Capítulo 13

—¿Y para qué narices te creías que se había acercado a hablar contigo?

—Pues pensé que…

No tenía nada que hacer contra la furia de Nia, y me resultó imposible acabar la frase. Sabía cómo sosegarla, pero solo cuando se enfrentaba a otras personas, no a mí directamente. Estar cara a cara con ella, mientras echa espuma por la boca… es algo que no le deseo a nadie.

—¡Déjame adivinar! —empezó a ondear las manos en el aire, como si consultase una bola de cristal imaginaria—. Sí, ya lo sé, no me lo digas.

¡Tuviste una corazonada! Dejar que Heidi Bragg se apropiara del objeto más preciado de Amanda…

—Sí, vale, la he cagado. ¿Contenta? —ya les había contado mi frenética búsqueda por todo el pasillo de butacas, en pos de la caja y de la propia Heidi—. ¿Es que tú nunca has metido la pata o qué?

Sobresaltado, oí el eco de la voz de Heidi en mi cabeza.

«¿Nunca has hecho nada de lo que después te hayas arrepentido, Hal?».

Pues sí, Heidi, lo cierto es que sí: creer las mentiras que salían de tu boca.

Nia echaba chispas por los ojos.

—Esto no es una metedura de pata, Hal. ¡Es la cagada más grande de…!

Estábamos en la explanada de césped que se extendía delante del edificio de nuestro instituto. Mientras Nia me ponía a caldo, Callie permanecía callada. Su silencio me hizo pensar que quizá no estuviera tan furiosa conmigo como Nia.

—Callie, yo… —empecé a decir en voz baja, suplicante, pero ella negó con la cabeza y levantó una mano para hacerme callar.

—Si hubiera sido cualquier otra persona, Hal… Pero ¿Heidi? ¿Después de todas las cosas que ha ido diciendo de mí? —dijo.

Callie tenía los ojos bañados en lágrimas que, al parpadear, se deslizaron por sus mejillas. Recordé aquella noche en la colina de Crab Apple, cuando nos contó lo que le había ocurrido a Beatrice Rossiter.

Aquella vez me dejó que la consolara, pero ahora era yo la persona que la había hecho llorar.

—Tengo que irme —dijo Callie de repente, tal vez avergonzada por su llanto.

Nia y yo la observamos mientras se alejaba, pero en realidad era yo el que estaba más lejos de ellas dos. A Callie debían de temblarle las manos, porque le costó un buen rato quitarle el candado a la bici. Una vez que lo consiguió, se marchó a toda velocidad sin mirar atrás, ni siquiera para despedirse.

—Solo para que quede claro: ¿te das cuenta de que, por tu culpa, la posesión más preciada de Amanda está en manos de su peor enemiga?

—me dijo Nia cuando Callie desapareció de nuestra vista.

Aunque solo estaba resaltando lo evidente (o puede que fuera por eso, precisamente), sentí la necesidad de defenderme.

—Tampoco te pases, Nia. ¿Cómo estás tan segura de que esa caja era más importante para Amanda que cualquiera de los otros objetos que había en la tienda? ¡No lo sabes!

—¿Ah, no? Pues no recuerdo que Louise nos advirtiera de que su bolso de piel de serpiente no debía caer en manos equivocadas —Nia soltó una risita amarga antes de señalarme con un dedo acusador—. Sigue diciéndote que no es para tanto, Hal, y tal vez así consigas que se convierta en realidad.

—Heidi ni siquiera sabe que la caja es de Amanda —señalé a la desesperada—. A lo mejor lo único que quería…, no sé, era demostrar que podía quitármela.

Nia se cruzó de brazos y se quedó mirándome, antes de continuar con sus sarcasmos.

—Tienes razón, Hal. No sabemos para qué la quiere. Puede que solo lo haya hecho para molestar a Callie, o a lo mejor es que sencillamente le gustaba —y como si hubiera apretado un interruptor, su tono cambió de inmediato a otro más duro y acusador—. ¿Eso es lo único que se te ocurre para defenderte, Hal? ¿Qué no debemos preocuparnos por Heidi porque no sabemos para qué quiere la caja de Amanda?

—Yo…

Ya estábamos. No sé cómo, pero Nia siempre conseguía hacerme quedar como un idiota integral. Y mientras yo seguía ahí plantado con cara de imbécil, Nia se acercó a su bicicleta, le quitó el candado y salió del aparcamiento.

