
I
El desierto brillaba bajo las oleadas de calor. Conan el cimmerio miró a su alrededor y contempló el formidable yermo; luego se pasó involuntariamente el dorso de la mano por su labios ennegrecidos. Estaba de pie sobre la arena, como una estatua de bronce, aparentemente inmune al sol abrasador aunque solo llevaba un taparrabos de seda, sujeto por un ancho cinturón con hebilla de oro, del que colgaban un sable y una daga de hoja ancha. En sus músculos y piernas había huellas de heridas mal cicatrizadas.
A sus pies descansaba una muchacha abrazada a sus rodillas, sobre las que apoyaba su rubia cabellera. Su blanca piel contrastaba con las piernas bronceadas de Conan. La joven vestía una túnica de seda escotada y sin mangas y llevaba un cinturón que ponía aún más de relieve su hermoso cuerpo.
Conan movió la cabeza, parpadeando. El fuerte brillo del sol casi lo cegaba. Tomó una pequeña cantimplora de su cinto y la agitó para comprobar el agua que quedaba.
La muchacha se movió inquieta y dijo en tono de queja:
—¡Oh, Conan, moriremos aquí! ¡Tengo mucha sed!
El cimmerio gruñó algo ininteligible mirando con gesto lúgubre a su alrededor. Adelantó la mandíbula y sus ojos azules ardieron con un brillo salvaje bajo la rebelde melena negra, como si el desierto fuese un enemigo tangible.
Luego se inclinó y acercó la cantimplora a los labios de la joven.
—Bebe agua hasta que yo te diga, Natala —ordenó.
La muchacha bebió a grandes sorbos, pero Conan no la detuvo. Solo cuando la cantimplora estuvo vacía, ella se dio cuenta de que Conan le había permitido deliberadamente beber la poca agua que quedaba. Las lágrimas acudieron a sus ojos.
—¡Oh, Conan! —exclamó retorciéndose las manos—, ¿por qué me has dejado beber toda el agua? Yo no sabía…, ¡y ahora no queda nada para ti!
—¡Calla! —ordenó el cimmerio—. No malgastes tus fuerzas llorando. —Se incorporó y arrojó la cantimplora lejos.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó la muchacha.
Conan no respondió. Permaneció inmóvil, con los dedos crispados sobre la empuñadura del sable. No miraba a la joven. Sus ojos fieros parecían taladrar la misteriosa bruma de color púrpura que se veía a lo lejos.
Dotado de un salvaje amor a la vida y del instinto de conservación de los bárbaros, Conan el cimmerio sabía, no obstante, que en ese momento había llegado al final de su camino. Todavía no había alcanzado el límite de su resistencia, pero tenía consciencia de que otro día en aquel desierto interminable, bajo ese sol terrible, acabaría con él.
En cuanto a la muchacha, ya había sufrido bastante. Sería mucho mejor un rápido sablazo que la espantosa agonía que le esperaba. Por el momento, la sed de la joven estaba saciada. Era falsa compasión dejarla sufrir hasta que el delirio y la muerte le brindaran el alivio deseado. Desenvainó lentamente el sable.
De repente se detuvo, y todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión. A lo lejos, hacia el sur, algo resplandecía entre las terribles oleadas de calor.
Al principio pensó que se trataba de un espejismo que se burlaba de él en aquel maldito desierto. Haciéndose sombra sobre los ojos con una mano distinguió torres y minaretes rodeados de blancas murallas. Natala había dejado de llorar. Se puso de rodillas con dificultad y luego siguió la mirada del cimmerio.
—¿Es una ciudad, Conan? —musitó, demasiado amedrentada como para tener esperanzas—. ¿O solo un espejismo?
El bárbaro permaneció en silencio durante unos segundos. Luego, cerró y abrió los ojos varias veces. Después miró en otra dirección y volvió sus ojos hacia la ciudad.
Esta continuaba en el mismo sitio.
—Solo el diablo lo sabe —dijo con un gruñido—. Bueno, de todos modos vale la pena probar.
Envainó la espada. Se inclinó y levantó a Natala en brazos como si se tratara de una niña. La muchacha se resistió débilmente.
—No desperdicies tus fuerzas de esta manera, Conan —dijo—. Puedo caminar.
—El terreno es mucho más rocoso aquí —explicó el cimmerio—. Tus sandalias pronto quedarían destrozadas. Además, si hemos de llegar a la ciudad, debemos hacerlo rápidamente. Así puedo caminar más deprisa.
La posibilidad de seguir viviendo había inyectado nuevas fuerzas a los miembros de acero del cimmerio. Comenzó a caminar sobre la abrasadora arena como si acabara de comenzar la jornada. Conan, bárbaro entre los bárbaros, tenía una resistencia física a toda prueba, que le permitía sobrevivir en condiciones que hubieran acabado con cualquier hombre civilizado.
El y la joven eran los únicos supervivientes del ejército del príncipe Almuric, aquella horda que, siguiendo al derrotado príncipe de Koth, barría las tierras de Shem como una terrible tormenta de arena y anegaba en sangre las fronteras de Estigia. Los estigios lo seguían de cerca, y al atravesar el reino negro de Kush se encontró con el camino bloqueado. Su única alternativa era entrar en el peligroso desierto. Conan se dirigió entonces hacia el sur, hasta que de repente se encontró con el desierto. Los cuerpos de sus hombres —mercenarios, proscritos y todo tipo de delincuentes— yacían destrozados a lo largo de las tierras altas de Koth, hasta las dunas del desierto.
