Capítulo 12

Ha caído en sus manos.

Es peligroso que estéis juntos.

Ha caído en sus manos.

Es peligroso que estéis juntos.

Esas frases se repitieron en mi cabeza como un mantra durante todo el viaje de vuelta. Incluso mi corazón parecía latir al ritmo de esas inquietantes palabras. Recordé la última carta que le envió Amanda a Thornill, su alusión al peligro, su petición de ayuda…

¿Se puede saber qué estaba pasando?

Saqué el móvil para marcar el número de Callie. Me temblaban las manos. Saltó el buzón de voz y tuve que hacer un gran esfuerzo para no colgar.

Es peligroso que estéis juntos. ¿Qué parte de esa frase era incapaz de comprender? ¿De verdad iba a poner a las chicas en peligro solo porque necesitaba compartir todo lo que bullía en mi interior?

—Hola, soy Callie, deja tu mensaje…

Al escuchar su voz (me dio igual que estuviera grabada), recordé el tono rojizo y el aroma que desprendía su pelo. El champú, el perfume o lo que fuera que utilizara me hacía pensar en una soleada mañana de primavera cada vez que lo olía.

¿De verdad correría el riesgo de ponerla en peligro?

—Esto… Hola, Callie, soy Hal. Escucha… Te… te veré el lunes. Durante el ensayo… de la obra. Y eso, ¿vale? Hasta luego.

El mensaje que había dejado era tan ridículo y sin sentido que incluso la mujer que estaba sentada frente a mí enarcó una ceja y puso una mueca. Tuve que contenerme para no espetarle algo como: «Mire, señora, la vida de mi amiga podría estar en peligro si hablo con ella, así que discúlpeme si no soy capaz de articular dos palabra seguidas, ¿vale?». Pero lo que hice fue girar la cabeza para mirar el cielo a través de la ventanilla; estaba tan oscuro que parecía la boca de un lobo.

Aquel paisaje que me resultó tan hermoso durante el camino de ida, ahora me parecía siniestro. Pensé en todos los horrores ocurridos ahí fuera, y me estremecí.

Si al estar juntos corríamos peligro, ¿quería eso decir que al separarnos estaríamos a salvo? Esta pregunta se formó en mi mente mientras salía de la estación montando en bici. Por primera vez, me alegré de que la única manera de llegar hasta mi casa fuera atravesando las calles más bulliciosas del centro de Orion.

Esto era una locura. Tenía que decírselo a las chicas. Intenté llamarlas al móvil, pero ninguna me lo cogió, y supuse que un mensaje en el buzón de voz no sería la forma más apropiada para contarles mis temores. Había pensado probar más tarde, pero entonces llegó mi madre de la conferencia y se empeñó en que Cornelia y yo viéramos Historias de Filadelfia. Por alguna extraña razón, se había acordado de que ninguno la habíamos visto y quiso enmendar aquel «crimen»

cultural. Las llamé cuando terminamos de cenar y de ver la peli, pero ya debían de estar acostadas, porque tenían el móvil apagado. Yo también me fui a dormir, pero me quedé despierto durante horas y no conseguí conciliar el sueño hasta las primeras luces del amanecer.

Cuando me desperté, eran las diez pasadas. Sin siquiera salir de la cama, les mandé un mensaje a las chicas.

¿QDAMOS HOY?

Cuando bajé al piso de abajo, encontré una nota de mi madre Buenos días, dormilón.

Cornelia y yo hemos ido a desayunar.

Te traeremos unos bollos de Rosie’s.

Un beso,

Mamá.

Rosie’s era la cafetería favorita de mi familia. Sus gofres belgas eran una tentación más que suficiente para montarme en la bici y unirme a mi madre y mi hermana en el centro.

Fui a vestirme con la idea de salir para allá, y de camino pasé junto al estudio. Se supone que es una especie de despacho casero con un escritorio, un ordenador y un archivador. Pero, por lo general, cuando mi madre tiene mucho trabajo se queda en la oficina, y en lo que respecta a mi padre, le vale cualquier rincón de la casa porque siempre va acompañado de su portátil. Como yo tengo un ordenador en mi cuarto, la única persona realmente utiliza el «despacho» (mamá insiste en llamarlo así; para los demás es, simplemente, el «rinconcito») es Cornelia, que se mete allí para hacer los deberes.

Me detuve junto a la puerta y eché un vistazo al interior. Mis ojos se detuvieron en el armario de archivo.

Mi madre siempre andaba metiendo cosas dentro, pero no tenía ni idea de qué.