—¡Gracias por tu comprensión! —grité sin demasiada convicción, pero Nia estaba demasiado lejos (en todos los sentidos) para responderme.

Al verla desaparecer bajo el manto del atardecer, comprendí el devastador alcance de sus palabras. Hasta ese momento, había estado demasiado ocupado intentando aplacar su ira.

Por tu culpa, la posesión más preciada de Amanda está en manos de su peor enemiga.

Tenía razón: era mi culpa. Había perdido el norte, y prácticamente se la había dado sin rechistar. Por lo poco que sabíamos, aquella caja podría contener un mapa que nos llevara hasta Amanda, o puede que incluso algún tipo de carta en la que nos explicase la razón de su desaparición.

No había duda de que serían objetos que tendrían valor para ella, cosas que habría querido mantener a salvo no solo porque alguien la estuviera persiguiendo y pudiera quitárselas, sino porque eran… suyas.

—La primera clave del éxito es confiar en uno mismo —dijo

—¿Qué?

En el tren de vuelta de Baltimore, yo seguía disfrutando de los recuerdos >del día más perfecto de mi vida. Frieda y yo habíamos mantenido una >conversación muy interesante sobre arte, sobre John Currin (para mí era un >fraude; para Frieda, un genio), sobre la financiación pública del arte, sobre >la fortaleza del óleo frente al placer de las acuarelas, sobre la necesidad de >mostrar tu trabajo frente al deseo de mantenerlo en privado… El loft

donde vivía, que también le hacía las veces de estudio, estaba lleno de >cuadros (algunos empezados, otros ya terminados), bocetos rápidos e >innumerables fotos recortadas de revistas y grapadas al tablón que cubría toda una pared. El suelo, que antaño debió de ser blanco, tenía tantos >chorretones de pintura que no desentonaba de los lienzos que colgaban a >nuestro alrededor. La luz entraba a través de tres inmensas claraboyas, y >una de las paredes estaba totalmente acristalada. Parecía que no había >nada entre los tejados de los demás edificios y nosotros. Hablar con Frieda >me hizo ver que tenía opiniones sobre cosas a las que nunca había creído >dar importancia, y me imaginé a mí mismo viviendo algún día en un loft

como ese, ya fuera en Nueva York, en Roma o, qué narices, incluso en Baltimore.

Por primera vez, pude observar de cerca cómo era la vida de un artista.

—He dicho que la primera clave del éxito es confiar en uno mismo — >repitió Amanda.

Aquella mañana salimos de casa muy temprano y caminamos junto a la >ribera del río durante casi un kilómetro disfrutando de las vistas del >puerto. El viento empezó a levantarse hasta convertirse casi en un >vendaval. Pese a todo, el pelo de Amanda apenas se había despeinado y >seguía recogido en aquel moño al estilo de los años 50.

—Ah —respondí.

Amanda me observó a través de sus gafas, que llevaba sujetas del cuello >con una cadena. Estoy seguro al noventa por ciento (con Amanda, ese es el >máximo porcentaje de certeza al que uno puede aspirar) de que no necesitaba esas gafas en absoluto.

El traqueteo del tren parecía mecerme como si fuera un niño. Quise cerrar >los ojos y empezar a imaginarme una vida de ensueño en un loft >soleado >con el suelo cubierto de pintura y una máquina de café italiana como la >que tenía Frieda (aunque he de reconocer que nos preparó uno demasiado >amargo para alguien tan poco cafetero como yo).

—¿Confías en ti, Hal?

¿Confiaba en mí? Buena pregunta. ¿Creía en mí lo suficiente como para >perseguir mi sueño y dedicar mi vida al arte?

No estaba muy seguro.

Amanda me lanzó una mirada intensa, penetrante.

—Porque yo sí que confío en ti, Hal.

Se quedó callada, con sus ojos clavados en mí, como si nada. Y entonces, >justo cuando yo estaba a punto de apartar la mirada, me cogió la mano y la >estrechó suavemente entre las suyas.

—Confío plenamente en ti, Hal.

—Pues… gracias —respondí—. Me alegra que confíes en mí, Valentino, >pero ¿no te parece que deberías ponerme a prueba, para saber si soy digno >de tu confianza? —añadí medio en broma.

Amanda se quitó las gafas, apoyó la cabeza en el asiento y esbozó una sonrisa que, con el tiempo, he llegado a comparar con la de la Mona Lisa.

—Lo haré, Hal Bennett. Ten por seguro que lo haré.

