III

Conan nunca supo el tiempo que permaneció inmóvil, aturdido por aquella espantosa visión. Un ruido lo sobresaltó. Era una voz femenina que gritaba como si la mujer estuviera acercándose. Conan reconoció la voz, y su parálisis desapareció en el acto.

Dio un tremendo salto hasta los anaqueles más altos, a los que se aferró con ambas manos, y apartó las pequeñas figuras con los pies para poder apoyarse. De otro salto llegó en unos segundos al borde del muro, y miró por encima de este. Se trataba de una muralla exterior desde la que se veía la enorme pradera que rodeaba el castillo.

Un gigante negro atravesaba en ese momento la enorme extensión de hierba, llevando bajo un brazo, sin ningún esfuerzo, a la prisionera que se agitaba violentamente entre sus brazos. Se trataba de Sancha, cuyos negros cabellos caían en cascada. Su piel aceitunada contrastaba con el negro pellejo de su raptor. El gigantesco individuo no hacía el menor caso de sus gritos y movimientos desesperados por liberarse mientras se encaminaba hacia la arcada exterior.

Al desaparecer en el interior, Conan se acercó de un salto al arco que daba al patio. Agazapado allí, vio entrar al gigante en el patio del estanque, cargando todavía a su furiosa prisionera. En ese momento, Conan pudo distinguir claramente los detalles de aquella extraña criatura.

La soberbia simetría de su cuerpo y de sus extremidades era mucho más impresionante de cerca. Bajo la piel de ébano brillante se movían unos músculos tremendamente desarrollados. Conan no tenía la menor duda de que ese individuo sería capaz de destrozar a cualquier hombre. Las uñas de sus dedos constituían un arma, ya que eran largas como las garras de un animal salvaje. Sus ojos brillaban con reflejos dorados. El rostro era una especie de máscara de ébano, de rasgos absolutamente inhumanos. Cada línea de su cara estaba teñida de una extraña expresión de maldad, que trascendía toda maldad humana. No se trataba de un ser humano… Era una creación blasfema…, una perversión de la naturaleza.

El gigante arrojó a Sancha a tierra, y la muchacha se encogió, gritando aterrada. El negro miró a su alrededor como si no se sintiera seguro y entornó los ojos al contemplar las figuras volcadas y derribadas de los anaqueles. Entonces aferró a su cautiva por el cuello y la ingle y caminó con ella directamente hacia el estanque. Pero en ese preciso momento Conan salió de la arcada y atravesó el patio como si fuera una ráfaga de viento infernal.

El gigante se dio media vuelta y sus ojos centellearon al ver que el vengador se acercaba. El negro aflojó por un instante la presión que ejercía sobre su víctima a causa de la sorpresa, y Sancha se retorció violentamente entre sus brazos y cayó sobre la hierba del patio. El gigantesco individuo extendió sus manos terminadas en garras hacia adelante, pero Conan las esquivó agachándose con la velocidad de un tigre, y atacó con la espada la ingle del gigante. El negro cayó como un árbol cortado de raíz, y Conan sintió que Sancha lo rodeaba con sus brazos, aterrada.

Conan maldijo entre dientes. Su enemigo había muerto. Los ojos del gigante estaban vidriosos y los movimientos espasmódicos de sus largos miembros de ébano habían cesado.

—¡Oh, Conan! —dijo Sancha sollozando y aferrándose con fuerza a su salvador—. ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Quiénes son estos monstruos? ¡Oh, seguramente esto es el infierno y ese negro era el diablo!

—Entonces el infierno tendrá necesidad de un nuevo diablo —dijo él sonriendo fieramente—. Pero ¿cómo te capturó? ¿Acaso se han apoderado del barco?

—No lo sé —dijo la muchacha tratando de enjugar sus lágrimas—. Yo nadé hasta la playa. Vi que seguías a Zaporavo y os seguí a los dos. Luego encontré a Zaporavo… y estaba… ¿Fuiste tú quien lo hizo?

—¿Qué otro podría ser? —gruñó Conan—. Continúa.

