Capítulo 6

Cuando abrí la puerta de casa, me encontré a mi madre, plantada en mitad del pasillo con los brazos en jarras. Parecía que llevaba C horas en esa misma posición.

—¡Henry Bennett! —exclamó nada más verme.

No sé por qué me dio tanto miedo el agente Marsiano, cuando mi madre era infinitamente peor.

—¿Eres consciente de que un hombre ha sido agredido en el instituto?

Te llamé tres veces al móvil cuando salí de trabajar y no me lo cogiste, y cuando hablé con tu hermana, me dijo que aún no habías llegado a casa. Estaba empezando a pensar que te había pasado algo, ¿pero es que no te das cuenta?

Mamá lanzaba chispas por los ojos, así que decidí ahorrarme la coña de que si estaba allí ahora mismo hablando conmigo, era porque, lógicamente, no me había pasado nada.

—Lo siento mucho, mamá —dije sin pensármelo dos veces.

—Más te vale que lo sientas, y más te vale seguir sintiéndolo en la cocina mientras pones la mesa. Después lavarás los platos y te pondrás a hacer los deberes. Y nada más, ¿entendido? Ni consola, ni guitarra, ni internet.

—Vale, está bien —respondí rápidamente, y la seguí hasta la cocina, donde Cornelia estaba haciendo los deberes.

Mamá es una madre estupenda, pero sus habilidades como cocinera dejan bastante que desear (digamos que lo de quemar el asado no cogió a nadie por sorpresa). Cuando reformamos la cocina el año pasado, le preguntó en broma al contratista si en lugar de poner un fogón podíamos poner un teléfono con los números de todos los restaurantes de comida a domicilio guardados en la memoria. Cuando vi el menú de la pizzería John’s abierto sobre la encimera, me imaginé que el timbre de la puerta no tardaría en sonar.

Mientras me encargaba de poner la mesa, mamá abrió un paquete de ensalada y la aliñó con un poco de aceite y vinagre, murmurando cosas como «se va a ensayar con un grupito sin decir nada» y «se cree demasiado importante como para llamar a su madre». Por lo visto pensaba que había estado con los compañeros de clase que, hace un par de semanas, me invitaron a tocar con ellos en el próximo concurso de talentos. Ante la idea de que me había pasado la tarde interpretando riffs de Bob Dylan con la guitarra, no supe si echarme a reír o a llorar.

Ojalá mi vida fuera tan… normal.

Después de sacar la vajilla de plata del cajón, abracé a mi madre y le di un beso en la mejilla.

—Tranquila, mamá. Aunque me convierta en una estrella de rock, no me olvidaré de ti. Te lo prometo —le di otro acuchón y ella no se resistió, lo que significaba que ya se le estaba pasando el cabreo.

—Puedes olvidarte de mí, no me importa en absoluto —se burló Cornelia sin levantar la mirada de su cuaderno.

—¿Quién has dicho que eras? —pregunté.

—Ja, ja, ja, qué risa —respondió Cornelia, con sarcasmo, antes de colocarse la coleta y seguir estudiando.

La gente dice que mamá, Cornelia y yo nos parecemos mucho. Supongo que lo dirán porque todos tenemos los ojos azules y la piel muy clara; pero en mi opinión, no soy ni la mitad de guapo que ellas. No debería decir esto de mi propia madre, pero he visto fotos suyas de joven y (como diría Amanda) era un auténtico bombón. Y cuando Cornelia era un bebé, la gente se paraba por la calle a decir lo preciosa que era: todavía es demasiado pequeña para ser un pibón, pero todo apunta a que se convertirá en una chica guapísima cuando crezca (por supuesto, jamás le he dicho nada de todo esto). Ya es más alta que la mayoría de sus compañeras de clase y tiene el pelo de un color rojizo tan bonito como el de mi madre.

Nunca me he preocupado demasiado por mi aspecto, pero este verano vino a visitarnos una amiga de la familia, que estudió en Francia, con su marido y con su hija de dieciséis años. Charlotte (la hija) era bastante maja, pero no dejó de darme la tabarra diciéndome que tenía que vestir mejor y peinarme de otra manera porque y cito textualmente: «Hal, eges pgesioso». Aunque me daba un palo tremendo, me fui con ella de compras y acabamos en el salón de belleza.

