III

El retumbar de un sonido metálico despertó a Murilo. Lanzó un gemido y consiguió incorporarse con gran esfuerzo. A su alrededor no había más que silencio y oscuridad, y por un instante le angustió el temor de haberse quedado ciego. Luego recordó lo que había ocurrido antes y se le erizó la piel. Tocó con su mano el suelo sobre el que estaba acostado y notó que estaba formado por bloques uniformes de piedra. Siguió palpando y descubrió una pared del mismo material. Se puso en pie y se apoyó contra el muro, tratando en vano de orientarse. Estaba claro que se hallaba en una prisión, pero no tenía idea de dónde se encontraba esta y del tiempo que llevaba recluido. Recordó vagamente un estruendo metálico y se preguntó si se trataría de la puerta de hierro de su calabozo al cerrarse tras él, o si anunciaba la llegada del verdugo.

Esta idea le produjo un tremendo escalofrío. Luego anduvo a tientas junto a la pared. De momento procuraba encontrar los límites de su celda, pero en seguida llegó a la conclusión de que estaba avanzando por un corredor. Se mantuvo pegado a la pared temiendo caer en un pozo o en una trampa de otro tipo, y finalmente se dio cuenta de que había algo junto a él en la oscuridad. No veía nada, pero o bien su oído había percibido un sonido apagado o un sexto sentido le puso sobre aviso. Se paró en seco y se le pusieron los pelos de punta. Estaba convencido de que sentía la presencia de algún ser vivo agazapado en las sombras frente a él.

Creyó que su corazón dejaría de latir cuando oyó una voz con acento bárbaro que le preguntó en tono muy bajo:

—¡Murilo! ¿Eres tú?

—¡Conan! —exclamó el joven noble casi desmayado por la impresión.

Tanteó en la oscuridad y sus manos se encontraron con un par de enormes hombros desnudos.

—Menos mal que te he reconocido —dijo el bárbaro con un gruñido—. Estaba a punto de estrangularte como a un cerdo cebado.

—¡Por Mitra!, ¿dónde estamos?

—En los pozos que hay debajo de la casa del Sacerdote Rojo, pero ¿por qué…?

—¿Qué hora es?

—Poco después de medianoche.

Murilo movió la cabeza, tratando de coordinar sus desordenados pensamientos.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó el cimmerio.

—He venido a matar a Nabonidus. Me enteré de que habían cambiado al centinela de la prisión…

—Es cierto —dijo Conan refunfuñando—. Pero le rompí la cabeza al nuevo carcelero y me escapé. Podría haber estado aquí hace varias horas, pero tenía un asunto personal que atender. Bueno, ¿vamos en busca de Nabonidus?

A Murilo le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo.

—¡Conan, estamos en la casa de un ser demoníaco! ¡He venido en busca de un enemigo humano, pero encontré a un diablo peludo salido del mismísimo infierno!

Conan lanzó un gruñido de incertidumbre. Aunque era temerario como un tigre herido cuando se trataba de enemigos humanos, se sentía invadido por terrores supersticiosos como todos los primitivos.

—Conseguí entrar en la casa —dijo Murilo en voz muy baja, como si hubiera oídos en las paredes oscuras—. En los jardines exteriores encontré al perro de Nabonidus muerto. Dentro de la casa hallé a Joka, el criado; le habían roto el cuello. Luego vi a Nabonidus en persona sentado en su sillón y vestido con su atuendo habitual. Al principio pensé que también él estaba muerto. Me adelanté para apuñalarlo. Pero se puso de pie y se volvió hacia mí. ¡Dioses!

El recuerdo del horror que había sentido dejó sin habla por un momento al joven aristócrata.

—Conan —susurró—, ¡no era un hombre lo que tenía frente a mí! Su cuerpo y su postura eran humanos, ¡pero bajo la capucha escarlata del sacerdote había un rostro con una sonrisa macabra que parecía de locura y de pesadilla! Estaba cubierto de pelo negro, a través del cual brillaban unos ojillos rojizos como los de un cerdo; su nariz era aplanada con enormes ventanillas en forma de campana; sus labios fofos se retorcían hacia atrás y por ellos asomaban unos inmensos colmillos amarillos, parecidos a los dientes de un perro. Las manos que asomaban por las mangas escarlata eran deformes y también estaban cubiertas de pelo negro. Esto es lo que vi en un instante y entonces, abrumado por el horror, mis sentidos me abandonaron y caí desvanecido.

—¿Y qué sucedió después? —musitó el cimmerio preocupado.

—Recobré el sentido hace unos momentos. El monstruo debe de haberme arrojado a este pozo. ¡Conan, siempre he sospechado que Nabonidus no era del todo humano! ¡Es un monstruo que se transforma en hombre! Durante el día actúa entre los humanos disfrazado de hombre, y por la noche adopta su verdadero aspecto.

—Eso es evidente —respondió Conan—. Todo el mundo sabe que hay hombres que se convierten en lobos según su voluntad. Pero ¿por qué mató a sus criados?

—¿Quién puede saber lo que pasa por la mente de un diablo? —repuso Murilo—. Lo que importa ahora es salir de aquí. Las armas humanas nada pueden contra esa clase de monstruos. ¿Y tú, cómo entraste aquí?