—Percibí algo que se movía entre los árboles y creí que eras tú. Te llamé… y después vi a esa cosa negra agazapada como un mono entre las ramas, mirándome. Fue como una pesadilla. Me sentía incapaz de correr. No pude hacer otra cosa que gritar. Entonces se dejó caer desde el árbol y me cogió… ¡Oh…, oh!

La muchacha ocultó el rostro entre las manos y se puso a temblar al recordar los horrores pasados.

—Tenemos que salir de aquí —gruñó Conan, tomando a la muchacha por una muñeca—. Vamos, debemos volver a donde se encuentra la tripulación…

—La mayor parte de los hombres estaban dormidos en la playa cuando me interné en el bosque.

—¿Dormidos? ¡Por Crom! ¿A qué diablos obedece todo esto…?

—¡Escucha!

La joven quedó paralizada como una muda imagen del horror.

—¡Lo oí! ¡Es una queja! ¡Espera!

Conan corrió de nuevo hacia los anaqueles. Miró una vez más hacia el exterior y maldijo con tanta furia concentrada que hasta Sancha se sorprendió. Los negros regresaban, pero no venían solos ni con las manos vacías. Cada uno de ellos cargaba con un cuerpo inerte. Algunos llevaban dos. Sus prisioneros eran los filibusteros del Holgazán. Colgaban flácidamente de los brazos de sus raptores y, a no ser por algún vago movimiento de sus cuerpos, Conan habría pensado que estaban muertos. Los habían desarmado, pero todavía conservaban sus ropas. Uno de los negros llevaba las espadas de brillante acero. De cuando en cuando uno de los marineros gritaba débilmente como un borracho llamando a alguien en sueños.

Conan miró a su alrededor como un lobo acorralado. Tres de las arcadas conducían al exterior del patio del estanque. Los negros habían abandonado el patio por las arcadas del este, y seguramente entrarían de nuevo por allí. Sin embargo, Conan había entrado por el arco que daba al sur. Se ocultó en la arcada oeste y no tuvo tiempo de observar lo que había más allá. A pesar de ignorar completamente el plano del castillo, se vio obligado a tomar una rápida decisión.

Saltó a tierra desde la pared y volvió a colocar rápidamente las imágenes en su sitio. Luego arrastró el cadáver del negro hacia el estanque y lo arrojó al agua. El cuerpo se hundió de inmediato, y Conan vio claramente que el cadáver se contraía de un modo extraño, luego se encogía y se endurecía. Conan sintió un escalofrío y se dio media vuelta. Luego tomó a su acompañante por un brazo y la condujo hacia la arcada sur, mientras la joven suplicaba que le explicara lo que ocurría.

—Han atrapado a la tripulación —dijo el cimmerio—. No tengo ningún plan, pero nos esconderemos en algún lugar y vigilaremos. Si no miran hacia el estanque, tal vez no sospechen nuestra presencia.

—¡Pero verán la sangre que hay sobre la hierba!

—Es probable que piensen que la vertió uno de sus propios diablos —repuso—. De todos modos, tendremos que correr ese riesgo.

Se encontraban en el patio, desde donde Conan había contemplado la tortura del muchacho. El pirata condujo rápidamente a la joven hasta la escalera que subía por la muralla sur, y allí la obligó a agacharse tras la balaustrada del balcón. El escondite no era bueno, pero no tenían otro mejor.

Apenas habían ocupado su sitio cuando los negros entraron en el patio. Hubo un ruido al pie de las escaleras, y Conan se puso en tensión, empuñando la espada. Pero los negros pasaron de largo a través de una arcada situada en el lado suroeste. A continuación se oyeron una serie de lamentos y quejidos. Los gigantes estaban dejando caer a sus víctimas al suelo. Un sollozo histérico se ahogó en la garganta de Sancha en el momento en que Conan le tapó la boca con la mano para evitar que el ruido los delatara.

