I

El redoble de los tambores y el estruendo del gran cuerno de elefante eran ensordecedores, pero en los oídos de Livia el clamor sonaba como un confuso murmullo, monótono y lejano. Estaba tendida sobre un lecho en la gran cabaña, sumida en un estado de delirio que bordeaba con el desvarío. Los ruidos del exterior apenas afectaban sus sentidos. Aunque se encontraba aturdida, su mente caótica estaba obsesionada todavía con el cuerpo desnudo y convulso de su hermano, por cuyos muslos temblorosos corría la sangre. Recortada sobre un oscuro fondo de formas y sombras enlazadas, aquella borrosa silueta blanca aparecía ante sus ojos con una implacable y aterradora nitidez. El aire quieto parecía latir entre gritos de agonía mezclados con un rumor de risas demoníacas.

La muchacha no tenía consciencia de sus sensaciones como ente individual, separado y diferenciado del resto del cosmos. Se sentía embargada por una enorme tristeza y por un profundo dolor… Ella misma era un dolor cristalizado y hecho carne. Así pues, yacía tendida al borde de la inconsciencia, sin pensar y sin moverse, mientras en el exterior resonaban los tambores y los cuernos, y las voces bárbaras entonaban cantos odiosos, al tiempo que los pies desnudos marcaban el ritmo golpeando la tierra dura y las manos palmeaban con suaves cadencias.

Pero finalmente la consciencia individual comenzó a manifestarse a través de su helada mente. Primero sintió un leve asombro al pensar que no había sufrido daños físicos. Aceptó esa especie de milagro sin agradecerlo. Actuando casi maquinalmente, se sentó en el lecho y se quedó mirando tristemente a su alrededor. Sus extremidades iniciaron unos movimientos débiles, como respondiendo a los centros nerviosos recién despiertos. Sus pies desnudos golpearon nerviosamente el suelo de tierra. Sus dedos se retorcieron convulsivamente sobre la falda de una ligera túnica corta que constituía su único atuendo. Recordó que una vez, y ello parecía haber ocurrido hace muchísimo tiempo, unas rudas manos le arrancaron el resto de la ropa del cuerpo, y que ella había llorado de miedo y de vergüenza. Le parecía extraño, ahora, que un hecho tan insignificante pudiera haberle causado tanta pena. Después de todo, la magnitud de la ofensa y la indignidad eran relativas, como muchas cosas.

La puerta de la choza se abrió y entró una mujer, una criatura ágil como una pantera, cuyo cuerpo esbelto y flexible brillaba como el ébano pulido, y estaba cubierto tan solo con un pequeño trozo de seda envuelto alrededor de sus estrechas caderas. El blanco de sus ojos reflejaba la luz de la hoguera del exterior, y su mirada era aviesa y maligna.

Llevaba en la mano un plato de bambú lleno de alimentos: carne caliente, batata asada y un trozo de pan rústico, así como una jarra de oro trabajado llena de una especie de cerveza conocida con el nombre de varati. Depositó todo esto al lado del lecho, pero Livia no le prestó atención y siguió mirando fijamente hacia la pared de enfrente, cubierta de esteras hechas de cañas de bambú entrelazadas. La joven nativa rió, sus ojos lanzaron destellos y sus blancos dientes brillaron en la oscuridad. Y entonces, tras unas sibilantes palabras de desprecio y una caricia burlona que era más insultante que su lenguaje, se volvió y salió de la cabaña expresando mayor insolencia con el movimiento de sus caderas que la que pudiera manifestar cualquier mujer civilizada con palabras e insultos.

Pero ni las palabras ni las acciones de la moza habían despertado la superficie de la consciencia de Livia. Todas sus sensaciones seguían vueltas hacia su interior, donde lo vivido de sus imágenes mentales hacía que el mundo real pareciera una escena irreal por la que desfilaban sombras y espectros. Comió con gestos maquinales y bebió sin apreciar el sabor de la cerveza.

Siempre con movimientos mecánicos, se levantó al fin, se acercó con paso inseguro a la pared de bambú y se puso a mirar a través de una grieta. Un cambio repentino en el redoble de los tambores y en el resonar de los cuernos hizo reaccionar algún oscuro rincón de su mente, y le hizo pensar casi sin proponérselo.