Aquel día dijo la verdad. Me había puesto a prueba.

Y yo le había fallado.

Pensaba que ya me había acostumbrado a que mi padre estuviera siempre de viaje, pero el alivio que sentí al llegar a casa y ver su maleta en el descansillo me hizo comprender lo mucho que lo echaba de menos cuando no estaba.

—¿Papá?

—En la cocina —la casa olía de maravilla, así que su respuesta no me sorprendió en absoluto.

Se me hizo la boca agua con el aroma del ajo dorándose en aceite de oliva que seguí hasta la encimera, donde mi padre estaba cortando alguna verdura que no logré identificar. Mi madre, mi hermana y yo siempre nos metemos con él por ser tan quisquilloso cuando se trata de cocinar. En todas sus recetas hay que cortar cientos de ingredientes en trozos diminutos y colocarlos cuidadosamente en varios montoncitos antes de añadirlos a la salsa en un proceso que podría llegar a durar…

horas. Papá se defiende diciendo que hay que ser muy minucioso en la cocina. Mamá, por su parte, siempre le replica que debe tomárselo con más calma, como hace ella; pero Cornelia y yo hemos probado la comida de mamá y, para ser sinceros, más le valdría relajarse un poquito menos.

—¿Cuándo has llegado? —pregunté, sacando el taburete que había debajo de la encimera y sentándome a verle cocinar.

De joven, mi padre se había pasado varios veranos trabajando de pinche de cocina, así que sabía cortar, picar y trocear con la misma destreza que esos tipos que anunciaban cuchillos en la teletienda.

Siempre me quedo mirándole como hipnotizado.

—Hace una hora, más o menos. Cuéntame, ¿qué tal el instituto?

—Pues…

¿Cómo se supone que debía contestarle?

Pues resulta que una amiga ha desaparecido, así que mis otras amigas y yo estamos intentando encontrarla, y tenemos razones para creer que la persiguen unos desalmados que quieren hacerle mucho daño.

Está claro que lo que dije finalmente no tuvo que ver nada con eso.

—Bien, supongo que bien.

Había una bolsa de patatas abierta sobre la encimera, así que agarré un puñado.

—¿Solo bien? —preguntó mi padre sin detenerse en su labor con el cuchillo.

Algo en su tono de voz me hizo pensar que era consciente de que no le había dicho toda la verdad.

Me llevé la última patata a la boca y alargué la mano para coger más.

Mi padre se quedó callado, pero no sabría decir si quería hacerme sentir incómodo para sonsacarme más información, o si sencillamente le daba igual permanecer en silencio. Como ya he dicho antes, mi padre no es precisamente la persona más sociable del mundo.

Finalmente, me vi en la necesidad de decir algo: —Amanda sigue desaparecida.

Papá asintió y dejó caer un puñado de aceitunas que tenía en la tabla de cortar dentro de un cuenco que estaba a su derecha. Después se dio la vuelta para apagar el fogón donde había puesto la sartén con el aceite y los ajos. Habitualmente no diría que un hombre se mueve con movimientos gráciles, pero es así como describiría a mi padre cuando está en la cocina.

—Lo sé, me lo ha dicho mamá —respondió después de limpiar la tabla, y se dispuso a cortar un tomate en daditos incluso antes de que la hortaliza tocase la madera.

—¿Qué más te ha contado?

Amanda nunca le había caído especialmente bien a mi madre. De hecho, creo que estuvo a punto de llegar a odiarla. No es que sea una persona demasiado cuadriculada, pero no le gustaba que cambiara constantemente de vestuario y de personajes. Le parecía algo bastante perturbador, y pensaba que Amanda no era una buena influencia para mí. Cuando se enteró de su desaparición, me dijo que lo sentía mucho y que esperaba que la encontraran pronto, pero lo que en realidad quería decir era: «Espero que la encuentren y la metan en un centro para chicos problemáticos, que es donde debería estar».

Tal vez por esa razón, mi padre no respondió a mi pregunta.

—Es algo preocupante —dijo.

—¡Pues claro! —exclamé.

No tenía intención de gritar, pero era un auténtico alivio que otra persona (y encima un adulto) pensara lo mismo que yo sobre la desaparición de Amanda. Sin lugar a dudas, se trataba de un asunto que debería despertar cierta inquietud.