Al cabo de un rato oyeron las pisadas de muchos hombres sobre la hierba, y luego reinó el silencio. Conan miró por encima de la muralla. El patio estaba desierto. Los negros se encontraban una vez más reunidos alrededor del estanque, en el patio cercano, sentados sobre sus talones. No prestaban la menor atención a las enormes manchas de sangre que había tanto sobre la hierba como sobre el brocal del pozo. Evidentemente, las manchas de sangre no debían de ser algo anormal allí. Tampoco miraron hacia el estanque. Estaban enfrascados en un extraño cónclave. El negro alto estaba tocando la gaita dorada y sus compañeros escuchaban inmóviles como estatuas de ébano.

Conan tomó a Sancha por una mano y bajó rápidamente por las escaleras, agachándose para que su cabeza no sobresaliera por encima de la muralla. La muchacha lo siguió con dificultad, mirando aterrada hacia la arcada que daba al patio del estanque, pero desde ese ángulo no se veía el estanque, ni los extraños individuos. Al pie de las escaleras se encontraban las espadas de los zingarios. El ruido que habían oído momentos antes se debía a las armas que el negro había dejado caer al suelo.

Conan condujo a Sancha hacia la arcada suroeste, cruzaron en silencio la extensión de hierba y entraron en el patio que se encontraba un poco más lejos. Allí estaban los miembros de la tripulación en un montón informe. Algunos se movían o gruñían entre dientes. Conan se inclinó sobre ellos y Sancha se arrodilló a su lado.

—¿Qué será ese aroma tan dulce? —preguntó—. Se percibe en el aliento de todos.

—Es de esa maldita fruta que estaban comiendo —repuso Conan en voz baja—. Recuerdo perfectamente su olor. Debe de ser algo parecido al loto negro, que hace dormir a los hombres. ¡Por Crom! Están comenzando a despertar…, pero no tienen armas, y estoy seguro de que esos diablos negros no tardarán mucho en aplicar su magia sobre ellos. ¿Qué posible salida habrá para estos muchachos desarmados y drogados?

Conan quedó profundamente sumido en sus pensamientos por un instante. Luego apoyó una mano sobre el blanco hombro de Sancha, con tanta brusquedad que la joven se sobresaltó.

—¡Escucha! Me llevaré a esos cerdos negros hacia otro lugar del castillo y allí los tendré ocupados durante un rato. Mientras tanto, tú despertarás a estos estúpidos y les traerás sus armas… Es una oportunidad de salvarse. ¿Podrás hacerlo?

—No lo sé —repuso Sancha, sacudiendo aterrada la cabeza, casi sin saber lo que decía.

Conan cogió a la joven por los cabellos mientras soltaba un juramento, y la sacudió hasta que Sancha sintió que las murallas daban vueltas a su alrededor.

—¡Tienes que hacerlo! —dijo el pirata—. ¡Es nuestra única posibilidad!

—¡Haré lo que pueda! —musitó Sancha.

Conan se alejó gruñendo algo ininteligible y dando una palmada de aliento a la joven en la espalda, que casi la hizo rodar por el suelo.

Poco después se encontraba agazapado en la arcada que daba al patio del estanque, mirando a sus enemigos. Todavía estaban sentados tal como los había visto antes, pero empezaban a mostrar una maligna impaciencia. Conan oyó gruñidos y maldiciones, mezclados con palabras incoherentes provenientes del patio en el que se encontraban los hombres. El cimmerio tensó todos los músculos de su cuerpo y se agachó un poco más, como una pantera dispuesta a atacar.

El enjoyado gigante se puso en pie apartando la extraña gaita de sus labios… yen ese preciso instante, Conan, con un fantástico salto de tigre, cayó entre ellos y atacó como una fiera salvaje. Su espada centelleó tres veces como un relámpago antes que los sorprendidos negros tuvieran tiempo de levantar una mano para defenderse. Luego se alejó y corrió velozmente por el patio. Detrás de él quedaron tres gigantescas figuras negras tendidas con los cráneos partidos.

Pero aunque su inesperada furia había tomado por sorpresa a los gigantes, los supervivientes se recuperaron de inmediato. Cuando Conan atravesó la arcada oeste, los negros ya lo estaban persiguiendo de cerca con una velocidad de vértigo. Sin embargo, Conan tenía una gran confianza en sí mismo en lo tocante a vencerlos en cualquier carrera a pie. Aun así, esa no era su intención. Su propósito era arrastrarlos a una larga carrera con el fin de darle tiempo a Sancha de despertar a los zingarios.

