Capítulo 17
—Sabéis que podría estar en cualquier parte, ¿verdad?
Tal y como habíamos planeado, mi madre nos llevó a Callie —S y a mí en coche, y Nia salió con sus padres un minuto después de que nos marcháramos en el Subaru. Me sentía loco de alegría por estar de nuevo con las chicas, pero en el jardín delantero de la casa de los Bragg, mientras las ventanas de la mansión proyectaban sombras juguetonas sobre aquel césped tan bien cuidado, no pude evitar pensar que aquella misión nos venía grande.
—Solo tendremos problemas si nos encontramos con Heidi. Si logramos pasar desapercibidos, lo demás será pan comido —afirmó Nia.
Lo dijo con tanta confianza que me costó creer que estuviéramos hablando de lo mismo. Mi plan era lo más parecido a asaltar la base militar de Fort Knox, y el de Nia, simplemente, conseguir un vaso de limonada (su bebida favorita, por cierto, ¿cómo iba a conformarse con algo tan simple como agua?).
—No te preocupes por eso. Heidi llegará tarde —dijo Callie, que también parecía bastante serena.
Su comentario me dejó desconcertado.
—¿Pero cómo va a llegar tarde a su propia fiesta?
—Se quedará un buen rato arreglándose en su habitación —explicó Callie frotándose las manos—. No perderá la oportunidad de hacer una de sus entradas a lo diva de Hollywood.
—¡¿Pero si la fiesta es en su casa?! —repetí como un idiota.
Callie y Nia se echaron a reír, como si estuvieran viendo una película de Abbott y Costello.
—Perdona, Hal —se disculpó Callie, tapándose la boca con la mano sin poder contener la risa.
—Sí, perdona —añadió Nia a carcajadas.
—Dejadme adivinar… Se nota que soy un chico, ¿verdad?
—Algo así —respondió Callie, dándome unas palmaditas en el brazo.
Una vez superado el momento ridículo de la noche, nos adentramos en el jardín de los Bragg en dirección a la casa.
Había varios coches aparcados en la entrada, lo cual significaba que o bien los Bragg tenían toda una flota de automóviles o que los invitados más mayores ya estaban allí. Cuando Callie abrió la puerta principal, sin llamar, las voces que llegaron del interior nos confirmaron que no éramos los primeros invitados en aparecer. ¡Qué alivio! Cuanta más gente hubiera, más fácil sería pasar desapercibidos.
Todos los objetos tenían tonos blancos o cremas: los sofás, las alfombras e incluso las paredes, que más que pintadas parecían…
tapizadas con una tela sedosa de color beis. A mi derecha, un corro de gente rodeaba la enorme mesa de cristal que presidia el gigantesco comedor. A mi izquierda había un salón a dos alturas que prácticamente superaban en tamaño todo el piso debajo de mi casa. Por primera vez en mi vida, me alegré de ser un negado para las mates; si hubiera podido calcular las probabilidades de encontrar una caja de 30 centímetros de diámetro en un espacio tan grande, habría tirado la toalla, sin duda. Eso sin contar que estábamos dando por hecho que la caja estaba en casa de Heidi, cuando podría estar en cualquier otra parte.
—¿Nos dividimos? —propuse intentando acallar las ideas negativas que me rondaban por la cabeza—. El primero que encuentre algo, que mande un mensaje a los demás.
Ajena a mi sugerencia, Nia se dio la vuelta para mirarnos.
—Dadme vuestros móviles —dijo sin venir a cuento.
—¿De qué estás hablando, Nia? —preguntó Callie desconcertada—. Me has llamado un millón de veces, ya tienes mi número.
Como respuesta, Nia sacó un iPhone del diminuto bolso que colgaba de su muñeca.
—¡Tienes un iPhone! —exclamó Callie, con tanto ahínco que casi se atraganta.
Nia le dio un golpe cariñoso a Callie con el bolso.
—¡No saques tu vena de Chica I! No es mío, me lo ha prestado mi hermano.