Es peligroso que estéis juntos.

Bennet, Henry.

Bennet, Cornelia.

Bennet, Katherine.

Bennet, Edmund.

No es que tuviera prohibido abrirlo ni nada de eso, pero, de manera inconsciente, empecé a inventarme excusas válidas por si Cornelia y mamá volvían de improviso y me pillaban husmeando los papeles familiares.

¿Hay folios en el archivo? ¿Es aquí donde están guardados los cuartuchos de tinta de la impresora?

¿Estáis papá y tú metidos en alguna actividad secreta o ilegal?

Agarré el tirador superior y tiré suavemente de él. El armario de madera era bastante antiguo, pero como mi madre odia que se atasquen los cajones, después de comprarlo en un rastrillo lo restauró a conciencia para que se deslizaran sin problemas. Lo saqué hasta que no dio más de sí y me puse a hojear los archivos que contenía. A merican Express.

Cornelia, informes médicos. Programa de puntos para viajeros frecuentes de una aerolínea. Cerré el primer cajón y pasé al siguiente. Aquí había una enorme pila de agendas. Mis padres son unos anticuados, y a mi madre le gusta guardar todo: calendarios, agendas… Dice que es por un tema de impuestos, pero yo creo que en realidad las conserva para cuando discutimos por cosas como si fuimos a cenar a Luigi’s la noche que vimos El Rey León en el cine, para sacar en ese momento la libreta apropiada y confirmar si fue así o no.

Metí la mano y saqué la primera agenda que encontré. Era de 2006. La abrí por una página al azar que resultó ser el día 14 de septiembre.

Ponía: «13:30 Dr.Pinto»

El doctor Pinto era nuestro dentista; al parecer, el día 14 de septiembre de 2006, a las 13:30, mi madre había ido a su consulta.

Cada vez parecía menos probable que mi madre estuviera ocultando algo.

En ese momento, sonó mi móvil. Un mensaje de Nia.

TNGO DÍA N FAMILIA, MISA

Y DBERES D LNGUA.

NS VMOS MÑNA.

Una menos.

Volví a cerrar el cajón sintiéndome un poco culpable por haberlo abierto. ¿Qué esperaba encontrar? Si mis padres estuvieran ocultando algo, ¿de verdad lo guardaría en un cajón junto con las notas de mi hermana? ¿Es que los espías no tienen cajas fuertes o escondites secretos?

Por haber invadido la intimidad de mis padres, me impuse el castigo de quedarme en casa. Adiós a los gofres de Rosie’s. Aunque sí que me comería el bollo que me trajeran mamá y Cornelia, eso seguro. Tampoco es que hubiera encontrado nada comprometedor, ¿no?

Mientras me dirigía a la cocina para prepararme un zumo de naranja, mi móvil volvió a sonar. Esta vez era un mensaje de Callie.

LO SIENTO, TNGO EXAMEN TOXO

D HISTORIA MÑNA.

T VEO N L NSAYO.

Vale: Dos de dos.

¿Qué debía hacer? ¿Llamarlas y contarles lo que me había dicho Freida? ¿O me debería esperar a decírselo en persona?

Mientras seguía debatiéndome, de repente reparé en las excusas que me habían dado las chicas, y una alarma empezó a sonar en mi cabeza.

Me habían aplazado la entrega de las prácticas de laboratorio de Biología, pero aún no había escrito mi redacción de Historia. Si no hacía los deberes, me castigarían, y entonces ya sí que podía despedirme de los ensayos de la obra. Me bebí el zumo de un trago y subí corriendo a mi cuarto. Tenía cosas más importantes por las que preocuparme que unos estúpidos deberes, pero intenta explicarle eso a una madre, y más a una como la mía.

Una hora más tarde, cuando estaba terminando una de las prácticas de laboratorio, escuché la puerta del garaje.

—Hal, ¿estás despierto? —me llamó mi madre a voces.

Después la oí subir las escaleras, antes de detenerse en el umbral de mi habitación.

—Hola, cariño, ¿qué tal todo?

No levanté la vista del folio porque estaba seguro de que si la miraba a los ojos, descubriría de inmediato que había estado hurgando en sus cosas.

—Bien —me limité a responder.

—Te hemos traído un bollo.

Entonces alcé la cabeza y vi que sostenía en alto una bolsa blanca de papel. Tenía el mismo aspecto de siempre: media melena recogida en una coleta, sudadera, vaqueros rojos y unas Converse de color verde chillón. Me dirigió una sonrisa y meneó la bolsa en el aire.

