
II
Olivia soñó, y en sus sueños aparecía constante y obsesivamente un ser maligno, parecido a una serpiente negra, que se deslizaba por unos jardines floridos. Sus sueños eran fragmentarios y llenos de color, como exóticas piezas de un diseño inconexo y desconocido, hasta que cristalizaron en una escena de horror y locura contra un fondo de piedras y columnas ciclópeas.
La muchacha vio en sueños un gran salón cuyo techo, muy alto, estaba sostenido por columnas de piedra adosadas en filas regulares a las recias paredes. Entre dichos pilares revoloteaban papagayos de plumaje verde y escarlata. La sala estaba atestada de guerreros de piel negra y rostro de halcón. Pero no eran hombres de raza negra. Tanto ellos como sus ropas y sus armas le resultaban absolutamente desconocidos.
Se agrupaban en torno a alguien que estaba atado a una de las columnas. Se trataba de un muchacho esbelto, de piel blanca y rizos dorados. La belleza del joven no era en absoluto humana… era como el sueño de un dios cincelado en mármol vivo.
Los guerreros negros se reían y se burlaban de él en una lengua extraña. La figura esbelta y desnuda se retorcía bajo aquellas crueles manos, mientras la sangre resbalaba por sus piernas de marfil y salpicaba el pulido suelo. Los ecos de los gritos de la víctima se oían por toda la sala. Entonces, el joven levantó la cabeza hacia el cielorraso y pronunció un nombre con una voz estremecedora. Una daga que empuñaba una mano de ébano interrumpió su grito y la dorada cabeza cayó sobre el pecho de marfil.
Como respuesta al desesperado lamento, se oyó el retumbar de una especie de carruaje celeste, y delante de los asesinos apareció una figura que daba la impresión de haberse materializado a partir del aire. La forma era humana, pero ningún mortal había gozado jamás de belleza tan sobrehumana. Existía un inconfundible parecido entre él y el joven muerto, pero los rasgos de humanidad que suavizaban las facciones divinas del joven no existían en las del desconocido, que resultaban sobrecogedoras en su inexpresiva belleza.
Los negros retrocedieron ante la aparición con ojos que eran como surcos de fuego. El desconocido levantó la mano y habló, y las ondas de su voz resonaron a través de las silenciosas salas con tonos profundos y cadenciosos Como si estuvieran en trance, los guerreros negros siguieron retrocediendo hasta quedar alineados a lo largo de las paredes en filas regulares. Entonces, de los labios cincelados del desconocido surgió una terrible invocación, que era una orden:
—¡Tagkoolan yok tba, xuthalla!
Al escuchar aquel grito terrible, las negras figuras se quedaron rígidas, como paralizadas. Sus miembros adquirieron una extraña apariencia pétrea. El desconocido tocó el cuerpo inerte del joven y las cadenas que lo sujetaban cayeron a sus pies. Levantó el cuerpo en sus brazos y comenzó a alejarse, mientras su serena mirada recorría las silenciosas filas de figuras de ébano. Señaló con la cabeza hacia la luna, que brillaba a través de algunos boquetes del techo. Aquellas estatuas tensas y expectantes, que habían sido hombres, comprendieron…
Olivia se despertó sobre su colchón de hojas con un estremecimiento; un sudor frío le cubría la piel. Su corazón latía tan aceleradamente que casi se podía oír en el silencio reinante. Miró en derredor, y vio que Conan seguía durmiendo con la espalda apoyada en la columna y la cabeza inclinada sobre su voluminoso pecho. El brillo plateado de la luna atravesaba los agujeros del techo y trazaba enormes franjas blancas en el suelo polvoriento. Podía ver borrosamente las negras siluetas, que parecían seguir esperando. Al tiempo que luchaba contra su creciente nerviosismo, rayano en el espanto, Olivia vio que los rayos de la luna iluminaban tenuemente las columnas y las figuras que había entre una y otra.
