Capítulo 4
Callie no dijo nada durante nuestro trayecto en bici hasta Tócala Otra Vez, Sam. No hizo falta. La expresión en su rostro me lo C había confirmado todo: estábamos pensando en lo mismo. Las cosas de Amanda habían aparecido de repente y sin su propietaria. Solo podía haber dos razones. Una, que Amanda se hubiera marchado de Orion y estuviera huyendo. O dos, que ya no pudiera seguir huyendo porque estaba…
Aparté esta posibilidad de mi mente. No le había pasado nada. Si algo terrible le hubiera ocurrido, yo lo sabría.
¿Ah, sí?, preguntó una voz en mi cabeza . ¿Así que crees que lo sabrías?
¿Al igual que sabes lo del reloj?
Pensar en el reloj me produjo un escalofrío. El día que Amanda desapareció, mientras las chicas y yo limpiábamos la pintada del coche de Thornhill, se las había ingeniado para colarse en mi casa y esconder un viejo reloj de bolsillo en mi cazadora de cuero, la misma que me compré unas semanas antes en nuestro « viaje extraescolar» como ella lo llamó cuando fuimos a Baltimore a visitar una artista conocida suya.
Era un reloj precioso. Muy antiguo, con números romanos de color negro sobre un fondo blanco. Había que darle cuerda unas quinientas veces al día, por lo menos, para que funcione correctamente. En el reverso tenía grabado el siguiente mensaje: I know you (2) know me.
Estaba en inglés (hasta ahí llegaba). Pero ¿qué narices quería decir? No tenía ni la más remota idea.
Me había pasado horas intentando descifrar esa frase, pero no le encontraba ningún sentido. Estaba claro que Amanda quería decirme algo… Algo que yo debía entender. Algo que ella necesitaba que entendiera. Cuando no me quedaba mirando al reloj fijamente, lo sostenía entre mis dedos con los ojos cerrados, recitando las misteriosas palabras que tenía grabadas en el reverso. Es posible que ese x2 entre paréntesis no significara nada, que fuera una pista falsa.
O puede que el mensaje fuera mucho más simple: Te conozco, Hal Bennet.
Tú me conoces a mí.
¿Tú también me conoces?
¿Sé que me conoces?
Puf. ¡Vaya mierda!
Amanda pensó que podrías ayudarla, Confiaba en ti, pero estaba equivocada. No te enteras de nada, ¿verdad, Hal?
No tuve ningún presentimiento cuando miré el reloj. No sabía si me estaba diciendo que me conocía o si era yo el que la conocía a ella. Para dejar de sentirme tan frustrado, intenté convencerme de que la inscripción era obra de otra persona. Puede que Amanda solo me diera el reloj porque le gustaba, porque sabía que alguien como yo apreciaría la hermosa línea de las manecillas, el tic tac de los segundos al pasar…
Seguro que lo habría encontrado en alguna tienda de segunda mano y ni había visto (o le daba igual) el mensaje del reverso, un mensaje de algún poeta alternativo le habría escrito a su prometida cincuenta años atrás, y que no iba dirigido a mí.
Sí, claro, Hal. Mientras trataba de escapar (posiblemente para salvar su vida), Amanda hizo una pequeña pausa para colarse en tu casa y dejarte un mensaje que no tenía sentido. Simplemente quería hacerte un regalito de despedida, ¡no te digo!
Me había quedado atrás, distraído con mis rayadas mentales, así que empecé a pedalear a toda velocidad para alcanzar a Callie. El ciclismo no era lo mío: enseguida noté un dolor agudo en los gemelos. Aún así lo agradecí, y mucho, pues al concentrarme en el dolor pude alejar un pensamiento que no paraba de venirme a la cabeza una y otra vez, como el estribillo de una canción pegadiza.
Si no había sido capaz de descifrar el mensaje de Amanda, ¿por qué me empeñaba en pensar que si le hubiera pasado algo malo yo lo sabría?
Nos equivocamos de camino un par de veces antes de llegar a Tócala Otra Vez, Sam. Cuando finalmente dejamos las bicis delante del porche (pintado con colores brillantes) y subimos los escalones a toda prisa, ya estaba oscureciendo. Me quedaba poco tiempo antes de tener que volver a casa. Después de la agresión de Thornhill, el instituto había enviado una nota a los padres anunciando que todas las actividades extraescolares, salvo las importantes, quedaban suspendidas hasta nuevo aviso. Me di cuenta de que el concepto de «actividades importantes» en Endeavor (el ensayo de la obra, los entrenamientos de baloncesto) no tenía nada que ver con el mío (pasar un rato a solas en el aula de dibujo, salir a correr). Pero eso a mi madre le daba igual, y no había ninguna razón para pensar que hubiera cambiado de opinión.