Charlotte le dijo a la peluquera cómo tenía que cortarme el pelo, ya que según ella, mi peinado no era «pgesioso» sino un completo «desastge». Sentado como estaba en uno de los sillones, con la cabeza cubierta por un mejunje grumoso y con una chica vestida de lycra dándome clases sobre cómo tenía que darle forma a mi pelo, me puse a pensar en los grandes artistas a los que admiraba: Picasso, Rembrandt, Giotto… La peluquera me dijo que debía pensarme muy seriamente lo de ponerme mechas, pero eso ya me pareció demasiado.

Era difícil imaginarme a Miguel Ángel poniéndose mechas.

—Últimamente hay muchos clientes que se las ponen —dijo mientras me alborotaba el pelo, estirándolo hacia mis mejillas—. Te quedarían genial porque resaltarían ese tono de piel tan bonito que tienes.

Le dije que me lo pensaría solo para que Charlotte me dejara irme de allí de una vez. Salí tan cabreado que me fui directamente a la joyería del otro lado de la calle para hacerme un pendiente en la oreja. No sé muy bien por qué lo hice; supongo que después de tirarme un día entero con una persona diciéndome qué comprar, qué llevar y cómo ondear mi melena, necesitaba tomar (al menos) una decisión por mí mismo. El resultado fue que, además de dolerme como una muela picada, mi madre le dio un infarto cuando vio el aro de oro. No obstante, me alegro de haberlo hecho. En parte porque me gustaba cómo me quedaba, pero sobre todo porque me recuerda un momento en el que fui yo quien tomó la iniciativa.

Después de cenar sonó el teléfono, pero ni Cornelia ni yo fuimos a cogerlo. Seguramente sería una de las amigas de mi madre, que llamaba para saber si estaba libre el viernes por la noche. Cada vez que ocurría algo así, mamá se quedaba media hora enganchada en el teléfono, por lo menos.

Puede que Cornelia y yo nos parezcamos físicamente a ella, pero en todo lo demás somos igualitos a nuestro padre. Mi madre es una persona muy sociable, siempre mantiene contacto con todo el mundo. Cuando mi hermana y yo éramos más pequeños, tenía un trabajo de jornada completa. Era presidente de Asociación de Padres, hacía un montón de servicios para la comunidad y aun así sacaba tiempo para ayudarnos a Cornelia y a mí a hacer dioramas de El león, la bruja y el armario. Entre medias de todo eso, se las ingeniaba para quedar con todos sus amigos del trabajo, de la universidad, del club de lectura, los padres de nuestros compañeros de clase…

Me echaba a reír cada vez que recordaba las discusiones que tenían mis padres antes de que nos mudáramos a Orion, cuando mi madre le decía que se iba a sentir muy sola aquí. Vinimos porque a mi padre lo trasladaron en el trabajo, lo cual también resultaba irónico, porque viaja tanto que podríamos decir que trabaja en todas partes menos en Orion. En menos de una semana (bueno, tal vez exagero, pero creo que ya habéis cogido la idea), mi madre consiguió un puesto importante como secretaria de la universidad, y en un abrir y cerrar de ojos, empezamos a recibir llamadas todos los días. Siempre era algún nuevo amigo que quería invitar a mis padres a cenar o a salir por ahí.

Parecía que llevábamos toda la vida en Orion, y no solo unos pocos meses.

Eso sí, si echabas un vistazo al comedor durante alguna de estas quedadas, te dabas cuenta de que todas las parejas que venían a casa lo hacían porque al menos uno de ellos era amigo de mi madre, y no de mi padre. De hecho, lo cierto es que mi padre no parecía tener ningún amigo, ni siquiera de esos de la universidad o del instituto a los que quieres mucho pero a los que solo ves en contadas ocasiones. Mi padre siempre se aísla un poco cuando está con gente.

No es que se quede apartado en un rincón, ni nada por el estilo, simplemente está… a lo suyo. Como si estuviera solo, incluso en medio de la multitud.

Siempre he pensado que se debía a su timidez, pero ahora me preguntaba si habría algo más, aparte de su propia personalidad.

¿Por qué estábamos en esa lista?

x0xOcallicatx0x0: Esta caja es increíble.

Cuando salimos de Tócala Otra Vez, Sam, llegó el momento de decidir quién se quedaría con la caja. Yo descarté la idea de guardarla en mi casa. Mi madre no es especialmente fisgona, pero siempre anda por mi cuarto abriendo y cerrando cajones cuando hace la colada, así que no sería raro que terminaría encontrándola y preguntándome de dónde la había sacado. Y como la madre de Nia sí que era una cotilla, le dimos la caja a Callie.