Después de aquella masacre final, cuando los estigios y los kushitas atacaron a los hombres acorralados que aún quedaban en pie, Conan logró huir con la muchacha montado en un camello. Detrás de ellos, la tierra estaba plagada de enemigos. El único camino posible era el desierto al sur. Y así habían penetrado en aquella inmensa y abrasadora desolación.
La joven era una brithunia que Conan había encontrado en el mercado de esclavos de una arrasada ciudad shemita, de la cual se apropió. No cabía duda de que su nueva situación era mejor que la de cualquier mujer hiboria de un harén shemita, y en consecuencia lo aceptó agradecida. Después, había compartido las aventuras de las hordas de Almuric.
Avanzaron durante varios días por el desierto, perseguidos por los jinetes estigios. Luego, al cesar la persecución, Conan y la muchacha no se atrevieron a retroceder. Continuaron avanzando y buscando agua hasta que el camello murió. Después siguieron a pie. Los últimos días, sus sufrimientos habían sido atroces. Conan protegió a Natala en todo lo que pudo. La dura vida del campamento había desarrollado en la joven una fuerza superior a la que poseía una mujer corriente. Pero aun así, la muchacha no estaba muy lejos del agotamiento total.
El sol golpeaba con fuerza sobre la cabeza de Conan. Sentía conatos de mareo y náuseas, pero apretó los dientes y siguió caminando. Estaba convencido de que la ciudad era una realidad y no un espejismo. Sin embargo, no tenía la menor idea de lo que encontrarían allí. Los habitantes podían mostrarse hostiles. Pero al menos, allí había posibilidad de lucha, y eso era todo cuanto podía pedir Conan.
El sol estaba a punto de ocultarse cuando llegaron frente a la enorme puerta y se sintieron protegidos a su sombra. Conan dejó a Natala de pie sobre la arena y distendió los músculos de sus doloridos brazos. Por encima de ellos veían las torres de unos diez metros de altura, construidas con un material suave y verdoso casi como el cristal. Conan miró hacia los parapetos, temiendo lo peor, pero no vio a nadie. Gritó y golpeó con impaciencia la puerta con la empuñadura de la espada, pero solo le contestaron unos ecos burlones. Natala se acercó más a Conan, atemorizada por el silencio. La puerta se abrió sola y el cimmerio retrocedió, desenvainando la espada. Natala ahogó un grito.
—¡Oh, Conan, mira!
En el interior, cerca de la puerta, había un cuerpo humano tendido en el suelo. Conan lo contempló fijamente y luego miró en todas direcciones. Entonces vio una gran extensión de terreno, como si fuera un patio, rodeado por las arcadas de las casas, que estaban construidas con el mismo material verdoso de las murallas. Estos edificios eran altos e impresionantes y estaban coronados por brillantes cúpulas y minaretes. Allí no había señales de vida. En el centro del patio había un pozo. Su presencia excitó a Conan, que tenía la boca pegada a causa del fino polvillo del desierto. Tomó a Natala por una muñeca y cerró la puerta.
—¿Está muerto? —preguntó la joven en voz baja, señalando al hombre que se hallaba tendido junto a la puerta. El cuerpo del individuo era grande y fuerte, de piel amarillenta y ojos ligeramente rasgados. Difería del tipo hiborio. Llevaba sandalias con correas atadas a las pantorrillas y vestía una túnica de seda roja. De su cinto colgaba una espada con una vaina de tela bordada en oro. Conan lo tocó y notó que estaba frío. El cuerpo no mostraba el menor indicio de vida.
—No tiene ni una sola herida —gruñó el cimmerio—. Pero está tan muerto como Almuric, atravesado por cuarenta flechas estigias. ¡En nombre de Crom! Veamos el pozo. Si hay agua en él, beberemos, con muertos o sin muertos.
En el pozo había agua, pero no podían beber. El nivel de agua se hallaba a unos quince metros de profundidad y no tenían con qué extraerla. Conan gruñó una maldición al ver el líquido que estaba fuera de su alcance, y comenzó a buscar algún medio de obtenerlo. Entonces oyó el grito de Natala y se volvió.
En ese momento, el hombre que aparentemente estaba muerto se abalanzó sobre él. Sus ojos brillaban con auténtica vida y su corta espada centelleaba en su mano. Conan profirió otra maldición, pero no perdió tiempo en hacer conjeturas. Se enfrentó al peligroso atacante con un formidable golpe de su sable, que le atravesó la carne y los huesos. El cuerpo se tambaleó y después cayó al suelo pesadamente.
Conan lo contempló murmurando para sí. Luego dijo:
—Este individuo no está más muerto ahora que hace unos minutos. ¿En qué casa de locos nos hemos metido?
Natala, que se había tapado los ojos con las manos, pero que miraba por entre los dedos, exclamó:
—¡Oh, Conan! ¿No nos matará la gente de la ciudad a causa de esto?
—Bueno —gruñó Conan—, este individuo nos habría matado si no le arranco la cabeza.
El cimmerio miró hacia las arcadas que abrían sus bocas oscuras desde las verdes murallas que había encima de ellos. No vio ningún movimiento ni oyó ningún ruido.
—No creo que nadie nos haya visto —musitó—. Ocultaré esto… —Levantó el cadáver por el cinturón con una mano, con la otra cogió la cabeza por los pelos y llevó ambas partes del cuerpo hasta el pozo.
—Puesto que no podemos beber de esta agua —masculló vengativamente el cimmerio—, impediré que nadie más disfrute de ella. ¡Maldito pozo!