—Por la alcantarilla. Pensé que los jardines estarían vigilados, y aquellas se comunican con un túnel que a su vez conduce hasta aquí. Creí que encontraría alguna puerta abierta que me permitiría entrar en la casa.

—¡Entonces huyamos por donde tú entraste! —exclamó Murilo—. ¡Al demonio con todo lo demás! Una vez fuera de este cubil de serpientes intentaremos eludir a la guardia real y escapar de la ciudad. ¡Ve tú delante!

—Es inútil —dijo el cimmerio con un gruñido—. El camino hacia las alcantarillas está bloqueado. Cuando entré en el túnel vi que cayó una reja de hierro del techo, con gran estrépito. Si no me hubiera movido con la rapidez del rayo, las puntas de las barras me habrían clavado contra el suelo como un gusano. Cuando intenté levantar la reja, vi que no se movía. Ni un elefante habría podido moverla. Y entre sus barrotes apenas podría pasar un conejo.

Murilo lanzó una maldición y sintió como si una mano helada le recorriera la espina dorsal. Debería haber imaginado que Nabonidus no dejaría ninguna entrada de la casa sin vigilar. Si Conan no tuviera la prodigiosa agilidad de un salvaje, aquella reja lo hubiera atravesado de lado a lado. Seguramente su paso por el túnel actuó sobre algún mecanismo secreto que puso en funcionamiento la reja desde el techo. Lo cierto es que ahora ambos estaban cogidos en una terrible trampa.

—Solo podemos hacer una cosa —dijo Murilo sudando abundantemente—. Tenemos que buscar otra salida. Seguramente están todas llenas de trampas, pero no hay otra solución.

El bárbaro lanzó un gruñido aprobador, y ambos anduvieron a tientas por el corredor. A pesar de la tensión del momento, a Murilo se le ocurrió una pregunta.

—¿Cómo me reconociste? —le dijo a Conan.

—Recordé el olor del perfume que llevabas en el pelo cuando viniste a verme en la celda —respondió Conan—. Lo volví a sentir hace un rato, cuando estaba agazapado en la oscuridad dispuesto a cortarte en dos.

Murilo se acercó un mechón de cabellos negros a la nariz; aun así el perfume era casi imperceptible para su olfato civilizado, y entonces comprendió cuán agudos eran los sentidos del bárbaro.

Su mano tocó instintivamente la vaina de su espada cuando comenzaron a avanzar a tientas y lanzó una maldición al comprobar que estaba vacía. En ese momento divisaron un tenue fulgor delante de ellos y poco después llegaron a un recodo del pasillo por el que se filtraba una luz grisácea. Ambos miraron del otro lado del recodo y Murilo, que estaba apoyado en su compañero, sintió que el enorme cuerpo del bárbaro se ponía rígido. El joven noble también lo había visto; se trataba del cuerpo de un hombre semidesnudo que vacía fláccido sobre el suelo apenas iluminado por un resplandor que parecía emanar de un gran disco de plata que había en la pared más alejada. Le resultaba conocida la figura tendida de bruces, lo que hizo que Murilo se abandonara a las conjeturas más increíbles y monstruosas. Indicándole al cimmerio que lo siguiera, se adelantó y se inclinó sobre el cuerpo inerme. Procurando dominar la repugnancia que le producía, se acercó y volvió el cuerpo boca arriba. Se le escapó una maldición de incredulidad, mientras el cimmerio gruñía en forma explosiva.

—¡Nabonidus! ¡El Sacerdote Rojo! —exclamó Murilo mareado y aturdido por el asombro—. Entonces, ¿quién…?

El sacerdote lanzó unos gemidos e hizo algunos movimientos. Con rapidez felina, Conan se inclinó y apoyó su puñal sobre el corazón del moribundo. Murilo lo cogió por la muñeca y dijo:

—¡Espera! No lo mates todavía…

—¿Por qué? —inquirió el cimmerio—. Ha abandonado su disfraz de monstruo y ahora duerme. ¿Quieres que despierte y nos haga pedazos?

—¡No! ¡Espera! —pidió Murilo, procurando poner orden en sus confusos pensamientos—. ¡Mira! No está durmiendo. ¿Ves ese enorme cardenal que tiene en la sien afeitada? Lo han golpeado y lo han dejado sin sentido. Es probable que lleve aquí varias horas.

—Creí haberte oído decir que lo viste en la casa con apariencia de bestia —dijo Conan.

—¡Claro que lo he visto! Si no…, ¡está volviendo en sí! Aparta tu daga, Conan; aquí hay un misterio mucho más recóndito de lo que yo pensaba. Tengo que hablar con este sacerdote antes de matarlo.

Nabonidus se llevó una mano temblorosa a la sien herida, masculló algo incomprensible y abrió los ojos. Su mirada no tenía expresión alguna y no parecía entender nada ni reconocer a nadie; luego, con un espasmo, la vida volvió a sus pupilas y se sentó, mirando asombrado a los dos hombres. Cualquiera que fuese el terrible choque que temporalmente obnubiló la agudísima inteligencia del sacerdote, su cerebro volvía a funcionar con la habitual rapidez y vigor. Sus ojos examinaron en un instante todo lo que le rodeaba y se detuvieron en el rostro de Murilo.

—Es un placer para mí que honres mi pobre casa, joven señor —dijo con una risa fría, y luego, observando el enorme cuerpo que se asomaba detrás del hombro del noble, agregó—: Veo que has traído a un valiente. ¿Acaso no te bastaba la espada para segar la vida de mi humilde persona?

