Capítulo 7

Nada más llegar al instituto a la mañana siguiente, vi a Callie y a Nia apoyadas en la pared opuesta a la zona de dirección. Me N había pasado toda la noche maquinando cómo podríamos entrar en el despacho de Thornhill. Y por lo visto no había sido el único: el primer comentario de Callie me lo dejó bien claro.

—¡Estamos tan cerca y a la vez tan lejos de ese ordenador! —suspiró.

Unos círculos oscuros comenzaban a dibujarse bajo sus ojos y me pregunté si habría dormido tan poco como yo.

—Vaya, Callie, no sabía que se te daban bien las mentiras —replicó Nia.

Callie le echó una mirada fulminante y después levantó las manos en un gesto de resignación.

—No es por cambiar de tema —dijo cambiando de tema—, pero he traído la caja.

Hizo un gesto hacia la mochila que llevaba colgada de los hombros, mucho más abultada que de costumbre.

—¡Pero si ahora no tenemos tiempo para…! —exclamo Nia.

—Chicas, ¡tranquilidad! Que no cunda el pánico. Aún me quedan unas cuantas horas para idear un plan —dijo, al ver que se respiraba tensión en el ambiente. Y hablando de tiempo, me acordé del reloj de Amanda.

I know you (x2) know me.

¿Habría algo más en mi vida además de misterios sin resolver?

Entonces sonó el timbre y Callie echó una última mirada en dirección al despacho de Thornhill.

—A veces se me olvida que hubo un tiempo en Endeavor en el que no me pasaba el día intentando colarme en las oficinas administrativas — dijo con voz nostálgica.

—Sí, pero en aquel entonces no eras feliz de verdad —le recordé sonriendo.

Callie me devolvió la sonrisa.

—Tienes razón —coincidió.

Dicho esto, cada uno se encamino a su primera clase.

Durante el almuerzo, mientras pensábamos dónde y cómo reunirnos para examinar la caja, Nia tuvo la amabilidad de recordarme que mi plazo de quince horas estaba a punto de cumplirse.

Desesperado, propuse la solución más obvia.

—Podríamos decir que vamos a casa de Callie a estudiar… no sé, para un examen final de Historia, o algo así.

Nia empezó a negar con la cabeza antes incluso de que terminara la frase.

—Mi madre me diría que cada uno tiene que estudiar en su propia casa.

Además —prosiguió, aunque intenté interrumpirla—, no tardaría mucho en darse cuenta de que tramamos algo. Entonces me dejaría castigada durante el resto del año, o incluso de por vida. Preferiría no correr ese riesgo…

Terminó la frase encogiéndose de hombros. En el fondo tenía razón.

Teniendo en cuenta que mi madre me cortaría la cabeza si supiera dónde nos estábamos metiendo, no podía imaginarme las medidas que tomarían unos padres tan severos como los de Nia.

Recordé lo anticuados que me parecieron la vez que estuve en su casa.

En un momento de la comida, Cisco, que además de ser el hermano de Nia era el chico más popular de su curso (y probablemente del instituto y de todo Orion, incluso), empezó a comer de la ensalada con el tenedor grande. Bastaron dos sonoras palmadas de su madre para que el chico cambiara de tenedor enseguida, soltando el otro como si estuviera ardiendo. No me considero en absoluto una persona maleducada, pero aquella fue la única vez en mi vida que el padre de un amigo me hacía preguntas y yo respondía «No, señor» o «Sí, señor».

—Tal vez deberíamos turnárnosla. Que cada uno la tenga en casa durante un día o dos —sugirió Nia—, a ver qué podemos descubrir, y después nos juntamos e intercambiamos impresiones.

Le pegó un bocado a su sándwich y, como si probar la exquisita comida de su madre le hubiera recordado a ella, añadió: —Creo que podré esconderla de mi madre durante un día por lo menos.

La verdad es que yo no podía decir lo mismo. Aunque mi madre no tuviera intención de buscar nada, parecía tener una especie de sexto sentido para encontrar las cosas que siempre me daba por esconder.

