
I
Un rápido galope entre los altos juncos, una pesada caída y un grito desesperado. El jinete del agonizante animal se puso en pie, tambaleándose. Era una esbelta muchacha ataviada con una túnica y sandalias. Sus oscuros cabellos le caían en cascada sobre los blancos hombros. Los ojos de la joven parecían los de un animal acorralado. No miró hacia la selva de juncos que rodeaba el pequeño claro, ni hacia las aguas azules que lamían la orilla a sus espaldas. Sus grandes ojos de intensa mirada estaban fijos en el jinete que avanzaba entre las cimbreantes plantas y que, al llegar hasta ella, bajó de su caballo.
Era un hombre alto y delgado, duro como el acero. Estaba cubierto por una fina cota de malla de la cabeza a los pies, que se adaptaba a su cuerpo como el guante a la mano. Sus ojos castaños, que asomaban bajo el casco semiesférico con incrustaciones de oro, miraron a la muchacha con expresión burlona.
—¡Atrás! —exclamó ella aterrada—. ¡No me toques, Shah Amurath, o me tiro al agua y me dejo morir!
El lanzó una carcajada, que era como el rumor de una espada de acero al salir de una vaina de seda.
—¡No, no te ahogarás, Olivia, hija de la confusión, porque las aguas no son profundas y yo te atraparé antes que te hundas! Me has proporcionado unos divertidos momentos de caza y hemos dejado atrás a mis hombres. Pero no hay ni un solo caballo al oeste del mar de Vilayet que pueda sacar ventaja a mi Irem durante mucho rato.
Y al decir esto, el hombre señaló con la cabeza al caballo de finas patas que estaba detrás de él.
—¡Déjame marchar! —suspiró la muchacha, con el rostro cubierto de lágrimas—. ¿No he sufrido ya bastante? ¿Hay acaso alguna humillación, dolor o infamia que no me hayas inferido? ¿Cuánto ha de durar mi tormento?
—Durará mientras encuentre placer en tus lamentos, en tus súplicas y en tus lágrimas —repuso él con una sonrisa que habría parecido amable a un extraño—. Eres muy atractiva, Olivia. Me pregunto si llegaré a cansarme alguna vez de ti, como me he cansado antes de otras mujeres. Eres vivaz y alegre, a pesar de todo. Cada día que paso a tu lado me proporciona nuevas delicias.
»Pero, vamos, regresemos a Akif —siguió diciendo él—, donde la gente aún festeja al vencedor de los miserables kozakos, en tanto que él, el triunfador, se dedica a perseguir a una pobre fugitiva, a una necia, adorable y estúpida muchacha que quiere escapar.
—¡No! —exclamó la joven, retrocediendo en dirección a las aguas que corrían entre los junquillos.
—¡Sí!
El ramalazo de cólera del hombre fue como la chispa que enciende el pedernal. Con increíble rapidez, la cogió por la muñeca y se la retorció cruelmente, hasta que ella cayó de rodillas, gritando.
—¡Ramera! —dijo él—. Debería llevarte a rastras hasta Akif atada a la cola de mi caballo, pero tendré compasión y te llevaré en mi silla. Por este favor deberás darme las gracias humildemente, y luego…
El hombre soltó a la muchacha y profirió un juramento al tiempo que saltaba hacia atrás y desenvainaba su espada. Una terrible aparición surgió de los juncos y lanzó una exclamación de odio.
Olivia, que miraba la escena desde el suelo, vio a un hombre que parecía un salvaje o un loco avanzando hacia Shah Amurath en actitud amenazadora. Era un individuo de constitución fuerte, cubierto únicamente por un taparrabos manchado de sangre y de barro seco. Su negra melena también tenía abundantes trazas de lodo y de sangre, y lo mismo ocurría con su pecho, brazos y piernas, así como con la espada que empuñaba en la mano derecha. Tras la maraña de oscuros cabellos, sus ojos inyectados en sangre brillaban como dos llamas azules.
—¡Perro hirkanio! —dijo la aparición, con acento bárbaro—. ¡Los demonios de la venganza te han traído hasta aquí!
—¡Un kozako! —exclamó Shah Amurath, retrocediendo—. No sabía que uno de esos perros hubiera escapado. ¡Pensé que estabais todos muertos en la estepa, a orillas del río Ilbars!