—Ya basta —repuso Murilo impaciente—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Es una pregunta muy peculiar para hacerla a un hombre que acaba de recobrar el conocimiento —respondió el sacerdote—. No sé qué hora es. Pero faltaba aproximadamente una hora para medianoche cuando fui atacado.

—Entonces ¿quién es el que está en tu casa disfrazado con tu ropa? —inquirió Murilo.

—Ese debe de ser Thak —contestó Nabonidus, tocándose con tristeza las heridas—. Sí, debe de ser Thak. ¿Y con mi ropa? ¡El muy perro!

Conan, que no entendía nada, se agitó inquieto y murmuró algo en su lengua. Nabonidus lo miró con extrañeza.

—Tu valentón armado está impaciente por abrirme el corazón, Murilo —dijo el sacerdote—. Creí que eras lo suficientemente sensato como para escuchar mis advertencias y abandonar la ciudad.

—¿Cómo podía saber lo que me esperaba? —repuso Murilo—. De todos modos, mis intereses están aquí.

—Este asesino es buena compañía —murmuró Nabonidus—. Hace tiempo que sospechaba de ti. Por eso hice desaparecer a aquel pálido secretario de la corte. Antes de morir me dijo muchas cosas; entre otras, el nombre del joven aristócrata que lo sobornó para obtener secretos de estado, que el noble vendió a potencias rivales. ¿No te avergüenzas de ti mismo, Murilo, ladrón de guante blanco?

—No tengo mayor motivo de vergüenza que tú, ratero empedernido con alma de buitre —respondió Murilo de inmediato—. Tú explotas a todo un reino con codicia y avidez en tu propio beneficio. Y aparentando un gobierno desinteresado, engañas al rey, arruinas a los ricos y sacrificas todo el futuro de la nación en nombre de tu ambición despiadada. No eres más que un cerdo cebado con el hocico en el trasero. Eres más ladrón que yo. Este cimmerio es el más honesto de los tres, porque roba y asesina abiertamente.

—Bien, veo entonces que estamos entre villanos —dijo Nabonidus con ecuanimidad—. ¿Y ahora qué? ¿Me vas a matar?

—Cuando vi la oreja del secretario desaparecido, sabía que estaba condenado —dijo Murilo bruscamente—, y creí que invocarías la autoridad del rey. ¿Tenía razón?

—Sí —repuso el sacerdote—. Es fácil eliminar a un secretario de la corte, pero tú eres algo más importante. Tenía intenciones de contarle al rey alguna broma acerca de ti mañana por la mañana.

—Una broma que me hubiera costado la cabeza —dijo Murilo entre dientes—. Entonces ¿el rey aún no está enterado de mis negocios en el extranjero?

—Así es —dijo Nabonidus suspirando—. Y ahora, puesto que veo que tu compañero tiene un puñal, me temo que nunca lo sabrá.

—Tú debes de saber cómo se sale de esta madriguera de ratas —dijo Murilo—. Supón que decidiera perdonarte la vida. ¿Nos ayudarías a escapar, jurando mantener en secreto mis robos?

—¿Has oído de algún sacerdote que cumpliera una promesa? —manifestó Conan con una queja, advirtiendo el giro que tomaba la conversación—. Déjame que le corte el gaznate; quiero ver de qué color es su sangre. En el Laberinto aseguran que tiene el corazón negro, de modo que su sangre debe de ser negra también…

—Ten calma —susurró Murilo—. Si no nos enseña el camino de salida, nos pudriremos aquí. Bien, Nabonidus, ¿qué dices a eso?

—¿Qué puede decir un lobo con una pata en la trampa? —dijo riendo el sacerdote—. Estoy en vuestras manos y, si hemos de escapar, debemos ayudarnos unos a otros. Juro que si sobrevivimos a esta aventura olvidaré todos tus negocios turbios. ¡Lo juro por el alma de Mitra!

—Eso me basta —musitó Murilo—. Ni siquiera el Sacerdote Rojo osaría romper ese juramento. Ahora salgamos de aquí. Mi amigo entró por el túnel, pero una reja cayó detrás de él y bloqueó el camino. ¿Puedes hacer que la levanten?

—Desde aquí no es posible —replicó el sacerdote—. La palanca de control está en el cuarto situado encima del túnel. Hay otra forma de salir de este pozo, que os enseñaré. Pero dime, ¿cómo llegaste hasta aquí?

Murilo se lo contó en pocas palabras y Nabonidus hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza, tras lo cual se levantó con dificultad. Avanzó cojeando por el corredor, que se ensanchaba formando una enorme habitación, y se acercó al disco de plata. A medida que avanzaban, el resplandor aumentó, aunque sin dejar de ser tenue y velado. Cerca del disco vieron una estrecha escalera que conducía hacia arriba.

—Esta es la otra salida —dijo Nabonidus—, y dudo mucho de que la puerta que se halla al final esté cerrada con llave. Pero tengo la sensación de que el que atraviese esa puerta será degollado. Mirad ese disco.

Lo que parecía ser un disco de plata era en realidad un enorme espejo colocado en la pared. Un complejo sistema de tubos de cobre sobresalían de la pared que estaba encima del disco y se inclinaba hacia abajo en ángulo recto. Al mirar esos tubos, Murilo vio un increíble conjunto de espejos más pequeños. Observó con atención el de mayor tamaño y lanzó una exclamación de asombro. Conan, que miraba por encima de su hombro, emitió un gruñido.