Por ejemplo, hace cuatro años sintió la repentina necesidad de renovar el armario familiar el mismo día que escondí la pistola de agua de Danny Martin (todas las pistolas, sean del tipo que sean, están prohibidas en casa de los Bennett) dentro del cajón de los jerséis. Por eso siempre llevaba el reloj de Amanda encima, solo por si acaso. Pero eso no era la principal razón que me llevo a rechazar la propuesta de Nia.

—Creo que deberíamos de abrirla juntos —dije negando con la cabeza— . Sé que parece una tontería, pero…

Nia respondió rápidamente:

—No, me parece bien.

Su respuesta fue tan inmediata que tuve la certeza de que Callie y ella habían hablado en privado sobre mis «corazonadas». Todos teníamos muy presente la teoría (mía, en realidad) de que el verdadero apellido de Amanda no era Valentino, pero ninguno la mencionó en voz alta ni una sola vez.

—De momento vamos a dejar a un lado el tema de la caja. Por ahora estamos en un callejón sin salida —Nia parecía ansiosa por cambiar de tema—. Hablemos de la lista de Thornhill.

Intenté reconstruir la lista en mi cabeza. Había empezado a pensar que Frida también aparecía, pero es posible que fueran imaginaciones mías.

Mientras hacía memoria, no supe qué era peor: no acordarme de quiénes estaban en la maldita lista, o imaginarme a Callie y a Ryan sentados en la biblioteca, juntos, riendo ante algún problema de mates difícil de resolver.

«Callie, me has ayudado un montón. Creo que me estoy enamorando de ti».

«Ay, Ryan, qué torpe eres. Está claro que no puedes arreglártelas sin mí.

Me parece que también me estoy enamorando de ti».

Vale, esto se tenía que acabar. Sí o sí.

Con todo lo que estaba en juego, tenía cosas más importantes por las que preocuparme que las clases particulares de Callie. Aun así, desde que la vi cruzarse con Lee Forrest en el pasillo y pasar de largo sin dirigirle la palabra, había empezado a pensar que a lo mejor tenía alguna oportunidad…

Al final, encontré la solución a nuestro problema en el lugar más insospechado: la clase de Dibujo.

—Hola, Hal —me saludó el señor Varma.

Se había colocado detrás de mí y observaba el bodegón que estaba pintando. Representaba un bote de kétchup Heinz, un pepinillo mordisqueado sobre un plato y una servilleta arrugada al lado. Me había inspirado en una foto que saqué cuando mi madre, Cornelia y yo fuimos a cenar al centro comercial de Orion. Solo habían pasado dos semanas desde aquello, pero me parecía una eternidad.

A pesar de todo lo que tenía en la cabeza, me había metido de lleno en el cuadro. El agradable tacto del pincel y el suave olor de la pintura me sumieron en un estado de trance, lejos de todas mis preocupaciones.

—Hola, profe —respondí.

Al principio de curso pensé que el señor Varma era un profesor pésimo, porque casi no nos daba indicaciones sobre cómo hacer los trabajos.

Con el tiempo, sin embargo, llegué a comprender que bastaba con escuchar atentamente lo que decía, aunque no fuera mucho.

—Me gusta —dijo señalando la servilleta arrugada que tanto esfuerzo me había costado pintar.

—Gracias. Aunque el pepinillo no me termina de convencer.

El señor Varma observó el alimento deforme al que me refería y frunció el ceño.

—Sí, necesitas trabajarlo un poco más —coincidió—. Tal vez te vendría bien variar un poco el color.

Tenía razón. El problema no estaba en la forma. Era ese tono verde tan intenso el que hacía que el pepinillo no pareciera de verdad. Eso es.

El profe se dio la vuelta para marcharse, pero entonces chasqueó los dedos y dijo:

—Tengo que pedirte un favor.

La última vez que el seño Varma me pidió un favor, terminé cargando lienzos como un burro de carga desde un almacén que había al otro lado del instituto. ¿Qué querría esta vez?

—Eleanor está un poco… preocupada por los decorados de Cómo gustéis.

Qué raro me sonaba que los profesores se llamasen entre sí por sus nombres de pila. No tenía idea de quién me estaba hablando el señor Varma, hasta que caí en la cuenta de que debía de ser la señora Garner.

—Ah —me limité a responder.