¿Qué era aquello? La joven observó un estremecimiento en las estatuas sobre las que se reflejaba la luna. Un horror paralizante había hecho presa de ella, pues donde debía reinar la quietud de la muerte había movimiento: lentas flexiones y torsiones de miembros de ébano. Entonces, al quedar roto el hechizo que la mantenía muda e inmóvil, Olivia lanzó un grito desgarrador. Conan saltó casi al instante y se puso en pie, con la espada preparada y los dientes brillantes en la semioscuridad.
—¡Las estatuas! ¡Las estatuas! —exclamó la joven—. ¡Oh, dioses, las estatuas están cobrando vida!
A continuación, la muchacha saltó a través de un amplio boquete que había en la pared y echó a correr frenéticamente, sin dejar de gritar. Finalmente, unos brazos la rodearon y ella luchó desesperadamente contra aquello que la retenía, hasta que una voz familiar atravesó la cortina de horror y vio a Conan, cuyo rostro era una máscara perpleja a la luz de la luna.
—En nombre de Crom, muchacha, ¿qué ocurre? ¿Tuviste una pesadilla? —le preguntó él, y su voz resonó extraña y lejana.
Sin dejar de sollozar, Olivia rodeó con sus brazos el cuello del cimmerio y se aferró a él, temblando convulsivamente.
—¿Dónde están? ¿Nos han seguido?
—Nadie nos sigue —repuso Conan.
La joven se incorporó, todavía aferrada a él, y miró temerosa a su alrededor. Su huida desesperada la había llevado hasta el borde sur de la meseta. Justo debajo de ella se hallaba la pendiente cuya parte inferior quedaba oculta por las espesas sombras de los bosques. Detrás de ellos se alzaban las ruinas iluminadas por la luna.
—¿No viste esas estatuas? —le preguntó a Conan—. ¿No viste cómo se movían, cómo levantaban las manos, cómo miraban sus ojos desde las sombras?
—No, no vi nada —respondió el bárbaro con cierta inquietud—. He dormido más profundamente de lo normal, porque hace tiempo que no dormía. Sin embargo, no creo que pudiera entrar nadie en esta sala sin que yo lo oyera y me despertara.
—No entró nadie —dijo Olivia, y tuvo un acceso de risa histérica—. Era algo que ya estaba allí dentro. ¡Oh, Mitra, y pensar que nos acostamos a dormir entre ellos, como corderos junto a una manada de lobos!
—¿De qué estás hablando? —preguntó él—. Me levanté cuando te oí gritar, pero antes que tuviera tiempo de mirar a mi alrededor, te vi desaparecer por el agujero de la pared. Te seguí por temor a que te ocurriera algo, seguro de que habías tenido una pesadilla.
—¡Sí! —exclamó Olivia, sin poder reprimir un escalofrío—. Escucha…
A continuación, la joven le contó todo lo que había soñado y había creído ver. Conan escuchó con atención. El bárbaro no compartía el escepticismo de los hombres civilizados. La mitología de su pueblo estaba llena de espíritus, fantasmas y nigromantes. Cuando ella hubo concluido, Conan se sentó en silencio a su lado y acarició con aire distraído su espada.
—Dime, ¿el joven torturado era semejante al hombre que apareció al final? —preguntó Conan al cabo de un rato.
—Como un padre y un hijo —respondió ella—. Si la mente fuera capaz de concebir al hijo de la unión de un ser divino con un humano, su aspecto sería como el de aquel joven. Los dioses de la antigüedad copulaban a veces con mujeres mortales, según cuentan las leyendas.
—¿Qué dioses? —preguntó el cimmerio.
—Dioses olvidados. ¿Quién sabe? Han desaparecido en las quietas aguas de los lagos, en el centro de las montañas, en los abismos siderales que hay más allá de las estrellas. Los dioses no son más perdurables que los hombres.
—Pero si esas estatuas eran hombres convertidos en imágenes de hierro por algún dios o demonio, ¿cómo pueden estar vivos?
—Hay magia en la luna —dijo ella, estremeciéndose—. En sueños vi que el hombre señalaba hacia la luna. Mientras esta los ilumine, estarán vivos. Eso creo.
—Pero ya ves que no nos persiguen —murmuró Conan, lanzando una mirada hacia las sombrías ruinas—. Tal vez soñaste que se habían movido. Creo que voy a volver para comprobarlo.