Cuando Conan corrió hacia el patio que había más allá de la arcada oeste profirió un juramento. Este patio era diferente de los demás porque no era redondo, sino octogonal, y el arco por el que había entrado era a su vez la única salida.

Conan se dio media vuelta y vio que lo estaba siguiendo todo el grupo de gigantes. Algunos de ellos obstruían la arcada y el resto se había desplegado en una amplia línea al acercarse a él. El cimmerio les hizo frente al tiempo que retrocedía lentamente hacia la muralla norte. Entonces, la línea de negros formó un semicírculo a fin de acorralarlo. Conan siguió retrocediendo, cada vez más lentamente, advirtiendo que se ensanchaban los espacios que había entre los gigantes. Temían que su presa huyera por un extremo del semicírculo, y por ello se extendían todo lo posible.

Conan observaba todos los detalles con la atención de un lobo acorralado y, cuando atacó, lo hizo con la devastadora rapidez de un huracán… en el mismo centro del semicírculo. El gigante que le impedía el paso cayó con el pecho abierto y el pirata se encontró fuera del círculo que se cerraba antes que los negros pudieran acudir en ayuda de su camarada. El grupo que se encontraba en la arcada se preparó para recibir su agresión, pero Conan no atacó. Se había dado media vuelta y contemplaba a sus perseguidores sin ninguna emoción ni temor.

Esta vez no se desplegaron en línea. Habían aprendido que era fatal dividir sus fuerzas contra semejante encarnación de la furia. Formaron una masa compacta y avanzaron hacia él lentamente, manteniendo su formación.

Conan sabía que si llegaba a ser presa de aquella masa de garras, músculos y huesos no tendría ninguna posibilidad de salvarse. Si lograban arrastrarlo hacia un lugar en el que pudieran emplear el peso de sus cuerpos con mayor ventaja, ni siquiera la primitiva ferocidad del pirata serviría de nada. Miró hacia la pared y vio un saliente en un rincón. No sabía qué era, pero le serviría. Comenzó a retroceder hacia aquella esquina y los gigantes avanzaron con más rapidez. Era evidente que pensaban que muy pronto lo acorralarían, y Conan tenía la certeza de que aquellos individuos lo consideraban mentalmente inferior a ellos. Tanto mejor. No había nada más desastroso que subestimar a un enemigo.

Cuando se encontraba a pocos metros de distancia de la muralla, los negros comenzaron a acercarse más deprisa, con la intención de cercarlo antes que pudiera darse cuenta de su situación. El grupo de la entrada había abandonado sus puestos y corría a unirse a sus compañeros. Los gigantes avanzaban agachados, con los ojos brillantes como un fuego infernal y los dientes resplandecientes, y extendían sus manos provistas de garras como si trataran de impedir un ataque. Esperaban un golpe repentino y violento por parte de su presa, pero cuando este se produjo, los volvió a coger desprevenidos.

Conan levantó la espada, avanzó hacia ellos y luego se dio media vuelta y corrió en dirección a la muralla. Con un increíble esfuerzo de sus músculos de acero saltó en el aire y extendió un brazo, logrando aferrar con sus dedos el saliente. En seguida se oyó un crujido y todo el saliente de la muralla cedió e hizo que el pirata cayera al patio.

Conan cayó de espaldas. A no ser por la tupida hierba que cubría la tierra, en la que rebotó como un gato, se hubiera fracturado la columna vertebral, a pesar de la formidable musculatura que protegía sus huesos. Entonces se dispuso a enfrentarse con sus enemigos. De sus ojos había desaparecido toda expresión de calma o cautela. Ahora brillaban como los de una fiera salvaje, y enseñaba los dientes a través de sus labios abiertos. En un instante la situación había cambiado y había dejado de ser un simple juego para convertirse en una batalla de vida o muerte. Entonces, Conan respondió con toda la furia salvaje de los bárbaros.

