Capítulo 1
El lunes por la mañana, el despacho del subdirector Thornhill no parecía la escena de un crimen. Pero claro, desde mi posición E solo podía ver la puerta, sentado como estaba en el pasillo, a la espera de ser interrogado por la policía. Quién sabe, tal vez el interior estuviera lleno de sangre y cristales rotos, con una de esas siluetas dibujadas con tiza marcando el lugar donde cayó el cuerpo. Habían agredido a Thornhill entre las 18:00 del viernes (hora a la que se marchó la señora Leong, su secretaria y la última persona que había hablado con él) y las 7:00 del sábado. Fue entonces cuando el señor Richards entró en su despacho para preguntarle algo sobre los uniformes del equipo de fútbol y se lo encontró inconsciente en medio de un charco de sangre y con una brecha en la cabeza.
La imagen del subdirector desangrándose en el suelo me revolvió el estómago, así que intenté no pensar en los horrores que podría esconder aquella puerta. Recorrí el pasillo con la mirada y me topé con mi cartel de Como gustéis. Me lo había encargado el profe de dibujo, pero perdí todo mi interés por él cuando lo acabé. No me gusta revisar mis trabajos. Por muy satisfecho que te sientas con tu creación, en cuanto la terminas, empiezas a sacarle defectos por todas partes.
Viendo el cartel, recordé el día en que Amanda me soltó que no iba a actuar en la representación. Pensaba decirle a la señora Garner, la directora de la obra, que lo sentía mucho, pero que no tenía tiempo para hacer el papel de Rosalind.
—No lo entiendo. ¿Por qué hiciste la prueba sino querías el papel?
—le pregunté, jadeante, mientras me agachaba apoyando las —N manos en las rodillas. Sí, una pose de lo más masculina, lo sé.
Era temprano, el cielo apenas empezaba a teñirse de color, y había salido a correr para disfrutar de la soledad del invierno. Justo cuando tomaba la curva hacia la colina de Crab Apple, me encontré con Amanda. En los meses que llevábamos siendo amigos, me había acostumbrado a que apareciera de la nada en los lugares más inesperados, así que ya no me sorprendía cruzarme con ella de golpe (a veces literalmente) un día como aquel: al amanecer y en mitad del bosque.
Amanda estaba apoyada en un árbol. Llevaba un vestido de color verde pálido y (juro que no miento) una corona de margaritas en pleno febrero, cuando se acercó y me puso otra exactamente igual en la cabeza.
—Toma, podemos hacer que son de laurel —dijo, y se mordió el labio inferior, quedándose callada unos segundos sin dejar de mirarme—. Aunque tal vez las margaritas sean más apropiadas, teniendo en cuenta que eres un artista y no un poeta.
—O teniendo en cuenta que no soy ninguna de las dos —la corregí.
Amanda no paraba de repetir que yo era un artista. ¡Un gran artista! De hecho, apostaría a que me había inscrito en aquel concurso nacional de dibujo, solo para confirmar su teoría de que tengo talento.
—Si escuchas una voz en tu interior que te dice que no sabes pintar, nunca dejes de hacerlo: pinta una y otra vez sin parar, y la voz terminará callándose.
Era imposible no sonreír ante tal muestra de confianza, pero como solíamos tomarnos el pelo todo el rato, no le di demasiada importancia a sus comentarios.
—No intentes impresionarme con tus citas, Amanda Valentino.
—No intentes convencerme con tus inseguridades, Hal Bennett.
— Touché.
— Au contraire. Coulé.
Hice un gesto de resignación porque mis conocimientos de francés no iban más allá de touché (más tarde descubrí que coulé significaba ‘hundido’). Amanda sonrió y le salieron unas arruguitas en las comisuras de los ojos, enormes y de un tono gris verdoso.
—Parece que te has escapado de una leyenda griega —le dije, y no me refería solo a su vestido, sino también a la corona de margaritas, a las sandalias que calzaba e incluso al árbol en el que estaba apoyada.
—Me encantan los dioses griegos, ¿a ti no?