Al principio no alcanzó a comprender nada de lo que veía; todo resultaba caótico y sombrío. Los cuerpos se movían y se mezclaban, girando y haciendo contorsiones. Eran siluetas negras recortadas sobre un fondo de llamas rojizas cuyo resplandor aumentaba y disminuía. Luego las acciones y los objetos adquirieron sus propias dimensiones y Livia alcanzó a ver unos hombres y unas mujeres que se movían delante de la hoguera. La luz roja lanzaba destellos sobre los adornos de marfil y de plata; las plumas blancas ondeaban bajo el resplandor de la noche, y los cuerpos desnudos danzaban como si estuvieran tallados en la oscuridad de la noche y pintados en llamas de color carmesí.

Sentado sobre un escabel de marfil, flanqueado por gigantes tocados con plumas y cubiertos con pieles de leopardo, había un personaje repulsivo, obeso y achaparrado, con aspecto maligno, que parecía un enorme sapo que apestaba como los pantanos podridos de la selva. El individuo tenía las rechonchas manos colocadas sobre el arco abultado de su vientre; su pescuezo era un rollo de grasa que parecía proyectar su cilíndrica cabeza hacia adelante; sus ojos semejaban brasas ardientes y tenían una asombrosa vitalidad que contrastaba con la del resto de su grueso cuerpo, que daba la sensación de indolencia.

Cuando la mirada de la muchacha se posó en aquella figura, sus miembros se pusieron en tensión y la vida volvió a latir frenéticamente en su cuerpo. Dejó de ser un autómata inconsciente, y se transformó en un ser sensible de carne y hueso; sintió un escalofrío y luego la sangre ardió en sus venas. El dolor fue sustituido por el odio, un odio tan intenso que a su vez se convirtió en dolor. Se sintió dura y quebradiza al tiempo, como si su cuerpo estuviera hecho de acero. Su aborrecimiento abarcaba todo su campo visual y se volvió tan tangible que pensó que el objeto de su odio caería muerto en su escabel tallado por la intensidad de sus sentimientos.

Pero si Bajujh, rey de Bakalah, sintió alguna molestia a causa de la concentración psíquica de su prisionera, lo cierto es que no lo demostró. Por el contrario, continuó atiborrando su boca de batracio con puñados de golosinas que le tendía en una bandeja una mujer arrodillada, y siguió mirando hacia el amplio camino que formaban sus súbditos al apiñarse en dos densas filas a ambos lados.

Livia comprendió vagamente que por aquel pasillo, flanqueado por una negra y sudorosa masa de hombres, iba a llegar algún personaje importante, a juzgar por el redoble estrepitoso de los tambores y el clamor de los cuernos. Y en ese momento apareció lo que los nativos estaban esperando.

Los guerreros negros avanzaron en una columna de tres en tres hacia el reyezuelo sentado en la silla de marfil; sus plumas y el fulgor de las lanzas destacaban entre la abigarrada turbamulta. A la cabeza de los lanceros de ébano avanzaba a grandes zancadas un hombre que hizo estremecer violentamente a Livia; su corazón pareció detenerse y luego volvió a latir frenéticamente. El recién llegado se distinguía con toda claridad del resto. Al igual que sus seguidores, llevaba un taparrabos de piel de leopardo y un gran adorno de plumas pero, a diferencia de los demás, era un hombre blanco.

No llegó hasta el escabel de marfil con aire de subordinado o de alguien que suplica, y cuando el recién llegado se detuvo delante del hombre achaparrado, se hizo un súbito silencio. Livia percibió la tensión que flotaba en el aire, si bien solo adivinaba vagamente lo que presagiaba. Durante un instante Bajujh permaneció sentado, con la gruesa cabeza vuelta hacia arriba, como un sapo descomunal; luego, como empujado contra su voluntad por la mirada firme y dominante del otro hombre, el reyezuelo se levantó con dificultad de su silla y se quedó de pie, haciendo una grotesca reverencia con la cabeza rapada.

En seguida se alivió la tensión. De las filas de los habitantes de la aldea surgió un tremendo vocerío y, ante un ademán del desconocido, sus guerreros levantaron las lanzas y corearon a gritos un saludo para el rey Bajujh. Quienquiera que fuese el hombre blanco, Livia se dio cuenta de que debía de ser muy poderoso en aquella tierra, cuando Bajujh, el reyezuelo de Bakalah, se ponía de pie para recibirle. Y poder significaba prestigio militar, pues lo único que respetaban esos salvajes era la violencia.