—Ya no soy una chica I —le replicó Callie—. ¿Y qué ha pasado con tu móvil?
—Está fuera de servicio —explicó Nia, preparada para introducir nuestros números.
Sus ojos brillaban de tal forma que me pregunté si Cisco estaría enterado de que le había prestado el iPhone a su hermana.
—Venga, daos prisa —nos apremió.
Nia y Callie me mandaron a inspeccionar el piso de arriba, donde había más peligro de toparse con Heidi y el resto de las chicas I. Me pareció la decisión más acertada porque, quitando la escenita en el salón de actos, yo apenas había tenido relación con Heidi y compañía, al contrario que las chicas.
No obstante, eso no me sirvió para tranquilizarme mientras abría la puerta del dormitorio del jefe de policía de Orion.
¡Up! Disculpe, señor, estaba buscando el baño. No, en serio, no creo que haga falta que me saque las esposas, de verdad que ha sido un error.
¡Señor! ¡Señor! Jefe Bragg, ¿ni siquiera tengo derecho a hacer una llamada…?
Traté de alejar ese pensamiento de mi mente, pero cuando me agaché para mirar debajo del escritorio de lo que parecía ser una habitación de invitados, me di cuenta de que me resultaba cada vez más difícil encontrar una excusa creíble para justificar mi comportamiento.
Creo que me dejé la chaqueta la última vez que estuve aquí. ¿Que cuándo fue eso? Pues yo diría que nunca.
Llevaba ya cuarenta minutos buscando, pero lo único que había descubierto era que la señora Bragg tenía tantísimos zapatos que todos los armarios del piso de arriba debían servir exclusivamente para guardar calzado.
Cuando abrí uno en el cuarto de invitados se me cayó una caja encima, y los afilados tacones de los botines rojos que había dentro me dieron de lleno en la cabeza. Se me saltaron las lágrimas. Mientras me frotaba la zona en la que ya empezaba a notar un pequeño chichón, me sonó el móvil. Era un mensaje de Callie.
VENT AL RCIBIDOR DL PISO DE ABAJO.
STÁ NTRE LA CCINA Y EL SALÓN.
Jamás me había alegrado tanto de recibir un mensaje. Por fin podría marcharme del maldito piso de arriba. De camino abajo, pasé junto a una puerta cerrada en la que no me había fijado antes. Al escuchar la atronadora música de Miley Cyrus, deduje que Heidi seguía dentro. Así que teníamos vía libre, al menos de momento.
Pero la calma iba a durar menos de lo que me esperaba.
—¿Qué estás haciendo, Hal? —me preguntó alguien, mientras bajaba de dos en dos los escalones de la escalera de caracol.
Hice un movimiento tan rápido que estuve a punto de dislocarme el tobillo.
Estaba buscando el baño. Estaba buscando el baño. Estaba buscando…
Pero la persona que me había hablado desde el arco que separaba el vestíbulo del comedor no era un miembro de la familia Bragg, sino la chica que había interpretado a uno de los cortesanos exiliados: Theresa Ax, también conocida como Terry.
¿Sería tan amiga de la anfitriona como para saber que yo no debería estar deambulando por el piso de arriba de la casa de Heidi?
—Pues…
Terry llevaba un sándwich en la mano y me clavaba los ojos. Puede que fueran imaginaciones mías, fruto del sentimiento de culpa sin duda, pero su mirada parecía decir que me tenía calado.
—Perdona, ¿qué has dicho? —dije haciéndome el sueco.
—Te he preguntado que estabas haciendo aquí.
¿Se refería al piso de arriba de la casa de Heidi? ¿Al vestíbulo? ¿A qué?
—Yo…
Una cosa era decirle al jefe Bragg que andaba perdido buscando el lavabo, y otra muy distinta informar a Terry de que no encontraba un sitio donde poder bajarme los pantalones a gusto.