Los negros, que se habían detenido por un momento ante la rapidez de los acontecimientos, iniciaron su avance para abalanzarse sobre él, pero en ese preciso instante un grito rasgó el silencio. Los gigantescos negros se dieron media vuelta y vieron que por la entrada del patio aparecía un grupo de hombres de aspecto horrible. Los piratas se tambaleaban como borrachos y gritaban maldiciones incoherentes. Parecían atemorizados, pero sostenían con fuerza sus espadas y avanzaban con una ferocidad que revelaba que sabían lo que estaba ocurriendo.

Los negros los miraron asombrados y Conan lanzó un grito atronador al tiempo que atacaba con la velocidad del rayo. Los negros comenzaron a caer como frutos maduros bajo su espada, mientras los zingarios, gritando con una furia terrible, atravesaron corriendo el patio y cayeron sobre sus enemigos con odio bestial. Los hombres de la tripulación seguían aturdidos. Habían sentido las violentas sacudidas que les propinó Sancha para obligarlos a empuñar las espadas y habían oído las palabras que les incitaban a entrar en acción. No lograron entender todo lo que les decía, pero la vista de extraños y el derramamiento de sangre era un acicate que jamás fallaba en ellos.

En un segundo, el patio se convirtió en un campo de batalla que pronto tuvo el aspecto de un matadero. Los zingarios se tambaleaban, pero manejaban la espada con firmeza y seguridad, ignorando por completo sus heridas, excepto las que eran fatales. Eran más numerosos que los negros, pero estos tenían una fuerza increíble. Sus hombros y sus cabezas sobresalían por encima de sus enemigos y sembraban la muerte con manos y dientes, mordiendo las gargantas de los hombres y dando golpes con el puño cerrado sobre los cráneos, que quedaban aplastados en un santiamén. Mezclados en aquella barahúnda, los bucaneros no podían usar su mayor agilidad en su provecho y muchos de ellos todavía se encontraban bajo los efectos de la droga, y no podían esquivar a tiempo los golpes que recibían. Luchaban con una ferocidad ciega, demasiado familiarizados con la muerte como para evitarla. El ruido de las espadas era semejante al del hacha de un carnicero. Los alaridos y los gritos de dolor resultaban estremecedores.

Sancha, agazapada en la arcada del patio, estaba aturdida por el ruido de la batalla, y tenía la impresión de estar contemplando un cuadro dantesco en el que aparecían y desaparecían rostros contorsionados, brazos levantados, espadas manchadas de sangre y cuerpos que parecían bailar una danza demencial.

Todos estos detalles se veían muy brevemente, como pinceladas sobre un fondo de sangre. Sancha vio a un marinero zingario que, ciego de furia, apoyaba los pies en el suelo y hundía la espada en un negro vientre. La muchacha oyó claramente el salvaje gruñido del marinero al atacar. El negro moribundo aferró la hoja con sus manos y el marinero se tambaleó. Una mano negra se posó con una fuerza titánica sobre la cabeza del zingario y acto seguido este sintió una rodilla sobre la espalda. La cabeza del marinero fue echada hacia atrás y se quebró como la rama de un árbol. El negro arrojó al suelo el cuerpo de su víctima… y al hacerlo, algo parecido a un rayo de luz azul brilló a sus espaldas, de derecha a izquierda. Luego se tambaleó y cayó pesadamente al suelo.

Sancha sintió náuseas. Hizo un esfuerzo por huir de aquel espectáculo, pero las piernas no la obedecieron. Tampoco pudo cerrar los ojos. Incluso los abrió más. Estaba completamente asqueada, pero sentía, pese a todo, la fascinación que siempre experimentaba al ver sangre. Por otro lado, jamás había presenciado una lucha semejante entre seres humanos, ni siquiera en los ataques de los piratas a ciudades o puertos de la costa, ni en las batallas en el mar. Entonces vio a Conan.

Separado de sus compañeros por el enemigo, el cimmerio se había visto envuelto en una negra ola de brazos y cuerpos, y le habían zarandeado de un lado a otro a pesar de sus esfuerzos titánicos. Se había caído al suelo, donde seguramente lo hubieran matado, pero había arrastrado consigo a uno de los gigantescos negros que en esos momentos lo protegía. Los demás negros intentaron pisotearlo y apartar a su compañero, pero Conan mantenía sus dientes clavados en la garganta del gigante, aferrado desesperadamente a su escudo de carne y hueso.