Desde ese momento, Livia permaneció con los ojos pegados a la grieta de la pared de la choza, observando al forastero. Sus guerreros se mezclaron con los bakalahs y bailaron, comieron y bebieron cerveza con ellos. El hombre blanco, junto con algunos de sus jefes, se sentó con Bajujh y sus lugartenientes, con las piernas cruzadas sobre esterillas, y comieron y bebieron hasta hartarse. La joven vio que el hombre blanco hundía las manos en los cazos de comida, al igual que los demás, y bebía de la misma jarra de cerveza que Bajujh, pero notó que se le concedía el respeto debido a un rey. Puesto que no había otro escabel de marfil, Bajujh renunció al suyo y tomó asiento sobre la esterilla, junto a su invitado. Cuando traían una nueva jarra de cerveza, el rey de Bakalah apenas la probaba y se la pasaba en seguida al hombre blanco. ¡Poder! ¡Todo aquel ceremonial apuntaba al poder…, la fuerza…, el prestigio! Livia tembló llena de excitación cuando comenzó a forjar un plan en su mente.

Siguió observando al hombre blanco con dolorosa intensidad, hasta que no hubo detalle alguno que pasara inadvertido para ella. Era alto; muy pocos de los gigantes negros que se encontraban a su alrededor le superaban en estatura o en corpulencia. Se movía con la agilidad de un enorme felino. Cuando las llamas se reflejaban en sus ojos, encendían en ellos un fuego azul. Llevaba unas sandalias atadas a sus piernas y de su enorme cinto colgaba una espada metida en una vaina de cuero. El visitante tenía un aspecto extraño y poco corriente. Livia jamás había visto a un hombre semejante, pero no se preocupó por saber a qué raza pertenecía. Le bastaba con que su piel fuera blanca.

Pasaron las horas y poco a poco fue disminuyendo la algarabía, ya que tanto los hombres como las mujeres se iban hundiendo en el sopor de la borrachera. Finalmente, Bajujh se puso en pie tambaleándose y levantó las manos, no para poner fin a la fiesta, sino para indicar que se rendía en aquella competición de bebida y de comida. Luego, a punto de desplomarse, fue recogido por sus guerreros, que le llevaron hasta su choza. El hombre blanco también se levantó, sin dar aparentemente muestras de hallarse afectado por la enorme cantidad de cerveza que había bebido, y fue escoltado hasta la cabaña de invitados por algunos de los hombres de Bajujh que estaban en condiciones de hacerlo. Desapareció en el interior de la choza, y Livia advirtió que una decena de guerreros que habían llegado con él tomaban posiciones en torno a la cabaña, con sus lanzas preparadas. Era evidente que el extranjero no se fiaba demasiado de la amistad de Bajujh.

La muchacha recorrió la aldea con la mirada; parecía la representación de la noche del Juicio Final debido a la cantidad de cuerpos caídos que yacían en las calles. Ella sabía que numerosos centinelas en plena posesión de sus facultades cuidaban la empalizada exterior, pero los únicos hombres despiertos que vio allí eran los lanceros del hombre blanco… y algunos de estos comenzaban a dar cabezadas y a apoyarse perezosamente en el asta de sus lanzas.

Con el corazón latiendo intensamente, la joven se deslizó por la puerta trasera de su cabaña y pasó delante del centinela de Bajujh, que roncaba sonoramente. Livia atravesó el espacio que mediaba entre su choza y la del forastero como una sombra de marfil. Se arrastró de rodillas y avanzó hacia la parte posterior de la otra cabaña. Allí se hallaba un negro gigantesco en cuclillas, con la emplumada cabeza hundida entre las rodillas. La muchacha extremó sus precauciones cuando pasó delante de él y se acercó a la pared de la choza. Ella ya había estado encerrada en aquella cabaña, y sabía que había una estrecha abertura detrás de una esterilla que colgaba de una pared; esa grieta representaba su débil y patético intento de fuga. Encontró la abertura, se volvió de lado y, con movimientos sinuosos de su cuerpo flexible, se introdujo en la habitación.

El luego de las hogueras del exterior iluminaba tenuemente el interior de la cabaña. Pero en seguida oyó una velada maldición, al tiempo que un puño de hierro la aferró por la cabellera y la arrastró hacia el centro de la choza.

