
III
Livia no hizo intento alguno de guiar a su caballo. Los gritos y el resplandor del fuego se desvanecían a sus espaldas; el viento agitaba sus cabellos y acariciaba sus miembros desnudos. Solo era consciente de su desesperada necesidad de seguir aferrada a las ondulantes crines del animal y de huir…, huir hasta los confines del mundo, lejos del dolor, de la pena y del horror.
El animal cabalgó sin descanso durante horas, hasta que tropezó con una piedra y se desplomó, arrojando a su jinete al suelo.
La muchacha notó que caía sobre el suave césped, donde permaneció unos instantes aturdida. Luego oyó que el animal se alejaba trotando. Cuando Livia se incorporó, tambaleándose, lo primero que la impresionó fue el silencio que reinaba en aquel lugar. Era algo casi tangible, como un suave y oscuro terciopelo, que resaltaba aún más después del incesante redoblar de los tambores y del resonar de los cuernos que la enloquecieron durante días. La joven miró al cielo, donde las grandes estrellas blancas se apiñaban en la oscuridad del firmamento. No había luna, pero el fulgor de las estrellas iluminaba tenuemente la tierra. Livia siguió inmóvil en la colina cubierta de césped sobre la que había caído y desde la cual las laderas se alejaban hacia el horizonte. Alcanzó a ver una línea oscura de árboles que señalaban el lugar en el que comenzaba la selva. Allí donde estaba solo reinaba la quietud total en la inmensidad de la noche y una suave brisa mecía la hierba.
La tierra era vasta y parecía adormecida. La caricia del viento hizo que Livia notara su desnudez. Se estremeció y se cubrió el cuerpo con las manos. Se sentía abrumada por la soledad y el silencio. Estaba completamente sola en lo más alto de la tierra y nada se ofrecía a su vista, salvo la noche y el viento.
De pronto se sintió contenta por aquella soledad. Allí no había nadie que la amenazara ni la aferrara con manos rudas y violentas. Miró hacia delante y vio que la falda de la colina descendía hacia un amplio valle en el que los árboles se cimbreaban y el tenue fulgor de las estrellas se reflejaba sobre lo que parecían ser llores esparcidas por el fondo del valle. Esto le trajo a la memoria un relato de los negros, que hablaban con temor de cierta vaguada en la que habitaba una extraña raza de mujeres jóvenes de piel bronceada que llevaban viviendo en aquel lugar desde antes que llegaran los antepasados de los bakalahs. Allí —decían ellos— las mujeres fueron transformadas en flores blancas por los antiguos dioses, a fin de que pudieran escapar de sus perseguidores. Ningún nativo osaba aventurarse en aquel valle.
Pero Livia se dirigió hacia allí. Descendió por la pendiente cubierta de césped, que era como una alfombra de terciopelo a sus pies. Deseaba vivir entre aquellas flores blancas; allí ningún hombre se atrevería a poner sus rudas manos encima de ella. Conan había dicho que los pactos estaban hechos para ser rotos. Ella rompería su pacto con el cimmerio y se internaría en el valle de las mujeres perdidas… para perderse en medio de la soledad y de la quietud. La muchacha seguía descendiendo por la suave pendiente mientras estos pensamientos oníricos e inconexos afloraban a su mente, hasta que llegó al valle.
Pero la inclinación de la ladera era tan imperceptible que cuando Livia estuvo en el fondo de la hondonada no tuvo la sensación de estar rodeada de abruptas paredes rocosas. A su alrededor flotaban mares de sombras y solo destacaban las grandes flores blancas, que se agitaban y susurraban como saludándola. La joven vagó sin rumbo fijo, apartando las matas con sus delicadas manos y escuchando el susurrar del viento entre las hojas y el borboteo de un arroyuelo que no alcanzaba a ver. Siguió avanzando como en un sueño, como si estuviera dominada por un hechizo irreal. Un pensamiento volvía una y otra vez a su mente: allí estaría a salvo de la brutalidad de los hombres. Entonces lloró, pero sus lágrimas eran de alegría. Después se tendió sobre el césped y se apretó contra la suave hierba como si quisiera retener para siempre en su seno el recién hallado refugio.
Hizo una corona de pétalos blancos con las flores, que colocó sobre sus dorados cabellos. El perfume de las flores estaba a tono con todo lo que había en aquel valle: era maravilloso, sutil, cautivante.
