Capítulo 22

Cuando Nia regresó, la seguimos sin rechistar. Pero cuando llevábamos ya caminando un rato en silencio, Callie se paró en C seco.

—Oye, Nia, ¿adónde vamos? —preguntó.

—A tu casa —respondió tranquilamente, como si a esas horas de la noche fuera lo más normal del mundo—. Y cambiando de tema, ¿habéis visto cómo brillan todos los trastos de la casa de Bragg? ¿Es que bañan los muebles en purpurina o qué?

Callie no se había movido del sitio.

—Mira, sé que mi padre no es precisamente el padre del año, pero fijo que se mosquea si nos ve aparecer de repente con esto —señaló la caja con la barbilla, porque había insistido en llevarla ella—. Y más si le pedimos un soplete para intentar abrirla.

—Tu padre no está en casa —respondió Nia, que había seguido andando y estaba varios metros por delante de nosotros, así que aceleramos el paso para alcanzarla.

—¿Y cómo estás tan segura de eso? —preguntó Callie, jadiando ligeramente por la carrera.

Pasamos junto a la caseta del portero de la urbanización, que nos saludó con un gesto amistoso. Suspiré de alivio al ver que nos dejaba salir sin sacar una ametralladora automática y obligarnos a tumbarnos en el suelo hasta que llegase el jefe Bragg.

Nia le devolvió el saludo con una sonrisa y finalmente cruzamos la calle hacia Willow Avenue.

—Nia, en serio, ¿cómo sabes que mi padre no está en casa? —insistió Callie cuando ya estábamos a una distancia prudencial de la casa de Haidi.

Íbamos caminando a la par, y al mirar a Nia me di cuenta de que tenía una sonrisa de satisfacción en el rostro.

—He conseguido que mi madre le invitara a cenar con ellos esta noche.

Sabía que necesitaríamos un lugar tranquilo para poder echarle un vistazo a la caja. Además, mis padres son colombianos, por lo que sus cenas suelen alargarse hasta tarde.

—¡Es verdad, estaban hablando cuando nos fuimos! —exclamó Callie.

Hice un ademán de coger la caja, pero me dijo que no hacía falta, así que seguimos caminamos en silencio un rato más. No podía creer que Nia hubiera pensado en todos los detalles. Mientras yo me preocupaba de si seríamos capaces o no de encontrar la caja de Amanda, ella había estado planeando adónde iríamos para ver su contenido.

Cuándo pasamos junto a una farola, Nia consultó su llamativo reloj.

—Cisco nos recogerá a Hal y a mí a medianoche. Eso nos deja un margen de algo más de una hora.

Asentí. ¿Habría algo en lo que no hubiera pensado?

Seguimos andando callados hasta que finalmente Nia preguntó: —Hal, ¿Por qué dijiste que era peligroso que estuviéramos juntos? —aunque lo dijo en voz baja, la calle estaba tan tranquila que el eco de sus palabras resonó por todo el lugar.

Inspiré profundamente. Había llegado el momento de sincerarse.

—Tengo que contaros algo… —empecé a decir.

Y a medida que caminábamos, mientras el barrio de las afueras iba dejando paso a la campiña que rodeaba la casa de Callie, les relaté mi encuentro con Frieda y su advertencia de que el doctor Joy había «caído en sus manos». Pensé que las chicas se pondrían furiosas al enterarse que me había ido a ver a Frieda sin decirles nada, pero lo cierto es que me dejaron hablar y no me interrumpieron hasta que llegué a la parte en que Frieda dijo que era peligroso que estuviéramos juntos.

—¡Dios mío!

—Sí, créeme, sé cómo te sientes —coincidí.

Alcanzamos la carretera de Crab Apple justo cuando terminé de contarles mi relato. La noche era fresca, pero andábamos tan deprisa que había empezando a sudar, así que me desabroché la cazadora.

—Puede que Amanda no supiera que era peligroso que estuviéramos juntos —apuntó Callie—. Quizás deberíamos tomarnos en serio la advertencia de Frieda.

—¿Qué? —resopló Nia—. ¿Estás diciendo que deberíamos separarnos solo porque lo diga esa tal Frieda?

Callie negó con la cabeza.

—No, no solo por eso. Es solo que… La inscripción del reloj choca completamente con lo que nos dijo Frieda. ¿Y si Amanda no sabía toda la historia?