Parecían estar mirando a través de una ventana hacia el interior de una habitación bien iluminada. En las paredes había grandes espejos y entre uno y otro se veían tapices de terciopelo; también había lechos de seda, sillas de ébano y marfil y puertas cubiertas de cortinas que daban a las otras habitaciones. Delante de una puerta desprovista de cortinas había una enorme figura negra sentada que contrastaba grotescamente con la opulencia de la habitación.

Murilo sintió nuevamente que la sangre se le helaba en las venas al ver a aquella figura espantosa que parecía estar mirándolo directamente a los ojos. Retrocedió involuntariamente del espejo, mientras Conan adelantaba agresivamente la cabeza hasta que sus mandíbulas casi tocaron la superficie. Entonces lanzó algo que pareció ser una amenaza o un reto en lengua bárbara.

—Por Mitra, Nabonidus —dijo Murilo boquiabierto y temblando—, ¿qué es eso?

—Es Thak —contestó el sacerdote, acariciando su sien—. Algunos dirían que es un mono, pero es tan diferente de un mono como de un hombre. Sus gentes habitan en el lejano Oriente, en las montañas que lindan con la frontera este de Zamora. No son muchos, pero si no se les extermina, creo que se convertirán en seres humanos dentro de unos cien mil años. Se encuentran en un estadio evolutivo; no son ni monos, como lo fueron sus remotos antepasados, ni hombres, como pueden llegar a ser sus lejanos descendientes. Habitan en los elevados riscos de montañas inaccesibles y no conocen el fuego, ni saben construir casas, ni hacer vestidos, e ignoran incluso el uso de las armas. Sin embargo, tienen una especie de lenguaje compuesto principalmente por gruñidos y chasquidos.

»Yo traje a Thak cuando era casi un recién nacido y aprendió lo que le enseñé mucho más rápidamente y mejor que cualquier otro animal de verdad. Era al mismo tiempo mi guardaespaldas y mi criado. Pero olvidé que al ser en parte humano no podía quedar reducido a una mera sombra de sí mismo, como si fuera un animal de verdad. Al parecer, su especie de cerebro conservaba sensaciones de odio, de resentimiento y tenía una especie de ambición animal.

»De todos modos, atacó cuando menos lo esperaba. Anoche pareció volverse repentinamente loco. Sus actos parecían ser consecuencia de una especie de locura animal y sin embargo sé que deben de haber sido el resultado de una larga y cuidadosa planificación. Oí ruido de pelea en los jardines, y cuando fui a investigar —pues creí que eras tú y que su perro guardián te estaba atacando—, vi a Thak que salía de los matorrales manchado de sangre. Antes de que pudiera darme cuenta, se abalanzó sobre mí con un aullido espantoso y me golpeó hasta dejarme sin sentido. No recuerdo nada más, pero es de suponer que por un capricho de su mente semihumana, me despojó de la ropa y me arrojó vivo a estas cuevas, por alguna razón que solo los dioses conocen. Debe de haber matado al perro cuando volvió al jardín, y después de golpearme a mí evidentemente mató a Joka, a quien habéis visto muerto dentro de la casa. Joka hubiera venido en mi ayuda, aun en contra de Thak, a quien siempre ha odiado.

Murilo miró a través del espejo a la extraña criatura que estaba sentada con monstruosa paciencia ante la puerta cerrada. Se estremeció al ver aquellas enormes manos negras cubiertas de espesos vellos que parecían una piel. Su cuerpo era pesado, ancho y encorvado. Los hombros demasiado amplios habían rasgado la túnica escarlata y a través de esta Murilo vio la misma pelambre negra. El rostro que miraba desde la capucha roja era absolutamente bestial, y sin embargo el joven aristócrata se dio cuenta de que Nabonidus decía la verdad cuando afirmaba que Thak no era completamente animal. Había algo en aquellos siniestros ojos rojos, en la torpe postura de aquel ser, en la apariencia general de aquella cosa, que lo diferenciaba de un verdadero animal. Ese cuerpo monstruoso albergaba un cerebro y un alma que evolucionaban atrozmente hacia algo vagamente humano. Murilo se quedó estupefacto cuando reconoció que había un leve y odioso parentesco entre su raza y aquel ser monstruoso, y se sintió sobrecogido al tomar consciencia fugazmente de los abismos de bestialidad por los que la humanidad ha ido ascendiendo penosamente.

—Seguramente nos está viendo —musitó Conan—. ¿Por qué no nos ataca? Podría romper el ventanal con facilidad.

Murilo se dio cuenta de que Conan pensaba que el espejo era una ventana a través de la cual ellos estaban viendo la otra habitación.

—El no nos ve —respondió el sacerdote—. Nosotros estamos viendo una habitación que se halla encima de nosotros. Esa puerta que Thak está vigilando es la que se encuentra al final de la escalera. Se trata simplemente de un dispositivo de espejos. ¿Ves aquellos espejos en las paredes? Transmiten las imágenes de la habitación a estos tubos que a su vez otros espejos reflejan ampliados en este enorme espejo.

Murilo entendió que el sacerdote debía de estar siglos por delante de su generación para haber perfeccionado semejante invento, pero Conan lo atribuyó simplemente a brujerías y no se preocupó más por el asunto.