La carnicería que llevaban a cabo los zingarios contuvo el ataque de los enemigos, por lo que Conan arrojó a un lado el cuerpo del negro y se puso en pie, cubierto de sangre, con un aspecto lamentable. Los gigantes se alzaban encima de él como sombras negras y daban golpes terribles en el aire. Era tan difícil capturar o golpear al pirata como a una pantera enfurecida, y a cada golpe de su espada saltaba la sangre a su alrededor. Conan había recibido golpes capaces de matar a tres hombres, pero su vitalidad de toro lo mantenía en pie.

Su grito de guerra se oyó por encima del fragor de la batalla, y los furiosos zingarios redoblaron su ataque hasta que el sonido ahogado de la carne que se rasgaba y de los huesos que se fracturaban casi ahogó los alaridos de dolor y de cólera.

Los negros vacilaron y corrieron hacia la salida. Sancha gritó al verlos llegar, y se apartó rápidamente de su camino. Los gigantes se apelotonaron desordenadamente en la salida y los furiosos zingarios los atacaron por la espalda con golpes mortales. La salida al patio se convirtió en un matadero antes de que los pocos supervivientes negros huyeran cada uno por su lado.

La batalla se convirtió en una persecución. Los gigantes huían por los patios, por las brillantes escaleras, por encima de los tejados de las fantásticas torres, e incluso por los anchos bordes de las murallas, vertiendo sangre a cada paso y perseguidos por los marineros. Al verse cercados, muchos de ellos daban media vuelta y mataban a algún zingario. Pero el resultado final era siempre el mismo: un enorme cuerpo negro retorciéndose sobre la hierba, en los parapetos o en un tejado.

Sancha se había refugiado en el patio del estanque, donde se agazapó temblando de horror. En el exterior resonaban alaridos feroces. Entonces oyó unos pasos pesados y vio entrar en el patio, a través de la arcada, a una figura inmensa; se trataba del negro del turbante enjoyado. Un marinero lo perseguía de cerca, y el negro se volvió en el mismo borde del estanque. Allí recogió una espada que había perdido algún zingario, y cuando el marinero que lo perseguía se acercó más, lo atacó con ese arma poco familiar para él. El bucanero cayó al suelo con el cráneo aplastado. Pero el golpe había sido aplicado con tanta fuerza y torpeza que la hoja de la espada se quebró.

El gigante arrojó la empuñadura a los individuos que en ese momento atravesaban la arcada, y luego corrió hacia el estanque con una terrible expresión de odio reflejada en el rostro. Conan se abrió paso entre los hombres y corrió sobre la espesa hierba del patio.

Entonces el gigante extendió los brazos a ambos lados, y de sus labios surgió un grito inhumano…, el único sonido emitido por un negro durante toda la batalla. Parecía gritar al cielo todo su odio. Era como una voz que bramara desde los fosos del infierno. Al oír aquel grito fantástico, los zingarios dudaron y se quedaron inmóviles. Pero Conan no se detuvo. Avanzó silenciosamente, con una expresión siniestra en el rostro, en dirección a la figura de ébano que estaba de pie junto al brocal del pozo.

Pero cuando su espada centelleó en el aire, el negro se dio media vuelta y saltó. Durante una décima de segundo lo vieron detenerse en el aire, por encima del estanque. Luego lanzó un bramido que sacudió la tierra. Las aguas verdes se levantaron para recibirlo y lo envolvieron como un volcán de color esmeralda.

Conan retrocedió a tiempo para no caer en el estanque, empujando a sus hombres hacia atrás con sus poderosos brazos.

El estanque verde se transformó en un géiser, y a medida que la columna de agua subía más y más, se alzaba en la cumbre una corona de espuma y el ruido se volvía ensordecedor.

Conan condujo a sus hombres hasta la puerta, azuzando al grupo con la hoja de espada. El rugido del agua parecía haber anulado sus facultades. Sancha estaba completamente paralizada, mirando con ojos desorbitados en dirección a la columna de agua. Conan la obligó a retroceder con un grito que a la vez la hizo reaccionar. La muchacha se abalanzó sobre él con los brazos extendidos. El cimmerio la tomó por un brazo y corrió desesperadamente hacia la salida.