Si no volvía pronto a casa, me caería una buena.
Recordé vagamente que la última vez que estuvimos en la tienda, la puerta estaba atascada y había tenido que empujarla con todas sus fuerzas para que pudiéramos entrar. Curiosamente, Callie la abrió sin esfuerzo y la campanita que colgaba en lo alto empezó a tintinear, rompiendo el silencio de la estancia, aparentemente vacía.
Entonces se oyó una voz desde el otro extremo de la tienda.
—Lo siento, está cerrado. Estamos haciendo inventario.
Esa era la dueña, Louise, la misma que nos había puesto la excusa del inventario el viernes. Viendo las toneladas de ropa, bufandas, pendientes, zapatos, boas de pluma, sombreros y bolsos que cubrían hasta el último milímetro del lugar, no era de extrañar que la tienda estuviera cerrada por inventario, lo verdaderamente sorprendente era que Louise no se hubiera ahogado durante la tarea.
—¿Hola? —dijo Callie.
—¿Callie? ¿Hall? —se escuchó la voz de Nia, amortiguando por la enorme cantidad de trastos que había.
—Sí, somos nosotros —respondió Callie.
Louise, con una piel tan oscura como el carbón, apareció por detrás de un maniquí. Iba vestida con una chaqueta de piel sintética y unos pantalones de campana, al estilo de una hippy de ciudad. Había olvidado lo alta que era; yo mido cerca de 1,80 y casi me sacaba una cabeza. Sus zapatos de plataforma le añadían unos cuantos centímetros de más, pero aún así… Sus brazos no tenían nada que envidiar a los del agente Marsiano, así que más me valía no tocarle las narices.
—Vaya, vaya —dijo, cruzándose de brazos y escrutándonos de arriba abajo con la mirada.
—Hola —dijo Callie.
—Hola —saludé yo también, con su voz débil.
—Estoy en la trastienda —gritó Nia.
Louise no hizo ningún gesto para invitarnos a pasar, pero tampoco nos detuvo. Callie, aunque algo dudosa, fue la primera que se adentró en la tienda, y yo la seguí. Poco después empezamos a esquivar pilas de cajas (que parecían que iban a desmoronarse en cualquier momento), mientras nos guiábamos por la voz de Nia.
En la trastienda había algo más de espacio. Nia, sentada en el suelo al lado de un perchero, sostenía un par de zapatos de un color centellante.
La expresión de su rostro estaba a medio camino entre la tristeza y el miedo.
—Aquí está todo. Todas sus cosas.
Callie y yo echamos un vistazo al montón de chaquetas, vestidos, trajes y chales, apretujados hasta tal punto que costaba distinguir dónde termina una prenda y dónde empezaba otra. Arriba del todo, había un puñado de pelucas y sombreros.
—Dios mío —susurró Callie.
Se adelantó hasta la pila de ropa y tocó la manga de una chaqueta negra con tanta suavidad como si fuera un espejismo.
Me aclaré la garganta. Desde mi posición, lo más próximo que tenía era un vestido de color verde claro, muy parecido al que llevaba Amanda la mañana que me la encontré en el bosque.
—¿Estáis seguras…? Quiero decir, ya sé que vosotras sabéis de esto mucho más que yo, pero ¿estáis seguras de que son sus cosas?
Que aquel vestido fuera idéntico al de Amanda no significaba que fuera el suyo. No necesariamente.
Al darse cuenta de que la manga no se había evaporado cuando la tocó, Callie empezó a rebuscar con más ahínco en la pila de ropa y sacó una prenda. Nia tragó saliva en cuanto la vio. Callie se dio la vuelta hacía mí, mostrándome el vestido gris.
—Ni siquiera tú podrías haber olvidado este, Hal. Amanda lo llevaba puesto el primer día que vino al instituto.
—Hal Bennett, Amanda Valentino. Amanda Valentino, Hal Bennett.
