Capítulo 14
—Pero hay un inconveniente —me advirtió Cornelia mientras yo me afanaba en examinar la lista.
—P Michael Zalin… Aquel nombre no me decía nada. Zoe Costas… Si no recordaba mal, era de nuestro curso. Samara Cole… Ni idea. La lista no estaba ordenada alfabéticamente, así que me puse a revisarla con la esperanza de encontrar algún nombre conocido.
Beatrice Rossiter y Frieda Levinson… ¡Ajá! Algunos nombres, pero no todos, tenían al lado un icono con forma de clip. Seguí avanzando. Ahí estaba: Henry Bennett. Cuando iba a pinchar con el ratón sobre el icono, Cornelia me tocó la mano para llamar mi atención.
—He dicho que hay un inconveniente —su tono de voz me dejó claro que requería el cien por cien de mi atención.
—Perdona. Te escucho —con gran esfuerzo, aparté los ojos de la pantalla para mirar a mi hermana.
—El ordenador central de Endeavor piensa que este —señaló el equipo que teníamos delante— es el portátil de Thornhill.
—Sí, ya lo he entendido —le repliqué, impaciente.
—Por tanto, si el verdadero portátil de Thornhill intenta acceder alguna información, el sistema sabrá que ocurre algo raro.
Sentí un escalofrío.
—¿Y qué es lo que hará el sistema exactamente cuando se dé cuenta?
Cornelia se encogió de hombros con la misma indiferencia que si le hubiera preguntado si mañana iba a llover.
—Ni idea.
—¿Cómo que ni idea?
—Pues que no te sabría decir. Depende del nivel de seguridad que tenga. Tal vez lo haya configurado para que se pueda acceder simultáneamente desde dos ordenadores distintos.
—Ah —respondí, aliviado—. Entonces, guay.
Pero mi alivio duró poco.
—O tal vez —añadió Cornelia— el sistema envíe un virus a los dos falsos ordenadores de Thornhill para destruirlos.
Pensé en todos los lugares donde podría estar el portátil de Thornhill: en su despacho (lo más probable), en la comisaria, en poder del doctor Joy o en manos de las misteriosas personas de las que habló Frieda.
—Y la cosa puede complicarse todavía más —continuó Cornelia.
—Ojalá no estuviéramos teniendo esta conversación.
—Es posible que la conexión entre el portátil de Thornhill y el sistema de Endeavor tenga un localizador por GPS.
Me sentía completamente perdido.
—¿GPS? ¿Cómo el que lleva mamá en el coche, y con el que siempre se pierde?
—Sí, esa cosa que lleva mamá en el coche y que te dice cómo llegar a los sitios y dónde estás tú.
—Vale, vale —añadí —. ¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que si alguien sabe o descubre lo que ha hecho Thornhill, dicha persona podría localizar su portátil utilizando la señal GPS.
Reflexioné sobre las palabras de Cornelia y después señalé el ordenador de mamá.
—Entonces esa persona también sería capaz de localizar nuestro ordenador.
—Así es —dijo.
—Podría descubrir la localización física de nuestro ordenador.
—Así es —repitió.
—Y esa persona… —empecé a decir, pero esta vez no me dejó terminar.
—Lo que creo es que deberías encontrar lo que sea que estés buscando cuanto antes, para que podamos apagar el ordenador.
—Y si lo apagamos, ¿podríamos volver a entrar en él?
Mi hermana se encogió de hombros.
—Tal vez. Como te he dicho, depende del nivel de seguridad que le haya puesto Thornhill.
—Así que me estás diciendo que tengo que encontrar lo que busco a la de ya, y que tal vez nos resulte imposible volver a acceder a esta información —resumí.
—Sí —dijo Cornelia al tiempo que se levantaba —exactamente eso te estoy diciendo.
Hay un sueño que se me repite con bastante frecuencia. Intento marcar un teléfono o abrir una puerta, pero me tiemblan tanto las manos que o bien soy incapaz de marcar los números apropiados, o bien se me cae el llavero al suelo una y otra vez.
