Capítulo 10

Nia dio una palmada y luego un giro sobre sus talones.

—¡Madre mía! ¡Tú sí que eres James Bond en persona! Parece N mentira que hasta hace nada escribieras tu nombre terminando en i.

—Voy a hacer como si no lo hubiera oído —replicó Callie, pero por su sonrisa estaba claro que no le había molestado en absoluto el comentario de Nia.

No perdimos más tiempo y abrimos la carpeta. Por lo finita que era, no esperaba encontrar dentro una novela, pero daba por hecho que habría un puñado de informes médicos y alguna información sobre sus parientes cercanos, datos sobre si era alérgico a la penicilina o cosas así. Pero lo único que había era un papel con el membrete del hospital y apenas tres frases:

«Roger Thornhill fue ingresado en el Hospital General de Orion el 24 de marzo, tras sufrir un traumatismo cerebral en el hueso esfenoides que el provocó lesiones intra-axiales. El 27 de marzo fue trasladado del centro para quedar bajo el cuidado del Dr. Joy, en su laboratorio de Baltimore (Maryland). Los informes médicos del señor Thornhill quedan bajo custodia del Dr. Joy, cuyos datos se especifican más abajo».

El nombre del lugar donde se encontraba Thornhill estaba tachado y la firma que había debajo estaba era ilegible.

En la parte inferior de la página había dos letras garabateadas: la primera podría ser cualquier cosa, y la segunda parecía una J.

—Ha desaparecido —susurró Nia.

Callie sostuvo el papel en alto para examinarlo a la luz del ocaso.

—Es imposible leer lo que pone debajo de este tachón. No se distingue ni una sola letra —nos miró con impotencia—. No lo pillo. ¿Se supone que debemos buscar a ese tal doctor Joy?

—¿Y cómo podría Amanda saber algo de él? El mensaje era que fuéramos a ver a Thornhill —señaló Nia, cada vez más exasperada.

—O puede ser —propuso Callie— que nos mandara a buscar a Thornhill porque sabía que eso nos conduciría al doctor Joy.

La mención de Baltimore me recordó a Frieda. No había vuelto a tener noticias suyas. ¿Sería una simple coincidencia que Amanda me hubiera llevado a la misma ciudad donde el doctor Joy tenía su laboratorio?

—Entonces, ¿por qué no nos mandó directamente a Baltimore, a buscar a ese tal doctor Joy? —preguntó Nia, visiblemente afectada por aquella nueva decepción.

—Amanda conoce a una mujer en Baltimore, una artista llamada Frieda —dije—. Un día me la presentó. ¿Creéis que puede haber alguna conexión entre ella y ese médico?

Las dos se quedaron mirándome, sus ojos parecían rogarme que encontrara una solución, y pronto.

¿Pero qué podía hacer? No tenía ni idea de por qué Amanda nos había enviado ese centro de flores, ni por qué me había dejado un reloj con esa inscripción tan misteriosa, ni por qué Louise nos había dado una caja que éramos incapaces de abrir.

—Puf —suspiré—. Ni siquiera sabemos cuál es su verdadero apellido…

Por segunda vez, Callie y Nia intercambiaron esa mirada que tanto ponía en duda mi cordura. Lo había dejado pasar cuando estuvimos en Tócala Otra Vez, Sam, pero después de todo lo que nos había pasado aquella tarde, ya no podía más. Mi paciencia había llegado a su límite.

—¿Sabéis qué? Me largo —me acerqué a mi bici y le quité el candado.

Cuando Nia y Callie me llamaron, me di la vuelta para gritarles—: ¡No estoy loco!

Por supuesto que no. De repente, otra idea me vino a la mente.

—Y si lo estoy, ¡es por culpa de Amanda!

Pasé una noche horrible, sin dejar de darle vueltas al coco. Al día siguiente, cuando me crucé con Callie en el vestíbulo del instituto, me sentía terriblemente avergonzado por mi estallido de furia. Al ver que ella me saludaba como si no hubiese ocurrido nada, me entraron ganas de abrazarla.

—Hola —me dijo con una sonrisa—. He traído la caja —añadió señalando su mochila.

Levanté los pulgares, intentando poner algo de optimismo a la situación. Sí, había que ser positivos: después de todo lo que había ocurrido, las cosas tenían que mejorar. Nunca volvería a discutir con ellas, y empezaba a confiar en que lograríamos abrir la caja durante el ensayo, y que allí encontraríamos la respuesta a algunas de las incógnitas que rodeaban a Amanda. Seguro.