Nos acercábamos a la entrada de la casa de Callie. La luz del porche nos guiaba como si fuera un faro.

Esta vez, era yo el que estaba desacuerdo.

—Yo creo que Amanda sí que lo sabía. Estoy seguro. Creo que sabía que podríamos asustarnos y separarnos, y quiso asegurarse de que eso no ocurriera.

De pronto, la pieza de puzle que suponía el regalo de Amanda se colocó en su lugar, con tanta certeza que incluso podía oír en mi cabeza el chasquido al encajar, cual llave que abre una cerradura. Y aquella certeza me hizo pararme seco.

—Por eso me dio un reloj.

Las chicas estaban a unos pasos por delante de mí, en el porche de la casa. Entonces Nia retrocedió hasta el camino de entrada, donde yo me había quedado inmóvil.

—¿Para mirar la hora? —preguntó.

Me quedé con la mirada perdida y tardé un rato en reaccionar.

—No, para que mirásemos por nosotros —pensé en todos los misteriosos personajes de los que había hablado Frieda—. Y para que mirásemos a nuestro alrededor y nos cuidásemos los unos a los otros.

—Cuidarnos los unos a los otros —repitió Callie en voz baja.

Nos quedamos callados durante un rato, asimilando las últimas palabras de Callie.

—Bueno, ya basta de ponerse tiernos —dijo Nia—. Venga, tenemos trabajo que hacer.

Cogió la caja de manos de Callie y se tambaleó ligeramente al sentir su peso.

—Oye, Callie, ¿has estado haciendo ejercicio en secreto o qué? Esto pesa un montón.

—¿Qué? —preguntó Callie, distraída, mientras abría la puerta delantera, que aparentemente no estaba cerrada con llave—. Ah, sí, supongo…

Nia y yo seguimos al interior. Mientras cruzábamos el umbral, me pregunté cómo sería su casa. Aquella noche, su padre no parecía tener tan mal aspecto como durante los últimos meses, cuando andaba por la ciudad sucio, con barba de varios días y con pinta de no haberse cambiado de ropa en una buena temporada. ¿Se notaría eso en su casa, o seguiría siendo como cuando Callie y yo éramos amigos antes de comenzar la secundaria?

Resultó que el interior parecía completamente normal. Callie entró al salón y le hizo un gesto a Nia para que dejase la caja sobre la mesita.

Después se encaminó hacia el otro lado de la estancia, encendiendo las luces a su paso, y desapareció al pasar bajo un arco. Me fijé en un puñado de sillas colocadas en círculo en torno a un espacio en el que, supuestamente, tendría que estar la mesa de comedor. Cuando Callie regresó con unos vasos de agua y una bolsa de patatas, no dijo nada sobre la mesa desaparecida, y yo tampoco lo mencioné.

Después, y como si no hubiéramos puesto de acuerdo, los tres nos sentamos en el suelo, en lugar de utilizar las sillas.

La superficie de madera de la caja resplandecía bajo la tenue luz del salón de Callie; cada pieza de color turquesa brillaba como si fuera una estrella. Me quedé mirándola fijamente, y pensé que nadie, jamás, volvería arrebatárnosla. Sentí como si me hubiera quitado un enorme peso de encima.

—Bueno, pues ahora solo tenemos que abrirla —comentó Nia.

—¿No dijiste que tenía unos botones? —le pregunté a Callie.

—Así es, aunque estén bien escondidos —nos explicó.

Cerró los ojos y empezó a palpar lentamente la superficie de madera.

—Aquí hay uno —dijo abriendo los ojos.

A continuación, cogió la mano de Nia y la colocó sobre el lugar al que se refería.

—¡Es cierto! —exclamé.

Entonces Callie me agarró la mano y pasó mi dedo índice sobre el mismo sitio. Al principio no sentí nada, hasta que noté un botoncito perfectamente encajado en el diseño de la caja. Estaba tan bien camuflado que, cuando moví el dedo sin querer, me costó bastante volver a encontrarlo. Los tres nos pusimos en cuclillas y nos inclinamos sobre la caja, casi pegando la nariz a su superficie. Tardamos un rato en distinguir con la mirada lo que había palpado nuestros dedos.

—¡Es un ojo! —exclamó finalmente Nia.

—¿Cómo dices?

Nia inclinó un poco la caja para que la luz incidiera directamente sobre el punto que quería señalarnos.

—¿Veis? Es una especie de… lagarto.