—¡Todos menos yo, maldito! —gritó el otro—. ¡Ah, cómo había soñado con este momento cuando me arrastraba entre las zarzas o estaba tendido bajo las rocas, mientras las hormigas roían mi carne, y me revolcaba en el cieno que me cubría hasta la boca! Lo soñé, pero nunca creí que se convertiría en realidad. ¡Cuánto he anhelado este momento!
Resultaba terrible contemplar el gozo sanguinario del desconocido. Sus mandíbulas chasqueaban espasmódicamente y la espuma cubría sus labios ennegrecidos.
—¡Atrás! —ordenó Shah Amurath, mirando fijamente al otro hombre.
—¡No, Shah Amurath, gran señor de Akif! —repuso el kozako con una voz que parecía el aullido de un lobo salvaje—. ¡Ah, maldito seas, cómo me alegra verte, miserable…, a ti, que has convertido a mis camaradas en pasto de los buitres…, tú, que los hiciste descuartizar entre caballos salvajes…, que los dejaste ciegos y los mutilaste…! ¡Perro infame!
La voz del bárbaro se había convertido en un grito enloquecido cuando atacó.
A pesar del terror que le había provocado aquella salvaje aparición, Olivia temió que el desconocido cayera al primer choque de las espadas. Loco o salvaje, ¿qué podía hacer aquel hombre semidesnudo contra el amo de Akif, protegido por su cota de malla?
Las hojas de las espadas lanzaron destellos, aunque apenas parecían haberse rozado; luego, la cimitarra del kozako chocó con el sable de Shah Amurath y cayó con terrible fuerza sobre su hombro. Olivia no pudo contener una exclamación ante la violencia atroz de aquel golpe. Entre el crujido metálico de la malla hendida, la muchacha oyó claramente el ruido de huesos rotos. El hirkanio retrocedió, pálido como la muerte y con la cota de malla empapada de sangre. El sable se deslizó de sus dedos, incapaces de todo movimiento.
—¡Piedad! —exclamó jadeando.
—¿Piedad? —dijo el desconocido, con la cólera reflejada en su voz—. ¡Sí, la misma piedad que tuviste con nosotros, cerdo!
Olivia cerró los ojos. Aquello ya no era una pelea, sino una carnicería infernal y sangrienta, generada por la furia y el odio en que culminaban los sufrimientos de la batalla, la masacre y la tortura, y los padecimientos de la sed y el hambre. A pesar de que Olivia sabía que Shah Amurath no merecía ninguna piedad, cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos para no ver la chorreante espada que se hundía una y otra vez como el hacha de un carnicero, hasta que los gritos se convirtieron en un estertor, que finalmente se debilitó hasta cesar por completo.
Entonces abrió los ojos y vio al extranjero en el momento en que este retiraba la espada del ensangrentado remedo de ser humano que había dejado en el suelo. El hombre jadeaba exhausto y lleno de ira. Tenía la frente perlada de sudor y la mano derecha empañada de sangre fresca.
El desconocido no dijo una sola palabra; ni siquiera miró a la muchacha. Ella lo vio avanzar entre los juncos de la orilla, y luego inclinarse y tirar de algo. Entonces apareció una barca que salía de su escondite entre los finos tallos cimbreantes. Olivia supuso que el hombre tenía intenciones de marcharse, por lo que se sintió impelida a actuar.
—¡No, espera! —exclamó con tono plañidero, corriendo hacia él—. ¡No me dejes aquí! ¡Llévame contigo!
El hombre se volvió y la miró fijamente, cambiando de actitud. Sus ojos, aunque inyectados en sangre, parecían los de una persona cuerda. Era como si la sangre que acababa de derramar le hubiera devuelto su condición de ser humano.
—¿Quién eres? —preguntó él.
—Me llamo Olivia. Era prisionera de ese hombre y huí de él. Me perseguía. Por eso llegamos hasta aquí. ¡Oh, te pido que no me abandones! Sus soldados no están lejos. Encontrarán su cadáver, me hallarán cerca y…
La joven se retorció las manos, llena de espanto, y el desconocido la miró desconcertado.
—¿Acaso prefieres venir conmigo? —le preguntó—. Soy un bárbaro y sé, por la forma en que me miras, que me temes.
—Sí, te temo —repuso ella, demasiado aturdida para poder disimular—. Mi carne se estremece por el horror que me produce tu aspecto, pero temo aún más a los hirkanios. ¡Por favor, déjame ir contigo! Me someterán a terribles torturas y vejaciones si me encuentran al lado de su amo muerto.