Ante mi muestra de preocupación, mi madre me habría empezado a preguntar miles de cosas: «¿Por qué estás tan preocupado? ¿Acaso sabes algo que no quieres contarme?». Pero mi padre se limitó a decir: —Quiero que tengas cuidado —hizo una pausa, dejó el cuchillo y me miró fijamente durante un rato antes de añadir—: Ten mucho cuidado, Hal.

¿Eran imaginaciones mías, o estábamos hablando de algo más que la desaparición de Amanda y de la agresión al señor Thornhill?

—Papá… —comencé a decir, mi voz casi un susurro—. Papá, ¿tú sabes… algo?

Mi padre tiró el tomate troceado dentro del cuenco y alargó la mano para coger otro. Lo sostuvo en alto durante unos instantes que se me hicieron eternos, escrutando su brillante piel roja como si allí pudiera encontrar las respuestas a todas sus preguntas.

—Sé algunas cosas —me dijo por fin.

Sabía que no podía contarle a mi madre lo de la lista de Thornhill, pero ¿y a mi padre? ¿O le iría inmediatamente con el cuento a mamá?

Papá empezó a trocear el tomate, pero de pronto se detuvo.

—Si pudiera protegerte de todos los males del mundo, lo haría. Lo sabes, ¿verdad? —añadió en un tono muy serio, sin apartar la vista de la tabla.

Cuando levantó la mirada, me sorprendió ver que tenía los ojos llorosos.

Me limité a asentir, porque me había quedado sin palabras. Esa reacción no era propia de mi padre. Mi madre es capaz de ponerse a dar gritos como una loca solo con la idea de que Cornelia y yo moriremos de viejos algún día. ¿Pero mi padre? ¿Mi padre al borde de las lágrimas, preocupado por nuestra seguridad?

Definitivamente, aquí estaba pasando algo.

Papá se aclaró la garganta y empezó a hablar en su tono de voz normal, así que me pregunté si de verdad había sido testigo de su reacción anterior a solo habían sido imaginaciones mías.

—No hay duda de que tienes que lidiar con muchas cosas: una amiga desaparecida, nuevas amistades… Callie siempre me ha parecido una chica estupenda, y he oído hablar muy bien de Nia.

Un momento, ¿cómo habíamos llegado hasta ahí? Estaba a punto de contarme algo, ¡seguro!

—Papá… —empecé a decir.

—¿Todavía sigues cortando cosas, papá? —dijo Cornelia, que había entrado en la cocina sin que nos diéramos cuenta.

—¡Hola! —mi padre se dio la vuelta para mirarla y añadió—: ¿Seguro que no quieres echarme una mano?

—Paso. Hal, ¿puedo hablar contigo un segundo?

La voz de mi hermana delataba ansiedad. Bueno, digamos que toda la ansiedad que podía adquirir la voz de una chica tan pasota como ella.

El corazón me dio un vuelco. ¿Habría encontrado algo? ¿Habría encontrado a alguien? De repente, me sentí muy intrigado por lo que fuera a decirme. Aun así, me quedé indeciso. Cornelia siempre estaba a mano; en cambio, mi padre apenas paraba por casa últimamente.

—Anda, vete a ver qué quiere tu hermana —me dijo entonces papá.

Aunque su tono de voz era inofensivo, aquellas palabras sonaron como una orden, así que me puse en pie de inmediato. Cuando mi padre no tenía intención de hablar, resultaba imposible sonsacarle nada.

—Cenaremos en cuanto llegue mamá —añadió mientras salíamos de la cocina, y un segundo después encendió la radio.

—Cornelia, ¿alguna vez te has preguntado a qué se dedica papá exactamente? —le dije mientras entrábamos en el comedor.

—Es consultor en una agencia internacional de socios de mercado.

Están especializados en coordinar fusiones para empresas internacionales que…

¡Madre mía! Se trataba de la misma cantinela que ponía en los folletos.

A menudo papá se los dejaba en casa, tirados en cualquier rincón.

—Sí, ya sé —repliqué impaciente—. Esa es la versión oficial, pero a veces me pregunto si… Si además de eso, hace algo más.

—Sí —dijo Cornelia.

—¿Sí? —giré rápidamente la cabeza para mirarla—. ¿Quieres decir que sí que hace algo más?

—Quiero decir que yo también me lo he preguntado alguna vez —me respondió mi hermana con serenidad.

—¿Entonces…?

—Voy a enseñarte algo —me interrumpió—, pero no tenemos mucho tiempo. ¿Quieres verlo o no?