Pues bien, mientras revisaba a toda velocidad la lista de Thornhill desde el ordenador de mi madre, tuve la sensación de estar en uno de esos sueños. Cuando quise hacer clic sobre el icono que había junto a mi nombre, terminé dándole a uno que estaba dos líneas más abajo: Sol Rosa. De inmediato, la pantalla se llenó de fotos de alguien a quien no conocía, y cuando intenté retroceder, no alcé el cursor lo suficiente y terminé abriendo una de las carpetas del archivo de Sol Rosa. De repente me encontré con una página escaneada de un expediente académico de primaria, en donde descubrí que Sol era un hacha en caligrafía. Volví a la página anterior, y esta vez sí pinche sobre el icono correcto, al lado de mi nombre.
El contenido de aquella carpeta era igual de desconcertante que el anterior. Había por lo menos una docena de fotos mías. La primera correspondía a un viaje que mis padres y yo hicimos por el país (en ese momento, mi madre estaba embarazada de Cornelia). Los tres salíamos posando delante de un letrero que decía: «Altitud: 3.862 metros». De fondo se veían las cumbres de varias montañas altísimas entre la niebla. Mis padres sonreían a la cámara y yo hacia un gesto con el pulgar levantado. No conservaba ningún recuerdo de aquel verano, y no tenía ni idea de donde estábamos en el momento en que se tomó la foto.
En la siguiente aparecíamos mi padre y yo sentados en un bote, pescando. Ninguno de los dos miraba a la cámara, como si no supiéramos que nos estaban fotografiando. Eché un ojo a la siguiente imagen, en la que salía atravesando la línea de meta en una carrera en la que participé hace dos años, los 10.000 metros de Orion, justo antes de entrar en el equipo de atletismo al año siguiente.
El corazón empezó a latirme con fuerza. ¿Qué estaba pasando aquí?
¿Por qué tenía Thornhill todas esas fotos? Parecía como si me hubiera estado espiando…
Cerré la carpeta y abrí un documento llamado L-C33159. Era una lista de direcciones que correspondían a los lugares donde habíamos vivido: nuestras dos casas en Filadelfia y nuestro domicilio actual en Orion.
Abrí otro archivo y me encontré ante el árbol familiar de la familia Bennett.
También había un montón de documentos más: boletines de notas, historiales médicos, test de inteligencia… Incluso informes de agudeza visual y auditiva que ni si quiera recordaba haber hecho. Regresé a la lista principal y pinché el nombre de Cornelia. Nuevamente apareció una recopilación de fotos, direcciones y registros escolares. Ver tanta información privada sobre los miembros de mi familia estaba empezando a ponerme de los nervios. Algo cayó sobre el teclado y me di cuenta de que estaba sudando a chorros.
Me pasé una mano por la frente y accedí a los datos de una desconocida, Maude Cooper. Maude era una mujer bajita de unos 50 años. En la primera foto aparecía delante de una casa acompañada de un hombre, puede que su marido. Maude también vivía en Orion, igual que Stefanie Stone y Laden Chapel.
De vuelta en la lista principal, me metí en los archivos de Beatrice Rossiter. Había olvidado lo guapa que era antes del accidente. Había una imagen en la que aparecía junto a su madre (una mujer afroamericana muy alta y atractiva) y su padre (bastante más bajito, de piel pálida y unas gafas enormes) delante de un restaurante que, por su apariencia, parecía encontrarse en alguna ciudad europea.
Pinche en una carpeta llamada PC13342+12267 y de repente apareció ante mí una foto en blanco y negro de dos chicas sonrientes que llevaban unas pelucas idénticas. Se parecían tanto que por un segundo pensé que Beatrice tenía una hermana, pero cuando me fijé mejor dejé escapar un grito. La chica que estaba con ella no era su hermana.
Era Amanda.
—Hola, chicos, ¡ya he llegado!
Estaba convencido de que escucharía la puerta del garaje y que tendría tiempo de salir de cualquier archivo que estuviera examinando y abrir una página en blanco de Word, pero quedaba claro que me había equivocado. Oí que mi padre gritaba algo y después mi madre empezó a llamarme.
—¡Hal! ¡Ven a decirme hola!