Levantó el cuerpo hasta el brocal y lo dejó caer dentro del pozo, arrojando luego la cabeza. Desde el fondo llegó el ruido del cadáver al caer en el agua.
—Hay sangre en las piedras —murmuró Natala.
—Y habrá más, a menos que encuentre agua pronto —repuso el cimmerio, cuya paciencia estaba llegando al límite.
La muchacha casi se había olvidado de la sed y del hambre a causa del temor, pero Conan no.
—Entraremos por una de esas puertas —dijo—. Seguramente encontraremos a alguien.
—¡Oh, Conan! —exclamó la joven apretándose con fuerza contra él—. ¡Tengo miedo! ¡Esta es una ciudad de fantasmas y de muertos! ¡Regresemos al desierto! ¡Será mejor morir allí que pasar por todos estos horrores!
—Iremos al desierto cuando nos echen de aquí —respondió el cimmerio con un gruñido—. En algún lugar de esta ciudad hay agua, y la encontraré aunque tenga que matar a todos los hombres que vivan en ella.
—Pero… ¿y si resucitan?
—¡Entonces los volveré a matar hasta que no resuciten más!
Miró a su alrededor y agregó súbitamente:
—¡Vamos! Esa puerta que hay allí es tan propicia como cualquier otra. Camina detrás de mí, pero no corras a menos que yo te lo diga.
La joven asintió con la cabeza y lo siguió tan de cerca que tropezó con los talones del bárbaro, el cual se puso furioso. Acababa de caer el crepúsculo, que colmó la extraña ciudad de numerosas sombras de color púrpura. Atravesaron el umbral de la puerta y se encontraron en una amplia habitación, cuyas paredes estaban cubiertas de tapices bordados con extraños dibujos. El suelo, las paredes y el cielorraso estaban construidos con piedra de color verde brillante y los muros estaban decorados con frisos dorados. El suelo estaba cubierto de cojines de terciopelo y seda. Había varias puertas que conducían a otras estancias. Conan y la muchacha pasaron por otras habitaciones casi iguales a la primera. No vieron a nadie, pero el cimmerio gruñó, sospechando algo.
—Alguien ha estado aquí hace muy poco tiempo. Este diván todavía está tibio por el contacto con un cuerpo humano. Ese cojín de seda tiene huellas de caderas y hay un ligero perfume en el aire.
La atmósfera del lugar era fantástica y extraña…, parecía irreal. Entrar en aquel palacio silencioso era como sumirse en un sueño provocado por el opio. Conan y la joven evitaron algunas habitaciones no iluminadas. Otras estaban alumbradas por una tenue luz que parecía proceder de las joyas incrustadas en las paredes, que formaban extraños diseños. De repente, cuando entraban en una de aquellas habitaciones, Natala soltó un grito y aferró a su acompañante por un brazo. Conan maldijo en voz alta y se dio media vuelta, buscando a un enemigo. Se asombró de no ver a nadie allí.
—¿Qué sucede? —preguntó—. Si vuelves a cogerme así por el brazo, te arrancaré el pellejo. ¿Por qué gritaste?
—Mira eso.
Conan gruñó. Sobre una mesa de ébano pulido había unos recipientes dorados que aparentemente contenían comida y bebida. La habitación estaba desierta.
—Bueno, fuera quien fuese la persona que iba a gozar de todo esto, ya puede buscar otro lugar para disfrutar esta noche.
—¿Podemos comer eso, Conan? —aventuró la joven nerviosamente—. Podría llegar alguien y…
—¡Lir an mannanam mac lir! —bramó Conan, cogiendo a la joven por la nuca y obligándola a tomar asiento en una silla dorada situada en un extremo de la mesa—. ¡Estamos muertos de hambre y te atreves a hacer objeciones! ¡Come!
El cimmerio se sentó en el otro extremo de la mesa y tomó una jarra de jade verde, que vació de un trago. Contenía un líquido parecido al vino, de sabor extraño, pero agradable, desconocido para él, aunque para su reseco gaznate era como néctar. Una vez saciada su sed, atacó con fruición la comida que tenía delante. El sabor de esta también le resultó extraño. Había frutas exóticas y carnes desconocidas. Los platos eran de una artesanía exquisita, y los cuchillos y tenedores eran de oro. Conan ignoró los cubiertos, comió con las manos y trinchó la carne con los dientes. Los modales del cimmerio eran bastante rudos. Su civilizada acompañante comía con más elegancia, pero con la misma fruición. Conan pensó que la comida podía estar envenenada, pero esa idea no disminuyó su apetito. Prefería perecer envenenado que morirse de hambre.
Una vez satisfecho su apetito, Conan se echó hacia atrás en su silla exhalando un profundo suspiro de alivio. A juzgar por aquella comida fresca, era evidente que había seres humanos en la silenciosa ciudad, y quizá un enemigo agazapado en cada rincón. Pero Conan no sentía la menor aprensión ante tal idea, ya que tenía una enorme confianza en su habilidad para luchar. Comenzó a sentirse somnoliento y pensó en echarse a descansar un rato sobre un diván.
Natala ya no tenía hambre ni sed, pero no sentía deseos de dormir. Sus maravillosos ojos miraban tímidamente en dirección a las puertas, fronteras de lo desconocido. El silencio y el misterio del extraño lugar la abrumaban. La habitación parecía más grande y la mesa mucho más larga que al principio, y tuvo la sensación de que estaba demasiado lejos de su protector. Se levantó rápidamente, se acercó a él y se sentó en sus rodillas. Luego volvió a mirar con inquietud hacia las puertas en forma de arco. Algunas de ellas estaban iluminadas y otras no, pero sus ojos se clavaron más intensamente en las que estaban a oscuras.