Aunque su padre hacía todo lo posible por mantenerse sobrio y cuidar de ella lo mejor que podía, seguía siendo un poco más… distraído que los padres de Nia o los míos.

vidaSarteSvida94: Descríbenosla un poco mejor. No se ve bien en la foto que has mandado.

NAR1010: Sí, con el flash de la cámara no se ven bien los detalles.

x0xOcallicatx0x0: Tiene unas cositas que parecen botones.

NAR1010: ¿Has probado a pulsarlos?

x0xOcallicatx0x0: ¿Tú que crees?

Como nadie escribió más durante un rato, me puse a mirar la foto de la caja para intentar localizar los botones de los que hablaba Callie. De repente, me empezó a sonar el móvil y lo cogí sin apartar los ojos del ordenador.

Era Callie.

—Tengo a Nia en la otra línea. Hemos pensado que deberíamos subir la foto de la caja a la web.

—No sé, Callie —dudé al recordar la advertencia de Louise—. ¿Y si esa gente de la que hablaba Louise ve la foto en nuestra web?

—¿Y que pasa si la ven? ¿Qué van hacer, asaltar nuestras casas y robarla? —replicó Nia con una risita. Pero a Callie no le pareció tan divertido.

—Nia, es posible que esa gente sea la misma que atacó a Thornhill en su despacho. ¿Crees que dudarían un segundo en asaltar nuestras casas?

Desde que la conozco, he aprendido que es mejor no contradecir a Nia, pero nunca deja de sorprenderme.

—Es cierto, tienes razón —dijo tras una leve pausa.

En ese momento, la puerta de mi habitación crujió y casi me caí de la silla del susto. Aquella conversación sobre robos y allanamientos de morada me había puesto los nervios de punta.

Pero solo era Cornelia, cargada con un bol de helado de chocolate.

—Según mamá, esto es lo único que te mereces.

Le di las gracias y cogí el bol. Mi hermana aprovechó para acercarse al ordenador y examinar la foto de la caja que había en la pantalla.

—Como se entere mamá de que estás conectado, te va a caer una buena bronca.

—Vale, pues entonces estamos de acuerdo, ¿no —le dije a las chicas, ignorando a Cornelia—. No colgaremos la foto en la web, solo nos centramos en descubrir cómo narices funciona esa caja.

Nia soltó una de sus réplicas.

—¿Y cuándo se supone que vamos a hacerlo? Mi madre me ha dicho que tengo que volver a casa inmediatamente después del instituto, si no quiero quedarme castigada de por vida.

En esencia, exactamente lo mismo que me había dicho la mía durante la cena.

—¿Qué te parece a la hora de comer? —propuse.

—Por mi bien —respondió Nia.

—Yo no puedo —suspiró Callie —. La señora Watson me ha pedido que le dé clases de apoyo a Ryan Lewis. Durante toda la semana le estaré echando una mano con las mates a la hora de comer.

Yo nunca había tenido nada en contra de Ryan Lewis. Íbamos juntos a clase de Biología y creo que incluso salimos juntos a correr un par de veces el año pasado. Pero solo de pensar que Ryan iba a pasar todo ese rato a solas con Callie durante toda la semana, empecé a odiarle con toda mi alma y sin razón alguna.

—¿Qué foto es esa? —preguntó Cornelia, sin importante que estuviera hablando por teléfono.

Levanté un dedo para indicarle que esperarse un momento.

—Escuchadme, chicas ya pensaré en algo, ¿vale?

Dadme veinticuatro horas.

—Que sean doce —replicó Nia.

—Quince —regateé.

—Hecho —aceptó Nia, justo antes de que alguien empezara a hablarle al otro lado de la línea—. Tengo que irme.

—Adiós, chicos —se despidió Callie.

—Adiós —dije, y colgamos todos a la vez.

Cornelia estaba apoyada sobre mi escritorio, con la nariz pegada a la pantalla.

—¿Por qué no queréis colgarla en la web? —preguntó.

No supe qué contestar a eso. ¿Debería contarle que teníamos en nuestras manos una caja que ansiaba un grupo de gente peligrosa y, por lo visto, violenta? Claro mi hermana sabía perfectamente a qué nos enfrentábamos. Como ya he dicho muchas veces, Cornelia es un genio de la informática, hasta el punto de que la hemos dejado solucionar cualquier problema que pueda surgir cuando la gente se registre en nuestra página para contarnos lo que sabe de Amanda. Por tanto, estaba metida en esto hasta el fondo. ¿Debía seguir ocultándole lo de la caja?