No sabía adónde quería ir a parar, pero supongo que a algo relacionado con trastos extremadamente pesados que habría que cargar hasta una galaxia muy, muy lejana.

—Me preguntó si conocía a alguien que pudiera ayudarla con un problema de las hojas, y enseguida pensé en ti.

—¿Un problema con las hojas? —pregunté.

—Es decir, decorados que no parecen hojas pero que tendrían que parecerlo en un futuro muy cercano —respondió con una sonrisa irónica.

—¿Cuándo necesitaría que la ayudara?

—Después del instituto. Ahora que se ha montado todo este lío con la seguridad, están trabajando en los decorados durante los ensayos de la obra. Debe de ser bastante caótico, la verdad.

Probablemente le hubiera dicho que sí de todas maneras, pero fue su siguiente pregunta la que me convenció. No me cabía duda de que estaría encantado de pasar varias tardes trabajando alegremente el follaje de los decorados del bosque de Arden.

—Y no conocerás a alguien que pueda echarle una mano con los trajes, ¿verdad? —añadió en última instancia.

En ese momento vi la luz y supe que al menos uno de nuestros problemas tenía solución.

—Pues ahora que lo dice… sí, creo que conozco a las personas adecuadas.

—Siento quitarte la ilusión, Hal, pero si piensas que todas las chicas sabemos coser por el simple hecho de ser chicas, estás muy equivocado —me dijo Nia con los brazos cruzados y esa cara de mala leche tan característica.

Pensé que Nia se pondría como loca: mi plan para reunirnos después de clases era perfecto. No obstante, cuando me la crucé junto a su taquilla y se lo conté, no le hizo ninguna gracia saber que, desde ese momento, Callie y ella formaban parte del equipo de vestuario de Cómos gustéis.

—¿Quién está hablando de coser? —le pregunté, conteniéndome las ganas de soltarle alguna bordería.

—Vaya, perdóname, pero juraría que he oído las palabras «diseño de trajes» —Nia remarcó las comillas haciendo un gesto con los dedos en el aire.

—¡Pero si es una idea estupenda! —exclamé algo irritado, incapaz de mantener la calma por más tiempo.

Entonces levanté la vista y distinguí a Callie a lo lejos. Tuve que llamarla cuatro o cinco veces para que se diera por aludida en medio de toda la confusión que había en el pasillo. Mientras Nia y yo nos acercábamos hasta ella, un mensajero entró por la puerta principal, cargando con un paquete que tenía pinta de ser un enorme ramo de flores.

—He dado con el plan perfecto —le dije a Callie cuando vi la pregunta reflejada en sus ojos.

Nia soltó un bufido.

—No le hagas caso a Nia —le dije.

Callie se unió a nosotros y los tres continuamos avanzando por el vestíbulo.

—¿Y si te digo que vamos a tener varias horas todas las tardes para descubrir cómo funciona la caja de Amanda? —dije con gran entusiasmo, como un locutor deportivo.

En ese momento, el mensajero entró con el paquete en la zona de dirección.

—¿Y si te digo que, en realidad, te vas a tirar esas horas cosiendo? — replicó Nia—. Gracias a Hal, claro.

Me estaba empezando a cansar de tantas quejas.

—¡Diseñar los trajes no implica tener que coserlos! —exclamé, parándome en seco.

—No tengo ni idea de qué estáis hablando —interrumpió Callie—, pero si tiene que ver con trajes, seguro que nos va a tocar coser.

¿Por qué narices tenían que ponérmelo tan difícil?

—No se trata de eso, es… como lo que estuvisteis haciendo ayer en la tienda. Os encantaba todo el rollo ese de la ropa, ¿no? —dije, y representé con mímica la acción de levantar un vestido y empezar a examinarlo.

Callie y Nia intercambiaron una mirada que lo decía todo: «Hal ha perdido la chaveta».

—Pues yo creo que más bien será esto —respondió Nia, haciendo el gesto de pasar un trozo de hilo por una pieza de tela.

—Muy bien, ¿y no podríais… —repetí su gesto de coser— durante un par de tardes si eso nos permite a los tres pasar un rato a solas lejos de casa?

Nia se dio la vuelta hacia Callie.

—El brillante plan de Hal consiste en que formemos parte del equipo de vestuario de la obra de teatro para examinar la caja durante los ensayos.