—Hemos comido, bebido y descansado —dijo la muchacha—. Vayámonos de aquí, Conan. Tengo la sensación de que esto es el infierno.
—Bueno, pero hasta ahora nadie nos ha hecho daño —repuso el cimmerio.
En ese preciso momento un siniestro crujido hizo que se diera media vuelta. Apartó a la joven de sus rodillas y se puso en pie con la rapidez de una pantera, desenvainando el sable y mirando hacia la puerta, de donde había provenido el ruido. Este no se repitió. Conan avanzó sigilosamente, y Natala lo siguió atemorizada. Sabía que el cimmerio olía el peligro. Con la cabeza hundida entre sus gigantescos hombros, Conan caminó agachado, como un tigre al acecho. No hacía más ruido que el que hubiera hecho un felino avanzando hacia su presa.
Se detuvo en el umbral de la puerta. Natala iba detrás de él, mirando en todas direcciones. La habitación no estaba iluminada, pero la oscuridad no era absoluta debido a la luz que había a sus espaldas y que incluso alumbraba, aunque tenuemente, otra estancia más. Y en esta habitación había un hombre tendido sobre una tarima. La tenue luz les permitió ver que se trataba de un individuo muy parecido al que habían visto en la puerta exterior, con la diferencia de que sus ropas eran más lujosas y estaban adornadas con joyas que brillaban con un extraño fulgor. ¿Estaría muerto o simplemente dormido? Una vez más se oyó el mismo ruido siniestro de antes, como si una mano hubiera corrido alguna cortina. Conan retrocedió y pasó un brazo por encima de los hombros de Natala. Luego le tapó la boca con la mano, a tiempo de impedir que la joven lanzara un grito.
Desde donde se encontraban no veían la tarima, pero pudieron percibir una extraña sombra proyectada sobre la pared que había detrás. Luego vieron otra sombra recortada contra la pared. A Conan se le erizó el cabello. Aquella sombra fantástica era absolutamente deforme. No recordaba haber visto jamás semejante reflejo de ningún hombre o animal. Estaba consumido por la curiosidad y, sin embargo, el instinto le hizo permanecer inmóvil. Oyó el rápido jadeo de Natala, que miraba la escena con los ojos desorbitados. Ningún otro sonido interrumpía el tenso silencio. La enorme sombra cubrió la que proyectaba la tarima sobre la pared. Por un instante casi todo el muro quedó sumido en la oscuridad. Luego, la sombra se fue esfumando lentamente y una vez más la tarima se proyectó nítidamente contra el panel. Pero el hombre dormido ya no estaba allí.
Un histérico gorgoteo surgió de la garganta de Natala. Conan la sacudió enérgicamente. Sin embargo, el cimmerio sintió que la sangre se le helaba en las venas. No temía a los enemigos humanos, ni tenía miedo a nada que pudiera entender, por espantoso que fuera. Pero aquello rebasaba todos los límites.
Al cabo de un rato, no obstante, la curiosidad prevaleció sobre su inquietud y volvió a entrar en la habitación iluminada, dispuesto a cualquier cosa. Miró en dirección a la otra habitación y vio que estaba vacía. La tarima estaba en el mismo sitio, pero allí no había ningún ser humano. Solo una gota de sangre, que parecía una gema de color carmesí, sobre la cubierta de seda. Natala la vio y soltó un grito. Esta vez, Conan no la castigó. El cimmerio sintió la mano helada del horror. Sobre aquella tarima, hacía unos momentos, había un hombre. Alguien había entrado en la habitación y se lo había llevado.

Conan no entendía lo que ocurría, pero un aura de horror sobrenatural se cernía sobre aquellas habitaciones mal iluminadas.
Estaba dispuesto a irse. Tomó a Natala de la mano y se dio media vuelta. De repente dudó. Desde algún lugar de las habitaciones que habían atravesado llegó un ruido de pasos. Un pie humano descalzo o con algún calzado ligero había producido aquel sonido, y Conan, con la cautela de un lobo, se volvió rápidamente a un lado. Pensaba que podría volver fácilmente al patio exterior e incluso evitar la habitación de la que había partido aquel sonido extraño.
Pero no habían cruzado la primera habitación, cuando de repente les llamó la atención el murmullo de un tapiz de seda. Delante de una alcoba cuya entrada estaba cubierta por una cortina, había un hombre de pie, mirándolos fijamente.
Era exactamente igual a los otros que había visto antes. Era alto y corpulento, vestía ropas de color azul y llevaba un cinto adornado con piedras preciosas. En sus ojos ambarinos no se reflejaba sorpresa ni hostilidad. Se trataba simplemente de la mirada onírica de un comedor de loto. Tampoco desenvainó la espada que le colgaba del cinto. Después de un momento de tensión, habló con tono soñador, lejano, en una lengua que Conan no entendía.
Conan dijo algo en estigio, y el desconocido le repuso en la misma lengua.
—¿Quién eres?
—Soy Conan el cimmerio —contestó el bárbaro—. Esta es Natala, de Brithunia. ¿Qué ciudad es esta?
El hombre no respondió. Su mirada sensual y soñadora se fijó en Natala, y dijo:
—¡Esta es la visión más extraña que he tenido jamás! ¡Oh, muchacha de dorados cabellos! ¿De qué tierra de ensueño vienes? ¿De Andarra, Thothra o Koth?
—¿Qué locura es esta? —preguntó Conan.
El desconocido no le prestó la menor atención.