—Entonces, ven.
Él se hizo a un lado y ella subió rápidamente a la barca, evitando todo contacto con él. Luego, Olivia se sentó en la proa. El desconocido también subió y después empujó el bote con el remo; cuando hubo dejado atrás los juncos de las orillas, se puso a remar con golpes suaves y regulares que hacían mover rítmicamente todos los músculos de su cuerpo.
La muchacha se acurrucó en la proa mientras el hombre seguía impulsando los remos en completo silencio. Olivia lo observaba con tímida fascinación. Era evidente que no era hirkanio, y tampoco se parecía a las gentes de raza hiboria. Había en él una fiereza de lobo que indicaba que se trataba de un bárbaro. Sus facciones, por debajo de las manchas de sangre de la batalla y del barro de las ciénagas, reflejaban un carácter indómito y salvaje, pero no denotaban a un ser malvado ni perverso.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó ella—. Shah Amurath te llamó kozako. ¿Pertenecías a esa banda?
—Soy Conan de Cimmeria —dijo él con un gruñido—. Era uno de los kozakos; así nos llaman los perros hirkanios.
Olivia sabía vagamente que la tierra que él había mencionado se encontraba muy lejos, hacia el noroeste, más allá de las fronteras más remotas de los diversos reinos habitados por gentes de la raza de ella.
—Y yo soy una de las hijas del rey de Ofir —dijo la joven—. Mi padre me vendió a un jefe shemita porque no quise casarme con un príncipe de Koth.
El cimmerio lanzó un gruñido de sorpresa y los labios de Olivia se curvaron en una amarga sonrisa.
—Sí —agregó ella—. Los hombres civilizados también venden a sus hijos como esclavos a los salvajes, en ocasiones. Y os llaman bárbaros a vosotros, Conan de Cimmeria.
—Nosotros no vendemos a nuestros hijos —afirmó él con brusquedad.
—Bien, el caso es que me vendieron. El hombre del desierto que me compró no abusó de mí. Pero quería ganarse la buena voluntad de Shah Amurath y yo estaba entre los regalos que llevó a los purpúreos jardines de Akif. Luego…
La joven se estremeció y ocultó el rostro entre sus manos.
—Fui sometida a toda clase de ignominias —siguió diciendo la joven—. El solo hecho de recordarlo es como un latigazo. Viví en el palacio de Shah Amurath hasta que hace algunas semanas él partió con sus huestes para combatir a una banda de invasores que asolaba las fronteras de Turan. Ayer regresó triunfante y se organizó una gran fiesta en su honor. Mientras todos se divertían y se emborrachaban, aproveché la oportunidad para apoderarme de un caballo y huir de la ciudad. Creí que lo había conseguido, pero él me siguió y hacia el mediodía halló mi rastro. Dejé atrás a sus vasallos, pero no pude huir de él. Entonces llegaste tú.
—Estaba oculto entre los juncos —dijo el cimmerio—. Yo era uno de esos bribones que componían la banda de los Compañeros Libres, que incendiaban y saqueaban las fronteras. Éramos cinco mil, de una veintena de razas y tribus. La mayoría de nosotros habíamos servido como mercenarios a un príncipe rebelde del este de Koth, pero cuando este hizo las paces con su condenado soberano, nos quedamos sin trabajo. Entonces comenzamos a saquear los confines de Koth, de Zamora y de Turan. Hace una semana, Shah Amurath nos tendió una emboscada con quince mil hombres. ¡Por Mitra! El cielo estaba cubierto de buitres negros. Cuando nuestras líneas se deshicieron, después de un día entero de lucha, algunos trataron de huir hacia el norte y otros al oeste. Dudo que se haya salvado alguno. Las estepas estaban cubiertas de jinetes que perseguían a los fugitivos. Yo me dirigí hacia el este y finalmente llegué a los pantanos que rodean esta parte del mar de Vilayet.
»Me he ocultado entre los juncos desde entonces. Hace solo dos días que los jinetes dejaron de batir las marismas en busca de algún fugitivo. Me escondí y me enterré como una serpiente, alimentándome de ratas almizcleras que comía crudas, porque no podía hacer fuego. Por la mañana encontré esta barca oculta entre los juncos. No pensaba ir hacia el mar hasta la noche, pero después de haber matado a Shah Amurath, me he enterado de que sus esbirros están cerca y por eso me marcho.
—¿Y ahora qué hacemos?