—Está relleno de crema de arándanos.

¿Por qué estamos en la lista de Thornhill, mamá? ¿Hay algún aspecto importante de nuestras vidas que no me hayas contado?

Pero para preguntarle eso, tendría que contarle como había descubierto que su nombre estaba en la lista de Thornhill, y no sería muy propio de ella decirme: «Lo comprendo, Hal. Si no quieres contarme como has accedido a un listado secreto en el ordenador del subdirector de tu instituto, no pasa nada. Ni siquiera aunque se trate del mismo hombre que ahora se encuentra en coma en el hospital de Orion… Un momento, ¿qué dices? ¿Qué ya no está en el hospital de Orion? ¿Qué no sabes dónde se lo han llevado? Bueno, la verdad es que no es asunto mío, pero si quieres seguir investigando esos crímenes, pues adelante. Te ayudaré en todo lo que pueda».

Sacudí la cabeza para terminar esa absurda conversación mental.

—Gracias, mamá —dije.

Entonces ella entró en mi habitación, me dio un beso en la frente y dejó la bolsa con el bollo sobre mi escritorio.

—De nada, cariño —después se agachó y me dio un breve achuchón—.

Te quiero.

—Yo también, mamá.

Mientras abría la bolsa, me di cuenta de que esas eran las únicas palabras sinceras que le había dicho a mi madre en las últimas semanas.

Aquella noche también dormí fatal, y supongo que mi aspecto debía decirlo todo, porque durante el almuerzo Nia me preguntó si me ocurría algo. Quise contarle todo lo que había pasado en Baltimore, pero la cafetería estaba abarrotada y había demasiado ruido como para poder mantener una conversación en voz baja, incluso aunque contara con unos sentidos tan agudos como los suyos.

—Estoy bien —solté con brusquedad, cabreado por tener que esperar.

—Vale, vale —dijo Nia levantando las manos, como queriendo demostrar que no llevaba ningún arma.

Después se concentró en su comida: una elaborada recopilación de verduras, una especie de salsa de tomate y un pan casero.

Bajé la mirada hacia mi sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, un poco espachurrado.

—¡Nuestros padres no tienen nada en común!

Nia sumergió un pimiento en la salsa y le pegó un bocado.

—Bueno, yo no diría eso —se quedó reflexionando unos instantes—. Los cuatro están vivos.

—Venga ya —dije, poniendo los ojos en blanco.

—Pero es cierto —insistió, encogiéndose de hombros—. Y además, están casados.

—¿Y qué? ¿Piensas que Thornhill hizo esa lista basándose en que la gente estuviera viva y casada? ¿Y después qué? ¿Metió unos cuantos adolescentes de Orion al azar, para rellenar?

Hablar de la lista de Thornhill me puso de los nervios, así que volví a guardar el sándwich en el papel albal. Había perdido el apetito.

—Todos viven en Orion —prosiguió Nia con serenidad—. Todos tienen estudios universitarios y al menos un hijo…

—¡Podemos decir lo mismo de no sé cuantos miles de personas! — exclamé, prácticamente gritando.

Un chaval al que no conocía de nada levantó la vista hacia nosotros desde la mesa de al lado. Le respondí con una mirada fulminante hasta que decidió seguir con lo suyo.

—Estoy cabreado con Amanda por hacernos esto —murmuré.

—¿Estabais saliendo juntos?

—¿Qué?

Me quedé tan sorprendido por la burrada que acababa de soltar Nia que estuve a punto de caerme de la silla. Nia me observaba con el tenedor en la mano y un trozo de pimiento entre sus dientes.

—¿Por qué me miras así? —preguntó—. Amanda estaba buena, de eso no hay duda. Y tú eres un tío. No me parece nada raro suponer algo así.

—No se puede… salir con Amanda —dije, titubeante.

—¿No se puede… o tú no pudiste? —Nia se tragó el pimiento, sin dejar de observarme.

—Mira, Nia, hay chicas que… —sacudí la cabeza, como si con ello pudiera poner fin a la conversación.

Pero, por desgracia, no fue así.

Nia no me quitaba ojo de encima.

—Está bien, mira, ya sabes cómo… —empecé a decir, pero lo pensé mejor.

Quería hablarle de la vez que hice rafting con mi familia hace años: la adrenalina recorriendo tu cuerpo al recorrer las blanquísimas aguas a toda velocidad, la mareante intensidad con la que salíamos disparados de un lado a otro, la sensación de estar a punto de golpearte contra las enormes rocas del río…

Eso es lo que sentía cuando estaba con Amanda: emoción, nervios… Me hacía sentirme vivo, pero al mismo tiempo temer por mi seguridad.

