III

En la oscuridad que precede al alba, un ruido poco corriente perturbó el silencio que reinaba en la marisma llena de juncos y en las brumosas aguas de la costa. No se trataba de un ave acuática ni de una bestia salvaje. Era el ruido que producía alguien abriéndose paso entre los juncos, mucho más altos que un hombre.

Se trataba de una mujer rubia, alta, con espléndidas piernas moldeadas por una túnica. Octavia había huido apresuradamente. Cada fibra de su ser vibraba por la experiencia de un cautiverio que se había hecho insoportable.

Ser la esclava de Jehungir había sido espantoso. Pero peor aún fue la deliberada crueldad con que este la había entregado a un noble cuyo nombre era sinónimo de degeneración para todo el mundo, incluso en Khawarizm.

Octavia se estremeció ante el recuerdo de la experiencia pasada. La desesperación la había impulsado a huir del castillo de Jelal Khan, con la ayuda de una soga confeccionada con las tiras de tapices rasgados. Después encontró por casualidad un caballo. Había cabalgado toda la noche y el amanecer la había sorprendido en las pantanosas costas marítimas. Temblando ante la idea de que la llevaran hacia el repugnante destino que tenía pensado para ella Jelal Khan, entró en el cañaveral en busca de un lugar donde ocultarse de la persecución que esperaba. Cuando los juncos se hicieron menos densos a su alrededor y el agua le llegó hasta los muslos, vio ante ella una isla, de la que la separaba una franja de agua. Pero la joven no vaciló. Se introdujo en el agua hasta que le llegó a la cintura y luego comenzó a nadar vigorosamente, con un entusiasmo que prometía ser duradero.

Al acercarse a la isla vio que del mar surgían unos acantilados que parecían castillos. Finalmente llegó hasta ellos. Pero no halló ningún punto al cual asirse, ni siquiera en el agua. Siguió nadando alrededor de la isla. El prolongado esfuerzo comenzaba a cansarla. Sus manos palparon las piedras hasta que finalmente hallaron una hendidura. Con un profundo suspiro de alivio, la joven salió del agua asiéndose a la roca, como una diosa blanca bajo la pálida luz de las estrellas.

Había llegado a lo que parecía ser el inicio de unas escaleras talladas en la roca. Comenzó a subir por los peldaños y se acurrucó contra la piedra al escuchar el suave ruido de unos remos en el agua. Forzó la vista y creyó distinguir un vago bulto que avanzaba hacia el punto que ella acababa de abandonar entre los juncos. Pero estaba demasiado lejos y era de noche, por lo que no pudo ver de qué se trataba. Al cabo de un rato, el ruido cesó y ella siguió ascendiendo. Si eran sus perseguidores, lo mejor sería esconderse en la isla. Sabía que la mayor parte de aquellas islas estaban deshabitadas. Era posible que allí estuviera la guarida de algunos piratas, pero eso era preferible a la bestia de la que había huido.

A medida que escalaba, pensaba en su antiguo amo y lo comparó con el jefe kozako, con quien había coqueteado, obligada, en los pabellones del campamento junto a Fort Ghori, donde los señores hirkanios habían parlamentado con los guerreros de las estepas. Su ardiente mirada la había atemorizado y humillado, pero aquella fiereza elemental colocaba al bárbaro por encima de Jelal Khan, un monstruo terrible que solo podía producir la opulenta civilización.

Finalmente llegó al borde superior del acantilado y miró con timidez hacia las densas sombras que había delante de ella. Los árboles crecían cerca del acantilado como una sólida masa negra. Algo se movió encima de su cabeza y Octavia se agachó rápidamente, asustada, aun cuando sabía que se trataba solo de un murciélago.

No le gustaban aquellas sombras de ébano, pero apretó los dientes y siguió avanzando, tratando de no pensar en las serpientes que podría haber allí. Sus pies desnudos no hacían el menor ruido sobre la capa esponjosa que había bajo los árboles.

Una vez allí, la oscuridad se cerró como una tenaza a su alrededor. No alcanzó a dar diez pasos cuando dejó de ver los acantilados y el mar. Después de dar unos pasos más, la joven se sintió confundida y desorientada. Entre las ramas de los árboles no se veía ni una sola estrella. Dio unos pasos más, a tientas, y de repente se detuvo.

Entonces oyó el sonido rítmico de un tambor. No era el ruido que esperaba oír en esos momentos y en ese lugar. En seguida percibió una presencia cerca de ella. No veía nada, pero sabía que había algo o alguien a su lado.

Retrocedió unos pasos con un grito ahogado, pero, al hacerlo, algo que a pesar de su pánico reconoció como un brazo humano le rodeó la cintura. Volvió a gritar y luchó con todas sus fuerzas para liberarse, pero su captor la retuvo como si tuera una niña, superando su resistencia con enorme facilidad. El silencio con que se recibieron sus protestas y súplicas aumentó su terror. Luego se sintió llevada a través de la oscuridad en dirección al tambor, que seguía sonando con ritmo monótono.