—No hay duda de que nos perseguirán. Aun cuando no lleguen a descubrir las huellas del bote, que traté de disimular lo mejor posible, seguramente sospecharán que nos dirigimos hacia el mar, sobre todo cuando no nos encuentren en las marismas. Pero ya estamos en marcha, y yo seguiré pegado a estos remos hasta que lleguemos a un escondite seguro.
—¿Dónde lo hallaremos? —preguntó ella con gesto desesperanzado—. Vilayet es un mar interior dominado por los hirkanios.
—Algunas gentes no piensan así —repuso Conan con una sonrisa algo siniestra—. Especialmente los esclavos que han huido de las galeras y se han convertido en piratas.
—¿Cuáles son tus planes?
—Los hirkanios dominan las costas del suroeste a lo largo de cientos de leguas. Falta mucho todavía para llegar hasta sus fronteras en el norte. Pienso seguir en esa dirección hasta que los hayamos dejado atrás. Luego iremos hacia el oeste y trataremos de desembarcar en las orillas rodeadas de estepas deshabitadas.
—¿Y si nos encontramos con los piratas, o nos sorprende una tormenta? —preguntó Olivia—. Además, allí nos moriremos de hambre.
—Yo no te he pedido que vinieras conmigo —le recordó el cimmerio.
—Lo siento —repuso ella, e inclinó su hermosa cabeza morena—. Piratas, tempestades, hambre… Todo eso es menos cruel que la gente de Turan.
—Sí —dijo Conan con el rostro sombrío—. Y todavía no he saldado mi cuenta con ellos. Pero tranquilízate, muchacha. Las tormentas son raras en el mar de Vilayet en esta época del año. Si llegamos a las estepas, no nos moriremos de hambre. Yo me crié en tierras inhóspitas y peladas. Son estos malditos pantanos, con su hedor y sus mosquitos, los que me desconciertan. En la estepa me encuentro como en mi casa. En cuanto a los piratas…
Conan sonrió enigmáticamente y se inclinó con más energía sobre los remos.
El sol se había ocultado como una bola de cobre que cae en un mar de fuego. El azul del mar se fundía con el del cielo y después ambos se convertían en un suave terciopelo oscuro constelado de estrellas. Olivia se apoyó en la roda de la barca que se balanceaba suavemente, en un estado de semisueño casi irreal. Tenía la sensación de estar flotando en el aire, con estrellas por encima y por debajo de ella. Su silencioso compañero se recortaba vagamente contra la suave oscuridad. No había prisa ni pausa en el ritmo de los remos que él manejaba con tanta destreza. Quizá él era el barquero infernal que la transportaba al otro lado del oscuro lago de la Muerte. Pero la muchacha olvidó sus temores y se sumergió en un sueño apacible, acompañada por el movimiento monótono de los remos.
La luz del alba se reflejó en los ojos de Olivia cuando se despertó, con un hambre espantosa. Se había despertado debido a un cambio brusco en la dirección de la barca. Conan descansaba sobre los remos mirando por encima de ella. La muchacha se dio cuenta de que el cimmerio había estado remando toda la noche y se maravilló ante su resistencia de hierro. La joven se volvió para seguir la mirada de Conan y vio un muro verde de árboles y arbustos que circundaban con una amplia curva una pequeña ensenada, cuyas aguas estaban quietas como la superficie de un cristal azul.
—Esta es una de las muchas islas que existen en este mar interior —dijo Conan—. Se supone que están deshabitadas, y he oído decir que los hirkanios raras veces las visitan. Además, ellos no suelen alejarse de la costa con sus galeras, y nosotros hemos estado navegando muchas horas. Antes de que oscurezca, habremos dejado de ver tierra.
Con unos pocos golpes de remo, Conan el cimmerio llevó el bote hasta la orilla, aseguró el cabo de proa a un árbol y saltó a tierra. Tendió la mano a Olivia, que hizo una mueca de dolor al ver las manchas de sangre que cubrían la piel del cimmerio y se estremeció al sentir la fuerza que emanaba de la mano del bárbaro.
Una quietud de ensueño reinaba en los bosques que circundaban la pequeña ensenada azul. Luego, entre los árboles, se oyó el trino matinal de un pájaro y se escuchó el susurro de las hojas movidas por la brisa. Olivia oyó un ruido, aunque no sabía bien lo que era. ¿Qué podía ocultarse en aquellos bosques de la costa?