—He construido estas cuevas como albergue y también como calabozo —siguió diciendo el sacerdote—. En ocasiones me he refugiado aquí y he visto a través de esos espejos el destino funesto de aquellos que buscaban mi ruina.

—Pero ¿por qué vigila Thak esa puerta? —preguntó Murilo.

—Debe de haber oído la caída de la reja en el túnel, porque está conectada con unas campanas que hay en las habitaciones superiores. Sabe que hay alguien en las cuevas y está esperando que suba por la escalera. Oh, sí, ha aprendido muy bien lo que le he enseñado. El ha visto lo que le ha ocurrido a quienes cruzaban esa puerta cuando yo tiraba de la cuerda que cuelga de aquella pared, y se dispone a imitarme.

—Y mientras espera, ¿qué vamos a hacer nosotros? —inquirió Murilo.

—No podemos hacer nada salvo observarlo. Mientras siga en esa habitación, no debemos ni pensar en subir la escalera. Tiene la fuerza de un verdadero gorila, y podría destrozarnos con toda facilidad. Pero no necesita poner en juego sus músculos; si abrimos la puerta, le bastará con tirar de la cuerda para que salgamos disparados hacia la eternidad.

—¿Cómo?

—Hemos acordado que os ayudaría a escapar —repuso el sacerdote—, pero no me he comprometido a divulgar mis secretos.

Murilo se dispuso a contestar cuando vio algo que le dejó paralizado. Una mano furtiva había abierto la cortina de una de las puertas. En ella apareció un rostro oscuro cuyos ojos brillantes se clavaron amenazadores en la figura encorvada cubierta con la túnica escarlata.

—¡Petreus! —exclamó Nabonidus—. ¡Por Mitra, qué colección de buitres hay aquí esta noche!

El rostro seguía enmarcado entre las cortinas abiertas. Por encima del hombro del intruso asomaban otras caras, morenas y delgadas, iluminadas por una siniestra ansiedad.

—¿Qué hacen aquí? —murmuró Murilo bajando inconscientemente la voz, aunque sabía que no podían oírlo.

—¿Qué pueden estar haciendo Petreus y sus ardientes jóvenes nacionalistas en la casa del Sacerdote Rojo? —dijo Nabonidus riendo—. Mira con qué avidez contemplan la figura del que consideran su mayor enemigo. Han caído en el mismo error que tú. Va a resultar divertido ver la expresión de sus caras cuando adviertan su equivocación.

Murilo no respondió. Todo tenía un aire completamente irreal. Tenía la sensación de estar viendo una función de títeres u observando con cierto desapego los actos de los vivos sin ser visto ni oído, como si él fuera un fantasma incorpóreo.

Vio que Petreus acercó un dedo a sus labios imponiendo silencio a modo de advertencia y luego hizo una seña a los demás conspiradores. El joven aristócrata no sabía si Thak era consciente de la presencia de los intrusos. La posición del hombre-mono no había cambiado; seguía sentado de espaldas hacia la puerta por la que entraban sigilosamente los hombres.

—Tuvieron la misma idea que tú —le dijo Nabonidus al oído—. Solo que por razones patrióticas y no egoístas. Ahora es fácil entrar en mi casa, dado que el perro está muerto. ¡Oh, qué ocasión para librarme de su amenaza de una vez por todas! Si yo estuviera sentado donde está Thak…, un salto hacia la pared…, un tirón de la cuerda…

Petreus había colocado suavemente un pie en el umbral de la habitación; sus compañeros lo seguían de cerca con las relucientes dagas en la mano. Thak se incorporó y se volvió hacia él. El inesperado horror que les produjo su aspecto, cuando esperaban encontrar el odioso pero conocido semblante de Nabonidus, los llenó de espanto, tal como le había sucedido a Murilo. Petreus retrocedió dando un chillido y empujando a sus compañeros hacia atrás. Estos tropezaron y cayeron unos encima de otros, y en ese instante Thak, salvando la distancia con un salto prodigioso y grotesco, tiró con todas sus fuerzas del grueso cordón de terciopelo que colgaba cerca de la puerta.

Inmediatamente se abrieron las cortinas, dejando la puerta libre, y de esta cayó algo con un singular fulgor plateado.

—¡Lo ha recordado! —exclamó Nabonidus lleno de júbilo—. ¡La bestia es semihumana! ¡Me ha visto hacerlo y lo ha recordado! ¡Mirad ahora! ¡Mirad!

Murilo vio que se trataba de una gruesa lámina de vidrio que había caído sobre la puerta. A través del panel se veían los rostros pálidos de los conspiradores. Petreus tendió las manos hacia adelante como protegiéndose del ataque de Thak, y se encontró con la barrera transparente; por sus gestos, parecía estar diciendo algo a sus compañeros. Ahora que las cortinas estaban abiertas, los hombres que se hallaban en la cueva podían ver todo lo que ocurría en la habitación en la que se encontraban los nacionalistas. Habiendo perdido completamente el control de sus nervios, estos corrían por el recinto hacia la puerta por la que creían haber entrado, pero se detuvieron de pronto, como si hubiera una pared invisible.

