
II
Cuando Conan se volvió para mirar hacia la puerta que le señalaba Thalis, Natala se hallaba exactamente detrás de él y a un lado de la estigia. En el mismo momento en que el cimmerio les volvió la espalda, Thalis cubrió con una mano la boca de Natala con la rapidez de una pantera, ahogando el grito de la muchacha. Simultáneamente, el otro brazo de la estigia rodeó la estrecha cintura de la joven y la empujó contra la pared, que cedió cuando un hombro de Thalis presionó sobre ella. Una sección del muro giró hacia dentro, y Thalis se deslizó con la prisionera a través de una abertura del tapiz, en el momento en que Conan se volvía.
Al cerrarse la puerta secreta, reinó la más absoluta oscuridad. Thalis se detuvo por un instante para palpar el panel y correr un cerrojo, y cuando apartó la mano de la boca de Natala, la brithunia comenzó a gritar con todas sus fuerzas. La carcajada de Thalis fue como miel envenenada en la oscuridad.
—Grita todo lo que quieras, pequeña estúpida. Lo único que conseguirás será acortar tu vida.
Natala guardó silencio. Todo su cuerpo temblaba.
—¿Por qué has hecho esto? —preguntó—. ¿Qué te propones?
—Recorreremos una corta distancia a través de este corredor y te dejaré allí para alguien que vendrá a buscarte tarde o temprano.
—¡Ooooh! —sollozó Natala aterrada—. ¿Por qué quieres hacerme daño? ¡Yo no te he hecho nada!
—Quiero a tu guerrero. Y tú te interpones en mi camino. El me desea; lo leí en sus ojos. De no ser por ti, hubiera aceptado quedarse y ser mi rey. Cuando tú desaparezcas, él me seguirá.
—Te cortará el cuello —aseguró Natala con convicción, ya que conocía a Conan mejor que Thalis.
—Lo veremos —agregó la estigia con la confianza que le proporcionaba su poder sobre los hombres—. De todos modos, tú nunca sabrás si me está cortando el cuello o me está besando, porque serás la esposa del habitante de las tinieblas. ¡Ven!
Natala, aterrada, luchó como una salvaje, pero de nada le valió. Con una fuerza que ella jamás hubiera imaginado en una mujer, Thalis la transportó por el oscuro pasillo como si se tratara de una niña. Natala no volvió a gritar, porque recordaba las siniestras palabras de la estigia. Los únicos sonidos que se oían eran su desesperado jadeo y la suave risa lasciva de Thalis. Entonces la mano de la brithunia aferró algo en la oscuridad… Era la empuñadura de una daga que sobresalía del cinturón de Thalis, lleno de piedras preciosas incrustadas. Natala desenvainó el arma y atacó ciegamente, con todas las fuerzas de que era capaz en esos momentos.
De la garganta de Thalis surgió un grito de dolor y furia. Retrocedió unos pasos y Natala se liberó de sus brazos y cayó sobre el pulido suelo de piedra. Se puso en pie, corrió hacia la pared más cercana y se quedó allí, temblando. No veía a Thalis, pero la oía. Evidentemente la estigia no estaba muerta. Maldecía sin cesar, y su furia era tan terrible que Natala sintió que se le helaba la sangre en las venas.
—¿Dónde estás, pequeño diablo? —preguntó Thalis jadeando—. Deja que ponga mis manos sobre ti de nuevo y te…
La brithunia se estremeció de espanto ante la descripción del daño que pensaba hacerle su rival. El lenguaje de la estigia hubiera avergonzado al ciudadano más ordinario de Aquilonia.
Natala oyó que la estigia andaba a tientas en la oscuridad, y a continuación se encendió una luz. Evidentemente, el miedo que Thalis pudiera sentir en aquel oscuro pasillo quedaba ahogado por la cólera. La luz procedía de una de las gemas con radio que adornaban los muros de Xuthal. Thalis había frotado una de ellas y en ese momento la estigia estaba iluminada por su resplandor rojizo, diferente a la luz que tenían las demás. Se apretaba un costado con una mano y la sangre se deslizaba entre sus dedos. Pero a pesar de ello no parecía debilitada. Era evidente que no estaba herida de gravedad. Sus ojos relampagueaban con furia. El poco valor que le quedaba a Natala se esfumó cuando vio a la estigia de pie bajo aquel extraño resplandor, con su bello rostro deformado por un odio verdaderamente infernal. Thalis avanzó con paso de pantera, sacudiendo con impaciencia la sangre de sus dedos. Natala vio que no había herido de gravedad a su rival. La hoja de acero había resbalado por el enjoyado cinturón de Thalis, y luego arañó superficialmente su piel, lo suficiente como para aumentar todavía más la cólera de la estigia.
—¡Dame esa daga, estúpida! —masculló, avanzando hacia la asustada joven.
Natala sabía que era preciso luchar mientras pudiera hacerlo, pero se sentía absolutamente incapaz de reunir las fuerzas y el valor necesarios. Su falta de espíritu combativo, la oscuridad, la violencia y el horror de su aventura la habían dejado inerme física y mentalmente. Thalis arrancó la daga de sus manos y la arrojó a un lado con ademán despreciativo.
—¡Pequeña zorra! —murmuró entre dientes, abofeteando furiosamente a la joven—. ¡Antes de arrastrarte por el pasillo para arrojarte a las fauces de Thog, te haré sangrar un poco! ¡Has osado herirme! ¡Pagarás cara tu audacia!