Luego continuó su marcha y llegó finalmente a un claro situado en el centro de la hondonada. Allí vio una enorme piedra que parecía tallada por manos humanas y que estaba adornada con helechos y con guirnaldas de flores. Se quedó mirando en esa dirección, y de pronto sintió que algo se movía cerca de allí. Se volvió y divisó unas siluetas que salían sigilosamente de las densas sombras. Eran unas esbeltas mujeres de piel cobriza, estaban desnudas y llevaban flores en el pelo. Se acercaron a ella sin hablar, como personajes de un sueño. Pero de pronto el terror se apoderó de la muchacha cuando miró a las mujeres a los ojos. Eran ojos luminosos y radiantes, pero no eran humanos. Las formas eran humanas, pero en aquellas almas se había producido un cambio que se reflejaba en sus ojos resplandecientes. El temor hizo presa en Livia. La serpiente alzaba su espantosa cabeza en el recién hallado paraíso.
Pero ya no podía huir. Las esbeltas mujeres de piel bronceada la rodeaban. Una, más hermosa que las demás, se acercó en silencio a la temblorosa muchacha y la envolvió con sus delicados brazos cobrizos. Su aliento tenía el mismo aroma que las flores blancas que se agitaban bajo la brisa nocturna. Sus labios oprimieron los de Livia en un beso largo y terrible. La muchacha blanca de Ofir sintió que un frío extraño le helaba la sangre. Sus miembros se volvieron frágiles y quebradizos. Permaneció en los brazos de su captora como una estatua de mármol, incapaz de hablar y de moverse.
Luego, unas manos suaves y ágiles la alzaron y la colocaron encima del altar, sobre un perfumado lecho de flores. Las cobrizas mujeres se cogieron de la mano y bailaron una extraña danza alrededor del altar. Ni el sol ni la luna habían visto jamás una danza semejante, y las estrellas se volvieron más blancas y más luminosas, como si aquella oscura hechicería tuviese su respuesta en las profundidades del cosmos.
Luego entonaron un cántico que era menos humano que el rumor del lejano arroyo. Era un murmullo de voces muy semejante al de las flores que se mecían bajo las estrellas. Livia estaba consciente, pero era incapaz de moverse. No se le ocurrió dudar de su cordura. No intentó razonar ni pretendió analizar nada de lo que ocurría. Ella existía, al igual que aquellas extrañas criaturas que bailaban a su alrededor existían. Tenía pleno conocimiento de su ser, y esta convicción se apoderaba de ella mientras yacía impotente mirando hacia el cielo lleno de estrellas. Sabía de alguna manera que algo le iba a suceder, del mismo modo que les había ocurrido hacía mucho tiempo a las desnudas mujeres bronceadas que se hallaban a su alrededor y que las había convertido en los seres sin alma que eran ahora.
Primero, y muy por encima de ella, Livia vio un punto negro entre las estrellas, un punto que se agrandaba y se expandía; luego se acercó a ella y se extendió hasta semejar un murciélago, y siguió creciendo, a pesar de lo cual su forma no cambió apreciablemente. La sombra negra se cernía sobre ella y después se abatió vertiginosamente en dirección a la tierra; unas alas enormes se extendieron por encima de la muchacha, que quedó oculta bajo su sombra. El cántico creció en intensidad y se apreciaba en él una suave alegría pagana, una bienvenida al dios que llegaba para recibir el sacrificio que se le ofrecía, la ofrenda blanca y sonrosada como una flor humedecida por el rocío del alba.
Ahora el extraño ser se encontraba directamente encima de Livia, y el corazón de la muchacha se encogió helado por lo que vio. Las alas eran de murciélago, pero su cuerpo y el rostro que la contemplaba no se parecían a nada de lo que existe en el mar, en la tierra o en el aire. La joven sabía que estaba frente al horror más absoluto, frente a una cosa negra y asquerosa nacida en los hondos abismos del cosmos, más inconcebible que el más espantoso de los sueños de un loco.
Rompiendo al fin las ligaduras invisibles que mantenían embotada su voluntad, Livia lanzó un grito de horror. Este fue contestado por otro más profundo y amenazador. Oyó cerca de ella el ruido de pasos precipitados y sintió como una especie de torbellino que giraba rápidamente. Las flores blancas se sacudieron violentamente, las mujeres cobrizas desaparecieron. Por encima de ella se cernía la enorme sombra negra, pero vio una alta silueta blanca tocada con ondulantes plumas que avanzaba rápidamente hacia el altar.
—¡Conan! —gritó casi involuntariamente.
Al tiempo que lanzaba un belicoso grito salvaje, el bárbaro saltó por los aires, empuñando su espada, que centelleó a la luz de las estrellas.