Desconcertada ante la rapidez del extranjero, la joven se apartó el cabello de los ojos y miró fijamente al hombre blanco, que la contemplaba asombrado con el rostro lleno de pequeñas cicatrices vuelto hacia ella. Tenía la espada desenvainada en la mano y sus ojos ardían como bolas de fuego, si bien no sabía si era de ira, recelo o sorpresa. El hombre le habló en una lengua que ella no entendió; no era gutural, como la de los negros, pero tampoco tenía un acento civilizado.

—¡Oh, te lo ruego! —suplicó ella—. No hables en voz alta. Nos van a oír…

—¿Quién eres? —preguntó el hombre, hablando en la lengua de Ofir, pero con acento bárbaro—. ¡Por Crom, jamás pensé encontrar una muchacha blanca en estas condenadas tierras!

—Me llamo Livia —repuso la joven—, y soy prisionera de Bajujh. ¡Oh, escucha, por favor, escúchame! No puedo estar aquí mucho tiempo; tengo que volver antes de que noten mi ausencia en la cabaña. Verás, mi hermano… —un sollozo ahogó sus palabras, pero luego continuó— mi hermano Theteles y yo pertenecíamos a la casa de Chelkus, una familia de sabios y de nobles de Ofir. Mediante un permiso especial del rey de Estigia, a mi hermano le permitieron ir a Kheshatta, la ciudad de los magos, a fin de que estudiara sus artes, y yo le acompañé. Theteles era solo un chiquillo, era menor que yo…

La muchacha titubeó y su voz volvió a quebrarse. El forastero no dijo nada, pero siguió mirándola con ojos ardientes, gesto severo y rostro inescrutable. Había algo salvaje e indómito en su expresión que asustaba a la muchacha y la ponía nerviosa.

—Los negros kushitas invadieron Kheshatta y la arrasaron —siguió diciendo Livia, hablando más rápidamente—. Nosotros llegábamos en ese momento a la ciudad con una caravana de camellos. Los soldados de la escolta huyeron, y los invasores nos capturaron y nos llevaron con ellos. No nos hicieron ningún daño y nos dieron a entender que parlamentarían con los estigios y aceptarían un rescate a cambio de nosotros. Pero uno de los jefes quería quedarse con todo el rescate, por lo que él y sus seguidores nos sacaron furtivamente del campamento una noche y huyeron con nosotros hacia el sureste, hasta llegar a las fronteras de Kush. Allí fueron atacados y aniquilados por una banda de guerreros bakalah. Theteles y yo fuimos arrastrados hasta esta guarida de bestias salvajes… —la muchacha lloró convulsivamente—, y esta mañana mutilaron y mataron cruelmente a mi hermano delante de mí…

Livia se quedó en silencio; parecía haber perdido el hilo del relato, pero luego añadió:

—Arrojaron su cadáver descuartizado a los chacales. No sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento…

Una vez más le faltaron las palabras. Levantó los ojos y vio el rostro ceñudo del extranjero. Entonces una furia incontenible embargó a la muchacha. Alzó los puños y golpeó el poderoso pecho del hombre blanco, que no pareció más afectado que si en su piel se hubiera posado una mosca.

—¿Cómo puedes quedarte ahí como un bruto insensible? —gritó ella tratando de no alzar demasiado la voz—. ¿Eres acaso una bestia salvaje como todos los demás? ¡Oh, Mitra, alguna vez pensé que los hombres sabían lo que era el honor! Ahora veo que todos tienen su precio. Tú…, ¿qué sabes tú del honor, de la compasión o de la decencia? Eres un bárbaro como los otros. Solo tu piel es blanca; pero tu alma es tan negra como la de ellos. ¡Poco te importa que un hombre de tu raza haya sufrido una muerte horrenda a manos de estos perros… y que yo sea su esclava! Muy bien.

La joven se separó de él y agregó:

—Voy a llegar a tu precio —dijo ella llena de ira al tiempo que desgarraba la ligera túnica que llevaba puesta, dejando al descubierto sus senos de marfil—. ¿No soy hermosa? ¿No soy más deseable que esas nativas? ¿No soy una recompensa digna por una muerte sangrienta? ¿No vale una virgen blanca el precio de matar a una persona? Entonces… ¡mata a ese perro negro de Bajujh! ¡Déjame que vea rodar su maldita cabeza por el polvo! ¡Mátalo! ¡Mátalo! —añadió golpeando un puño contra el otro, en frenética agonía—. Luego tómame y haz lo que quieras conmigo. ¡Seré tu esclava!