Thalis cogió a la joven por los pelos y la arrastró a través del corredor, hasta el borde del círculo de luz. En la pared había un grueso anillo de metal situado a la altura de la cabeza. De él colgaba una soga de seda. Como en una pesadilla, Natala sintió que le arrancaban la túnica y un segundo después Thalis ataba sus muñecas al anillo de la pared, del que quedó colgada, completamente desnuda. Sus pies apenas tocaban el suelo. Natala volvió la cabeza y vio que Thalis descolgaba de la pared un látigo con el mango enjoyado. Estaba formado por siete sogas de seda, redondas y mucho más duras que el cuero.
Thalis lanzó un grito de venganza al tiempo que levantaba el brazo, y Natala soltó un alarido cuando el látigo le golpeó las caderas. La joven se retorció desesperadamente entre las correas que le aprisionaban las muñecas. Había olvidado la reprimenda que sus gritos podían comportarle. Cada golpe de látigo arrancaba de sus labios alaridos de angustia. Las palizas que Natala había recibido en los mercados de esclavos de Shemite le parecían ahora insignificantes. Nunca hubiese podido imaginar el poder de unas cuerdas de seda fuertemente tejida. Su caricia era más dolorosamente exquisita que la de cualquier palo de madera o correa de cuero. Cuando cortaban el aire, silbaban con malignidad.
Cuando Natala giró la cabeza para suplicar a Thalis que se apiadara de ella, algo congeló sus gritos en la garganta. El dolor dio paso a un tremendo horror que se reflejó en sus bellos ojos.
Sorprendida por la expresión de su rostro, Thalis detuvo su mano levantada y se dio media vuelta con la agilidad de un felino. ¡Demasiado tarde! Un terrible grito surgió de sus labios cuando se tambaleó hacia atrás, levantando los brazos. Natala la vio durante un segundo; era una blanca silueta presa del pánico, recortada contra una enorme masa negra que se abalanzaba sobre ella. Luego la figura blanca dejó de tocar el suelo con los pies, la sombra retrocedió con ella y Natala quedó sola en el círculo de tenue luz, medio desmayada de terror.
Desde las negras sombras llegaron hasta ella unos sonidos incomprensibles que le helaron la sangre. Oyó la voz de Thalis suplicando desesperadamente, pero nadie respondió. No se oía otro sonido que el de la voz aterrada de la estigia, que de repente estalló en alaridos de dolor y después en carcajadas histéricas mezcladas con sollozos. Al cabo de unos segundos, Natala oyó un jadeo convulsivo. Luego cesaron los ruidos y reinó un terrible silencio en el pasillo secreto.
Natala sintió náuseas a causa del horror e hizo un esfuerzo por volverse a mirar hacia el lugar por el que había desaparecido la negra sombra que se había llevado a Thalis. No vio nada, pero tuvo la sensación de un peligro latente, de una amenaza que no acababa de comprender. Luchó contra la histeria que empezaba a apoderarse de ella. El dolor de sus muñecas heridas y de su cuerpo torturado quedó relegado ante la proximidad de aquella amenaza que no solo ponía en peligro su cuerpo, sino también su alma.
Aguzó la vista para intentar ver más allá del círculo de luz, con todos los nervios en tensión por temor a lo que pudiera ocurrir. Ahogó un grito. La oscuridad estaba tomando forma. Algo enorme y abultado surgía del negro vacío. Vio una cabeza deforme y gigantesca que entraba en el círculo luminoso. Al menos eso le pareció a Natala, aunque no era la cabeza de un ser normal. Vio un enorme rostro parecido al de un sapo, cuyos rasgos eran tan borrosos como los de un espectro visto en un espejo de pesadilla. Vio unos grandes haces luminosos que podían ser unos ojos que parpadeaban y la miraban, y entonces la joven tembló ante la lujuria cósmica que se reflejaba en ellos. No podía ver el cuerpo de la criatura. Su silueta parecía alterarse y difuminarse sutilmente cada vez que lo miraba. Sin embargo, la sustancia de que estaba hecho parecía ser bastante sólida. No había nada de nebuloso ni fantasmagórico en él.
Cuando se acercó más a ella, Natala no pudo ver si se arrastraba, caminaba o flotaba en el aire. Su forma de locomoción era incomprensible para ella. Y cuando salió por completo de las sombras, Natala todavía no estaba completamente segura de qué se trataba. La luz de la gema no lo iluminaba como podría haberlo hecho con una criatura normal, porque por imposible que pareciera aquel ser era inmune a la luz. Sus rasgos seguían siendo oscuros e imprecisos, a pesar de haberse detenido tan cerca de ella que casi podía tocarlo. Solo el enorme rostro de sapo parecía tener cierta claridad. Lo demás era un borrón, una negra sombra que la luz normal no iluminaría ni disiparía.
Natala pensó que se había vuelto loca porque no podía decir si aquella cosa la miraba desde arriba o desde abajo. Era incapaz de distinguir si el repugnante rostro la contemplaba desde las sombras que había a sus pies, o la observaba desde una enorme altura. Pero si su vista la había convencido de que, fueran cuales fuesen sus cualidades, estaba hecho de sustancia sólida, su sentido del tacto confirmó ese hecho. Un miembro que parecía un oscuro tentáculo se deslizó alrededor de su cuerpo y Natala gritó cuando sintió ese contacto en su carne desnuda. No era frío ni caliente, ni áspero ni suave, jamás la había tocado una cosa semejante. Y en ese instante supo que, fuera cual fuese la forma de vida que representaba aquello, no se trataba de un animal.
Comenzó a gritar sin control mientras el monstruo tiraba de ella como si quisiera arrancarla brutalmente de sus ligaduras. Y entonces algo sonó sobre sus cabezas, y una forma humana cruzó el aire y cayó sobre el suelo de piedra.