¿Cómo podía ponerme a pesar en romances en una situación así?

En los últimos kilómetros de la ruta, el río se ensanchaba y los rápidos desaparecían. Entonces podía tumbarme en la lancha boca arriba y contemplar las azuladas montañas que se perdían en la distancia. Era un caluroso día de verano, el agua centelleaba bajo la luz del sol y el aire tenía un aroma embriagador. De vez en cuando pasábamos junto a una explanada de flores silvestres tan coloridas y brillantes que parecían parte de un decorado. La vida era perfecta y apacible, y deseé que aquella tarde durase eternamente.

Solo he vuelto a sentirme así cuando he estado con Callie.

¿De verdad era necesario que Nia tuviese esa información? Estar con la hija pequeña de los Rivera era como pasar un día patinando sobre un lago helado: vigorizante, divertido, emocionante en ocasiones. Pero siempre tenías que andarte con cuidado para no caerte.

Cuando quedó claro que no iba a terminar la frase, Nia se encogió de hombros.

—Vamos, que prefieres guardártelo para ti, y estás en todo tu derecho.

Las chicas se lo cuentan todo. Desde siempre he tenido más amigos que amigas, y Cornelia no es precisamente la persona más femenina del mundo, pero sé bien que mi madre se tira la mitad de los días al teléfono. No creo que Callie y Nia sean como hermanas, ¿pero de verdad quería arriesgarme a que Nia le dijera a Callie que hubo un momento en el que me sentí atraído por Amanda?

—Amanda no me gustaba, Nia. No en ese sentido —dije, e hice un gran esfuerzo por no bajar la mirada.

—Entiendo —contestó, y por su forma de asentir con la cabeza, creo que se quedó satisfecha con mi respuesta.

Cuando terminaron las clases, estaba tan cansado que podría haberme echado a dormir en cualquier sitio, incluso en la mitad del pasillo. Y mi aspecto debía andar igual que mi estado de ánimo, pues nada más verme en los ensayos, Callie me preguntó: —Hal, ¿estás bien?

Hizo amago de levantar la mano y pensé que iba a tocarme la frente para comprobar si tenía fiebre, un gesto típico de mi madre. Al pensar en la calidez de la mano de Callie sobre mi piel, estuve a punto de olvidar que debía mantenerla alejada de mí por su propio bien.

Nia estaba echando un vistazo al programa de la obra y contando algo.

—Veinticinco —dijo al fin, doblando el papel—. Dile a Hal que el día del estreno, mientras él disfruta de la obra sentado entre el público, nosotras tendremos que supervisar veinticinco cambios de vestuarios.

Se giró hacia mí y me lanzó una mirada fulminante que, curiosamente, me pareció de lo más entrañable.

Recordé la advertencia de Freida:

Cuando estáis juntos…

No tengo ni idea de lo que habría dicho si hubiera podido terminar la frase, pero sí sé como la habría terminado yo.

Cuando estáis juntos, sois felices.

Desde el escenario, la señora Hayworth empezó a agrupar a sus tropas.

—Chicos, necesito al equipo de vestuario.

Tenía que contarles lo de Frida.

—Escuchad, chicas…

—¡Ahora! —exclamó la señora Hayworth.

—Esa mujer es peor que un dictador —gruñó Nia.

Callie me dirigió una mirada inquisitiva, a la que respondí encogiéndome de hombros. Llevaba queriendo contárselo desde el sábado, así que podría esperar un par de horas más.

—No pasa nada, después os lo cuento. Mientras tanto, ¿no tendrás algo para mí ahí dentro? —pregunté señalando su mochila.

El viernes por la tarde había pintado la última hoja del último árbol de Arden, que por fin parecía un bosque. A las chicas todavía les quedaba un montón de trabajo por delante, pero yo tenía al menos una o dos horas libres.

Callie asintió y se descolgó la mochila del hombro. Lo hizo con tanta facilidad que pensé que iba a ser más ligera, así que al cogerla me confié y estuve a punto de dejarla caer al suelo.

—¡Cómo pesa esto!

Callie me sonrió con una expresión un tanto enigmática.

—A veces me parece que pesa una barbaridad y otras la levanto como si nada —se encogió de hombros—. Supongo que depende de lo cansada que esté.