—Esta tarde hemos ido a Tócala Otra Vez, Sam —empecé, y a continuación le conté todo lo que había ocurrido aquel día.

Eso sí, fui incapaz de decirle que había visto los nombres de nuestra familia en el ordenador de Thorhill. En lugar de eso, terminé preguntándole como quien no quiere la cosa: —Oye, no es nada importante, pero… Si tuviera que acceder al portátil de Thornhill, tú podrías echarme una mano, ¿verdad?

Cornelia no sonrió, pero estaba claro que, por dentro se moría de risa por mi patético intento de disimular.

—Sí, ya, así que nada importante, ¿eh? Simplemente se te acaba de ocurrir que estaría bien acceder al ordenador del subdirector Thornhill, que casualmente está ingresado en la UCI en estado de coma. Qué curioso, ¿verdad?

—Es que se me ocurrió una broma muy buena, pero necesito la contraseña de cuenta de Facebook y… —empecé a invitarme forzando una sonrisa.

Mi hermana enarcó una ceja, después echó un último vistazo a la pantalla y se dio la vuelta, dispuesta a marcharse.

—¡Espera! —le dije—. ¿Sabes si ha aparecido algún comentario en la web escrito por un tal Frieda?

Frieda Levinson era la artista que Amanda me llevó a conocer a Baltimore. Aquel día nos saltamos las clases, pero Amanda dejaba de repetir que, por su contenido didáctico, podíamos considerar nuestro viaje como una excursión escolar. Desde que las chicas y yo descubrimos que las distintas historias que nos había contado sobre su familia no eran ciertas, los pocos adultos que relacionábamos con ella (y que efectivamente existían) cobraron una gran importancia. Llevaba varios días dejándole mensajes a Frieda en el buzón de voz, pero no me había devuelto las llamadas, y el número de teléfono del estudio al que me llevó Amanda ya no existía. Tenía la esperanza de que Frieda se hubiera puesto en contacto con nosotros a través de la web.

Cornelia negó con la cabeza.

—No, lo siento. Ha habido un montón de posts, pero no recuerdo ninguno de alguien llamado Frieda. Puedes comprobarlo si quieres, a lo mejor se me ha pasado.

—Tal vez lo haga —dije—. Gracias.

Me quedé mirándola mientras salía de la habitación y, en cuanto cerró la puerta, me puse a dar vueltas con la silla, lentamente, mirando el techo. Bennett, Cornelia. Bennett, Henry. Bennett, Katherine. Bennett, Edmund.

La lista de de Thronhill, los nombres de mi familia, las cosas de Amanda que aparecían como por arte de magia en la tienda de Louise, la caja… Todas y cada una de las pistas nos conducían a otro callejón sin salida. ¿Debería intentar acordarme de los nombres que aparecían en el ordenador del subdirector. ¿O sería mejor tratar de localizar a Frieda? Quizá debería echar otro vistazo a las fotos que hizo Callie de la caja: con un poco de paciencia, puede que terminara descubriendo algo…

Agotado de tanto pensar y un poco mareado de dar vueltas en la silla, me paré y bajé la cabeza. En ese momento vi mi guitarra, guardada dentro de su funda y apoyada en la pared.

Había convencido al grupo para tocar Baby get aboard my plane, de los Lowdowners, en el concurso de talentos, pero apenas había tenido tiempo de ensayar los acordes. También vi mi mochila, encima de la cama. Dentro estaban las prácticas de laboratorio de Biología: tenía que entregarlas el miércoles y ni siquiera había empezado. Por no hablar de la redacción de Historia sobre las consecuencias negativas del Tratado de Versalles para Alemania… de la que apenas tenía escrita la introducción y había que entregar dos páginas.

Me incorporé por coger la mochila, pensando en mi padre: parecía sentirse solo incluso en sus propias fiestas. Antes de que llegara Amanda, yo iba por el mismo camino, seguro hubiera acabado igual.

Puede que no solo, necesariamente, pero sí aislado. Y ahora tenía a Callie y a Nia. No quiero sonar demasiado melodramático, pero Amanda me había salvado de futuro lleno de soledad… de una vida sin vida.

Había llegado el momento de devolverle el favor.

Se acabaron las contemplaciones. Volví a sentarme ante el ordenador y entré en proyectoamanda.com con la esperanza de que alguien, en alguna parte, supiera algo que nos fuera a servir de ayuda.