Las enormes alas negras se alzaron y se abatieron sobre él. Livia, enmudecida de horror, vio al cimmerio envuelto por la negra sombra. La respiración del hombre se hizo jadeante y sus pies golpearon la tierra, aplastando las blancas flores contra el suelo. En el silencio e la noche se oyó el eco del impacto estremecedor. Conan fue zarandeado como un ratón en la boca de un animal salvaje. Su sangre salpicó el césped y manchó de rojo los pétalos que formaban una alfombra blanca sobre la tierra.

Y entonces la muchacha, que observaba la lucha infernal como en una pesadilla, vio que la cosa de alas negras se tambaleaba en el aire. Se oyó un forcejeo supremo y un chasquido de alas mutiladas, y el monstruo, libre ya, se remontó hacia el firmamento y desapareció entre las estrellas. El vencedor quedó aturdido, con la espada aferrada fuertemente en sus manos y las piernas muy abiertas, asombrado de la victoria que acababa de conseguir, pero alerta y dispuesto a continuar la atroz batalla, si fuera necesario.
Un segundo después, Conan se acercó al altar jadeando, mientras caían al suelo gruesas gotas de sangre a cada paso que daba. Su amplio pecho se ensanchaba y se contraía, brillante por el sudor que lo bañaba. La sangre le chorreaba del cuello y de los hombros, empañándole los brazos. Cuando el cimmerio tocó a la muchacha, el hechizo que la inmovilizaba desapareció repentinamente. Livia se incorporó y descendió del altar, pero retrocedió ante el contacto de la mano de Conan. El se inclinó hacia la joven, que se hallaba encogida a sus pies, y le dijo:
—Mis hombres me contaron que te vieron salir a caballo de la aldea. Te seguí en cuanto pude hasta que hallé tu rastro, si bien no fue fácil a la luz de la antorcha. Vi el lugar en el que el caballo te arrojó al suelo, y aunque no vi tus huellas allí, estaba seguro de que habías descendido al valle. Mis hombres no quisieron acompañarme, por lo que he tenido que venir solo. Pero dime ¿qué valle es este? ¿Qué era esa cosa?
—Es un dios —susurró ella—. Los negros me habían hablado de él. Es un dios que llegó de muy lejos, hace muchísimo tiempo.
—Es un demonio del Negro Espacio Exterior —dijo Conan lanzando un gruñido—. Bah, no es nada raro. Abundan como moscas más allá del cinturón de luz que rodea al mundo. He oído a los sabios de Zamora hablar de ellos. Algunos logran llegar a la tierra, pero cuando lo hacen, han de adoptar alguna forma terrenal. Un hombre como yo, con una espada como la mía, puede enfrentarse a cualquier tipo de engendro con garras y colmillos, sea infernal o terrenal. Ven, mis hombres me esperan del otro lado de la colina.
Livia se acurrucó, inmóvil y en silencio. No sabía qué decirle al hombre que la miraba con el entrecejo fruncido. Finalmente la muchacha dijo:
—He huido de ti. Pensaba engañarte; no tenía intenciones de cumplir mi promesa. Puedes castigarme si quieres.
El cimmerio se sacudió el sudor y la sangre que le cubrían el rostro, envainó la espada y dijo:
—Levántate. Reconozco que mi trato no era limpio. No siento ningún remordimiento por lo que le hice a aquel perro negro de Bajujh, pero tú no eres una muchacha que se pueda comprar o vender. Las costumbres de los hombres varían de un lugar a otro, pero no hay que comportarse como un cerdo. Después de haber recapacitado, comprendí que obligarte a cumplir tu promesa sería lo mismo que forzarte. Además, no eres lo suficientemente fuerte para vivir en estas tierras. Eres una mujer de ciudad, de libros y de costumbres civilizadas; no es culpa tuya, pero seguramente morirías en seguida en este ambiente.
Y de nada me serviría una muchacha muerta. Ven, te llevaré hasta la frontera de Estigia. Desde allí podrás regresar a tu hogar, en Ofir.
—¿Mi hogar? ¿Ofir? ¿Mi gente? —repitió la joven mecánicamente—. Ciudades, torres, mi hogar…
Súbitamente las lágrimas inundaron sus ojos y, cayendo de rodillas, Livia se abrazó a las piernas del cimmerio llorando desconsoladamente.
—Por Crom, muchacha —dijo él turbado—. No hagas eso. ¿Crees que te estoy haciendo un favor al llevarte fuera de este país? Pues no; ¿no te he explicado ya que no eres la mujer adecuada para el jefe guerrero de los bamulas…?