—¡Vamos a conseguirlo! —exclamé apoyando una mano en la espalda de Callie, embargado por una curiosa mezcla de entusiasmo y esperanza.

Nia nos llamó y nos saludó desde el otro lado del vestíbulo. Su camiseta azul eléctrico destacaba muchísimo entre la multitud, y recordé los tiempos en que la mayor preocupación de Nia era pasar desapercibida.

Nos abrimos camino hacia ella y, cuando llegamos, Nia hizo una pompa con el chicle, como si así quisiera borrar todos aquellos días en los que había sido una don nadie. Comparado con Nia, Cisco Rivera era un chaval de lo más normal (aunque a algunas os pueda parecer una locura); guapote, sí, y un buen atleta también, pero mucho menos interesante que su hermana. Me pregunté durante cuánto tiempo seguiría siendo el «guay» de los hermanos Riviera.

Por cierto, Nia tampoco hizo ningún comentario sobre mi rabieta del día anterior.

—Muy bien chicos. Atravesamos esa puerta, firmamos lo que haya que firmar y después nos recluimos en un rincón a solas con eso —dijo señalando la mochila de Callie.

—¡De acuerdo! —exclamó Callie, pero me dio la sensación de que su entusiasmo era un poco forzado.

—¿Estás bien? —le pregunté en voz baja mientras seguíamos a Nia al interior del salón de actos.

—Sí, claro —respondió rápidamente—. Es solo que…

Entonces alguien empezó a dar voces desde el otro lado de la sala: Heidi Bragg.

—¡Solo porque vaya a ir vestida de chico, no quiere decir que no pueda estar divina!

Sentada al borde del escenario, se apartó un mechón de pelo de la cara y dirigió una sonrisa a todas las personas que estaban repartidas por las butacas del auditorio, montando su numerito de diva.

—Es… ella —susurró Callie señalando a Heidi con la barbilla.

Cuando propuse la idea de aprovechar los ensayos para examinar juntos la caja, me había olvidado por completo de que Heidi era la principal de la obra. Ahora que caí en la cuenta, me sentí fatal.

—Ay, Callie, no sé en qué estaba pensando. Si te sientes incómoda… no te preocupes, ya nos encargaremos nosotros de la caja. Es una locura que estés aquí.

Nia se paró en seco en mitad del pasillo de butacas, y Callie y yo estuvimos a punto de llevárnosla por delante.

—Menudo panorama, ¿eh? —comentó pero por la expresión de su rostro, parecía más inquieta que cabreada.

Probablemente se dio cuenta de lo violenta que podía ser esta situación para Callie. Nia y Heidi nunca se habían llevado bien, pero entre Callie y Heidi las heridas del pasado aún no habían cicatrizado.

—Oye, Callie —dijo Nia fingiendo serenidad—, si prefieres no quedarte, lo entendemos, no pasa nada…

Callie se echó atrás la melena rizada en un gesto que, irónicamente, recordaba un poco a Heidi. Sus ojos desafiantes empezaron a centellear.

—¿Y qué queréis que haga? ¿Qué me quede me casa esperando junto al teléfono? De eso nada, monada.

No sé si fue mi imaginación, pero me pareció que sacaba pecho mientras lo decía.

Al escuchar la voz de Callie, Heidi giró la cabeza hacia nosotros. Esperé a que soltara alguna bordería como la vez que se puso a insultarla, cuando Callie se sentó con nosotros en la cafetería pasando de sus antiguas amigas, las Chicas I. Pero en vez de eso, Heidi nos miró fijamente durante unos instantes y después apartó la vista sin decir una palabra.

Lejos de sentirme aliviado por su silencio, me estremecí. Esa chica daba miedo. Desde que puse los pies en Orion, todos hablaban sin parar de lo buena que estaba Heidi Bragg, pero a mí siempre me había dejado frío. No había duda de que era guapa, pero en un sentido completamente… sintético. No veía que se diferenciara demasiado de uno de esos maniquíes que vemos en las tiendas de ropa.

—Vamos, chicos. Tenemos que encontrar a la señora Garner —dijo Nia, como dándonos a entender que lo mejor que podíamos hacer era ignorar la mirada de Heidi.

—Vale, vale, estaba equivocado, lo admito —me defendí—. Denúnciame si quieres.