¿Beatrice y Amanda eran amigas? Nunca las había visto juntas, y además, ella no la había mencionado ni una sola vez.
Claro que eso tampoco era ninguna novedad.
—¿Hal? ¿Estás arriba?
—¡Ya voy, mamá!
Beatrice y Amanda. ¿Lo sabrían las chicas? No, Callie nos había contado todos los detalles sobre el accidente de Beatrice. No me entraba en la cabeza que se le hubiera olvidado mencionar que Amanda quería que enmendase su error porque era amiga de Beatrice.
—¿Hal?
Por lo cerca que oía su voz, supe que mamá estaba a escasos pasos del despacho. Si entraba y me pillaba contemplando una foto de Amanda, empezaría hacerme preguntas. Demasiadas preguntas. Cerré la imagen, volví a pinchar en el icono junto a mi nombre y luego me giré hacia la puerta, esperando que los nervios no me delatasen.
Pero entonces me di cuenta del terrible error que había cometido al abrir la carpeta con mis archivos. Sin duda, las fotos de nuestra familia llamarían la atención de mi madre cuando se acercara para ver en qué estaba trabajando. Tenía que… Tenía que…
—¡Aquí estás! —exclamó, apareciendo en la puerta todavía envuelta en su impermeable de color rojo chillón y con su sombrero amarillo en la cabeza.
Era demasiado tarde. Mamá sonreía con los ojos brillantes. Se alegraba de que estuviéramos todos en casa. Esperé a que esos mismos ojos se abrieran de par en par al ver la pantalla del ordenador, pero lo único que hizo fue asentir y saludarme.
—¡Papá está en casa! —dijo entusiasmada.
¿Qué se le dice a una madre para no cabrearla cuando está resaltando lo evidente?
—¡Sí! —exclamé, intentado igualar su entusiasmo.
¿No se había fijado? ¿Estaba tan distraída por la perspectiva de una cena familiar (de las pocas que tenemos y en la que encima no le tocaba cocinar) que no había reparado en las fotos? O puede que… ¡Claro! El salvapantallas había acudido al rescate, y a no ser que le entusiasmaran los peces tropicales, pasaría totalmente de la pantalla del ordenador.
—¿Qué tal tu día? ¿Bien? —me preguntó mientras se quitaba el sombrero.
—Sí, sí, ¡desde luego! —mi alivio se había transformado en verdadero entusiasmo, e incluso llegué a dar una palmada.
—Me alegro, cariño —se acercó a darme un beso en la frente antes de dirigirse de nuevo a la cocina—. Papá dice que la cena estará en media hora, más o menos.
Me llevé la mano a la frente, que seguía cubierta de sudor, y suspiré profundamente. Necesitaba calmarme. Y necesitaba un plan. Revisaría los archivos de las personas a las que conocía y luego los compararía con los de los desconocidos. ¿Qué tenía en común Maude Cooper conmigo? ¿Y Callista Leary con Stefanie Stone? Metí la mano en uno de los cajones del escritorio, saqué un cuaderno con el emblema de la Universidad de Orion y agarré un lápiz de la taza que había sobre la mesa. Ya estaba listo para seguir con mi investigación.
Pero cuando me giré, en lugar de encontrarme con un montón de peces de colores, me topé con una pantalla negra. Ni peces ni fotos mías. Solo oscuridad. Pulsé la tecla del espacio y el enter, pero nada. Ninguna reacción. Agudicé el oído y me di cuenta de que no solo era cosa de la pantalla, sino que el ordenador entero se había apagado por completo.
Con el corazón en un puño, apreté el botón de encendido.
Nada.
Volví a pulsarlo, esta vez manteniéndolo apretado durante unos cinco segundos. Al soltarlo, conté hasta treinta y lo intenté de nuevo.
Nada.
Ya no me quedaba ninguna duda. Mi ordenador había muerto, y algo o alguien tenía la culpa.
Es peligroso que estéis juntos.
Ha caído en sus manos.
Por tu culpa, la posesión más preciada de Amanda está en manos de su peor enemiga.
Apoyé la cabeza sobre la fría superficie de plástico del teclado e intenté convencerme de que todo saldría bien. Pero no lo conseguí.