Estábamos en clase de Lengua. Nos presentó la señora Kimble, y —H Amanda extendió la mano para saludarme. No tengo por costumbre darle la mano a nadie (salvo a los amigos de mis padres, claro), pero no me quedó más remedio que hacerlo. Amanda me estrechó la mano con firmeza y esperé que mi apretón estuviera a la altura.
—Hola, ¿qué tal? —preguntó Amanda.
—Hola, pues. . tirando —respondí.
Quería parecer gracioso, pero enseguida me di cuenta de que había quedado como un pasota o un idiota. O puede que las dos cosas a la vez.
—¿Qué tal tú? —dije rápidamente.
Solo era una pregunta de cortesía, pero Amanda se lo pensó dos veces antes de contestarme.
—Yo diría que soleada, pero con posibilidad de chubascos.
La señora Kimble soltó una risita histérica. La llegada de Amanda la había vuelto todavía más nerviosa de lo que ya era. Amanda la había puesto en evidencia diciendo que había citado a Ernest Hemingway y no a F. Scott Fitzgerald, como ella pensaba. Aquello la había descolocado por completo. Después de eso, la profe había confundido dos veces el sentido literal con el figurado, y la pobre mujer aguantó como pudo, pero, de haber podido, se habría largado de clase en mitad de la lección.
—Pues bien, Amelia. .
—Amanda —la corrigió.
Otra risita histérica.
—¿No es lo que he dicho?
Otra risita más, seguida de un incómodo silencio durante el que la profe no dejó de mirar el pasillo de reojo. Su ansiedad era contagiosa y a mí también me entraron ganas de largarme de allí lo antes posible.
—¿Quiere algo de mí, señora Kimble? —le pregunté.
—Ah, sí, claro —su rostro era el vivo retrato de la confusión mientras miraba a Amanda, pero cuando se dirigió a mí recuperó parte de su seriedad habitual—.
Sí, iba a pedirte que acompañaras a. . —hizo una breve pausa por miedo a equivocarse de nuevo— Amanda a su próxima clase.
—Sin problema —dije, y me giré hacia la nueva.
De alguna manera, su aspecto me recordaba a un cuadro, puede que de van Eyck o de Miguel Ángel. No la describiría cono una chica hermosa (aunque lo es), sino más bien como alguien. . atemporal, como la Mona Lisa o El nacimiento de Venus de Botticelli. Me parecía que ya la había visto en alguna parte, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que no había nadie como ella en todo el mundo.
Cuando me percaté de que llevaba un buen rato mirándola fijamente, me puse colorado. Pero Amanda no le dio ninguna importancia, o al menos eso me pareció. La señora Kimble, por su parte, estaba a puntito de desmayarse.
—¡Estupendo! —exclamó con excesivo entusiasmo, al tiempo que daba una palmada—. Entonces está decidido. Estoy segura de que Hal será un guía estupendo.
Y justo en ese momento, Amanda me lanzó la mirada más intensa que me han dirigido en mi vida. A veces pienso que fue la primera persona que me vio de verdad, más allá de cualquier apariencia.
No debió de durar más de unos segundos, pero a mí se me hicieron eternos.
—Sí —dijo Amanda por fin—, yo también creo que será un guía estupendo.
—Venga, Hal, no me puedo creer que no te acuerdes de este vestido — dijo Callie con tono a medio camino entre la risa y la desesperación.
Aquel momento, cuando nos vimos por primera vez… Todo aquello estaba grabado a fuego en mi memoria, pero era incapaz de recordar si iba vestida con unos vaqueros o con un traje de noche.
—Lo siento —admití, negando con la cabeza—. Estoy en blanco.
—Ay, Hal —suspiró Callie—, cómo se nota que eres un chico…
—¡Lo dices como si fuera malo! —le repliqué en broma.
—No, lo que quiero decir… —añadió Callie rápidamente—. Bueno, da igual, es caso es que estoy segura de que es el mismo vestido.
Nuestras miradas se cruzaron un segundo, antes de que ella empezara a sacudirse el polvo que se le había acumulado en la ropa. El brillo de su melena rojiza contrastaba claramente con el color de la prenda que sostenía en la mano, y me dije que algún día tenía que pintarla vestida de gris.
—Hal, Callie —susurró Nia, haciendo un gesto para que nos acercásemos.
Cuando nos pusimos en cuclillas a su lado, añadió: —Louise me mandó un mensaje para decirme que tenía las cosas de Amanda, pero cuando llegué se negó a decirme de dónde las había sacado.
