Capítulo 3
Bennett, Henry.
Bennett, Cornelia.
Bennett, Katharine.
Bennett, Edmund.
¿Cornelia? ¿Qué tenía que ver mi hermana en todo esto? ¿Y mis padres? ¿Qué hacían en la lista de Thornhill?
El corazón empezó a latirme con tanta fuerza que me costaba respirar.
Enseguida encontré los nombres de las chicas y también los de sus padres. Seguí revisando la lista a toda velocidad. Iba tan rápido que ya casi no distinguía algunos de los nombres. ¿Estaría el de Amanda?
Continúe avanzando hasta llegar al final pero no dejaban de aparecer cientos y cientos de nombres. Tenía que anotarlos todos. Tenía que imprimir la lista. Tenía que…
—¡Por última vez, Callista, tranquilízate!
Imprimir la lista. ¡Eso es! Con manos temblorosas, pulsé las teclas Ctrl y P.
El ordenador emitió un ruido extraño y la pantalla se quedó en blanco.
Un segundo después, se volvió negra.
—¡Mierda!
Olvidé que debía guardar silencio; mi mente estaba concentrada únicamente en conseguir aquella lista fuera como fuera. Apreté el botón de encendido del ordenador, pero no ocurrió nada.
—¡Nooo! —susurré mientras, desesperado, seguía apretando el botón una y otra vez.
Nada.
—… así que cuanto vuelva a salir, te quiero ver en la enfermería. ¿Me has oído, jovencita?
Y con la misma certeza con que supe que debía entrar en el despacho de Thornhill, sentí que había llegado el momento de salir pitando de allí.
¡Pero ya!
El agente Marsiano entró en la sala donde iba a interrogarme un segundo después de que me abalanzara sobre mi asiento. El reloj de metal que llevaba en el bolsillo se me clavó en la pierna con tanta fuerza que hice una mueca. Una de mis piernas había acabado en el reposabrazos de la silla, pero el policía se lo tomó como una muestra de mi mala actitud y no como una prueba de que me hubiera movido.
Por suerte, no pareció notar que estaba jadeando como si acabara de correr los cien metros lisos, que en esencia era lo que había hecho.
—Te agradecería mucho que te sentaras correctamente cuando estás en presencia de un representante de la ley —dijo.
A pesar de su tono borde, parecía algo menos seguro de sí mismo después de enfrentarse al ataque de histeria de Callie. Entonces me acordé de la vez que mi madre le preparó una gran cena de bienvenida a mi padre hará cosa de un mes, cuando había estado fuera una semana por un viaje de negocios. Mi madre no es precisamente uno de esos cocineros que salen por la tele, así que se le quemó el asado. Nos dimos cuenta cuando empezó a salir humo del horno y saltó el detector de incendios. Mi madre es una persona bastante tranquila, pero en cuanto vio que la cena que estaba preparando durante días se había chamuscado, se puso como un basilisco.
El agente Marisiano me recordó un poco a mi padre mientras íbamos de camino al restaurante donde cenamos aquella noche. Y cuando sonó su teléfono, respondió con tanto entusiasmo que me hizo pensar que lo que más deseaba en ese momento era tener noticias de algún otro crimen violento que requiriese su presencia inmediata, lo más lejos posible de las colegialas histéricas.
—Marisiano —graznó—. Ah. Hola, Jack… No, estoy hablando con el chaval de los Bennett.
Intenté disimular mis nervios. ¿Por qué estaría Jack Bragg, el jefe de policía y padre de Heidi, preguntando por mi interrogatorio?
—¿Estás seguro? Bueno, nosotros… Si, vale, lo siento, Jack. Está bien, lo haré —cerró el móvil con fuerza y me lanzó una mirada de profunda irritación—. Tendremos que seguir con nuestra conversación más tarde.
«No sabes cuánto deseo que llegue ese momento», pensé.
—Entonces, ¿Puedo marcharme ya?
El agente Marisiano me miró fijamente durante unos instantes.
—Puedes —asintió—, pero no te vayas demasiado lejos.
Me levanté a la vez que él. El policía se acercó a la puerta, pero en vez de abrirla se quedó de pie, clavándome la mirada.
—Que tengas un buen día, Henry —dijo, todavía inmóvil, como si me estuviera retando a pedirle que se echara a un lado.