—El tirón de la cuerda cerró herméticamente la habitación —dijo Nabonidus riéndose—. Es muy simple: los paneles de vidrio resbalan por unos raíles que hay en las puertas. Al tirar de la cuerda se suelta el hilo que los sujeta; luego se deslizan hacia abajo y quedan trabados, pudiendo ser accionados solo desde el exterior. El cristal es irrompible. Ni siquiera un hombre con un mazo sería capaz de destrozarlo. ¡Ah!

Los hombres atrapados en la habitación estaban histéricos de miedo; corrían desesperadamente de una puerta a otra, golpeando en vano las paredes de cristal, agitando violentamente los puños ante la implacable figura negra que los observaba desde fuera. Entonces uno de ellos alzó la cabeza, miró hacia arriba y comenzó a gritar horrorizado, a juzgar por el movimiento de sus labios, al tiempo que señalaba hacia el cielo raso.

—La caída de los paneles ha liberado las nubes mortíferas —dijo el Sacerdote Rojo riendo con carcajadas salvajes—. Es el polvillo del loto gris obtenido de los Pantanos de la Muerte, más allá de Khitai.

Del centro del cielo raso colgaba un racimo de capullos de oro, que se abrieron como los pétalos de una inmensa rosa tallada, y de estos descendió un vapor grisáceo que llenó rápidamente la habitación. En un instante la escena de histeria se convirtió en un espectáculo de locura y de horror. Los hombres atrapados comenzaron a tambalearse y a correr en círculos como si estuvieran borrachos. De su boca salía espuma y sus labios se retorcían en una risa espantosa. En la huida, caían unos encima de otros acuchillándose con las dagas y destrozándose con los dientes en un holocausto demencial. Murilo se descompuso al contemplar aquel espectáculo y se sintió aliviado de no escuchar los gritos y aullidos que debían de resonar en aquella condenada habitación. Pero aquello se parecía a una película muda proyectada sobre una pantalla, puesto que no se oía nada.

Fuera del recinto maldito, Thak daba saltos con una alegría animal, mientras agitaba y levantaba sus largos y peludos brazos. Nabonidus se reía como un demonio por encima del hombro de Murilo.

—¡Ah, buen golpe, Petreus! —exclamaba—. ¡Le ha abierto las entrañas! ¡Y ahora otro para ti, mi patriótico amigo! ¡Así! Ya han caído todos, y los vivos desgarran la carne de los muertos con sus dientes babeantes.

Murilo sintió un escalofrío. Detrás de él, el cimmerio maldecía con voz apagada en su tosca lengua. Solo se veía la muerte por todos lados en la habitación de la nube gris; los conspiradores yacían apuñalados, destrozados y mutilados, apilados en una montaña roja, con las bocas abiertas y los rostros ensangrentados mirando sin expresión hacia el techo entre las tenues volutas grisáceas que daban vueltas lentamente.

Thak, como un gnomo gigantesco, se aproximó a la pared de la que colgaba la cuerda y tiró de ella hacia un lado con un gesto peculiar.

—Está abriendo la puerta más alejada —dijo Nabonidus—. ¡Por Mitra; es más humano de lo que yo suponía! Mirad, el humo gris sale en volutas de la habitación y luego se disipa. Thak está esperando para no correr riesgos. Ahora levanta el otro panel. Es cauteloso; conoce el peligro mortal que entraña el loto gris, que provoca la locura y la muerte. ¡Por Mitra!

Murilo sintió un sobresalto espantoso ante esta exclamación de Nabonidus, que lo electrizó.

—Esta es nuestra única oportunidad —dijo el sacerdote—. Si abandona la habitación de arriba por unos minutos, podremos intentar subir rápidamente por la escalera.

Atenazados por la tensión, vieron cómo el monstruo salía torpemente por la puerta y desaparecía. Al alzar el panel de cristal, las cortinas habían vuelto a caer, ocultando la cámara de la muerte.

—¡Debemos arriesgarnos! —dijo el sacerdote, y Murilo vio que su rostro estaba cubierto de sudor—. ¡Quizá esté deshaciéndose de los cadáveres, como me ha visto hacer a mí! ¡Rápido! ¡Seguidme! ¡Subamos la escalera!

Nabonidus corrió hacia la escalera y subió por ella con una agilidad que asombró a Murilo. El noble y el bárbaro le seguían de cerca, y oyeron el profundo suspiro de alivio que lanzó el sacerdote cuando consiguió abrir la puerta que se encontraba al final de la escalera. Irrumpieron en la amplia habitación que habían visto reflejada en el espejo. Thak no estaba allí.

—¡Está en aquella habitación, con los cadáveres! —exclamó Murilo—. ¿Por qué no le encerramos allí, como hizo con los conspiradores?

—¡No! ¡No! —dijo Nabonidus con un grito ahogado y con el rostro extrañamente pálido—. No sabemos si está realmente allí. Y de todos modos, puede entrar antes de que podamos alcanzar la cuerda. Seguidme por el corredor; debo llegar a mi habitación para disponer de armas que lo van a destruir. Este pasillo es la única salida que no tiene trampa.

Siguieron apresuradamente al sacerdote y pasaron por una puerta con cortinas que estaba enfrente de la puerta del recinto de la muerte y llegaron al corredor, que daba a una serie de habitaciones. Nabonidus intentó abrirlas con una pasmosa y torpe rapidez. Estaban cerradas con llave, al igual que la puerta que se hallaba al final del corredor.