Como si hubiera oído su nombre en la conversación, Louise apareció de repente entre dos torres de cajas.
—Así que lo habéis encontrado.
Nia se levantó, todavía con los zapatos rojos en la mano.
—Sabías que lo haríamos. Por eso me mandaste un mensaje para que viniera.
—¿Te envié un mensaje? —preguntó, encogiéndose de hombros.
—Pues claro. ¿De dónde sacaste mi número? —Nia cruzó los brazos y adoptó esa pose tan suya como diciendo: «No te hagas la lista conmigo, tía».
—Puede que me lo dijera un pajarito… —respondió Louise, pero se calló de pronto.
Oímos el ruido de un coche que se detenía en el aparcamiento que había fuera para los clientes. Todos miramos inmediatamente en dirección a la puerta.
—¿Se puede saber por qué…? —empezó a decir Nia, pero Louise levantó una mano para hacerla callar.
No sé si fue por el impresionante bíceps de Louise o por la propia confusión de Nia, pero el caso es que cerró la boca.
Un segundo después, volvimos a escuchar el rugido del coche alejándose.
—Últimamente viene mucha gente rara por aquí —dijo Louise, ya fuera para explicar lo que acababa de ocurrir o para responder a la pregunta de Nia.
Pero Nia Rivera no era precisamente sutil, que digamos.
—¿Cómo conseguiste las cosas de Amanda? —inquirió.
—¿Esto es suyo? —preguntó a su vez Louise, escrutando el perchero.
—¿De qué narices estás hablando? —saltó Nia.
Callie la agarró del brazo para intentar calmarla, pero Nia se revolvió y le lanzó una mirada de reproche.
—¡Ella me mandó un mensaje y ahora se está haciendo la loca! —gritó enfadada.
Louise se pasó la mano por la cabeza (tenía el pelo muy corto, casi rapado) y miró a Nia con cara de pocos amigos. Antes de que esta pudiera añadir algo más, me coloqué entre las dos.
—¿Te importa si revisamos estas cosas? Te prometo que no te molestaremos y que podrás seguir con tu inventario —dije.
Louise entornó los ojos, mientras yo contenía el aliento esperando su respuesta. Y entonces se giró para marcharse y, por un momento, me quedé sin respiración pensando que no había logrado convencerla. Pero Louise se iba y ni siquiera se dio la vuelta cuando añadió: —Hablando de inventario, me pregunto qué habrá en todos esos bolsillos.
Y, dicho eso, desapareció de nuestra vista.
—¡Esa mujer es…! ¡Es…! —Nia estaba que echaba chispas.
Callie volvió a intentar calmarla, pero esta vez no tenía pinta de que fueran a discutir.
—Mira, es evidente que Louise no va a decirnos nada a las claras —dijo Callie en tono conciliador—, pero tiene las cosas de Amanda y, como tú misma has dicho, se puso en contacto con nosotros. Así que, de alguna forma, sí que nos está diciendo algo. A su manera.
—¿Pero qué problema tiene la gente para hablar sin rodeos? — refunfuñó Nia entre dientes.
Estaba claro que no se refería solo a Louise.
Nunca me había fijado en la cantidad de bolsillos que hay en la ropa de las chicas. Las faldas de Amanda tenían bolsillos laterales y frontales, habían unos que se abrían y otros que solo eran decorativos. Algunos de ellos, a su vez, tenían más bolsillos en su interior, y en una ocasión, hasta vi una especie de bolsillo unido por una cuerda al bolsillo de una americana.
¡Y ese bolsillo llevaba otro bolsillo dentro!
No sé exactamente qué esperábamos encontrar en aquel infierno de bolsillos, pero cuantas más cosas inútiles sacábamos, más nos desanimábamos. Entre un montón de monedas, envoltorios de chicles y brillos de labios… había muy pocas cosas que solo llevaría una persona como Amanda. Solo encontramos un delicado pañuelo bordado con flores que formaban una A muy estilosa, una pluma de ganso para escribir y un pequeño paquete de algo que, según Nia y Callie, eran láminas antibrillos.
—Básicamente sirven para quitarte la grasa y los brillos de la piel —me explicó Callie y, entre risas, arrancó una tira y la apretó suavemente contra la nariz de Nia—. ¿Lo ves? Mucho mejor ahora.