Mientras ella observaba tímidamente las sombras que había entre los árboles, algo salió a la luz del sol con un aleteo rápido. Era un enorme papagayo, que se posó sobre la rama de un árbol y se quedó allí balanceándose, como una brillante figura de jade y carmesí. El ave volvió la cabeza de lado y miró a los intrusos con sus relucientes ojos de azabache.
—¡Por Crom! —musitó el cimmerio—. He aquí al abuelo de todos los papagayos. ¡Debe de tener mil años! Mira la perversa sabiduría que hay en sus ojos. ¿Qué misterios guardas, sabio demonio?
De repente, el pájaro extendió sus alas multicolores y gritó con voz ronca:
—¡Tagkoolan yok tha, xuthalla!
Luego lanzó un chillido que parecía una espantosa risa humana, remontó el vuelo y desapareció entre las sombras opalescentes de los árboles.
Olivia miró en dirección al lugar por el que había desaparecido el papagayo y sintió como si una extraña premonición le tocara la espina dorsal con una mano helada.
—¿Qué dijo? —preguntó en un susurro.
—Juraría que eran palabras humanas —repuso Conan—. Pero en una lengua que ignoro.
—Yo tampoco la conozco —afirmó la muchacha—. Sin embargo, tuvo que haberlas aprendido de labios humanos. Humanos o…
Se quedó mirando hacia el bosque y se estremeció sin saber por qué.
—¡Crom, tengo un hambre espantosa! —exclamó el cimmerio—. Sería capaz de comerme un búfalo entero. Buscaremos frutos. Pero antes voy a lavarme este barro y esta sangre seca. No es nada agradable ocultarse en los pantanos.
Dejó la espada a un lado e, internándose en el agua transparente y azul, hizo sus abluciones. Cuando salió a la orilla, su piel bronceada brillaba bajo los rayos del sol y su negra melena ya no estaba desordenada. Sus ojos azules, aunque ardían con un fuego inextinguible, ya no estaban inyectados en sangre. Pero la felina ligereza de su andar y el aspecto peligroso de su semblante no se habían alterado.
Se volvió a colocar la espada e hizo una señal a Olivia para que lo siguiera. Abandonaron la orilla y se internaron en el bosque pasando bajo las arcadas que formaban las grandes ramas de los árboles. Pisaron una hierba menuda y verde que apagaba el ruido de sus pasos. Entre los troncos de los árboles pudieron divisar un paisaje sobrenatural y fantástico.
Finalmente, Conan lanzó un gruñido de satisfacción a la vista de unos frutos dorados y rojizos que colgaban en racimos de unos árboles. Indicó a la muchacha que tomara asiento en un tronco caído y fue llenando su falda de exóticos frutos, que se pusieron a comer con manifiesto placer.
—¡Por Ishtar! —exclamó Conan, entre bocado y bocado—. Desde el día de la batalla del río Ilbars he vivido de ratas y de raíces que extraía del maloliente barro. Esto, en cambio, es dulce al paladar, aunque no llena demasiado el estómago. Pero nos servirá de alimento si comemos lo suficiente.
Olivia estaba demasiado ocupada para responder. En cuanto amainó un poco su hambre, Conan comenzó a contemplar a su compañera con mayor interés. Observó los rizos de su negra cabellera, el tono sonrosado de su fina piel y los suaves contornos de su esbelto cuerpo, realzado por la túnica de seda que llevaba.
Saciado su apetito, la muchacha levantó la cabeza. Al encontrarse con aquellos ojos rasgados y ardientes, cambió el color y dejó escapar entre sus dedos el fruto que estaba comiendo.
Conan no hizo ningún comentario, pero indicó con un gesto que debían continuar su exploración. La muchacha se puso en pie y lo siguió por entre los árboles hasta llegar a un claro desde el que se veían unos densos matorrales. Al entrar en el claro, oyeron un ruido de hojas que provenía de los arbustos. Conan saltó a un lado y empujó a la muchacha con él, eludiendo así una cosa que cruzó por el aire y fue a estrellarse estrepitosamente contra el tronco de un árbol.
Conan sacó rápidamente su espada y se internó entre los matorrales. Luego siguió un profundo silencio, durante el cual Olivia se acurrucó en la hierba, desconcertada y horrorizada. Finalmente, el cimmerio regresó al claro con su gesto de extrañeza en el rostro.