Callie me miró para confirmar las palabras de Nia, y yo asentí. Después se giró hacia Nia.

—¿Y te parece mal? —preguntó, confusa.

—¿A ti no? —preguntó Nia a su vez, sin dar crédito a lo que oía.

—Pues no sé… —respondió Callie, encogiéndose de hombros—.

Tampoco es que nos esté pidiendo nada del otro mundo, ¿no?

—Dejadme que os diga una cosa: nadie sería tan tonto como para llevar una camisa cosida por mí —Nia señaló los botones de latón que cerraban su jersey rojo—. Para conseguir este resultado, se necesita a un profesional.

—¡Eso mismo dice mi madre sobre la cocina! —coincidí, y justo en ese instante, la señora Leong asomó la cabeza por la puerta de la zona de dirección.

Nos miró con los ojos entornados, como si le costara trabajo reconocernos.

—Vaya, justo os estaba buscando —anunció.

¿Alguna mala noticia? ¿Habría vuelto el agente Marsiano? Se me erizaron los pelillos de la nuca de solo pensarlo.

—Ha llegado un paquete para vosotros —añadió la señora Leong.

Intercambiamos una mirada de asombro. ¿Qué había llegado el qué?

—Amanda —susurró Nia.

Con el corazón a mil palpitaciones por minuto, seguí a las chicas hasta la zona de dirección. Delante del escritorio de la señora Leong había un paquete sobre el mostrador, envuelto en un papel rosa muy llamativo.

Era el mismo bulto que cargaba el mensajero hacía apenas unos minutos. Cuando me acerqué, vi que llevaba grapado un sobre morado en el que ponía:

Hal Bennett, Callie Leary, Nia Rivera.

Era la letra de Amanda.

Recordé el último mensaje que nos había enviado a todos a la vez: una postal que rompió en tres pedazos para dejarlos después en cada una de nuestras taquillas. Hacía ya dos semanas desde que el sábado que tuvimos que venir al instituto para cumplir el castigo. Me entraron ganas tremendas de agarrar el paquete, protegerlo con mi cuerpo y salir corriendo hacia un lugar seguro.

Por suerte, Callie se hizo cargo de la situación.

—Muchísimas gracias, señora Leong —dijo, acercándose al paquete sin cogerlo.

Parecía muy tranquila, como si el hecho de que tres estudiantes recibieran un paquete fuera lo más normal del mundo en Endeavor.

Pero la señora Leong no parecía tan serena. Mordiéndose el labio, puso una mano sobre el paquete y la otra sobre el mostrador.

—No es nada habitual que los alumnos reciban paquetes en el instituto.

No estoy segura de que…

Echó un rápido vistazo a la puerta del despacho del subdirector, como si hubiera olvidado que no podía consultar con el señor Thornhill el procedimiento adecuado en esta situación. Con una sonrisa de oreja a oreja, Callie se acercó a la señora Leong y le susurró algo al oído. Al escucharlo, la secretaría esbozó una enorme sonrisa, algo inédito hasta la fecha.

—¿En serio? —preguntó.

Callie asintió y se encogió de hombros, como queriendo decir: «Qué cosas, ¿eh?».

La señora Leong le entregó el paquete y después nos miró como si estuviera deseando abrasarnos.

—Sois un verdadero encanto, chicos —dijo.

Nia intentó ocultar su desconcierto detrás de una sonrisa un poco forzada, y creo que yo hice lo mismo, más o menos. Afortunadamente, la señora Leong interpretó nuestras reacciones como una muestra de timidez, más que de extrañeza.

—No olvidéis contarme cómo reacciona cuando lo vea, ¿de acuerdo? — nos pidió la secretaría.

—Desde luego —le aseguró Callie, y un segundo más tarde estábamos al otro lado de la puerta de dirección, sumergidos en el caos del pasillo, justo antes de la última hora de clase.

Mientras Nia se afanaba en arrancar el sobre morado del paquete, le pregunté a Callie qué le había dicho a la señora Leong.