Lo que necesitaba era irme a un lugar donde sentarme tranquilamente a recordar los nombres que había visto en aquella lista. No me entusiasmaba la idea de pasarme el resto de la tarde intentando de explicarle a mi madre por qué me había arrestado la policía de Orion, así que pasé.
—Gracias. Igualmente, señor.
Y dicho esto, salí por la puerta, un poco decepcionado (aunque no sorprendido) al descubrir que ni Callie ni Nia estaban esperando fuera.
Si hubiera tenido un examen en alguna de las dos clases siguientes, lo habría suspendido seguro. En los noventa minutos que sucedieron a mi breve interrogatorio, lo único que hice fue intentar reconstruir mentalmente la lista que había encontrado en el ordenador de Thornhill.
Callie, Nia y yo aparecíamos en ella, y apostaría a que una tal Zoe, también. Faltaba poco para que sonase el timbre y me empezaron a rugir las tripas. Pensé en un buen plato de pasta para calmar el hambre, y entonces caí en la cuenta de que el apellido de Zoe era italiano… ¿Costello puede ser? ¿No había una Zoe en nuestro curso?
Estaba casi seguro de que sí, pero no me acordaba de su apellido.
Todo este esfuerzo mental me provocó un dolor de cabeza increíble, y eso que apenas había conseguido recordar un par de nombres. ¿Estaba también el de Amanda? Juraría que no lo había visto. ¿Me lo habría saltado? Poco probable, teniendo en cuenta que últimamente mi única ocupación era recuperar pistas sobre el paradero de Amanda Valentino. Aun así, con todos los nombres que había leído, tampoco era una posibilidad tan descabellada.
¿Y qué hacía mi nombre en esa lista? ¿Y el de mi hermana? ¿Y el de mis padres? La señora Kimble escribió «beatitud» en la pizarra y, cuando la miré, aquella palabra se fue transformando poco a poco en un rostro.
Bea. Beatrice. ¿Estaba Beatrice Rossister en la lista? Me la imaginé recostada en una cama del hospital Johns Hopkins, recuperándose de su operación de cirugía plástica. Anoté su nombre en un papel, luego lo tache y después lo volví a escribir de nuevo. La señora Kimble seguía hablando en un tono monótono, así que me tape los oídos y empecé a tararear una melodía por lo bajo, intentando concentrarme para hacer memoria.
Cuando el timbre anunció la hora de irse a casa, salí disparado hacia la puerta principal, como si el señor Richards me estuviera esperando allí con el cronómetro en la mano. Tenía que quedar con las chicas y contarles lo que había visto. Pero en un momento tan decisivo como este, no podía permitirme el lujo de quedarme sin móvil, así que me aseguré de poner al menos un pie fuera del instituto antes de sacarlo.
Me sorprendió ver que tenía un mensaje de Callie.
¡LLÁMAMEEE!
Apenas había empezado a marcar su número cuando alguien me tocó el hombro con la mano. Al darme la vuelta, me encontré con unos ojos verdes, tan grandes que nada parecía escapar a su intensa mirada.
—Justo te estaba llamando —dije señalando el móvil, como si quisiera demostrar que lo que decía era cierto.
—Nia está en Tócala Otra Vez, Sam —dijo Callie con voz quebrada, como si le costara un gran esfuerzo hablar—. Tenía Biología a última hora, pero la profe no vino, y cuando recibió un mensaje… se fue pitando para allá.
Tócala Otra Vez, Sam era la tienda de ropa vintage que visitamos la semana pasada, mientras buscábamos a Amanda. No quería sonar cabreado, ¿pero de verdad no había otro momento para irse de tiendas?
—¿Me estás diciendo que Nia se ha ido de compras?
—Hal, Nia ha… —Callie tragó saliva y después me llevo del brazo hasta el césped, lejos de la marea de gente que empezaba a salir por la puerta principal—. Nia lo ha encontrado todo.
Mi cerebro estaba lleno de nombres y números, así que me costó bastante centrarme en lo que me decía.
—¿Cómo que «todo»?
Callie apoyó las manos en mis hombros, aunque no sé a quién de los intentaba calmar, si a ella o a mí.
—Las cosas de Amanda. Todo: su ropa, sus disfraces, sus pelucas…
Está todo allí, en Tócala Otra Vez, Sam.