—No vi nada en los matorrales —dijo—. Pero ahí hay algo…
Se acercó al árbol y analizó el objeto que casi los había golpeado. Entonces, profirió un gruñido con aire incrédulo, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Se trataba de un enorme bloque de piedra verdosa que yacía al pie del árbol, cuya madera se había astillado con el impacto.
—Una extraña piedra, que no suele hallarse en una isla deshabitada —dijo el cimmerio.
Olivia abrió sus enormes y hermosos ojos con expresión de asombro cuando observó el trozo de mineral. Se trataba de un bloque de piedra de formas simétricas, sin duda tallado por manos humanas. Era extraordinariamente pesado. El cimmerio lo cogió con ambas manos, y luego, apoyando firmemente sus piernas en el suelo y con todos los músculos en tensión, lo levantó por encima de su cabeza y lo arrojó con tuerza. La piedra cayó a unos pasos de donde se encontraban. Conan profirió un juramento.
—No hay ser humano capaz de arrojar esa piedra de un lado a otro de este claro. Eso solo es posible con una máquina de asedio. Sin embargo, aquí no hay catapultas ni armas similares.
—Quizá fue lanzada por una de esas máquinas desde lejos —sugirió Olivia.
Conan movió negativamente la cabeza.
—No cayó oblicuamente desde arriba, sino que fue arrojada desde aquellos matorrales en línea horizontal. ¿No ves esas ramas rotas? Alguien la lanzó como quien tira una piedrecita. Pero ¿quién habrá sido? ¡Vamos!
La muchacha lo siguió con aire indeciso hasta los matorrales. Una vez traspuesto el anillo exterior de los arbustos, la vegetación era menos densa. Un absoluto silencio reinaba en aquel lugar. En el húmedo césped no había huellas. Sin embargo, la piedra provenía de aquellos misteriosos matorrales y había sido arrojada con una terrible puntería. Conan se inclinó sobre el césped y vio que la hierba estaba aplastada en algunos lugares. Movió la cabeza con aire disgustado. Ni siquiera sus agudos ojos podían descubrir indicios que permitiesen adivinar quién había pasado por allí. Conan levantó los ojos hacia el verde techo de hojas que cubría sus cabezas y se quedó paralizado.
Luego, espada en mano, comenzó a retroceder, mientras sujetaba a Olivia por un brazo.
—¡Vámonos de aquí, rápido! —dijo con un susurro que le heló la sangre en las venas a la joven.
—¿Qué ocurre? ¿Qué has visto?

—Nada, nada —repuso él con tono evasivo, sin interrumpir su cauta retirada.
—Pero ¿qué había en esos matorrales?
—¡La muerte! —respondió Conan, con la vista aún clavada en la bóveda de color jade que no dejaba ver el cielo.
Una vez que hubieron salido de allí, el cimmerio cogió a la muchacha por una mano y la condujo rápidamente a través de un altozano en el que los árboles eran escasos, hasta que llegaron a una pequeña meseta, donde la hierba era alta y apenas se veían árboles. En el centro de la meseta se alzaba un edificio amplio y ruinoso, construido en piedra verde.
Ambos contemplaron la pétrea estructura llenos de asombro. No había leyendas que refiriesen la existencia de tal edificio en una de las islas del mar de Vilayet. La pareja se acercó con cautela, vieron que el musgo y los líquenes trepaban por las paredes de piedra y que en el techo había numerosos boquetes que dejaban ver el cielo. Por todas partes se veían escombros, algunos ocultos a medias entre las altas hierbas. Daba la impresión de que en tiempos remotos se hubiera alzado allí una ciudad entera. Pero ahora solo quedaba en pie la gran sala, cuyas paredes se mantenían en precario equilibrio entre las enredaderas.
Las puertas que pudo haber en aquellos vanos hacía tiempo que habían desaparecido. Conan y la joven se detuvieron en la amplia entrada y miraron el interior. Los rayos del sol entraban a raudales a través de los agujeros de las paredes y del techo, creando un vivo contraste de luces y sombras. Conan aferró con fuerza su espada y entró en el edificio con la cabeza hundida entre los hombros y el cauto andar de una pantera. Olivia lo siguió sigilosamente.
Una vez dentro, el cimmerio profirió un gruñido de sorpresa y Olivia ahogó un grito:
—¡Oh, mira, mira!
—Sí, ya veo —repuso él—, pero no hay nada que temer. No son más que estatuas.
—Sin embargo, parecen vivas. ¡Y qué expresión maligna tienen! —dijo ella en susurros, acercándose más a Conan.