—He soñado con bellezas más extraordinarias —musitó—, con hermosas mujeres de cabellos negros como la noche y ojos llenos de misterio. Pero tu piel es blanca como la leche y tus ojos claros como el alba. Tienes la frescura y la dulzura de la miel. ¡Ven a mi diván, muchacha de ensueño!
El hombre avanzó hacia la joven con una mano extendida, pero Conan la apartó con una fuerza que hubiese fracturado el brazo de cualquiera. El desconocido retrocedió con los ojos entornados, frotándose la mano dolorida.
—¿Qué rebelión de fantasmas es esta? —musitó—. ¡Bárbaro, te ordeno que te vayas…! ¡Desvanécete! ¡Esfúmate! ¡Vete de aquí!
—¡Te haré desaparecer la cabeza! —exclamó Conan, furioso, empuñando su sable—. ¿Es esta la bienvenida que das a los forasteros? ¡Por Crom! ¡Empaparé todos estos tapices de sangre!
La ensoñación había desaparecido de los ojos del desconocido, dando paso a una mirada de asombro.
—¡Thog! —exclamó en voz alta—. ¡Eres real! ¿De dónde vienes? ¿Quién eres? ¿Qué haces en Xuthal?
—Venimos del desierto —respondió Conan con un gruñido—. Entramos en la ciudad al atardecer, muertos de hambre. Encontramos una mesa servida para alguien y comimos. No tengo dinero para pagar la comida. En mi país no le niegan alimentos a un hombre hambriento, pero vosotros, los civilizados, siempre deseáis cobrarlo todo, si eres como todos los que he conocido hasta ahora. No hemos hecho daño a nadie y ya nos íbamos de aquí. ¡Por Crom! ¡No me gusta nada este lugar donde los muertos resucitan y los dormidos se esfuman en las sombras!
El hombre se sobresaltó ante las últimas palabras de Conan y su rostro amarillento se puso lívido.
—¿Qué dices? ¿Sombras?
—Bueno —repuso el cimmerio cautelosamente—, sombras… o lo que sea eso que se lleva a un hombre dormido de su tarima y solo deja en su lugar una gota de sangre.
—¿Lo has visto?
El hombre temblaba como una hoja. El tono de su voz se volvió más agudo. Entonces, Conan dijo:
—No vi más que a un hombre dormido sobre una tarima, y después una sombra que se lo llevó misteriosamente.
El efecto de estas últimas palabras fue terrorífico. El hombre se volvió con un alarido espantoso y salió corriendo de la habitación. Conan lo miró sorprendido, con el ceño fruncido. La joven se aferró temblando a su brazo. No veían al hombre que huía, pero seguían oyendo sus terribles alaridos a lo lejos, cuyo eco repetían las habitaciones abovedadas. De repente se oyó un grito más fuerte que los demás, y a continuación reinó el silencio.
—¡Por Crom! —exclamó Conan, enjugándose el sudor que le perlaba la frente con una mano que le temblaba ligeramente—. ¡Esta es una ciudad de locos! ¡Vámonos de aquí, antes que nos encontremos con otro demente!
—¡Es una pesadilla! —gimió Natala—. ¡Estamos muertos y condenados! Hemos muerto en el desierto y estamos en el infierno. Somos espíritus incorpóreos… ¡Oh!
La joven se quejó por la fuerte palmada que Conan acababa de darle.
—No serás ningún espíritu, si chillas así —dijo sonriendo el cimmerio, que a menudo daba muestras de humor en los momentos más inoportunos. Luego agregó:
—Estamos vivos, aunque no por mucho tiempo si nos quedamos en esta casa de locos. ¡Vamos!
Atravesaron una habitación y se detuvieron. Algo o alguien se acercaba. Se volvieron hacia el umbral de donde provenían los ruidos, en espera de lo desconocido. Entonces apareció una silueta en la puerta. Conan maldijo entre dientes, al tiempo que su fino olfato percibía el mismo perfume que había olido antes. Natala abrió la boca asombrada.
Allí había una mujer que los miraba sorprendida. Era alta, esbelta, tenía el cuerpo de una diosa y vestía una túnica bordada con piedras preciosas. Una cascada de cabellos negros como la noche hacía destacar la blancura de su cuerpo marfileño. Los ojos oscuros, de largas pestañas, tenían un extraordinario misterio sensual. Conan contuvo la respiración ante semejante belleza, y Natala la miró con los ojos desorbitados. El cimmerio jamás había visto una mujer como esa. Sus rasgos eran estigios, pero su tez no. Sus brazos y piernas parecían de alabastro.
Pero cuando habló, con un tono profundo, rico y musical, lo hizo en estigio:
—¿Quién eres? ¿Qué haces en Xuthal? ¿Quién es esta joven?
—¿Y tú quién eres? —preguntó a su vez Conan, a quien no le gustaba que le hicieran preguntas.
—Soy Thalis, la estigia —repuso ella—. Debes estar loco para atreverte a venir aquí.
—Creo que lo estoy —dijo el cimmerio con un gruñido—. ¡Por Crom, si estuviera cuerdo estaría fuera de lugar porque aquí están todos locos! Llegamos del desierto hambrientos y sedientos, y nos encontramos con un hombre muerto que luego intentó apuñalarme por la espalda. Entramos en un palacio rico y lujoso, aparentemente deshabitado. Encontramos una mesa bien servida, pero sin comensales. Después vimos una sombra que devoró a un hombre dormido…
Conan notó que el rostro de la mujer cambiaba de color al oír sus últimas palabras. Luego agregó:
—¿Y bien…?
—Bien, ¿qué? —preguntó la mujer, dominándose perfectamente.