—Pienso hacerlo, Hal Bennett, y tranquilo, que serás el primero en saberlo —dijo Nia, intentando que no se le cayeran los alfileres que tenía entre los labios, y pasó a mi lado cargada con una inmensa pila de ropa, arrastrando una cola de tela tras de sí.

Desde el momento en que le dijimos quiénes éramos y por qué estábamos allí, la señora Garner nos puso a trabajar. Antes de que pudiéramos decir nada, Callie y Nia quedaron al cuidado de la señora Hayworth, la profesora optativa de Economía del hogar. Solo habíamos coincidido un par de veces, cuando salieron del almacén cargadas con telas e instrumentos de costura. Desde entonces, no las había vuelto a ver.

Y yo tampoco es que estuviera ocioso precisamente. El bosque de Arden, pintado en la tela que haría las veces de decorado, parecía obra del hijo de Jackson Pollock y Georfia O’Keeffe. Estaba compuesto por unas extrañas figuras alargadas y una serie de manchurrones que supuse que eran arbustos, o tal vez las cabañas de los gnomos de Arden (aunque, por lo que recuerdo de las lecturas en clase de Lengua, no me suena que hubiera gnomos en esta obra).

—Enséñanos un poco de tu magia, Hal —dijo la señora Garner.

Sin ningún tipo de reparo, me dio un abrazo delante de todo el mundo.

Los ojos le brillaban como si estuviera a punto de echarse a llorar.

—Confío en ti —añadió en un susurro.

—Pues… gracias —murmuré.

En vista de lo horrible que era el bosque de la tela, tuve que contenerme para no pedirle un soplete en lugar de las brochas y lo botes de pintura, que me mostró a continuación.

Me llevó veinte minutos encontrar a alguien que supiera subir y bajar las telas de los decorados porque, aunque había un montón de gente pululando por allí, nadie tenía ni idea de cómo funcionaba el mecanismo. Siempre terminaban diciéndome que era mejor que esperase a la señora Wisp antes de meter mano en los decorados.

—No les estoy metiendo mano, solo los estoy arreglando —le solté a la última persona a la que pedí ayuda, que, como todas las demás, se limitó a encogerse de hombros cuando le dije que bajara el maldito decorado.

¡Tampoco pedía tanto! Solo un poco de tranquilidad para poder trabajar en mis dibujos, o pasar un rato a solas con las chicas para resolver por lo menos una de las incógnitas que nos había dejado Amanda. Pero en vez de eso, me vi encaramado a una escalera y estirando el brazo a más no poder para alcanzar la tela del decorado. Mi intención era convertir lo que parecía un platillo volante verde en algo que recordase (aunque solo fuera un poquito) un elemento de la naturaleza.

Amanda Valentino, cuando te encontremos, pagarás por esto.

Pero al fin y al cabo estaba pintando, y la cosa no habría estado tan mal de no ser por tener que escuchar a Heidi Bragg profanando el texto de Shakespeare. Admito que no soy un gran fan del Bardo, pero sus versos jamás habían despertado un deseo tan fuerte de salir por patas. Heidi era una actriz horrible, siempre sobreactuaba. Sus pausas dramáticas y su evidente falta de oído musical para recitar los soliloquios eran una verdadera tortura. ¿Qué había hecho yo para merecer me eso? Llegó un punto en el que no me habría importado gritar a los cuatro vientos todo lo que sabía sobre Amanda si con ello hubiera conseguido cerrarle el pico a Heidi.

Por lo general, cuando estoy pintando, ni siquiera me entero del móvil; pero en aquella ocasión, di gracias al cielo cuando sonó, pues así podría distraerme un poco de la pésima interpretación de Heidi. Estaba tan ansioso por saber quién llamaba que, cuando fui a contestar, se me cayó la brocha al suelo, a tres metros de mis pies. Vi que tenía un mensaje de texto. Era de Cornelia.

AKBAN D PUBLICAR STO.

NO SÉ SI S LO Q SPERABAS.

S D LibreXaSerTú&Yo.

LibreXaSerTú&Yo. ¿Sería el Nick de Frieda? A continuación, mi hermana había incluido el texto del post.

HAL. SI ERES TÚ EL QUE ME ENVIA SMS

MÁNDAME UN SMS DICIENDO

QUÉ TE COMPRASTE EL DÍA

QUE NOS CONOCIMOS EN BALTIMORE.