—Simplemente, que nos habíamos enterado de que la señora Garner estaba teniendo problemas con la obra y que habíamos decidido echarle una mano con los trajes y los decorados. Bueno, y también que le habíamos encargado un regalo como muestra de nuestra confianza en que la obra será todo un éxito —sonrió, satisfecha por su ocurrencia.

—¡Gran idea, Callie! —exclamé.

—Maldita sea —murmuró Nia, apretando los dientes mientras seguía intentando desenganchar el sobre—, esto está como cosido.

—La clave de una buena mentira es que sea lo más parecida posible a la verdad —explicó Callie a gritos, para que pudiera escucharla por encima del alboroto del pasillo.

—Lo tendré en cuenta para el futuro —respondí con otro grito.

—¡Ya está!

Callie y yo rodeamos a Nia mientras sacaba la tarjeta del sobre. No me hacía falta tener ningún presentimiento para saber que los tres nos moríamos por leer el mensaje de Amanda.

Pero la tarjeta… estaba en blanco.

Ninguna frase, ninguna palabra… Nada.

Solo había un pequeño dibujo en la esquina superior izquierda: ese coyote que todos conocíamos tan bien. Nia le dio la vuelta a la tarjeta un par de veces, como si no se lo acabara de creer.

Casi se podía palpar nuestra decepción.

—¿Pero qué es…? —empezó a decir Nia, pero Callie la interrumpió.

—Dentro.

—¿Qué? —preguntó Nia, confusa.

—El mensaje está dentro.

Nia se pasó una mano por la frente, y mientras Callie sostenía el paquete en alto, retiramos aquel deslumbrante envoltorio rosa que, dicho sea de paso, era el más hortera que había visto en mucho tiempo.

No sé que esperábamos encontrar en el interior, pero, definitivamente, no aquel horrible centro de flores, todo un insulto para las demás flores del mundo. Había margaritas teñidas en tono azul, crisantemos rosas y un puñado de flores naranjas que fui incapaz de reconocer. En mitad de aquella abominación floral, había una tarjetita de plástico con un texto en letras doradas: «Que te mejores pronto».

¿De verdad Amanda se había tomado la molestia de enviarnos este ramo tan feo? ¿Acaso no tenía cosas más importantes que hacer, como huir, por ejemplo?

Nos habíamos quedado pasmados, mirando las flores sin decir ni una palabra. Finalmente, fue Nia la que rompió el silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó, claramente furiosa—. ¿Un ramo para que alguien se mejore pronto?

—Un ramo horrendo, querrás decir —añadió Callie.

—Sí, y si hay que mejorarse de algo, será del daño producido por ver unas flores tan espantosas —resopló Nia, harta de tantos enigmas absurdos.

Era cierto: el centro de flores era realmente feo. Recordé la delicada corona de margaritas que llevaba Amanda la mañana que me la crucé en el bosque. ¿Cómo era posible que esa misma persona hubiera elegido unas flores tan repugnantes? Pero la tarjeta y la caligrafía no dejaban lugar a dudas de que era obra de Amanda.

Nia dio un paso atrás, se cruzo de brazos y contempló las flores con el ceño fruncido.

—Creo que lo acabo de pillar —anunció.

—¿En serio? —dijo Callie.

—Os parecerá una locura —prosiguió Nia.

—¿Peor que alguna de las soltado últimamente? —señalé.

—Esto es un mensaje —afirmó Nia sin dejar de mirar el deprimente centro de flores.

—Ahora me recuerdas a mí —dije, y se me escapó una sonrisa.

Nia me miró y arqueó una ceja antes de proseguir.

—¿A quién conocemos que esté enfermo?

—A nadie —respondió Callie, negando lentamente con la cabeza.

—Bueno, vale, enfermo no —se corrigió Nia—. Pero ¿a quién conocemos que esté en el hospital?

Las palabras de Nia me golpearon con tanta fuerza como si fueran puñetazos. Aquellas flores eran algo parecido a una caricatura, una especie de parodia de los ramos de flores que la gente enviaba a las personas que estaban en el hospital. Lo cual solo podía significar una cosa. O una persona, mejor dicho.

—Thornhill —susurramos Callie y yo al unísono, boquiabiertos.

—Thornhill —repitió Nia, asintiendo con la cabeza—. Amanda quiere que vayamos a visitar a nuestro subdirector.