Se encontraban en una enorme sala, cuyo suelo hecho de piedra pulida estaba cubierto de polvo y de escombros caídos desde el techo. Las enredaderas que crecían entre las piedras tapaban los numerosos boquetes. El techo, muy alto, plano y sin bóvedas, estaba sostenido por enormes columnas dispuestas en fila a lo largo de las paredes. Entre columna y columna había unas figuras de aspecto extraño.
Eran estatuas aparentemente hechas de hierro, negras y brillantes, como si alguien las estuviera puliendo continuamente. Eran de tamaño humano y representaban a hombres altos, gráciles y fornidos, con una expresión cruel en un rostro de halcón. Estaban desnudos, y todos los detalles de los músculos, articulaciones y tendones habían sido representados con increíble realismo. Pero la característica más real de las estatuas era su semblante altivo y despiadado. Era evidente que aquellas facciones no estaban hechas con el mismo molde. Cada rostro poseía una característica individual, aunque se adivinaba un parentesco racial entre todos ellos. En esas caras no había la monótona uniformidad del arte decorativo.
—Parecen estar escuchando… ¡y esperando! —murmuró Olivia con un deje de inquietud.
Conan golpeó con la empuñadura de su espada una de las estatuas.
—Es de hierro —afirmó—. Pero ¡por Crom!, ¿en qué moldes habrán sido forjadas?
El cimmerio movió la cabeza y luego se encogió de hombros, evidentemente desconcertado.
Olivia echó una tímida mirada al silencioso recinto. Sus ojos recorrieron las piedras cubiertas de hiedra, las altas columnas con enredaderas y las oscuras estatuas que tenía ante sí. Sintió deseos de irse de allí cuanto antes, pero las estatuas ejercían una extraña fascinación sobre su compañero. Este las examinó detenidamente y luego trató de levantar una y de arrancarle un brazo o una pierna. Pero el material era más fuerte y resistente que él. No pudo desfigurar ni mover de su sitio ni una sola estatua. Finalmente desistió, lanzando un juramento.
—¿A quiénes habrán querido reproducir? —preguntó Conan en voz alta—. Estas figuras son negras, y sin embargo no representan a gentes de raza negra. Jamás he visto hombres como esos.
—Salgamos a la luz del día —rogó Olivia, mirando con recelo las pensativas figuras que había entre las columnas.
Pasaron del sombrío salón al claro resplandor del sol. La muchacha se sorprendió al ver la posición del astro rey en el cielo. Habían pasado dentro de las ruinas bastante más tiempo del que ella hubiera imaginado.
—Será mejor que regresemos a la barca —sugirió ella—. Tengo miedo. Es un lugar extraño; parece endemoniado. Tengo la sensación de que nos pueden atacar en cualquier momento.
—Yo, en cambio, creo que nos encontraremos más seguros mientras no estemos bajo los árboles —repuso Conan—. Ven.
La meseta, cuyos bordes descendían hasta las playas cubiertas de vegetación, continuaba ascendiendo hacia el norte hasta llegar a un grupo de acantilados rocosos que constituían el punto más alto de la isla. Conan emprendió la marcha hacia allí seguido de cerca por la muchacha. De cuando en cuando la miraba con una expresión inescrutable en el rostro, y ella sentía su mirada.
Alcanzaron el extremo septentrional de la meseta, desde donde contemplaron la escarpada pendiente. Los árboles crecían densamente por el borde de la colina, hacia el este y el oeste de los acantilados. Conan la miró con recelo, pero comenzó a subir, ayudando a su compañera. La cuesta no era uniforme, sino que estaba interrumpida por peñascos y cornisas rocosas. El cimmerio, nacido en un país montañoso, podía haber subido corriendo como un felino, pero a Olivia le resultaba difícil avanzar. Una y otra vez, la muchacha se sintió levantada del suelo cuando había un obstáculo que le dificultaba el paso, y su admiración fue en aumento al notar la enorme fortaleza física del hombre que iba a su lado. Ya no encontraba repulsivo el contacto del cimmerio, sino que se sentía protegida por aquellas manos de hierro.
Finalmente llegaron a la cima, donde el viento marino agitó sus cabellos. Desde donde estaban, veían toda la isla como un enorme espejo ovalado rodeado por un anillo de lujuriante verdor, exceptuando la parte donde la pendiente caía más a pico. Ante su vista se extendían las aguas azules y plácidas, que se desvanecían a lo lejos entre brumas.