Dicho así, parecía algo importante. La posibilidad de que nuestros padres llevaran una doble vida también lo era, claro, pero tendría que esperar. Al menos por ahora.

—¿De qué se trata?

—Me gustaría hablar contigo sobre el ordenador de Thronhill.

El ordenador del subdirector. ¿Habría conseguido acceder a sus archivos? Porque si así fuera, tal vez podría enmendar mi metedura de pata. Si les enseñaba a las chicas aquella maldita lista, puede que terminaran perdonándome por haber perdido la caja de Amanda. Puede que todo volviera a ser como antes…

—¿Qué pasa? ¿Has conseguido entrar? —sin darme cuenta, casi había empezado a gritar.

No sé si fue mi histérica reacción o por la brusquedad de mi tono, pero Cornelia me lanzó una mirada fría y levantó una mano para indicarme que o recuperaba la compostura o pasaría de hablar conmigo.

No hace falta decir que hice un esfuerzo sobrehumano por serenarme.

—¿De verdad piensas hacer algo con su cuenta de Facebook?

—¿Qué? —recordé la conversación que tuvimos sobre el tema—. No, Cornelia, estaba de coña. Pensé que lo habías pillado.

—¿Y por qué debería saber que era una broma?

A veces mi hermana se toma las cosas tan al pie de la letra que resulta exasperante.

—Cornelia, todo esto que está pasando no pinta nada bien. Amanda sigue desaparecida y el señor Thornhill está en coma y hasta puede que lo hayan secuestrado. ¿De verdad piensas que perdería el tiempo gastándole una broma pesada a un hombre que yace inconsciente en una cama de hospital, no se sabe dónde?

Cornelia se encogió de hombros.

—Bueno, ¿entonces por qué te tomaste ese tiempo para tomarme el pelo?

—¡Cornelia! —exclamé.

Me costó contenerme para no dar gritos a diestro y siniestro. No obstante, mi hermana no pareció inmutarse.

—Déjate de tonterías —dijo mientras consultaba su reloj—. Mamá no tardará mucho en llegar.

Tenía razón. En cuanto volviera del trabajo, mamá empezaría con el interrogatorio de siempre preguntándonos qué tal en el instituto, nuestro día y todo eso.

Papá era todo lo contrario, así que no suponía ningún problema que estuviera pululando por aquí. No obstante, si pretendíamos emprender actividades, digamos, cuestionables, más nos valía llevarlas a cabo mientras nuestra madre estuviese fuera de casa.

Acompañé a Cornelia hasta el despacho. Nada más ver el armario de archivo, se me cayó la cara de vergüenza. Mi hermana se dejó caer sobre la silla giratoria que había frente al escritorio y me hizo un gesto para que me sentara en el sofá. Detrás de ella, el salvapantallas del ordenador mostraba un banco de peces tropicales de colores chillones que nadaban felices en su salado paraíso digital.

—¿Qué sabes de redes informáticas unilaterales? —preguntó.

—Pues… nada —respondí.

Cornelia hizo una breve pausa, como si estuviera intentando traducir algo de un idioma a otro.

—Veamos, en la mayoría de las redes informáticas, los datos pueden fluir en ambas direcciones —Cornelia levantó los brazos y apretó los puños—. Por eso puedo introducir una información en este ordenador —meneó el puño derecho— y recuperarla en este otro —añadió haciendo lo mismo con el izquierdo—. O a la inversa: del izquierdo al derecho.

—Hasta aquí, te sigo —dije con entusiasmo.

Empecé a sentirme cómodo. Una de las mayores virtudes de mi hermana es que puedes hablar con ella de ordenadores y enterarte de algo sin tener ni idea del tema.

—Bien. Una red unilateral es algo diferente —dijo Cornelia tras comprobar que mi analfabetismo informático no era tan grave—. En la red unilateral, la información solo pude viajar en un sentido.

—¡Claro! ¡De ahí lo de «uni»! —exclamé.

Mi hermana pasó por alto mi comentario y prosiguió con su discurso.

—Entonces, una red unilateral sirve básicamente para proteger una base de datos central a la que acceden personas desde otros terminales remotos.

Aquella última frase me hizo perder ligeramente la confianza en mis conocimientos sobre el tema en cuestión.

—Vale, ahora sí que me he perdido…

Suspirando, Cornelia lo intentó de nuevo con una explicación más sencilla.