—¡No, no! —exclamó Olivia, aferrándose a él con desesperación—. Quizá algún hechizo los retiene en aquella sala. ¡No vuelvas! ¡Te torturarán despiadadamente! ¡Oh, Conan, vamos a la barca y huyamos de está isla maldita! ¡Seguramente, el barco hirkanio ya se habrá marchado! ¡Vámonos!
Su súplica era tan desesperada, que Conan estaba impresionado. Su curiosidad en relación con las estatuas se veía frenada por su espíritu supersticioso. No temía a enemigos de carne y hueso, por poderosos que fueran, pero cualquier alusión a lo sobrenatural despertaba en él el monstruoso terror atávico de los bárbaros.
Finalmente, Conan tomó a la muchacha de la mano y ambos descendieron colina abajo y se internaron entre los frondosos bosques, donde las hojas susurraban y desconocidas aves nocturnas murmuraban somnolientas. Debajo de los árboles se arracimaban las sombras, y Conan avanzó procurando eludir las manchas más oscuras. Sus ojos escrutaban todos los rincones, incluidas las ramas que había encima de sus cabezas. Avanzaba rápida pero cautelosamente, y su brazo ceñía con tal fuera la cintura de la muchacha que esta se sentía transportada más que guiada. Ninguno de los dos habló. El único sonido que se oía era el rápido y nervioso jadeo de Olivia, así como el roce de sus pequeños pies sobre la hierba. Así llegaron hasta la orilla del mar, que brillaba como plata fundida a la luz de la luna.
—Deberíamos haber traído algunos frutos con nosotros —musitó Conan—. Pero seguramente hallaremos otras islas. Aún faltan algunas horas para que amanezca y…
La voz murió en sus labios. La soga de la barca todavía estaba atada a la rama, pero en el otro extremo solo había restos de maderos destrozados y sumergidos a medias en el agua.
Olivia profirió un grito ahogado. El cimmerio se volvió con rapidez y quedó frente a las densas sombras, agazapado como una amenaza. En el bosque reinaba una quietud total. Las aves nocturnas habían dejado de cantar y ni siquiera la brisa agitaba las ramas. Sin embargo, desde algún lugar se oyó un roce de hojas.
Rápido como un felino, Conan tomó a Olivia en brazos y echó a correr. Avanzó como un fantasma entre las sombras, mientras a sus espaldas se seguía oyendo el extraño rumor de hojas, que se iba acercando implacablemente. De repente la luna iluminó sus rostros, mientras Conan remontaba la pendiente con gran rapidez.
Una vez en la parte superior del promontorio, el cimmerio depositó a Olivia en el suelo y se volvió a mirar el abismo de sombras que habían dejado atrás. Las ramas seguían moviéndose a causa de la brisa que se había levantando súbitamente. Eso era todo. Conan sacudió la cabeza y lanzó un gruñido furioso. Olivia se acercó a él como una niña asustada y lo miró con ojos que parecían un oscuro pozo de horror.
—¿Qué vamos a hacer, Conan? —susurró.
El bárbaro observó las ruinas y echó otra mirada a los bosques que había más abajo.
—Iremos a los acantilados —declaró, al tiempo que volvía a tomarla en brazos—. Mañana construiré una balsa y volveremos a confiar nuestra suerte al mar.
—¿No habrán sido… ellos quienes destruyeron nuestra barca? —preguntó Olivia con un tono que era casi una afirmación.
Conan movió negativamente la cabeza, con aire taciturno.
Cada paso que daban por la meseta iluminada por la luna en dirección a las ruinas era un nuevo motivo de terror para Olivia. Pero no salió ninguna sombra de las ruinas, y finalmente llegaron al pie de los riscos que se alzaban majestuosos por encima de ellos. Allí, Conan se detuvo como si dudase, y luego eligió un lugar resguardado, debajo de un peñasco y lejos de los árboles.
—Acuéstate y duerme si puedes, Olivia —dijo él—. Yo vigilaré.
Pero Olivia no logró conciliar el sueño y se quedó mirando en dirección al bosque y a las ruinas distantes hasta que palidecieron las estrellas, clareó el oriente y el alba de color rosa y oro derramó su fuego sobre las hierbas del bosque.