—Vamos, Hal. Ya tienes la ropa guay, el peinado moderno y el pendiente. Ahora solo te falta esto para completar tu look.

—V —Deja de comerme la oreja, Valentino. Paso de todo ese rollo de los looks y otras chorradas por el estilo —respondí, un poco cohibido.

Estábamos en una tienda de ropa vintage, en el centro de Baltimore.

Amanda sostenía en alto una vieja chupa de cuero. La cremallera de plata centellaba en contraste con el desgastado material.

Amanda vestía una falda ceñida y una chaqueta de color azul marino, y tenía el pelo recogido en un moño. Llevaba unas zapatillas grises y unas medias con costuras en la parte trasera. Normalmente no me fijaba tanto en su aspecto, pero hoy era clavadita a las fotos de mi abuela, que había trabajado de secretaria en el Nueva York de los años 50.

—Hal Bennett, ¿de verdad pasas de tener tu propio look? —me preguntó ladeando la cabeza, como si le estuviera tomando el pelo.

—Déjalo, anda —le dije agarrándola del brazo que no sostenía la chaqueta—.

Vamos a ver a Frieda.

El tono de mi voz debió convencerla de que estaba diciendo la verdad, porque dejó caer la chaqueta al suelo como si tal cosa.

Después, tomó mis manos entre las suyas y se quedó mirándome fijamente durante lo que me pareció una eternidad.

—Tienes un look, Hal, una estética. Pareces una persona con una profunda sensibilidad: un pintor que además toca la guitarra y es capaz de correr cinco kilómetros en menos de quince minutos.

Pese a la intensidad de su mirada, o puede que debido a eso mismo, me eché a reír.

—Mira, sobre lo de ser sensible no te sé decir, pero en cuanto al resto… No parezco ninguna de esas cosas Valentino. Es lo que soy.

—¡A eso me refiero! —exclamó, y a continuación se agachó, recogió la chaqueta y me obligó a probármela.

Con Amanda era mejor tomarse las cosas con humor y no discutir, así que me puse la cazadora sin rechistar y ella se colocó frente a mí para alisarme el cuello.

—¡Ajá! —dijo como si estuviera muy contenta contemplando un cuadro que acabase de pintar.

—¿Satisfecha? —pregunté.

Me hizo moverme unos pasos a la izquierda y darme la vuelta para que me mirase en el espejo de un probador.

Debo admitir que la cazadora me sentaba de miedo. Era amplia de espaldas y se estrechaba en la cintura. Parecía que acababa de bajarme de la moto rumbo a una fiesta de los Rolling Stones.

—No negaré que tienes un buen ojo para la ropa, Valentino.

No obstante, empecé a sentirme fuera de lugar, porque nunca llegaría a molar tanto como aquel chaval que aparecía ante mis ojos en una chupa de cuero.

—Venga, vámonos de una vez —dije al tiempo que empezaba a quitarme la cazadora.

Pero Amanda me detuvo poniéndome una mano en el pecho.

—Ahora vas a decirme que la ropa define a la persona que la lleva y que por eso tengo que comprarme esta cazadora, ¿no es así? —le dije.

Amanda negó lentamente con la cabeza.

—¿No lo entiendes, Hal?

—¿El qué? —de repente, pasamos de estar bromeando a hablar completamente serio.

—La naturaleza nos crea para que seamos nosotros mismos, no para que finjamos ser alguien que no somos.

Esta vez fue mi turno de negar con la cabeza.

—Sigo sin pillarlo —admití.

Amanda me respondió sonriendo:

—Te estoy diciendo que no necesitas esta cazadora para dejar de ser como eres. Y por eso… insisto: cómpratela.

Con el corazón acelerado, introduje el número de Frieda y empecé a escribir la respuesta. Estaba tan nervioso que ni siquiera me paré a acortar las palabras, como hacía siempre.

UNA CAZADORA NEGRA DE CUERO

ESTILO VINTAGE. HAL.

Apenas unos segundos después, mi móvil volvió a sonar. Abrí el nuevo mensaje que me acababa de llegar y el texto se desplegó en la pantalla.

TNEMS Q VERNS. COGE EL TREN D LS 13:42 A BLATIMORE EL SBADO.

NO VOLVEREMS A HBLAR HSTA NTONCS.

Había una última frase: seis palabras en las que no faltaba ni una sola letra.

NO SE LO DIGAS A NADIE.