Capítulo 19

Tal y como esperábamos, la sala era pequeña, más o menos del mismo tamaño que el cuarto de lavadora. Pero aquí terminaban T las similitudes. Mientras que el cuarto de la limpieza, así como el resto de la casa de los Bragg, estaba limpio y ordenado hasta límites enfermizos, la habitación secreta era un caos absoluto: cajas llenas a rebosar de trastos, documentos apilados sobre el escritorio y estantes repartidos por todas las paredes que se combaban bajo el peso de las toneladas de papel que sostenían.

—¡Mira! —exclamó Callie señalando una sillita de madera situada al otro lado de la habitación.

Encima estaba la caja de Amanda.

Nada más acercarnos, pudimos comprobar que alguien había hecho grandes esfuerzos intentando abrirla. Sobre la silla de al lado había un martillo y un destornillador. No sé si fue con esas herramientas precisamente, pero estaba claro que alguien había golpeado su inmaculada superficie de madera con un objeto contundente y afilado.

Sentí una furia en mi interior al ver el destrozo que le habían hecho a la caja, tanto como si hubieran maltratado a la propia Amanda.

—Parece que tenían muchísimo interés en su contenido —dije, negando con la cabeza.

—Tenemos que sacarla de aquí.

Y dicho esto, Callie agarró la caja y echó a andar hacia la puerta. De camino, golpeó con el pie una pila de papeles y buena parte de ellos cayeron al suelo.

—¡Mierda! —exclamó.

Dejó la caja sobre el escritorio y se agachó para recoger los papeles. Sin embargo, por cada fajo que colocaba a toda prisa, la pila volvía a derrumbarse.

—Tranqui, tranqui —le dije a Callie.

Me agaché a su lado para ayudarla, y mientras ordenaba los papeles a toda velocidad, aproveché para echarles un vistazo. El primero no me dijo nada. Era el mapa de una ciudad de la que nunca había oído hablar: Saint Cloud o Saint Claude (lo leí demasiado rápido como para estar seguro). Había una X de color amarillo señalando una calle, pero no me quedé con el nombre. Después me encontré con el recibo de una gasolinera y, más tarde, con una factura telefónica.

—Callie, voy a mandarle un mensaje a Nia. Creo que deberíamos pasarle la caja por la ventana del cuarto de la lavadora antes de que…

—¡¿Qué narices es esto?!

Levanté la vista. Callie estaba de cuclillas, sosteniendo algo entre las manos. Cuando me acerqué hasta ella, comprobé que era una foto en la que aparecían dos niñas pequeñas montadas en sendas bicis. De fondo podía verse la silueta del monumento a Washington.

Me quedé mirando la foto unos instantes antes de decir: —Oye, esa es…

A Callie le temblaba tanto el pulso que me costó un rato identificar las caras de las chicas, pero estaba casi seguro de que una de ellas era Heidi. Le quité la foto a Callie para verla mejor.

—Es Brittney —me dijo con la voz quebrada y la mirada perdida.

—¿Callie? ¿Estás bien?

—Esa es Brittney Bragg —anunció señalando a una de las niñas con un dedo tembloroso.

Tenía razón. Se parecía bastante a Heidi, pero, por la forma de la mandíbula, sin duda se trataba de Brittney. Además, la bicicleta sobre la que estaba sentada era bastante anticuada, con un asiento banana.

No podía imaginarme a Heidi montando en una bici tan pasada de moda, por muy pequeña que fuese.

—¿Quién es la otra chica? —pregunté, deseando decir algo que borrase la expresión de dolor que vi en los ojos de Callie.

—Es mi madre —respondió.