La muchacha se puso rápidamente en pie y recordó todos los acontecimientos de la víspera. A la luz del día sus terrores nocturnos le parecieron invenciones de una imaginación sobreexcitada. Conan se acercó a ella y le dijo algo que la electrizó.
—Poco antes del alba oí un ruido de aparejos y un chasquido de remos. Un barco ha fondeado en la caleta, no lejos de aquí. Probablemente sea el que vimos ayer. Iremos a los acantilados para ver lo que ocurre.
Subieron por los riscos y, tendidos boca abajo entre las rocas, vieron un mástil que sobresalía por encima de los árboles.
—Es una nave hirkania, por el aspecto de su aparejo —murmuró el cimmerio—. Me pregunto si la tripulación…
Llegó hasta ellos un rumor de voces lejanas, y por el extremo sur del acantilado vieron aparecer una abigarrada horda que, tras avanzar algunos pasos, se detuvo al borde de la colina para entrar en conciliábulo. Agitaban los brazos, esgrimían sus espadas y discutían en voz alta. Finalmente, todo el grupo se encaminó hacia las ruinas cruzando la meseta oblicuamente, de modo que debían pasar por el pie del acantilado.
—¡Piratas! —murmuró Conan, y una maliciosa sonrisa afloró a sus labios—. Parece que han capturado una galera hirkania. Ven, escóndete entre esas rocas y no salgas de ahí hasta que yo te diga.
Una vez que la muchacha quedó bien oculta entre los peñascos que había en la cima del acantilado, el cimmerio agregó:
—Voy a enfrentarme con esos perros. Si mi plan sale bien, todo se arreglará y nos iremos con ellos. De lo contrario… será mejor que sigas oculta entre las rocas hasta que se hayan marchado, pues no hay demonios más crueles en toda la isla que esos lobos de mar.
Y desprendiéndose de los brazos de la muchacha, que procuraba en vano retenerlo, el cimmerio descendió rápidamente por el acantilado.
Olivia miró espantada desde su escondrijo y vio que la banda se acercaba al pie del promontorio. Conan saltó entre las rocas y se enfrentó con los piratas, espada en mano. Estos retrocedieron profiriendo gritos de amenaza y sorpresa. Luego se mantuvieron a una prudente distancia y observaron a aquel personaje que había aparecido tan de improviso entre las rocas. Eran unos setenta hombres, una horda salvaje compuesta por individuos de todas las nacionalidades: Kothios, zamorios, brithunios, corinthios y shemitas. Sus rostros reflejaban su condición de salvajes. Muchos de ellos tenían cicatrices de espadas, de látigos o de hierros candentes. Había también orejas cortadas, narices cercenadas, cuencas sin ojos y muñones en brazos y piernas; eran las huellas de múltiples batallas. La mayor parte de ellos estaban semidesnudos, pero lo poco que llevaban puesto era de excelente calidad: jubones con bordados de oro, cintos de raso y pantalones de seda. Todo estaba rasgado y sucio de sangre y de lodo, y en algunos casos las prendas cubrían una coraza plateada finamente trabajada. Las gemas relucían en sus orejas y narices, así como en las empuñaduras de sus dagas.
La recia y bronceada figura del cimmerio contrastaba con esa extraña turba.
—¿Quién eres? —rugieron algunos integrantes de la horda.
—¡Soy Conan el cimmerio! —dijo el bárbaro, con una voz profunda y desafiante como la de un león—. Soy uno de los Compañeros Libres y quiero unirme a la Hermandad Escarlata. ¿Quién es vuestro jefe?
—¡Yo, por Ishtar! —bramó una voz de toro.
La voz era tan imponente como la figura que se adelantó tambaleante. Se trataba de un gigante desnudo hasta la cintura, cuyo enorme vientre ceñía un amplio cinto que sujetaba unos holgados pantalones de seda. Tenía la cabeza afeitada, con excepción de un mechón, y los bigotes le caían a ambos lados de la boca. Calzaba babuchas shemitas de color verde con la punta retorcida hacia arriba y empuñaba una larga espada de hoja recta.