—¡Dioses! —exclamó el Sacerdote Rojo apoyándose contra la pared, con el rostro ceniciento—. Las puertas están cerradas y Thak me quitó las llaves. Estamos atrapados.

Murilo se quedó horrorizado al ver a aquel hombre en semejante estado de nervios, pero Nabonidus se serenó haciendo un gran esfuerzo.

—Esta bestia me produce pánico —dijo—. Si vosotros lo hubierais visto destrozar a hombres como yo le he visto…, bueno, que Mitra nos ayude, pero ahora debemos luchar contra él con las armas que los dioses nos han dado. ¡Vamos!

Los condujo de vuelta hacia la puerta con cortinas y miró hacia el enorme recinto en el preciso instante en que entraba Thak por la puerta de enfrente. Era evidente que el hombre-bestia sospechaba algo. Sus pequeñas orejas se movieron; miró irritado a su alrededor y, acercándose a la puerta más cercana, corrió las cortinas para ver si había alguien escondido detrás de ellas.

Nabonidus retrocedió temblando como una hoja. Cogió a Conan por un hombro y le dijo:

—Muchacho, ¿te atreverías a enfrentar tu puñal contra sus colmillos?

Los ojos del cimmerio centellearon por toda respuesta.

—¡Rápido! —susurró el Sacerdote Rojo escondiendo a Conan detrás de las cortinas—. En cuanto nos encuentre, lo que no tardará en ocurrir, lo atraeremos hacia nosotros. Cuando pase delante de ti corriendo, húndele la daga en la espalda, si puedes. Tú, Murilo, muéstrate ante él y luego huye corriendo por el pasillo. Bien sabe Mitra que tenemos muy pocas posibilidades frente a Thak en una lucha cuerpo a cuerpo, pero de todas formas estamos condenados si nos encuentra.

Murilo sintió que la sangre se le congelaba en las venas, pero juntó fuerzas y se asomó por la puerta. Instantáneamente, Thak, que se encontraba del otro lado de la habitación, giró en redondo, miró fijamente y atacó con un rugido espantoso. Su capucha escarlata le cayó sobre la espalda, enseñando su deforme cabeza oscura. Tenía las negras manos y la túnica roja manchadas de sangre. Parecía una oscura pesadilla de color carmesí cuando atravesó la habitación enseñando los colmillos y con las patas torcidas sosteniendo su inmenso cuerpo que avanzaba con paso aterrador.

Murilo se volvió rápidamente hacia el corredor y, pese a lo ágil que era, el horroroso monstruo peludo casi lo alcanza. Entonces, cuando el hombre-mono pasó corriendo delante de las cortinas, de ellas surgió repentinamente una figura enorme que le dio un golpe en el hombro al extraño engendro, al tiempo que hundía su puñal en la espalda de la bestia. Thak lanzó un grito espeluznante cuando el impacto le hizo caer, y ambos rodaron por el suelo. Entonces hubo un remolino de brazos y piernas y comenzó la batalla demoníaca.

Murilo vio que el bárbaro atenazó con sus piernas el torso del hombre-mono y que se esforzaba por mantenerse encima de monstruo mientras lo acuchillaba con el puñal. Thak, por su lado, luchaba por liberarse de las tenazas de su enemigo para hacerlo girar y ponerlo al alcance de los colmillos gigantescos que buscaban la carne del muchacho. En medio de un torbellino de golpes, entre jirones ensangrentados, fueron rodando por el corredor con tal rapidez que Murilo no se atrevió a emplear la silla que había cogido, por temor a golpear al cimmerio. Y vio que, a pesar de la ventaja que suponía para Conan el hecho de haber golpeado primero y que el monstruo llevara una túnica que le envolvía el cuerpo y las extremidades dificultando sus movimientos, la fuerza ciclópea de Thak se iba imponiendo rápidamente. Empujaba inexorablemente al cimmerio para tenerlo frente a él. El monstruo había recibido heridas que hubieran matado a una decena de hombres. El puñal de Conan se hundió una y otra vez en el torso, en los hombros y en el cuello de toro de la bestia. Chorreaba sangre por todas las heridas, pero, a menos que la afilada hoja diera rápidamente en un órgano vital, la sobrehumana vitalidad de Thak terminaría para siempre con el cimmerio y después con sus compañeros.

Conan también luchaba como una fiera salvaje, en un silencio solo interrumpido por sus jadeos. Las negras garras del monstruo y aquellas manos a modo de zarpas lo arañaban y desgarraban, y sus mandíbulas sonrientes se abrieron para morderle la garganta. Entonces Murilo, viendo una oportunidad, saltó y lanzó la silla con todas sus fuerzas, que eran suficientes para abrirle la cabeza a un ser humano. La silla resbaló por el negro cráneo, pero el aturdido monstruo aflojó por un instante su abrazo mortal y en ese momento Conan, jadeando y chorreando sangre, saltó hacia adelante y hundió su puñal hasta la empuñadura en el corazón del hombre-mono.

Con un temblor convulsivo, la bestia cayó al suelo, miró fijamente y en seguida quedó inmóvil. Sus fieros ojos se quedaron fijos y brillaron bajo la tenue luz de la habitación; sus pesados miembros temblaron y luego se quedaron rígidos.

Conan se levantó tambaleante, enjugándose el sudor y la sangre que le cubrían el rostro. La sangre goteaba de su puñal y de sus dedos, y chorreaba hasta sus brazos y muslos, manchando su pecho. Murilo lo cogió por un brazo para sostenerlo, pero el bárbaro lo empujó con gesto impaciente.