—Pues que esperaba que salieras corriendo y aullando como una salvaje. Eso hizo el hombre al que le conté lo de la sombra.
La mujer se encogió de hombros.
—Entonces, esos fueron los gritos que escuché. Cada hombre tiene su destino marcado y es inútil chillar como una rata. Cuando Thog me desee, vendrá a buscarme.
—¿Quién es Thog? —preguntó Conan con recelo.
La mujer lo miró, estudiándolo de arriba abajo en forma tal que hizo ruborizar a Natala.
—Toma asiento en ese diván y te lo diré. Pero primero decidme vuestros nombres.
—Yo soy Conan el cimmerio y esta es Natala, una hija de Brithunia. Somos refugiados de un ejército derrotado en las fronteras de Kush. Y no deseo sentarme de espaldas a las sombras.
La mujer tomó asiento en el diván con una risa musical, y extendió sus gráciles miembros con un felino abandono.
—Tranquilo —murmuró—. Si Thog te desea, te llevará consigo, estés donde estés. El hombre que mencionaste, el que salió corriendo y gritando… ¿No le oíste soltar un tremendo alarido y luego callar repentinamente? En su frenesí debió de encontrar su propia muerte, una muerte de la que deseaba huir. Ningún hombre puede escapar a su destino.
Conan gruñó y tomó asiento en el borde del diván, con el sable cruzado sobre las rodillas y mirando a su alrededor con desconfianza. Natala se sentó a su lado y se acurrucó en sus brazos. Miraba a la extraña mujer con recelo y resentimiento. Se sentía pequeña e insignificante ante aquella extraordinaria belleza. No se equivocó al valorar las ávidas miradas que los enormes ojos negros de ella lanzaban al gigantesco cimmerio.
—¿Qué es este lugar y quiénes son estas gentes? —preguntó Conan.
—Esta ciudad se llama Xuthal. Es muy antigua. Se construyó en un oasis que hallaron los fundadores de Xuthal en su constante vagar por estas tierras. Llegaron del este hace tanto tiempo que ni siquiera sus descendientes recuerdan cuándo fue.
—Seguramente no habrá muchos. Estos palacios parecen vacíos.
—No. Hay mucha más gente de lo que supones. La ciudad es en realidad un enorme palacio. Todos los edificios están dentro de una muralla y se comunican unos con otros. Podrías caminar a través de estas habitaciones durante horas sin ver a nadie. Pero hay momentos en los que podrías encontrar a cientos de personas.
—¿Cómo se entiende esto? —inquirió Conan.
—Esta gente duerme durante la mayor parte del tiempo. El sueño es para ellos tan importante y tan real como su vida de vigilia. ¿Has oído hablar alguna vez del loto negro? Crece en algunos lugares de la ciudad. Lo han cultivado durante muchos años y lograron que su jugo, en lugar de producir la muerte, proporcione sueños agradables y fantásticos. La gente se pasa la mayor parte del tiempo soñando. Sus vidas son vagas, impredecibles y carecen de objeto. Sueñan, despiertan, beben, aman, comen y vuelven a soñar. Rara vez terminan lo que comienzan porque inmediatamente vuelven a sumirse en el sueño del loto negro. La comida que encontrasteis… seguramente era de algún hombre que la preparó cuando estaba despierto porque tenía hambre. Luego la olvidó y se volvió a dormir.
—¿Dónde consiguen su comida? —preguntó Conan—. No he visto campos ni viñedos fuera de la ciudad. ¿Acaso hay huertos y establos dentro de estos muros?
La mujer negó con un movimiento de la cabeza.
—Se manufacturan sus propios alimentos con materias primas. Cuando no están drogados, son todos grandes científicos. Sus antepasados fueron verdaderos genios, y aunque la raza cayó esclava de sus propias pasiones, todavía prevalecen algunos de sus extraordinarios conocimientos. ¿No te has preguntado aún cómo se consiguen estas luces? Pues son joyas fundidas con radio. Se frotan con el pulgar para hacerlas brillar y se vuelven a frotar, pero en sentido contrario, para apagarlas. Este es solo un ejemplo de su sabiduría. Sin embargo, han olvidado muchas cosas. Tienen muy poco interés en permanecer despiertos.
—Entonces el hombre muerto que estaba en la puerta…
—Seguramente, dormía profundamente. Los soñadores del loto están como muertos. Carecen de todo movimiento. Es imposible detectar en ellos la menor señal de vida. El espíritu ha abandonado el cuerpo y vaga a placer por otros mundos exóticos. El hombre de la entrada era un buen ejemplo de la irresponsabilidad de esta gente. Estaba de guardia en la puerta, ya que la costumbre exige la presencia de un centinela aun cuando jamás haya venido ningún enemigo del desierto. En otros lugares de la ciudad encontrarás otros guardianes durmiendo tan profundamente como el que has visto en la entrada.
Conan guardó silencio un rato. Luego preguntó:
—¿Dónde están todos ahora?
—Dispersos en diferentes lugares de la ciudad. Tendidos en divanes, sobre lechos, en alcobas con cojines, sobre tarimas tapizadas con pieles, pero todos ellos están sumidos en el profundo sueño del loto negro.
Conan sintió un escalofrío. En ese momento recordó algo más.
—¿Y esa cosa… esa sombra que atravesó las habitaciones y se llevó al hombre de la tarima?