Terry se echó la larga melena oscura sobre uno de sus hombros de tal forma que me pregunté si estaría practicando para entrar en el clan de las chicas I. El siguiente paso era decir que se llamaba «Terri» en vez de «Terry».
—Creo que es la primera vez que te veo en una fiesta —me dijo.
—Oh, bueno, verás…
Sentí un dolor punzante en el tobillo, y de repente el móvil empezó a vibrarme en el bolsillo de la chaqueta.
Terry dio otro bocado a su sándwich sin dejar de mirarme.
—¿Sabes? Creo que deberíamos salir juntos —dijo.
¿Acaso se trataba de otra artimaña de Heidi Bragg? ¿Volvería a ser capaz alguna vez de hablar con alguien sin sospechar que ese alguien pudiera tener un motivo oculto para hacerlo?
—Eh… Sí, claro —respondí, titubeante.
La cocina suele estar del lado del comedor, ¿no? Al menos, en mi casa era así. Mire por encima del hombro de Terry y… ¡bingo!
¡La cocina!
—Bueno… Luego hablamos, ¿vale? —le dije, y salí disparado hacía la puerta que había detrás de la chica.
La cocina estaba repleta de gente que había participado en la obra. Al principio no reconocí a ninguna Chica I, pero cuando me fijé mejor vi por el rabillo del ojo a la pelo oscuro. Creo que se llama Traci. ¿O era Kelli? Estaba llenando un par de vasos con coca-cola light, pero me dio la impresión de que me había visto mientras me dirigía hacia el otro lado de la habitación siguiendo las instrucciones de Callie. Pero justo en ese momento, Nia llegó desde el otro lado y se chocó con ella. Traci/Kelli se tambaleó y se le cayeron los refrescos encima de la camiseta.
Traci/Kelli soltó un chillido de furia que no tenía nada que envidiar a los que se escuchaban en los documentales de fauna salvaje del Amazonas. Avancé unos pasos, listo para ayudar a Nia por si me necesitaba, pero ella estalló en carcajadas.
Traci/Kelli se quedó boca abierta.
—¿Te estás riendo de mí, pringada?
Nia se cruzó de brazos sin dejar de reírse.
—Claro que me río de ti, Chica I.
Un par de personas que andaban cerca soltaron una risita al escuchar el comentario de Nia, mientras Traci/Kelli le tiraba los hielos que habían quedado en uno de los vasos.
—¡Te arrepentirás de esto!
Nia negó con la cabeza en gesto burlón.
—Lo dudo mucho.
No pude evitar sonreír. Me escabullí por la otra puerta de la cocina y me encontré con Callie, contemplando una pared a mitad del pasillo.
—Hola —me saludo después de comprobar que era yo, y volvió a mirar la pared.
—Hola —respondí—. Acabas de perderte a Nia haciendo de las suyas.
Ha sido increíble.
Me acerqué un poco más para ver qué es lo que había llamado su atención.
Y lo que vi me hizo perder el aliento.
La pared estaba repleta de fotos de la familia Bragg, principalmente de Brittney. Debía haber por lo menos quinientas: los Bragg en una pista de esquí, con las gafas protectoras al cuello y los abrigos desabrochados, a pesar del frío que teñía de blanco sus alientos; Brittney Bragg con los pantalones más cortos que jamás he visto en mi vida, rompiendo una botella contra la proa de un barco llamado… Me acerqué un poco más y entorné los ojos. El sueño de Brittney. Lógico.
También había una serie de fotos en blanco y negro en las que aparecía la familia en poses para nada naturales: Brittney con una inmaculada blusa blanca, el jefe Bragg con vaqueros y una camiseta oscura, Heidi con un vestido sin mangas y su hermano pequeño con el uniforme del equipo de fútbol.
Después estaba la sección internacional de la pared: el señor y la señora Bragg en la Muralla china, en la Acrópolis griega, delante de un barco gigantesco que sin duda los había llevado por los lugares más exóticos…
En todas las fotos, los miembros de la familia Bragg esbozaban grandes sonrisas, aparentando ser la perfecta familia americana que ni de lejos llegaban a ser en la vida real.
