kozakos? —sugirió Conan.

—¿Acaso son mejores que los piratas? —preguntó la joven con cierta ironía.

La admiración de Conan aumentó al ver que la muchacha había recuperado su serenidad después de las terribles experiencias sufridas. La arrogancia de la joven le resultaba divertida.

—Eso opinabas en el campamento, junto a Ghori —dijo Conan—. Entonces prodigabas tus sonrisas con bastante libertad.

Los rojos labios de Octavia se fruncieron con desdén al responder:

—¿Acaso soñaste que estaba enamorada de ti? ¿Acaso pensabas que me iba a humillar ante un auténtico bárbaro a menos que estuviera obligada a hacerlo? Mi dueño…, cuyo cuerpo está ahí tendido…, me obligó a comportarme como lo hice.

—¡Oh! —exclamó Conan, un tanto herido en su amor propio, aunque se echó a reír alegremente—. No importa. Ahora me perteneces. Dame un beso.

—¿Te atreves a pedir…? —comenzó a decir la joven, llena de ira.

Pero en ese mismo instante se sintió levantada del suelo y casi aplastada contra el musculoso pecho del atamán. Luchó contra él fieramente, con toda la fuerza de su magnífica juventud, pero Conan se rió divertido de aquella espléndida criatura que se retorcía entre sus brazos.

La dominó con facilidad y bebió del néctar de sus labios con loca pasión, hasta que los brazos que luchaban contra él se calmaron y rodearon su enorme cuello. Entonces, Conan la miró a los ojos y dijo:

—¿Por qué el jefe de los Compañeros Libres no ha de ser mejor que un perro de Turan criado en la ciudad?

Con un nervioso movimiento de cabeza, la muchacha se echó hacia atrás los cabellos que le caían sobre la frente. Octavia temblaba de arriba abajo por la pasión y el ardor de sus besos. Apretó más sus brazos alrededor del cuello del cimmerio y susurró:

—¿Te consideras igual a un Agha? —preguntó desafiante.

Conan volvió a reír y comenzó a avanzar en dirección a las escaleras con la muchacha en brazos.

—Tú misma juzgarás —dijo con gesto jactancioso—. Incendiaré Khawarizm con una antorcha para que ilumine tu camino hacia mi tienda.