—Pues…
No es que me gusten o me dejaran de gustar, la cosa está en que nunca me había parado a pensar demasiado en los dioses griegos. Zeus, Poseidón… Todos tenían su punto, pero de ahí a que me entusiasmaran…
Amanda balanceaba los brazos mientras caminábamos, y seguía hablando.
—Son tan humanos… Sus ataques de celos, sus intentos desesperados por ocultar su verdadera naturaleza… —se detuvo y puso las manos a ambos lados de la cara—. Ahora los ves —dijo, y se tapó los ojos con sus dedos largos y estrechos— y ahora no los ves.
—Más te vale perfeccionar ese truco de la desaparición antes de decirle a la señora Garner que no vas a interpretar a Rosalind. Se pondrá furiosa cuando se entere.
Echamos a andar otra vez. El crujido de las hojas secas bajo nuestros pies era lo único que rompía el silencio de aquella mañana.
Amanda inspiró el aire frío y contuvo la respiración unos instantes, al tiempo que un escalofrío le recorría el cuerpo.
—¿No crees que ese es precisamente el problemas de todas las señoras Garner que hay en el mundo? Siempre están buscando una excusa para perder los papeles.
No podía estar más de acuerdo. Casi no conocía a la señora Garner, pero cuando hablé con ella sobre los bocetos preliminares del cartel de Como gustéis, no pude evitar sentir repelús por la forma en la que me agarraba el brazo o me daba las gracias una y otra vez como si le hubiera donado un riñón. «Hal Bennett», me dijo con los ojos desorbitados, «nos has salvado la vida». Sin darme cuenta, empecé a consolarla con palmaditas amistosas en el hombro, como si le hubiera dado una mala noticia en lugar de unos dibujos…
La señora Garner siempre había mostrado ese carácter tan peculiar desde que Amanda se presentó a la audición de la obra. Había causado verdadera sensación al arrebatarle el papel protagonista a Heidi Bragg (la reina de las Chicas I de nuestro instituto, el Endeavor High), que parecía tenerlo asegurado.
Me detuve y miré a Amanda fijamente a los ojos.
—¿Por qué has cambiado de idea? ¿Por qué ya no quieres actuar?
La verdad es que me daba igual que Amanda participase o no en la obra. Lo que sí me preocupaba era esa sensación, que ya entonces tenía, de que Amanda se iría de Orion, y de mi vida. El papel de Rosalind era como la garantía de que se quedaría en Endeavor por lo menos hasta la noche del estreno. El hecho de que renunciase incluso antes de empezar los ensayos, me hizo temer que la obra no era lo único que dejaría atrás muy pronto: nuestra amistad tenía fecha de caducidad.
—¿Que por qué ya no quiero actuar? —repitió, y levantó la barbilla para mirarme a los ojos—. Sencillamente, me he dado cuenta de que ese no es mi escenario, Hal.
—¿Y cuál es tu escenario?
Mi intención era preguntárselo de una forma desenfadada e incluso divertida, pero nunca antes le había hablado tan en serio. Amanda me sostuvo la mirada.
—La vida —respondió, retrocediendo unos pasos—. ¡El mundo es un escenario, Hal!
Entonces se arremangó la larguísima falda de su vestido y se marchó corriendo, cuan ninfa del bosque.
—¡Te echo una carrera! —exclamó, volviendo ligeramente la cabeza.
Y aunque una vez fui el velocista estrella del equipo de atletismo de Endeavor, Amanda me sacó tanta ventaja en la salida que ni siquiera intenté alcanzarla.
Meneé la cabeza para apartar a Amanda de mis pensamientos.
Necesitaba centrarme. La policía estaba a punto de interrogarme, y teniendo en cuenta que mis actividades extraescolares de las últimas dos semanas eran más que cuestionables, más me valía saber qué contestar.
Estaba de los nervios, y no precisamente porque me hubieran convocado sin ningún motivo. Todo lo contrario: ¡había montones de ellos! Por ejemplo, una semana antes de que agredieran al subdirector, Callie Leary, Nia Rivera y yo nos colamos en su despacho para averiguar, entre otras cosas, por qué pensaba que fue Amanda la que le pintó el coche y la que nos convenció para hacerlo. Por no hablar de la vez que, después de enterarnos del incidente, forzamos el coche de Thornhill para recuperar la nota que le había dejado Amanda. A Callie y a mí nos pareció verla cuando limpiamos el vehículo y, efectivamente, allí estaba.