El hombre blanco continuó en silencio, siempre de pie, como un titán, con la mano sobre la empuñadura de la espada.

—Hablas como si fueras libre para entregarte a placer —dijo—, como si tu cuerpo tuviese el poder de hacer tambalear a un reino. ¿Por qué habría de matar a Bajujh a cambio de tu cuerpo? Las mujeres son tan baratas como las plantas en esta tierra, y tu complacencia me tiene sin cuidado. Te valoras demasiado. Si yo te deseara, no tendría que tocarle ni un pelo a Bajujh para tomarte. El te ofrecería a mí como obsequio con solo pedírselo.

Livia suspiró. Todo su ímpetu había desaparecido. La cabaña parecía dar vueltas. Se tambaleó y se dejó caer llena de abatimiento sobre el lecho. La amargura la inundaba al comprender el absoluto desamparo en que se hallaba. La mente humana se aferra inconscientemente a ideas y valores conocidos, aun en un medio extraño y en condiciones muy diferentes de aquellas en las que dichos valores tienen vigencia. A pesar de todo lo que había vivido, Livia creyó instintivamente que su ofrecimiento tendría algún valor, y ahora se asombraba al ver que no tenía ninguna trascendencia. No podía mover a los hombres como si fueran peones de un juego; por el contrario, ella misma era uno de esos peones.

—Sí, es absurdo suponer que un hombre en este rincón del mundo actúe según las normas y costumbres existentes en otros países —murmuró Livia débilmente, apenas consciente de lo que estaba diciendo.

Aturdida por este nuevo giro del destino, permaneció inmóvil hasta que el hombre blanco la cogió por los hombros con manos férreas y la hizo poner de pie.

—Has dicho que soy un bárbaro —dijo él con aspereza—, y afortunadamente eso es cierto, gracias a Crom. Si tú hubieras tenido como escolta a gentes de tierras lejanas, en lugar de civilizados enclenques sin agallas, no serías la esclava de un cerdo esta noche. Yo soy Conan, un cimmerio, y vivo de lo que me da el filo de la espada. Pero no soy tan cruel como para dejar a una mujer en manos de un salvaje, y a pesar de que me insultes y me consideres un ladrón, debes saber que jamás he tomado a una mujer sin su consentimiento. Las costumbres difieren de un país a otro, pero si un hombre es lo suficientemente fuerte, podrá hacer respetar sus propias costumbres allí donde vaya. ¡Y nadie me ha llamado jamás cobarde! Aun cuando fueras vieja y fea como los buitres del infierno, te llevaría lejos de aquí y de Bajujh simplemente por tu raza. Pero eres joven y hermosa, y he visto tantas mujerzuelas nativas que estoy harto. Seguiré el juego según tus reglas, simplemente porque tu manera de pensar concuerda en parte con la mía. Regresa a tu choza. Bajujh está demasiado borracho esta noche para ir a buscarte, y procuraré que mañana esté ocupado. Pero mañana por la noche calentarás mi lecho, y no el de Bajujh.

—¿Cómo lo conseguirás? —preguntó ella temblando a causa de los sentimientos encontrados que la embargaban—. ¿Son esos todos los hombres que tienes?

—Son suficientes —respondió él con un gruñido. Son bamulas y han mamado la guerra desde que nacieron. Yo he venido aquí a petición de Bajujh. Quiere que nos unamos para atacar a los jihiji. Esta noche han sido las fiestas; mañana celebraremos el consejo. Cuando terminemos, Bajujh estará celebrando consejo en el infierno.

—¿Romperás el pacto?

—En estas tierras, los pactos solo sirven para ser rotos —repuso hoscamente—. El mismo va a romper su tregua con los jihiji. Y después que hayamos saqueado juntos su aldea, seguramente tratará de eliminarme a la primera oportunidad. Lo que en otro país se considera una negra traición, aquí es una muestra de sabiduría. He alcanzado mi posición de jefe guerrero de los bamulas con esfuerzo después de aprender todas las lecciones que nos enseñan los pueblos negros. ¡Ahora regresa a tu cabaña y duerme tranquila, sabiendo que tu belleza no será para Bajujh, sino para Conan!