En el patio que se abría al mundo exterior, se habían reunido los supervivientes, desarrapados, heridos, extenuados y manchados de sangre. Todos miraban hacia la enorme columna de agua verdosa que se elevaba hacia el azul del cielo. El tronco de la columna parecía pintado de blanco, y la espuma de su corona formaba una circunferencia tres veces más grande que la de su base. Daba la impresión de que en cualquier momento la imponente columna de agua iba a estallar en un formidable torrente, y sin embargo continuaba ascendiendo.

La mirada de Conan recorrió él grupo ensangrentado y extenuado, y al ver que solo uno de los marineros estaba algo menos herido y magullado que los demás gritó una maldición. Lo cogió por el cuello y lo sacudió con fuerza.

—¿Dónde están los demás hombres? —preguntó el cimmerio levantando la voz por encima del ruido del agua.

—¡No quedamos más aquí que los que estamos! —exclamó el individuo—. Esos malditos negros los han matado a todos…

—¡Entonces sal de aquí! —bramó Conan, empujándolo con tanta violencia que el marinero salió catapultado por la arcada de salida—. Esa fuente va a reventar de un momento a otro.

—¡Nos ahogaremos todos! —se lamentó otro marinero que se dirigía cojeando hacia la salida.

—¡Nos ahogaremos en el infierno! —gritó Conan—. ¡Nos convertiremos en huesos petrificados! ¡Fuera de aquí, imbécil!

Conan corrió hacia la salida del patio, mirando a la vez la enorme columna de agua verdosa y a los hombres. Aturdidos por la reciente pelea y por el ruido ensordecedor del agua, algunos zingarios se movían como si estuvieran en trance. Conan los animó con un método muy simple. Aferraba a los rezagados por el cuello y los empujaba violentamente hacia la salida, aumentando el impulso con puntapiés en las nalgas, al tiempo que maldecía a toda la familia del rezagado. Sancha trató de permanecer a su lado, pero Conan se deshizo de sus brazos blasfemando con furia y luego le dio una palmada en las posaderas con tanta fuerza que la muchacha se encontró en el exterior de la arcada casi sin darse cuenta.

Conan no abandonó el patio hasta que estuvo seguro de que todos los hombres que seguían vivos habían salido del castillo. Se volvió para mirar la enorme columna de agua que empequeñecía las torres del extraño lugar, y huyó de aquel castillo del horror.

Los zingarios ya habían cruzado el borde de la llanura y bajaban por las laderas de la montaña. Sancha esperó a Conan en la cima de la primera colina, que se alzaba un poco más allá. El cimmerio se detuvo junto a ella para mirar por última vez en dirección al castillo. Parecía que una gigantesca flor verde con bordes blancos cubriera las torres, al tiempo que el rugido del agua llenaba el aire. Entonces la columna se rompió, produciendo un ruido semejante al de un poderoso trueno, y las murallas y torres quedaron cubiertas por un torrente atronador.

Conan tomó a la muchacha de la mano y huyó. Delante de ellos se alzaban numerosas colinas y detrás se oían las aguas de un río. Echó una mirada por encima de su hombro y vio una ancha cinta verde que subía y bajaba en su recorrido a través de las colinas. El torrente no se había extendido ni disipado. Fluía como una gigantesca serpiente por encima de los declives y las redondeadas cimas. Mantenía un curso constante… y los estaba siguiendo.

Cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, Conan se sintió invadido por una fuerza sobrenatural. Sancha tropezó y cayó de rodillas, gritando de desesperación y agotamiento. Conan la cogió en brazos, la cargó sobre uno de sus hombros y echó a correr a toda velocidad. Su pecho parecía a punto de estallar y sus rodillas temblaban. Apretó las mandíbulas y vio que los marineros corrían delante de él, impulsados por el mismo horror.