No podía salir de mi asombro.
—¿Cómo es posible que una persona tan malvada sea capaz de sonreír así? —pregunté.
—Esto no debería estar aquí —aseguró Callie.
—Ya lo creo, ¿te lo puedes creer? Toda esa familia es una farsa…
Callie negó con la cabeza.
—No, me refiero a esta pared en concreto.
—Sí, ya te escuché antes. Pero bueno, ya sabes que, sin paredes, las casas suelen… venirse abajo —dije, pero añadí rápidamente—: Es coña, no te mosquees.
—Con esos conocimientos que tienes, podrías llegar a ser un gran arquitecto —respondió Callie esbozando una pequeña sonrisa.
Entonces dio un paso al frente y golpeó ligeramente la pared.
—No sé para qué le doy un golpe… Pero bueno, es lo que siempre se hace en las películas.
—¿Crees que está hueca? —me adelanté para darle también un golpe, pero el muro parecía macizo.
—No, no es eso. Mira.
Callie me llevó de vuelta por el pasillo y abrió una puerta que yo había pasado por alto cuando llegué. Era el cuarto de la lavadora.
Sin saber muy bien lo que quería enseñarme, eché un vistazo al interior. La habitación no tenía nada de especial: una lavadora, una secadora y una cuerda para tender la ropa. También había varias cajas de detergente y unos cuantos botes de suavizante en un estante situado por encima de las máquinas, además de una plancha con su respectiva tabla apoyada en la pared, junto a una puertecita que parecía conducir a un armario.
—¿Ves esa puerta? —preguntó Callie.
—Sí, la veo.
—Pues ahora mira esto.
Volvimos a salir al pasillo y Callie abrió otra puerta, situada un poco más allá de la pared de las fotos. La estancia que apareció ante mis ojos me recordó a la habitación familiar de la casa de Nia, solo que aquí la televisión parecía una pantalla de cine. También había una minicadena y una estantería que, en vez de tener libros, también estaba repleta de fotos, en su mayoría de Brittney Bragg, que posaba muy sonriente en compañía de varios famosos y políticos locales.
Callie se quedo mirándome mientras examinaba la habitación.
—¿Qué ves aquí? —me preguntó al fin.
—Que los Bragg son aún más paletos y autocomplacientes de lo que pensaba.
—Cierto —coincidió Callie—. ¿Y qué más?
Supuse que no me estaría preguntando por la decoración (demasiado acero cromado y cristal, para mi gusto).
—Ni idea —confesé—. Me rindo.
—No te desesperes —me dijo Callie—. Yo he estado aquí un millón de veces y nunca me había dado cuenta —se quedó callada unos instantes y después añadió—: Te doy una pista: ¿cómo de grande dirías que es esta habitación?
Miré de una pared a la otra y empecé a calcular mentalmente.
—No soy muy bueno para esto, pero diría que tiene unos seis metros de largo por cuatro y medio de ancho.
—Sí, eso es más o menos lo que pienso yo. Volvamos ahora al pasillo.
La seguí y nos detuvimos justo en el mismo punto en el que la había encontrado cuando llegué.
—¿Qué ves ahora?
Miré la pared llena de fotos, después la puerta del cuarto de limpieza y, por último, la puerta de la otra habitación. Entonces caí en lo que Callie quería decirme.
—Hay un espacio extra entre las dos.
Callie asintió con la cabeza entusiasmada. Volví a fijarme en la pared y pensé en el tamaño de las dos habitaciones en las que acabábamos de entrar. Aunque no fuera ningún experto en calcular distancias a ojo, estaba seguro que sobraban por lo menos tres metros que no correspondían a ninguna de ellas. Lo cual significaba que…
Callie me agarró del brazo y me giré para mirarla.
—¡Hay una habitación oculta! —susurré.
Los ojos de Callie centellaban por la sensación de triunfo.
—¡Sí! ¿Y dónde crees que está nuestra caja?