Por primera vez en mi vida, comprendí que lo que en un momento dado puede parecer una gran idea, en realidad nunca deja de ser una auténtica locura. Lo que hace un par de días resultaba lógico e incluso necesario, ahora que iba a ser interrogado por las fuerzas de la ley me parecía una completa estupidez.
Eso sí, el hecho de que solo me hubieran llamado a mí me confirmó que la policía de Orion no estaba al tanto de las actividades ilegales que las chicas y yo nos traíamos entre manos. Pero entonces se abrió la puerta de entrada a dirección, y apareció Callie. Mi corazón dio un vuelco. Su llegada era claramente una mala señal. ¿Habríamos dejado huellas en el coche o algún rastro en el despacho de Thornhill?
Seguro, y por todas partes además.
A pesar de todo, me alegré mucho de verla. Callie me dirigió una sonrisa y vino a sentarse a mi lado. Cuando se apartó la melena pelirroja de la cara, me di cuenta de que volvía a tenerla rizada como el verano en el que nos hicimos amigos, antes de comenzar la secundaria. Solíamos salir juntos a pescar, escalar y descubrir cuevas ocultas en el bosque.
Todo aquello ocurrió antes de que se convirtiera en una Chica I, ese aquelarre de niñatas lideradas por Heidi Bragg que llevaban las riendas de nuestro curso. Me pregunté si su ruptura con Heidi y compañía tendría algo que ver con que dejara de alisarse el pelo, o era simplemente un cambio temporal. En cualquiera de los casos, estaba mucho más guapa así.
—Hola —le dije en cuanto tomó asiento.
—Hola —contestó Callie, dejando la mochila en el suelo.
Aunque la señora Leong no estaba en su escritorio para lanzarnos esa mirada asesina que tanto la caracterizaba, empezamos a hablar entre susurros.
—Esto es una mala señal, ¿verdad? —preguntó Callie.
—¿Que nos cite la policía después de que hayamos cometido unos cuantos allanamientos? ¿A eso te refieres?
Solo por si acaso, me agaché y fingí atarme las zapatillas. La otra secretaria estaba sentada al fondo de la zona de dirección, y había que disimular.
—Venga, Callie —susurré mientras me desataba los cordones para volver a anudarlos de nuevo—, somos unos genios del crimen. Ni siquiera saben que éramos tres.
—Eh… Bueno, respecto a eso…
Como Callie no terminó la frase, me enderecé y la miré. Ella me hizo un gesto hacia la entrada de la oficina, y cuando seguí su mirada me encontré con el rostro de Nia, al otro lado del ventanuco de la puerta. Al vernos, se le pusieron los ojos como platos, pero se acercó hasta nosotros sin decir nada.
Si Callie estaba guapísima, Nia parecía… una top model a la última.
Llevaba una chaqueta negra, corta y ceñida, y un pantalón pirata espectacular. Los tacones de sus zapatos de hombre resonaban sobre el suelo de linóleo mientras caminaba. Unas gafas al estilo de los años 50
cubrían sus ojos marrones. Como ya he dicho, normalmente no me fijo demasiado en cómo visten las chicas, pero en los últimos meses, Nia había pasado de llevar pantalones anchos y caídos a ser la reina de la moda.
Era imposible no darse cuenta.
Nia se sentó al lado de Callie, cruzó las piernas e hizo el gesto de dar una calada a un cigarro invisible. Después, con toda la tranquilidad del mundo, comentó:
—Vaya, ¿cómo vosotros por aquí?
Al otro lado de la estancia, la secretaria se levantó y desapareció en un cuartito que había junto a su escritorio. Un segundo después, escuchamos el sonido de un fax.
—¿Así que esta es la parte en la que nos ponemos de acuerdo sobre lo que vamos a decir? —preguntó Callie.
—¿Lo que vamos a decir sobre qué? —dijo Nia arqueando una ceja—.
¿Sobre por qué entramos en el coche de Thornhill o cómo conseguimos la llave de su despacho?
Me había olvidado por completo de la llave.