De repente apareció ante sus ojos el océano. En sus aguas tranquilas flotaba el Holgazán, intacto. Los hombres corrieron atropelladamente hacia los botes. Sancha se cayó al fondo de uno de ellos y permaneció inmóvil allí. Conan, aunque la sangre le zumbaba en los oídos y veía el mundo a través de una nube roja, tomó un remo para ayudar a sus jadeantes marineros.

Remaron todos juntos en dirección al barco, a punto de estallar por el agotamiento. El río verde surgía entre los árboles y estos caían como si fueran arrancados de cuajo, para desaparecer luego bajo el líquido de color jade. Las aguas verdosas inundaron la playa y tocaron el océano. Las suaves olas de este adquirieron un matiz más profundo, un color verde más oscuro y siniestro.

Los piratas seguían corriendo, sin pensar, animados por un miedo instintivo, que impulsaba a sus agotados cuerpos a realizar un esfuerzo supremo. En realidad no sabían qué temían, pero intuían que aquella terrible franja verde encerraba una amenaza para el cuerpo y para el alma. Conan también lo intuyó, y cuando vio que la franja verde surcaba las aguas del océano y se dirigía hacia ellos sin alterar su curso, recurrió a sus últimas fuerzas físicas con tanta fiereza que el remo se rompió en sus manos.

Por fin las proas de los botes tocaron el casco del Holgazán. Los marineros dejaron los botes a la deriva y subieron rápidamente por las cadenas del ancla. Sancha, cargada sobre un hombro de Conan, inerte como un cadáver, fue arrojada sobre la cubierta sin ceremonias, y el pirata se puso al timón y comenzó a dar órdenes a la diezmada tripulación. Conan se hizo cargo del mando y nadie se lo discutió. Los hombres lo seguían instintivamente. Manejaron como borrachos las maromas y las brazas. Se levaron anclas y se hincharon las velas. El Holgazán tembló unos segundos y luego se dirigió majestuosamente hacia el mar abierto. Conan miró en dirección a la playa. La franja verdosa brillaba sobre el agua como una llama de color esmeralda, a un remo de distancia de la quilla del Holgazán. No avanzó más. Desde ese extremo de la franja, los ojos de Conan fueron recorriendo poco a poco toda su extensión hasta que llegó a la playa y luego a las colinas, y finalmente desapareció a lo lejos.

El pirata, recuperando su buen humor, sonrió a la jadeante tripulación. Sancha se encontraba cerca de él. Por sus mejillas se deslizaban unas lágrimas de histeria. Los pantalones de Conan colgaban como harapos sucios manchados de sangre. El cinturón y la vaina de su espada habían desaparecido. El sable, que había arrojado a bordo desde el bote, estaba mellado y cubierto de sangre. Sus brazos, piernas, pecho y hombros parecían haber sufrido las mordeduras de una pantera. Pero el pirata sonrió, al tiempo que separaba sus poderosas piernas y hacía girar la rueda del timón exhibiendo su fantástica musculatura.

—¿Y ahora qué? —preguntó la muchacha en voz baja.

—¡El lobo de los mares! —exclamó Conan lanzando una carcajada—. Con una escasa tripulación hecha pedazos. Pero bueno, los hombres aún pueden trabajar a bordo, y siempre se pueden encontrar más marineros. Ven aquí, muchacha, y dame un beso.

—¿Un beso? —gritó Sancha histéricamente—. ¿Cómo puedes pensar en besos en un momento como este?

Las carcajadas de Conan ahogaron el ruido de las velas al tomar viento. Luego levantó a la joven con un solo brazo y apretó con fiereza sus labios contra los de ella.

—¡Solo pienso en la vida! —bramó—. ¡Los muertos, muertos están, y lo que ha pasado, va no existe! Tengo un barco, hombres que saben pelear y una muchacha cuyos labios son como la miel. Eso es todo lo que deseo ahora. ¡Lamed vuestras heridas, muchachos! ¡Y abrid una barrica de vino! Vais a trabajar en este barco como jamás lo habéis hecho. ¡Malditos, bailad y cantad hasta que no podáis más! ¡Al diablo con los mares desiertos! ¡Navegaremos rumbo a lugares donde haya puertos y barcos mercantes que abordar!