—El mar está tranquilo —dijo Olivia suspirando—. ¿Por qué no continuamos el viaje en barca?
Conan, erguido como una estatua de bronce sobre la cúspide, señaló hacia el norte. La joven aguzó la vista y vio una mancha blanca que parecía estar suspendida en medio de la densa bruma que se veía a lo lejos.
—¿Qué es eso?
—Una vela.
—¿Serán hirkanios?
—Es difícil saberlo, a tanta distancia.
—¡Van a anclar aquí! ¡Nos buscarán por toda la isla! —exclamó ella, presa del pánico.
—Lo dudo. Vienen del norte, de modo que no pueden estar buscándonos. Quizá se detengan aquí por alguna otra razón, en cuyo caso tendremos que escondernos lo mejor que podamos. Creo que se trata de piratas, o bien de una galera hirkania que regresa de alguna incursión por las costas del norte. En este último caso, no creo que se detenga aquí. Pero no podremos volver al mar hasta que hayan desaparecido de nuestra vista, pues ellos vienen por donde nosotros debemos marcharnos. Seguramente pasarán la noche en la isla, y al amanecer podremos seguir viaje.
—¿Entonces, tendremos que pasar la noche aquí? —preguntó ella con un estremecimiento.
—Es lo más conveniente.
—En ese caso, durmamos aquí, entre las rocas —suplicó la muchacha.
Conan movió negativamente la cabeza mientras observaba los árboles cercanos, que constituían una masa verde con prolongaciones a ambos lados de los riscos.
—Hay demasiados árboles. Dormiremos en las ruinas.
Olivia lanzó un grito de protesta.
—Nadie te hará daño allí —dijo el cimmerio procurando calmarla—. Sea quien fuere el que arrojó la piedra, no nos siguió fuera del bosque. Y nada indicaba que hubiera alguien oculto entre las ruinas. Además, tu piel es delicada y estás acostumbrada a ropas abrigadas y a manjares exquisitos. Yo puedo dormir desnudo sobre la nieve sin sentir demasiada incomodidad, pero si pasaras la noche a la intemperie, estoy seguro de que hasta el rocío te produciría calambres.
Olivia asintió en silencio, y ambos emprendieron el descenso. Después de cruzar la meseta se acercaron una vez más a las sombrías ruinas, a las que el tiempo había dado un aire de misterio. El sol se hundía bajo la meseta. En los árboles cercanos a la pendiente encontraron frutos, que les sirvieron de cena.
La noche caía rápidamente en aquellas latitudes del sur, tachonando el oscuro cielo azul con grandes estrellas blancas. Conan entró en las sombrías ruinas llevando detrás a Olivia, que lo seguía de mala gana. La muchacha se estremeció al ver aquellas altivas figuras negras que había entre las columnas. En la oscuridad, apenas atenuada por el suave fulgor de las estrellas, la joven casi no podía ver los contornos de las estatuas. Percibía tan solo su actitud de espera, una espera que parecía haberse prolongado a lo largo de muchísimos siglos.
Conan trajo unos montones de ramas tiernas, llenas de hojas, e improvisó una especie de lecho para Olivia, que se tendió encima de él con la extraña sensación de estar durmiendo en la guarida de una serpiente.
El cimmerio no compartía los temores de la muchacha. Se sentó a su lado, con la espalda apoyada en una columna y el sable encima de sus rodillas. Sus ojos brillaban como los de una pantera en la oscuridad.
—Duerme tranquila —dijo él—. Mi sueño es ligero como el de un lobo. Nadie puede entrar en este recinto sin que yo me despierte.
Olivia no contestó. Desde su lecho de hojas observó las figuras inmóviles, que se veían con menos nitidez en la oscuridad. ¡Qué extraño le parecía estar en compañía de un bárbaro y ser cuidada y protegida por un hombre de una raza con la que de pequeña la habían asustado tantas veces! Su acompañante procedía de una raza tosca, sangrienta y feroz. Su calidad de salvaje se evidenciaba en todos sus actos y ardía en sus ojos fogosos. Y sin embargo, él no le había hecho el menor daño, en tanto que su peor opresor había sido un hombre que pertenecía al mundo llamado civilizado. Mientras una deliciosa languidez invadía sus miembros, Olivia se sumergió en un suave sueño y su último pensamiento fue el recuerdo del firme contacto de los dedos de Conan en su carne.