Conan lo miró y sus ojos centellearon.
—¡Sergius de Khrosha! —exclamó.
—¡Sí, por Ishtar! —repuso el gigante, con una intensa expresión de odio en sus negros ojos—. ¿Creíste que me había olvidado? ¡No! ¡Sergius jamás olvida a un enemigo! ¡Voy a colgarte de los pies y a desollarte vivo! ¡A él, muchachos!
—Sí, puedes enviar a tus perros contra mí, gordinflón —dijo Conan con desprecio—. Siempre has sido un cobarde, cerdo kothio.
—¿Cobarde yo? —bramó el aludido, y su ancho rostro enrojeció de ira—. ¡En guardia, perro del norte! ¡Voy a atravesarte el corazón!
Un segundo después, los piratas formaban un círculo en torno a ambos contrincantes. Sus ojos brillaban y el aliento resollaba entre sus dientes, ante la excitación que les causaba la posibilidad de ver un espectáculo sangriento. Olivia observaba desde lo alto de los riscos, y se clavó con fuerza las uñas en las palmas de las manos a causa de la dolorosa emoción.
Los dos enemigos iniciaron la lucha sin más formalidades. Sergius avanzó con la rapidez de un gigantesco felino, a pesar de su voluminoso cuerpo. Sin dejar de lanzar maldiciones, paraba golpes y atacaba. Conan luchaba en silencio, y sus ojos eran estrechas rendijas de fuego azul.
El kothio dejó de proferir juramentos para ahorrar aliento. Los únicos sonidos que se percibían eran el rápido roce de los pies sobre la hierba, el jadeo del pirata y los ecos del acero. Las espadas centelleaban con una luz acerada bajo el sol de la mañana, trazando círculos y líneas quebradas en el aire. Parecían repelerse mutuamente, para volver a encontrarse con redoblada violencia. Sergius retrocedía. Tan solo su enorme destreza lo había salvado de caer en los primeros momentos ante la cegadora rapidez del cimmerio. De repente, se oyó un choque metálico más fuerte, luego un juramento ahogado. De la horda de piratas surgió un grito feroz que cortó el aire al hundir Conan su espada en el voluminoso cuerpo del capitán. Se entrevió la punta metálica como una blanca llama entre los hombres de Sergius. El cimmerio retiró el acero en el momento en que el pesado cuerpo caía de bruces al suelo, en medio de un charco de sangre, mientras sus anchas manos se retorcían unos instantes.
Conan se volvió rápidamente hacia los atónitos piratas y dijo con un rugido:
—¡Bueno, perros! ¡Ya he enviado a vuestro jefe al infierno! ¿Qué dice la ley de la Hermandad Escarlata?
Antes que nadie pudiera responderle, un brithunio con cara de ratón que se hallaba detrás de sus compañeros hizo girar rápidamente una honda y arrojó una piedra, que avanzó como un dardo hasta su blanco. Conan se tambaleó y cayó abatido como un enorme árbol bajo el hacha del leñador. Arriba, en la cima del acantilado, Olivia tuvo que sujetarse a una piedra para no caer. La escena giró vertiginosamente ante sus ojos. Lo único que pudo ver fue que el cimmerio yacía tendido sobre la hierba, mientras la sangre manaba de su cabeza.
El individuo con cara de ratón profirió un grito triunfal y corrió a apuñalar al caído, pero un enjuto corinthio lo detuvo y lo empujó hacia atrás.
—¿Qué, vas a romper la ley de la Hermandad, Aratus?
—No quebranto ninguna ley —dijo el brithunio con un gruñido.
—¿Qué no, perro? ¡Este hombre que acabas de abatir es por justo derecho nuestro capitán!
—¡No, de ninguna manera! —exclamó Aratus—. No pertenecía a nuestra banda, sino que era un intruso. No había sido admitido en la Hermandad. El hecho de haber matado a Sergius no lo convierte en nuestro capitán, como habría ocurrido, en cambio, si lo hubiera matado cualquiera de nosotros.
—Pero él quería unirse a nuestra banda —repuso el corinthio—. Todos lo oímos.