—Más bien sobre qué estabas haciendo el viernes entre las 18:00 y las 19:00 de la tarde —contestó Callie, sin dejarse amilanar.
—Supongo que decir que estábamos buscando a Amanda Valentino no será la mejor forma de probar nuestra inocencia —respondió Nia.
—O descartar que nos hayamos vuelto locos —añadí.
Recordé cómo habíamos recorrido Orion de punta a punta sin encontrar nada, salvo una serie de pistas con un mensaje de lo más simple: «Seguid buscando».
Y no éramos los únicos que buscábamos a Amanda, eso estaba claro.
En ese momento se abrió una puerta y los tres giramos la cabeza a la vez hacia la derecha para ver aparecer a la señora Leong. Pero esta no salió del despacho de Thornhill, sino de la sala de al lado. Siempre pensé que se trataba del cuarto de limpieza, pero se ve que no era así.
Estiré el cuello y pude distinguir una mesa y un par de sillas. Me estaba preguntando si aquel cuartito tendría otra puerta que conectara con el despacho de Thornhill, cuando, sin saber cómo ni por qué, tuve un presentimiento: tenía que entrar en el despacho de Thornhill sí o sí.
A veces tengo esa clase de corazonadas, una especie de sexto sentido. Y
hasta ahora nunca me ha fallado. Así me di cuenta de que el grafiti de Amanda en el coche era un mensaje y no un simple dibujo, y también supe que no fue un padre cabreado el que agredió a nuestro subdirector, algo que estaba claramente relacionado con la desaparición de nuestra amiga.
No es que tenga poderes psíquicos, pero…
La señora Leong salió al pasillo y pasó a nuestro lado con el rostro bañado en lágrimas.
¿Debería decirles a las chicas lo que pensaba? ¿Pedirles ayuda? Igual era mejor que no lo supieran. Justo cuando decidí esperar a que interrogaran a una de ellas para colarme en el despacho de Thornhill sin involucrarlas en el asunto, la secretaria que había mandado el fax salió del cuartito y se sentó en la mesa junto al despacho de Thornhill.
El plan A, descartado.
Entonces empezó a sonar un teléfono y, cuando la secretaria fue a cogerlo, me giré hacia las chicas y les dije en voz baja y apremiante: —Tal vez os parezca una locura, pero tengo que entrar en el despacho.
Nia levantó las cejas.
—Esto me suena. Creo que estoy teniendo un déjà vu.
—Hal… —dijo Callie, claramente preocupado—, ¿no crees que…?
Volví la vista hacia la sala que siempre creí que era el cuarto de limpieza. El pomo empezó a girar: alguien estaba a punto de abrir la puerta desde dentro. Se me acababa el tiempo.
—No puedo explicarlo —añadí rápidamente—. Necesito unos minutos unos minutos a solas ahí dentro, ¿vale? Distraedlos de alguna for…
La puerta se abrió, y alguien dijo mi nombre.
—¿Henry Bennett?
El poli parecía recién salido de un casting para el episodio de CSI: Orion. Era un tipo enorme, de unos dos metros por lo menos. Llevaba el uniforme impoluto y bien planchado, y el pelo rapado como si estuviera a punto de embarcarse con los marine rumbo a un destino desconocido.
Tenía una pistola enfundada en la cintura.
—Hal… —repitió Callie, casi suplicándome.
—Sé lo que hago —murmuré, sin mover los labios.
Me levanté y me eché la mochila al hombro, preguntándome si alguna vez había soltado una mentira tan grande como aquella. Ya fue bastante aterrador entrar en el despacho de Thornhill mientras este vigilaba a los castigados en la biblioteca, en la otra punta del instituto.
¿De verdad pesaba hacer lo mismo con un agente de la ley (y, para ser exactos, un agente cuyos bíceps estaban a punto de romper las costuras de su uniforme) al otro lado de la puerta?
Pasé frente al policía y me senté donde me indicó. Tenía la boca seca. La habitación no tenía ventanas y era poco más que un trastero: había una mesa cuadrada con cuatro sillas a su alrededor, que ocupaban casi todo el espacio. Pero ni las dimensiones liliputienses ni el olor a café rancio que flotaba en el ambiente me preocupaban en absoluto. Lo único que me traía de cabeza era la puerta que quedaba a mi espalda.