Sin duda, después de dos noches sin dormir, yo sí que estaba terriblemente cansado. Me encaminé hacia el final de la fila central de butacas, mientras las chicas se dirigían al escenario. Nia se fue murmurando algo sobre «la gente se come el marrón y no para de trabajar, mientras otros disfrutan de su tiempo libre». La palabra «tiempo» me recordó el reloj de Amanda y su misteriosa inscripción.

Y también el hecho de que no había logrado descifrar lo que estaba intentando decirme.

¿Y ahora pretendía descubrir el secreto de la caja? Pues iba listo.

No había vuelto a verla desde que estuvimos en la tienda de Louise, salvo en las fotos. El salón de actos estaba bien iluminado y pude ver los grabados que nos había descrito Callie durante nuestra charla por Internet. Ahora que tenía la caja entre las manos, esperaba ver con más claridad los dibujos, pero aquel laberinto de hojas y enredaderas era tan confuso que no sabría decir si había figuras sueltas entre los grabados.

Me concentré en el diseño, buscando imágenes ocultas, y recordé el verano en que nos mudamos a Orion, justo antes de empezar la secundaria. Callie y su madre me llevaron a ver las estrellas e intentaron enseñarme a identificar las constelaciones, pero yo no era capaz de distinguir ninguna de las formas que me señalaban. Todo lo contrario, identificaba lo que yo creía que eran constelaciones que en realidad no existían. Acabé diciéndoles que las agrupaciones de estrellas tenían tanto de ciencia como la alquimia. En vez de enfadarse, la madre de Callie se echó a reír y me dijo que era un «hombre de poca fe».

Al recordar sus palabras, pensé en lo fuerte que se había mostrado Callie cuando tuvo que afrontar la desaparición de su madre. No podíamos decir lo mismo de su padre. Yo también quería tener fe, mucha fe, ¡toneladas de fe! Quería que los dibujos de aquella caja fueran un mapa. Un mapa del tesoro que nos señalase el camino hasta…

—Hola, forastero.

Levanté la cabeza de golpe y vi que en el asiento de al lado estaba la última persona a la que esperaba encontrar sentada allí: nada menos que Heidi Bragg.

Me habían ocurrido un montón de cosas raras en las últimas dos semanas, pero que Heidi Bragg se acercase a hablar conmigo era sin duda una de las más extrañas.

No dije nada. Solo podía pensar en cómo había insultado a Callie, en lo mal que se lo había hecho pasar a Nia en el pasado y en el hecho de que había atropellado a Bea Rossiter con el coche de su padre.

Mi madre dice que solo debemos odiar a gente como Hitler, Pol Pot, Idi Amin y George W. Bush. No podía evitar pensar que, si la conociera un poco mejor, añadiría a Heidi Bragg a esa lista.

Llevaba una camiseta rosa muy escotada que mostraba las razones por las que todos los chicos andaban locos por ella. Puso un pie sobre la silla que tenía delante y empezó a hablarme como si fuéramos amigos de toda la vida.

—Bueno, ¿y qué tal te va?

—¿Qué es lo que quieres, Heidi? —repliqué con brusquedad.

—Tú siempre tan simpático… —me dijo, y luego se estiró dejando escapar un sonoro bostezo. Después señaló la caja y añadió—: Qué bonita. ¿Es tuya?

No sé por qué, pero me dio la impresión de que ya conocía la respuesta incluso antes de formular la pregunta. No obstante, supuse que me estaba volviendo un poco paranoico. No sabía a quiénes nos enfrentábamos, pero estaba segura de que el doctor Joy no había sido secuestrado por una panda de quinceañeras atiborradas de brillo de labios que se hacían llamar por un nombre tan estúpido como las Chicas I.

—No —respondí al fin.

—Entonces, ¿de quién es? —Heidi me dirigió una sonrisa coqueta, como si mi actitud distante no fuera otra cosa que una forma de tontear con ella.

—Es de Callie.

Mi intención era que el nombre de Callie causara un efecto en ella, que lo viera como una declaración de cuál era mi bando en aquella guerra de popularidad que la propia Heidi habría declarado. De hecho, estaba deseando que Heidi dijera alguna burrada sobre Callie para así poder…

Bueno, por ridículo que parezca, quería defenderla a toda costa, del mismo modo que Spiderman salvaba siempre a Mary Jane.

Pero, para mi sorpresa, en lugar de hacer una mueca o ponerse a insultar a su antigua amiga, Heidi se limitó a suspirar.