Un ligero temblor agitó los gráciles miembros de la mujer antes de responder:
—Se trata de Thog, el Antiguo, el dios de Xuthal, que habita en la cúpula hundida del centro de la ciudad. Siempre ha vivido en Xuthal. Nadie sabe si llegó con los antiguos fundadores o si ya estaba aquí cuando se construyó la ciudad. Pero la gente de Xuthal lo adora. Casi siempre duerme bajo la ciudad, pero a veces, a intervalos, siente hambre, y entonces vaga por los corredores secretos y por las habitaciones mal iluminadas buscando una presa. Por lo tanto, nadie está seguro.
Natala gimió de horror y rodeó el cuello de Conan con los brazos, como si tratara de impedir que la apartaran de su protector.
—¡Por Crom! —exclamó el cimmerio asombrado—. ¿Quieres decir que toda esta gente duerme tranquilamente pese a la amenaza que constituye ese demonio?
—Solo en algunas ocasiones siente hambre —repuso la mujer—. Un dios debe recibir sacrificios. En Estigia, cuando yo era niña, el pueblo vivía bajo la sombra de un sacerdote. Nadie sabía cuándo sería arrastrado hacia el altar. Entonces, ¿qué diferencia hay entre ser víctima de los dioses por intermedio de un sacerdote o que el mismo dios acuda en busca de su presa?
—En mi pueblo no existe esa costumbre —dijo Conan—, y tampoco en el de Natala. Los hiborios no sacrifican seres humanos a su dios Mitra, y en cuanto a mi pueblo, ¡por Crom!, me gustaría ver a un sacerdote arrastrando a un cimmerio al altar. Se derramaría mucha sangre, pero no según los deseos del sacerdote.
—Tú eres un bárbaro —dijo Thalis riendo—. Thog es muy viejo y muy terrible.
—Estos individuos deben de ser tontos o héroes —murmuró Conan— para echarse a soñar sus imbéciles sueños sabiendo que pueden despertar en el vientre de ese dios.
La mujer volvió a reír.
—No conocen otra cosa. Desde hace muchas generaciones, Thog se ha alimentado de ellos. Esta es una de las razones por las que su número se ha reducido de varios miles a unos pocos cientos. Se extinguirán dentro de unas pocas generaciones y Thog tendrá que ir por el mundo en busca de nuevas presas o regresar a las tinieblas de las que vino hace siglos.
»Se dan cuenta de que están condenados —agregó—, pero su fatalismo les impide oponer resistencia o huir. Ni una sola persona de esta generación ha salido de estas murallas. Hay un oasis a un día de marcha hacia el sur… Lo he visto en los antiguos mapas que sus antepasados dibujaron sobre pergaminos…, pero desde hace tres generaciones, ningún hombre de Xuthal lo ha visitado ni tampoco se han hecho esfuerzos por explorar los fértiles campos que muestran los mapas a otra día de camino desde el oasis. Se trata de una raza en vías de extinción, ahogada por sueños provocados por el loto, mientras que sus horas de vigilia son estimuladas por el vino dorado que cura heridas, prolonga la existencia y da fuerzas a los libertinos.
»Sin embargo —prosiguió—, todos ellos procuran aferrarse a la vida y temen al dios al que adoran. Si ahora mismo estuvieran despiertos y se enterasen de que Thog anda por aquí, saldrían corriendo desesperados.
—¡Oh, Conan! —exclamó Natala—. ¡Vayámonos de aquí en seguida!
—Todo a su tiempo, muchacha —musitó Conan, clavando los ojos en las esbeltas piernas de la mujer—. ¿Y qué hace una estigia aquí?
—Vine cuando era muy joven —repuso Thalis con calma mientras se tendía sobre el diván de terciopelo y cruzaba las manos debajo de la nuca—. Soy la hija de un rey y no una mujer corriente, como habrás podido observar por el color de mi piel, que es tan blanca como la de esa joven que está contigo. Fui raptada por un príncipe rebelde que fue hacia el sur con un ejército de arqueros para conquistar nuevas tierras. El y sus guerreros perecieron en el desierto, pero antes de morir uno de ellos me colocó sobre un camello y caminó a mi lado hasta que no pudo más y cayó muerto. El animal vagó de un lado a otro y finalmente perdí el conocimiento a causa de la sed y el hambre, hasta que desperté algún tiempo después en esta ciudad. Me dijeron —agregó la joven— que me habían visto al amanecer desde las murallas, sin sentido, junto al camello muerto. Me ayudaron a recuperar fuerzas con el vino dorado. Solo el hecho de tratarse de una mujer los impulsó a aventurarse tan lejos de las murallas.
»Por supuesto que se interesaban por las mujeres, especialmente los hombres. Puesto que yo no sabía hablar su idioma, aprendieron el mío. Tienen una enorme capacidad intelectual y entendieron mi lengua mucho antes que yo la suya. Pero se sentían mucho más atraídos por mí que por mi idioma. He sido y soy la única cosa por la que alguno de estos hombres olvida sus sueños de loto durante algún espacio de tiempo.
La mujer se echó a reír, fijando su mirada provocativa en Conan.
—Naturalmente, las demás mujeres tienen celos de mí —continuó diciendo con tranquilidad—. A su manera, y con su piel amarillenta, son bastante atractivas, pero tan soñadoras e inseguras como los hombres, y a estos les gusto no por mi belleza sino por mi realidad. ¡Yo no soy un sueño! Aunque algunas veces he estado bajo los efectos del loto, soy una mujer normal, con emociones y deseos terrenales. Alguien con quien estas mujeres amarillentas de ojos soñadores no se pueden comparar.