—Imagínate que tienes una empresa. Si quieres que tus empleados puedan trabajar en casa, tiene que haber un sistema que les permita enviar su trabajo a un ordenador central, dentro del edificio, ¿no? Pero claro, tampoco quieres que la competencia se cuele en esa unidad principal y se descargue tu receta secreta para hacer las mejores galletas de chocolate del mundo —nuevamente volvió a servirse de la metáfora de los puños—. El empleado X trabaja en casa, prepara una presentación en PowerPoint y la envía por correo electrónico al departamento de diseño de tu empresa, para que preparen los folletos de la reunión del día siguiente —señaló cada uno de los lugares con uno de sus puños—. Y si el competidor Y intenta introducirse en tu red para conseguir la receta, no logra hacerlo porque la información solo puede entrar en el sistema, no salir de él.

—Ya lo pillo.

—Algunas redes unilaterales funcionan a la inversa. Es posible que quieras darles a tus empleados la posibilidad de sacar información de una red central sin que ellos puedan descargar nada ni instalar nada en esa red, como un virus, por ejemplo. En cualquiera de los casos, la unilateralidad es algo básico para la protección de datos de un montón de redes informáticas. Incluso la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional trabajan con sistemas unilaterales.

—Un momento, ¿sabes cosas sobre los sistemas informáticos de la CIA y la NSA?

Mi hermana se quedó mirándome en silencio.

—Perdona —me disculpé, y la dejé continuar.

—Endeavor tiene una red informática unilateral.

Por increíble que parezca, había estado tan atento a la explicación de Cornelia sobre las redes unilaterales que había olvidado por completo por qué estábamos hablando de ellas. Sin embargo, en cuanto salió el nombre de nuestro instituto, me centré de inmediato.

—Entiendo —asentí con toda la firmeza de la que fui capaz.

—Eso significa que los profesores pueden introducir las notas escolares en el sistema desde su casa, pero, por ejemplo, no pueden descargar el historial académico de un alumno.

—Entiendo —repetí.

—Pero hay una excepción.

Tenía la garganta seca, así que en vez de contestar, me limité a asentir con la cabeza.

—Un usuario ha cambiado la dirección del sistema unilateral.

Me pasé la lengua reseca por los labios.

—¿Quieres decir que ese usuario puede sacar información del ordenador central de Endeavor?

—Sí, y además nadie puede acceder a su ordenador desde Endeavor — añadió asintiendo con la cabeza.

—Y ese ordenador es… —empecé a decir.

—El portátil del señor Thornhill —dijimos al unísono.

Nos quedamos en silencio unos segundos, mientras yo asimilaba el descubrimiento que acababa de hacer mi hermana.

—En realidad, no es tan complicado —prosiguió Cornelia—.

Básicamente, lo que hizo nuestro subdirector fue reemplazar o, mejor dicho, complementar el sistema unilateral que ya había con otro sistema inverso y cerrado entre su portátil y el ordenador central del instituto.

Mi cabeza daba vueltas a tanta velocidad que me perdí un poco en la siguiente explicación, algo sobre que era como un «cubo» con la capacidad de atraer datos interconectados con otro terminal remoto.

—La cuestión es —terminó, quizá porque ya lo había dicho todo o quizá porque vio que no la seguía desde hacía rato— que el ordenador de Endeavor reconoce el portátil de Thornhill y le transmite información.

—Así que me estás diciendo que si logramos acceder al portátil de nuestro subdirector, podremos conseguir los datos que se descargó — anuncié.

Por primera vez, me sentí un poco decepcionado. No hace falta ser un genio de la informática para saber que si entrábamos en ese portátil, tendríamos la información que estábamos buscando.

—Lo que te estoy diciendo es que el ordenador del instituto reconocerá a cualquier ordenador que piense que es el portátil del señor Thornhill —corrigió mi hermana.

Aunque me costó unos segundos darme cuenta de lo que eso significaba, cuando lo pillé me puse en pie de inmediato.

—Así que si el ordenador del Endeavor piensa que este —señalé el equipo que había sobre el escritorio, detrás de Cornelia— es el portátil de Thornhill…

—Le dejará acceder a todos los documentos que contiene —y dicho eso, Cornelia se giró sobre la silla y pulsó una tecla.

Un instante después, la pantalla cambió y ante mis ojos apareció un escritorio que me resultaba familiar, un escritorio que ya había visto antes en el despacho del subdirector, hacía menos de una semana.

Un escritorio que pensé que jamás volvería a ver.