—Ay, supongo que Callie me odia —ladeó ligeramente la cabeza, como si no quisiera que fuera testigo de su dolor—. Seguro que ni siquiera vendrá a la fiesta que voy a organizar en mi casa para todos los que han participado en la obra, ¿verdad?

No supe cómo responder a eso. ¿De verdad Heidi estaba sorprendida de que Callie la odiase?

La caja pesaba tanto que la dejé en el asiendo de al lado, y después me di la vuelta hacia Heidi.

—¿Hablas en serio?

Heidi se quedó mirando el escenario. La señora Garner estaba dando instrucciones para que algunos miembros del equipo colocasen un pequeño montón de lo que seguramente debía ser tierra, pero que en realidad recordaba a otra sustancia del mismo color marrón.

—¿No lo entiendes, Hal? —preguntó Heidi negando con la cabeza.

Entonces bajó tanto la voz que tuve que inclinarme hacia ella para escucharla.

Al hacerlo me sorprendió percibir el agradable aroma de su perfume.

Era un olor distinto al de Callie, más parecido al que llevarían esas mujeres glamurosas pero esqueléticas que salen en las revistas que hay en la consulta de mi dentista.

Me extrañaba que Heidi no oliera a azufre o algo parecido.

—¿Qué tengo que entender, Heidi?

La chica volvió a suspirar, como si el recuerdo que estaba a punto de compartir conmigo le causara un dolor inmenso.

—Callie y yo fuimos amigas durante mucho tiempo. Ya sabes que nos convertimos juntas en las Chicas I y de eso… —miró un instante al techo antes de proseguir—. De eso hace casi tres años.

—¿Adónde quieres llegar, Heidi?

Heidi se apoyó en el reposabrazos de la butaca y empezó a juguetear con un mechón de su pelo. La forma en que movía el dedo índice entre su melena resultaba casi hipnótica.

—¿No lo pillas, Hal? Callie me traicionó.

No me creía lo que estaba oyendo.

—¿Que Callie te traicionó? Pero si dijiste que estaba muerta para ti.

Y también nos llamaste «raritos y pringados» delante de todo el instituto.

Heidi negó con la cabeza.

—Callie me hizo mucho daño, Hal —tragó saliva—. No estoy orgullosa de cómo actué, pero ¿nunca has hecho nada de lo que después te hayas arrepentido?

Muy a mi pesar, pensé en mi viaje a Baltimore. No fue una de mis decisiones más acertadas, que digamos.

—No sé qué decir —respondí honestamente.

¿Era posible que nos hubiéramos equivocado con Heidi? Recordé lo mucho que Nia odiaba a Callie al principio, pero, con el tiempo, había llegado a confiar en ella. ¿Podría ocurrir algo parecido con Heidi Bragg?

—¿Sabes, Hal? A veces me pregunto… —continuó Heidi soltando una risita.

—¿El qué? —inquirí, presa de la curiosidad.

Y de repente, la risa de Heidi se volvió tan fuerte que algunas personas de las filas delanteras se dieron la vuelta para ver cuál era el chiste.

Confuso, vi como Heidi se ponía en pie.

—¿Quieres saber qué me pregunto, Hal?

De repente, la chica triste y dolida que había estado sentada a mi lado, hacía apenas unos segundos, desapareció. En su lugar estaba, simplemente, Heidi Bragg, tan falsa y prepotente como de costumbre.

—Te lo diré —dijo—. Me pregunto cómo alguien tan pardillo como tú se las arregla para sobrevivir. Eso es lo que no dejo de preguntarme.

Y dicho esto, se dio la vuelta y atravesó el pasillo central hasta llegar a la parte delantera del salón de actos, en donde estaba reunida la mayoría de los actores.

Me quedé a cuadros.

¿Acaso me habría imaginado toda la conversación?

Me giré y vi el asiento vacío a mi lado, como si acabara de hablar con un fantasma. No podía comprender por qué motivo Heidi se había acerca a mí para confiarme sus sentimientos, y después iba y me soltaba un comentario tan… tan gratuito como ese. ¿A qué venía insultarme así como así?

De repente tuve un horrible presentimiento. Pues claro que había un motivo, y uno muy concreto, además. Antes incluso de que empezara a girar la cabeza hacia la izquierda, estaba seguro de lo que me encontraría. O mejor dicho, de lo que no me encontraría.

Y así fue. Cuando mis ojos se posaron sobre el asiento donde había dejado unos minutos antes la caja de Amanda, confirmé lo que ya sabía.

El asiento estaba vació.

La caja había desaparecido.