—El día que no pueda sostenerme solo, sé que habrá llegado la hora de morir —musitó a través de los labios deshechos—. Pero me gustaría beberme una jarra de vino.

Nabonidus contemplaba la figura inmóvil como si no diera crédito a sus ojos. El monstruo negro, peludo y abominable yacía en una grotesca postura sobre los jirones de su túnica escarlata; sin embargo aun así parecía más humano que animal, y transmitía un vago patetismo.

—Esta noche he matado a un hombre y no a una bestia. Lo incluiré entre los jefes cuyas almas envié a las tinieblas, y mis mujeres cantarán sus hazañas.

Nabonidus se inclinó y cogió un manojo de llaves que colgaban de una cadena dorada. Se habían caído del cinto del hombre-mono durante la lucha. Haciendo una seña a sus compañeros para que lo siguieran, los condujo a una habitación, abrió la puerta y avanzó hacia el interior del recinto, que estaba iluminado como los demás. El Sacerdote Rojo cogió una vasija de vino de una mesa y llenó las copas de cristal que había allí. Mientras sus compañeros bebían ávidamente, murmuró:

—¡Qué noche! Falta poco para que amanezca. ¿Qué vais a hacer, amigos?

—Voy a curar las heridas de Conan, si me traes algunas vendas y bálsamos —dijo Murilo.

Nabonidus hizo un movimiento con la cabeza y se dirigió hacia la puerta que daba al corredor. Algo en la inclinación de su cabeza hizo que Murilo lo observara con recelo. Cuando llegó a la puerta, el Sacerdote Rojo se volvió de improviso. Su rostro se había transmutado, los ojos llamearon con el antiguo fuego y su boca reía quedamente.

—¡Somos todos villanos! —dijo con su sarcasmo habitual—. Pero no todos somos necios. El único tonto eres tú, Murilo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el joven aristócrata dando unos pasos.

—¡Atrás! —gritó Nabonidus con una voz que parecía un látigo—. ¡Si das un paso más, te mato!

Murilo se quedó helado cuando vio que el Sacerdote Rojo aferraba una gruesa cuerda de terciopelo que colgaba entre las cortinas justo al lado de la puerta.

—¿Qué clase de traición es esta? —gritó Murilo—. Juraste que…

—¡Juré que no le contaría al rey nada acerca de ti! Pero no prometí que no iba a resolver este asunto por mis propios medios, si podía. ¿Crees que voy a dejar pasar semejante oportunidad? En circunstancias normales no me atrevería a matarte con mis propias manos, sin contar con la aprobación del rey, pero ahora nadie lo sabrá jamás. Irás a parar a las cubas de ácido junto a Thak y los estúpidos nacionalistas, y nadie sabrá nada. ¡Qué noche! Si bien he perdido algunos valiosos sirvientes, también me he librado de varios enemigos peligrosos. ¡No te muevas! Estoy en el umbral y tú no tienes posibilidades de alcanzarme antes de que tire de la cuerda y te envíe al Infierno. Esta vez no se trata del loto gris, aunque es igualmente eficaz. Casi todas las habitaciones de mi casa son una trampa. De modo que, Murilo, eres un imbécil…

Con la rapidez del rayo, Conan cogió una silla y la arrojó. Nabonidus alzó instintivamente el brazo y lanzó un grito, pero era demasiado tarde. El proyectil se estrelló contra su cabeza y el Sacerdote Rojo se tambaleó y cayó de bruces en un charco de sangre oscura que se agrandaba rápidamente.

—Su sangre era roja, después de todo —dijo Conan con un gruñido.

Murilo se echó atrás los cabellos empapados de sudor con mano temblorosa al tiempo que se apoyaba sobre la mesa, debilitado por la tensión pasada y la sensación de alivio que lo embargaba ahora.

—Está amaneciendo —dijo el aristócrata—. Salgamos de aquí antes de que caigamos en otra trampa mortal. Si conseguimos escalar el muro exterior sin que nos vean, no nos asociarán con lo ocurrido aquí esta noche. Dejemos que la Policía encuentre su propia explicación de los hechos.

Miró el cuerpo del Sacerdote Rojo que yacía en un charco de sangre y se encogió de hombros.

—Después de todo, el necio era él. Si no hubiera perdido el tiempo burlándose de nosotros, habría podido eliminamos con facilidad.

—Bueno —dijo el cimmerio con tranquilidad—, ha tomado el camino que todos los villanos deben recorrer finalmente. Me gustaría saquear la casa, pero supongo que será mejor que nos vayamos.

Cuando salieron de la oscuridad al jardín casi blanco por el rocío del amanecer, Murilo dijo:

—El Sacerdote Rojo ha entrado en el mundo de las tinieblas, de modo que mi camino en la ciudad está libre y no tengo nada que temer. Pero ¿y tú? Queda aún el asunto del Laberinto y…

—De todas maneras, estoy cansado de esta ciudad —dijo el cimmerio con una sonrisa—. Has hablado de un caballo que me esperaba en la Madriguera del Ratón. Tengo curiosidad por saber a qué velocidad me llevará ese caballo a otro reino. Hay muchos caminos que deseo conocer antes de recorrer el que Nabonidus tomó esta noche.