»Creo que sería mejor que le cortaras el cuello a esta joven con tu espada, antes que los hombres de Xuthal despierten y la rapten. De lo contrario, la harán pasar por cosas con las que jamás ha soñado. Es una muchacha demasiado débil para soportar todo lo que yo he aguantado. Soy hija de Luxur, y antes de cumplir quince años me condujeron a los templos de Derketo, la oscura diosa, para ser iniciada en los misterios. ¡Y no es que mis primeros años aquí hayan estado exentos de nuevos placeres! Los hombres y las mujeres de Xuthal poseen, en ese terreno, conocimientos que ignoran las sacerdotisas de Derketo. Solo viven para sus placeres sensuales. Soñando o despiertos, sus vidas están llenas de éxtasis exóticos, muy superiores a los del resto de los hombres.
—¡Malditos degenerados! —exclamó Conan.
—Es cuestión de opiniones —repuso Thalis con ironía.
—Bueno —murmuró el cimmerio—, creo que estamos perdiendo el tiempo. Veo que este no es un lugar adecuado para simples mortales. Nos iremos antes que tus degenerados despierten o Thog nos devore. Sospecho que el desierto es un lugar mucho más acogedor.
Natala, cuya sangre hervía en las venas ante las últimas palabras de Thalis, asintió con un movimiento de la cabeza. Hablaba mal el estigio, pero lo entendía a la perfección. Conan se puso en pie y ayudó a la joven a hacer lo mismo.
—Si nos enseñas el camino más corto para salir de esta ciudad —dijo—, nos iremos ahora mismo.
Sin embargo, sus ojos no se apartaban de los esbeltos miembros marfileños de la estigia.
La mujer lo notó y sonrió enigmáticamente al ponerse en pie como una gata perezosa.
—Sígueme —murmuró, segura de que la mirada del gigantesco cimmerio seguía clavada en su cuerpo.
No tomó el camino por el que habían llegado, pero antes de que Conan sospechara algo, la mujer se detuvo en una amplia habitación en cuyo centro había una pequeña fuente, sobre un suelo de marfil.
—¿No quieres lavarte la cara, niña? —le preguntó a Natala—. Está llena de polvo, al igual que tus cabellos.
Natala enrojeció de odio y resentimiento ante la malicia de las palabras de la estigia, pero aun así aceptó la sugerencia preguntándose si el sol y el polvo del desierto le habrían estropeado la piel, que todas las mujeres de su raza cuidaban especialmente. Se arrodilló junto a la fuente, echó hacia atrás sus cabellos, se bajó la túnica hasta la cintura y comenzó a lavar no solo su rostro sino también sus blancos brazos y hombros.
—¡Por Crom! —exclamó Conan—. Las mujeres se detienen a pensar en su belleza aunque el mismísimo diablo les esté pisando los talones. Date prisa, muchacha. Estarás otra vez llena de polvo antes de que salgamos de esta ciudad. Thalis, te agradecería mucho que nos proporcionaras un poco de comida y bebida.
Como respuesta, Thalis se apretujó contra su cuerpo y pasó su blanco brazo por los bronceados hombros. Conan percibió inmediatamente el perfume de los cabellos de la mujer.
—¿Por qué partir hacia el desierto? —murmuró Thalis en voz baja—. ¡Quédate aquí! Te enseñaré cómo se vive en Xuthal. Te protegeré. ¡Te amaré! Eres un hombre de verdad. Estoy harta de esos idiotas que sueñan y despiertan, y luego vuelven a dormirse una vez más. Deseo la pasión limpia y recia de un hombre de la tierra. El fuego de tus ojos me hace latir aceleradamente el corazón y el contacto de tu brazo de hierro me enloquece.
»¡Quédate aquí! ¡Te haré rey de Xuthal! ¡Te enseñaré todos los antiguos misterios y los más exóticos caminos del placer! Yo…
La mujer le había rodeado el cuello con ambos brazos y se había puesto de puntillas para apretujar su cuerpo vibrante contra el de Conan. Al mirar por encima del hombro de la mujer, el cimmerio vio a Natala y notó que la muchacha, al echar atrás sus mojados cabellos, se detenía a mirarlo, y abrió la boca y los ojos con un gesto de profundo asombro. Conan murmuró algo ininteligible y se deshizo de Thalis, apartándola con una mano. La joven miró a la muchacha brithunia y sonrió enigmáticamente, mientras parecía estar asintiendo de manera misteriosa con un movimiento de su espléndida cabeza.
Natala se incorporó y se ajustó la túnica. Sus ojos brillaban de indignación y en su rostro se reflejaba una mueca de dolor. Coman maldijo entre dientes. No era más monógamo que cualquier aventurero, pero en él había una decencia innata que constituía la mejor protección para Natala.
Thalis no insistió más. Les hizo una seña con la mano para que la siguieran, luego se volvió y atravesó la habitación. Se detuvo cerca de la pared cubierta de tapices. Mientras la miraba, Conan se preguntó si no estaría oyendo los sonidos producidos por el monstruo que se paseaba furtivamente por el palacio. El cimmerio sintió un escalofrío ante esa posibilidad.
—¿Qué estás escuchando? —quiso saber Conan.
—Estoy mirando esa puerta —respondió Thalis, señalando con una mano hacia otro lado.
Conan se dio media vuelta con la espada en la mano, pero no vio nada. De inmediato oyó un ruido a sus espaldas y giró sobre sus talones. Thalis y Natala habían desaparecido. En ese preciso momento, el tapiz caía de nuevo sobre la pared como si alguien lo hubiera levantado un segundo antes. Mientras el cimmerio contemplaba la pared, asombrado, desde el otro lado del muro se oyó el grito ahogado de la muchacha brithunia.