El nombre de aquel animal me trajo algo a la mente, pero no sabía muy bien el qué. Mientras Callie trazaba la silueta de la criatura con el dedo, de pronto caí en la cuenta de lo que era.

—¡El coche! —exclamé—. ¡Los dibujos del coche!

Sin perder un segundo, me metí la mano en el bolsillo y saqué el móvil.

Empecé a buscar entre las fotos que tenía guardadas hasta que apareció la que le hice al coche de Thornhill antes de que lo limpiásemos.

—¡Mirad! —les mostré la pantalla.

—Dios mío —murmuró Nia.

El lagarto de la caja era una réplica exacta del que Amanda había dibujado en el coche. O viceversa.

—Aprieta el botón —dijo Callie.

Nia lo hizo. Nos quedamos esperando unos instantes, pero no ocurrió nada. Entonces Callie suspiró y me di cuenta de que yo también había estado conteniendo el aliento.

—Un momento —dije—. Si hay un lagarto, también tendrán que estar los demás animales: el oso, la lechuza y el puma —al nombrar cada uno de ellos, fui señalando a las chicas, y al final me señalé a mí.

—Y el coyote —dijo Nia, añadiendo el tótem de Amanda.

—Y el coyote —repetí.

—¿A qué estamos esperando? ¡Busquémoslos! —exclamó Callie.

Aquella tarea fue, literalmente, como buscar una aguja en un pajar. El diseño de la caja era un cruce continuo de líneas (tan finas que resultaban casi invisibles) que formaban hojas y complicados diseños abstractos, en lugar de los tótems que queríamos encontrar. Al principio nos mostramos reacios a pintarla, pero después de perder de vista el puma al poco rato de encontrarlo, acordamos utilizar el pintalabios de Nia para marcar con una X sonrosada cada botón que localizásemos. Cuando empezaba a pensar que no terminaríamos nunca, Callie iluminó con una lámpara de pie el último tótem de la lista: la lechuza. Me entraron ganas de levantar la cabeza y empezar a aullar como si fuese un puma de verdad. Y creo que lo habría hecho de no ser porque Nia me hizo volver a poner los pies en la tierra.

—¿Y qué hacemos ahora?

Me quedé mirando a las chicas. Habíamos llegado muy lejos. Sin duda tenía que haber un país de Oz al final de este camino de baldosas amarillas.

—A todo esto, ¿pensáis que ese puede ser el tótem de alguien? —preguntó Nia el lagarto.

—Podría. ¿Pero de quién? —añadió Callie, desconcertada.

Nia puso los ojos en blanco.

—Es evidente que no lo sé. Pero aquí están nuestros tótems y el de Amanda, así que es lógico pensar que el lagarto también es de alguien.

—No le demos más vueltas —intervine—. No sabemos de quién es; puede que sea de alguien a quien buscara Amanda y no consiguiera encontrar. Pero vamos, si estaba en el coche, tiene que ser importante.

Callie chasqueó los dedos.

—¡Tal vez sea la persona que le ayudó a pintar el coche! —exclamó—.

¡La que vimos en la grabación!

—¿Y qué sabemos nosotros de él? —gruñí.

—O de ella —corrigió Nia.

—Da igual. El caso es que, lo mires por donde lo mires, el lagarto es importante —coincidí.

Recuperando la confianza, Callie dijo: —Vamos a pulsar los botones. Los cinco a la vez.

Nia se encogió ligeramente de hombros.

—La otra vez no ocurrió nada.

—La otra vez solo pulsamos uno —replicó Callie.

—Uno, cinco, ¿qué diferencia hay? —dijo Nia—. ¿Qué más da si apretamos todos a la vez o si lo hacemos de uno en uno?

Callie me clavó los ojos antes de volver a mirar a Nia.

—Juntaos —dijo—. Ese era el mensaje: juntaos.

Dicho esto, colocó dos dedos sobre la caja, uno en cada uno de los tótems que le quedaban más cercas. Sin decir nada, Nia hizo lo mismo.

Por mi parte, localicé el botón del último tótem que faltaba.

—A las tres —dijo Callie—. Una… dos… ¡Tres!

Apreté el botón con todas mis fuerzas, aunque en realidad no habría hecho falta. Nada más presionar el ojo del coyote, sentí como algo se desplazaba en el interior de la caja.

Con un chasquido casi imperceptible, se abrió un cajón, accionado por un resorte.