Una puerta que solo podía conducir a un lugar: el despacho del subdirector.
—Muy bien, así que eres Henry Bennett.
—Hal —le corregí—. Nadie me llama Henry.
En realidad, mis padres me llamaban así cuando me metía en algún lío, así que lo que dije no era del todo cierto. Pero tenía la impresión de que aquella no sería la última verdad a medias que diría al agente Nick Marsiano (según ponía en la inscripción de su placa).
—Hal —repitió, aunque estaba claro lo poco que le importaba cuál fuera mi nombre.
Se recostó en la silla, cruzó los brazos y se puso a mirar al techo, como si estuviera leyendo un guion escrito en el fluorescente que zumbaba por encima de nuestras cabezas.
—Muy bien, Hal —hablaba con voz tranquila, casi amistosa—, ¿por qué crees que os he hecho llamar, a ti y a tus amigas?
—Hummm… ¿Por qué se siente solo? —fue mi respuesta.
En menos de un segundo, el amistoso policía que miraba distraídamente al techo se convirtió en una versión más temible del agente Marsiano, apuntándome con un dedo acusador en toda la cara.
—No te hagas el listo conmigo, Hal Bennett. El viernes pasado, un hombre estuvo a punto de ser asesinado en esa habitación —señaló la puerta que estaba a mi espalda—. Alguien destrozó las cámaras de seguridad, irrumpió el edificio y atacó al subdirector del instituto. Así que quiero que me cuentes lo que sabes.
—Pero, agente, ¿por qué tendría que saber yo algo sobre el ataque al señor Thornhill? —pregunté.
Y era cierto. Sí, puede que supiera algunas cosas sobre Thornhill que no tendría por qué saber. Y sí, sin duda había hecho cosas que no debería haber hecho… Pero no tenía ni idea de quien le había atacado ni por qué.
—Claro, claro, Hal Bennett. ¿Por qué las tres personas que crearon el…
—consultó el nombre en un papel que tenía delante— «Proyecto Amanda» deberían saber algo sobre la misteriosa agresión a Roger Thornhill?
Me sorprendió tanto su insinuación que fui incapaz de reaccionar.
—¿Qué?
Pensé que me preguntaría por el asalto al coche de Thornhill o incluso por la grabación de vigilancia que sacamos de su ordenador (¿lo habría averiguado la policía forense al revisar su ordenador?, y, lo que era más importante aún, ¿podían hacer eso los agentes forenses del departamento de policía de Orion?), pero ¿qué tenía que ver nuestra web con que alguien atacara al subdirector?
El oficial Marsiano estaba disfrutando con mi desconcierto. La expresión de su cara lo decía todo.
—Parece que ya nos vamos entendiendo, ¿eh? —su voz sonaba amenazante y dulce a la vez, como un filo de una navaja untada en miel—. Sí, Hal —dijo, pronunciando mi nombre de tal forma que se me erizó el cabello y deseé que volviera a llamarme Henry—, tus amigas y tú os creéis muy listos, ¿verdad? Pensasteis que…
Y entonces se oyó un grito agudo e histérico al otro lado de la puerta: procedía de la zona de dirección.
—¡No lo soporto más!
Reconocí la voz de Callie de inmediato. Por un instante, quise mandar a paseo al agente Marciano y correr a consolarla, pero justo cuando todos mis músculos de mis piernas empezaban a tensarse, me di cuenta de lo que ocurría.
Callie estaba poniendo en marcha mi estrategia.
—¡Tranquilízate! No va a pasar nada —aunque la estaba animando, la voz de Nia sonaba casi tan histérica como la de Callie—. ¡Callie, basta!
—¡Chicas, chicas! —no paraba de exclamar la secretaria.
En un abrir y cerrar de ojos, el agente Marsiano se puso de pie y cruzó la estancia en dos zancadas.
—¿Se puede saber qué está pasando aquí, señoritas? —preguntó al tiempo que salía dando un portazo.
El principio de la explicación de Nia («Callie está fuera de…») fue lo único que me dio tiempo a oír antes de salir disparado por la puerta.
Solo que por una completamente diferente.