—Gracias, ya empezaba a notar la piel un poco grasa.
Callie arrancó otra lámina y repitió la demostración conmigo. Cerré los ojos para sentir la agradable presión de sus dedos sobre mi piel.
—¡Mirad! —exclamó Nia de pronto, entusiasmada.
Callie y yo pegamos un brinco y nos acercamos para ver qué había descubierto Nia en el bolsillo de un chubasquero rosa.
—Entradas de cine —dije, y después de examinarlas más de cerca, añadí—: Y son de Los Ángeles. ¿Sabíais que Amanda había vivido allí?
Las dos negaron con la cabeza al mismo tiempo y Callie leyó el título de la entrada que Nia sostenía en la mano.
—Festival de Cine de Rodolfo Valentino —levantó la mirada, con un brillo de entusiasmo en los ojos—. Rodolfo Valentino, Amanda Valentino… ¡Puede que sea un pariente suyo! Igual podemos encontrarlo.
—Estás de coña, ¿no? —le replicó Nia.
Callie negó con la cabeza, sin comprender a qué venía ese tono tan borde.
—¿Es que has hecho un curso de incultura general o qué? —preguntó Nia, con su habitual arrogancia.
No sé por qué, pero no me gustó el rumbo que iba tomando la conversación.
—Venga, chicas, no creo que…
Callie hizo un gesto para que me callara. No quería que hiciera de abogado del diablo en esta ocasión.
—No empieces con tu rollo prepotente, Nia. Sea cual sea el «crimen» que he cometido, deja de tocarme las narices, ¿vale?
Pero ahí no acabó la cosa. Ya fuera porque seguía enfadada con Louise o con Amanda, o simplemente porque era tan fan de Rodolfo Valentino que no podía soportar la idea de que alguien no lo conociera, Nia no estaba dispuesta a dejarlo correr.
—Te alegrará saber, Callie, que podemos localizarle sin problemas en el cementerio donde lleva enterrado los últimos ochenta años.
Se produjo un silencio y pensé que Callie iba a lanzarse sobre Nia en cualquier momento. Pero en vez de eso, ladeó la cabeza y dijo: —Pues va a ser que no era su padre, ¿no?
No sé si fue por dejar el asunto zanjado o por toda la tensión acumulada a lo largo del día, pero el caso es que los tres rompimos a reír. En un momento dado, me caí al suelo de la risa, y las chicas ni siquiera intentaron disimular sus carcajadas. Cada vez que intentaba incorporarme, alguna de ellas pronunciaba el nombre de Rodolfo Valentino y empezábamos a partirnos otra vez hasta que se nos saltaron las lágrimas. Finalmente, dejé de intentar levantarme.
Al cabo de un rato, Nia se quitó las gafas y se frotó la nariz.
—Está bien, chicos, es hora de centrarnos —dijo, haciendo que volviéramos a la realidad.
—Sí —asintió Callie soltando una última risita. Echó un vistazo a las entradas y se encogió de hombros—. Amanda Valentino. Rodolfo Valentino. Bueno, en cualquier caso, Valentino suena muy bien.
—Sí, una lástima que no fuera su verdadero apellido. En realidad se llamaba… —Nia cerró los ojos con fuerza, intentando recordar—.
Rodolfo Pietro Filiberto Raffaelo Garglielmi di Valentina —dijo finalmente, y chasqueó los dedos.
—¿Qué clase de nombre es ese? —preguntó Callie meneando la cabeza—. ¡Pero si parece que estabas pasando lista en un instituto italiano!
Nia asintió con la cabeza y dejó las entradas en nuestra «pila de Amanda», bien lejos de los envoltorios, las monedas y los deberes perdidos.
—Comprenderás entonces por qué se puso Valentino —añadió Nia.
De repente, tuve una de mis corazonadas, y me puse en pie de un salto.
Callie me miró sorprendida y me preguntó: —¿Estás bien, Hal?
Al escuchar la voz de Callie, Nia también se giró hacia mí.
—Amanda también hizo lo mismo —dije con la mirada perdida.
—¿El qué? —preguntaron las dos al unísono.
Esperé a que pasaran unos instantes, pero la sensación no desapareció.
—Amanda hizo lo mismo —repetí.
Al ver sus caras de desconcierto, me di cuenta de que tenía que esforzarme por explicarme mejor:
—Amanda también se cambió el nombre. Su verdadero apellido no es Valentino.