Entonces se oyó el clamor de una fuerte discusión; algunos se mostraron partidarios de Aratus y otros del corinthio, al que llamaban Ivanos. Se profirieron juramentos y amenazas, y las manos aferraron las empuñaduras de las espadas. Finalmente, un shemita dijo en voz alta:
—¿Por qué discutir, si ese hombre está muerto?
—No, no está muerto —repuso el corinthio, tras examinar rápidamente a Conan—. Solo está aturdido por el golpe.
Con ello se reanudaron las discusiones y Aratus trató de rematar al herido, lo que impidió Ivanos con actitud amenazadora y la espada desenvainada.
Olivia tuvo la sensación de que el corinthio apoyaba a Conan no tanto por defenderlo, sino por oponerse a Aratus. Seguramente, ambos hombres habían sido lugartenientes de Sergius y no se profesaban ninguna simpatía. Tras muchas discusiones, decidieron atar a Conan y llevárselo con ellos, para decidir más tarde su suerte.
El cimmerio, que comenzaba a recuperar el sentido, fue atado con unas gruesas sogas de cuero y, entre quejas y maldiciones, cuatro fornidos piratas lo levantaron y se lo llevaron consigo a través de la meseta. El cuerpo de Sergius quedó tendido en el suelo, en el mismo lugar en el que había caído.
En lo alto del acantilado, Olivia estaba aturdida y desconsolada por su desastrosa situación. Sin saber qué hacer, optó por permanecer oculta, mientras contemplaba con ojos aterrados como la horda brutal se llevaba a su protector.
La muchacha no supo cuánto tiempo estuvo allí hasta que vio, al otro lado de la meseta, que los piratas llegaban hasta las ruinas y entraban en el edificio arrastrando a su prisionero. Luego advirtió que los integrantes de la banda entraban y salían por puertas y orificios, se encaramaban por las paredes semideruidas y se apoyaban en los escombros. Al cabo de un rato, una veintena de ellos regresaron por la meseta, recogieron el cadáver de Sergius y se lo llevaron, posiblemente para arrojarlo al mar. Cerca de las ruinas, los demás piratas se dedicaban a cortar árboles y partían leña como para hacer fuego. Olivia oyó sus voces y sus gritos, ininteligibles a causa de la distancia. Finalmente volvieron los que habían recogido el cadáver de Sergius, cargados con barricas de bebida y sacos de comida. Avanzaron hacia las ruinas profiriendo maldiciones a causa del peso que llevaban.
Olivia observaba todo esto de un modo casi maquinal, pues su abrumado cerebro estaba a punto de estallar a causa de la intensidad de las emociones sufridas. Ahora que estaba sola frente a tantos peligros, se daba cuenta de lo mucho que había significado para ella la protección del cimmerio. Así eran las bromas del destino, capaz de hacer que la hija de un rey dependiese por completo de un bárbaro con las manos cubiertas de sangre. La joven sintió repugnancia hacia los de su clase. Tanto su padre como Shah Amurath eran hombres a los que se consideraba civilizados, pero con ellos solo había experimentado sufrimientos. Jamás había conocido a un hombre civilizado que la tratase con delicadeza, a menos que tuviera una razón oculta y egoísta para hacerlo. Conan, en cambio, la había ayudado y protegido sin pedirle nada a cambio, por el momento. La muchacha apoyó la cabeza en sus brazos y se puso a llorar amargamente, hasta que unos gritos distantes le recordaron la peligrosa situación en la que se encontraba.
Lanzó una mirada hacia las oscuras ruinas donde se movían los piratas como figuras diminutas a causa de la distancia. Algunos de ellos se dirigieron hacia la densa vegetación. Aunque el terror que había sentido en las ruinas la noche anterior pudiera ser producto de su imaginación, la amenaza que se cernía sobre ella desde la espesura del bosque era algo muy real. Si mataban a Conan o se lo llevaban los piratas consigo, el único recurso que le quedaba era entregarse a esos lobos de mar o quedarse sola en aquella isla embrujada.
El horror de su triste suerte la dominó hasta tal extremo que la joven se desmayó.