Capítulo 11

Fui a Baltimore solo.

Sé que debí contarles a las chicas lo del mensaje de Frieda (y en un principio tenía pensado hacerlo), pero al final me lo callé. Eso sí, en mi mente, no dejaba de sonar la voz de mi madre diciendo:

¿Qué te gustaría que hicieran ellas si estuvieran en tu lugar?

Obviamente, querría que me lo contaran.

El viernes, a la salida del instituto, Callie y Nia no paraban de repetir que tenía que haber alguna manera de convencer a nuestros padres para que nos dejaran ir a Baltimore, y así podríamos buscar al doctor Joy. Intenté cambiar el tema rápidamente.

—¿Os habéis dado cuenta de que nadie, salvo Thomhill, parece saber que deberíamos estar castigados el sábado por lo de la pintada de su coche?

En cuanto terminé la frase, recordé que mi padre siempre dice que las coincidencias no existen. ¿Había mencionado lo del castigo porque me remordería la coincidencia? ¿Acaso una parte de mí deseaba que las chicas propusieran ir a Baltimore el sábado? Si eso ocurriera no tendría otro remedio que presentarles a Frieda o contarles que había quedado con ella al menos.

No sé si era eso lo que esperaba, pero el caso es que me salió el tiro por la culata, pues enseguida me echaron medio en cara que iban a pasarse todo el sábado encerradas en el salón de actos diseñando trajes porque cierta personita las había metido en un marrón que parecía no acabar nunca. Y para colmo de males, el trabajo de esa persona innombrable no la obligaba a hacer horas extra el fin de semana…

—Vaya, menudo capullo —dije en broma, antes de montarme en la bici y salir del aparcamiento.

Me dije a mí mismo que si no les contaba nada sobre aquel encuentro, era solo porque Frieda me pidió expresamente que no lo hiciera. Lo malo sería que me hubiera pedido lo contrario y yo no lo hubiera hecho ¿no?

Al final, incluso traté de convencerme de que era más seguro que fuera yo solo en lugar de arrastrarlas conmigo (ya, claro, ni que fuera yo aquí el héroe que las hubiera salvado de las garras de aquel implacable doctor). Me repetí un monto de cosas para acallar la conciencia, pero cuando me subí al tren el sábado, me di cuenta de que la verdadera razón era mucho menos altruista.

Quería ir a Baltimore solo.

Quería ser la persona que descubriera la pista que nos faltaba para encontrar a Amanda.

Y no quería compartir los recuerdos de aquel día que pasábamos en la ciudad: la emoción al ver que Frieda me consideraba un artista, la satisfacción de sentirme como un adulto al pedir el almuerzo en una cafetería cuando mis compañeros estaban todavía en clase… Aquel fue uno de los días más felices de mi vida: algo muy íntimo, un día que solo nos pertenecía a Amanda y a mí.

No sé si pensar así me convertiría en una idiota integral, pero aparté aquellos pensamientos por un momento y me centré en la carpeta que me dio Cornelia cuando salí de casa. Le había dicho que iba a pasar la tarde en los ensayos de la obra (nota mental: añadir «Miente a su hermana pequeña» a la lista de grandes logros de Hal Bennet). Ella miró extrañada antes de añadir que me había imprimido una copia de todo lo que se había publicado en la web en los últimos dos días.

—He pensado que a los tres os gustaría verlo —dijo.

Cuando mencionó a las chicas, no pude evitar viajar la mirada y, tras murmurar algo a modo de contestación, cogí la carpeta y pulsé el botón para abrir el garaje, donde tenía la bici. Mi madre estaba en una conferencia sobre la educación universitaria para adultos, no pude evitar pensar que no le harían ninguna gracia mis planes de aquella tarde.

Cuando el tren salió de Orion, me puse a hojear la carpeta de Cornelia.

Mis ojos se clavaron en el tatuaje de henna que tenía en la parte interior del antebrazo. Pase los dedos por encima del dibujo del puma, pensando en todo lo que había ocurrido desde que Amanda me había convencido para hacérmelo. Tenía la sensación de que la persona que me enseñó que los púas era fuertes y solitarios, que vigilaban su territorio y cuidaban de él, comprendería mi necesidad de ir Baltimore solo.

La idea de que Amanda me entendería, dondequiera que estuviese, me hizo sentir mejor, y mientras seguía examinando las paginas que había impreso Cornelia, dejé de sentirme como la criatura más egoísta e inmadura del mundo.

En la primera hoja encontré un mensaje de alguien que opinaba que Amanda había participado en un experimento científico que la había vuelto invisible, y que ya no había conseguido recuperar su aspecto normal.

Solté una risita y pasé de página, al testimonio de una chica de Saint Albans, Wyoming. Por lo visto, su padre había tenido un ataque al corazón y parecía imposible que fuera a recuperarse. Amanda había estado a su lado día y noche, en la puerta de la UCI, esperando noticias. Finalmente, su padre sobrevivió y, mientras la chica escribía el mensaje, estaba ayudando a su madre a preparar la cena.

En la hoja siguiente había un texto escrito por una tal Poppy, contaba que hasta que Amanda llegó a su vida, los demás se reían siempre de ella por su timidez y su ropa remendada. Amanda se la encontró en un día llorando en el baño y le prometió que dejarían de molestarla. No hace falta decir que lo consiguió.

En otro mensaje, una chica juraba que Amanda estaba en Kansas.

Hablaba de una tal Amanda Valentory (¿siempre casualidad, o algo más?) que se presentó a las pruebas para el equipo de fútbol de su instituto y que le hizo una pintada al coche del director antes de desaparecer.

Negando con la cabeza, pasé a la siguiente página y me encontré con un artículo publicado por un usuario anónimo. Hablaba de una mujer llamada Annie Beckendorl, que había muerto en un accidente de tráfico unas semanas antes de que Amanda apareciera en Orion. Según el artículo, la señora Beckendorf fue atropellada por un Mercedes azul que se saltó un semáforo en rojo a toda velocidad, en lo que podría ser una persecución en la que había otro coche implicado, pero no se había logrado identificar al conductor. Al parecer, el Mercedes lo conducía una mujer. La persona que nos envió el artículo también había escaneado una lista de los efectos personales de la señora Beckedorf; una lista que, según decía el encabezado, era propiedad de la Oficina Forense de California. Mejor no pensar en cómo había logrado acceder a los archivos privados de un juez de instrucción…

Me puse a revisar la lista para ver si conseguía relacionar de alguna manera a Amanda con esa tal Annie Beckendorf. Y ahí estaba: una llave. Al parecer, además del bolso, el móvil y la ropa, Annie Beckendorf llevaba «una llave antigua bañada en plata» en el momento de su muerte.

De inmediato me vino a la cabeza la llavecita de plata de Amanda llevaba siempre atada al cuello. Su aspecto cambiaba proactivamente a diario: el color del pelo, la ropa, e incluso a veces el acento y el color de su piel. Pero siempre llevaba esa llave colgada de un lazo azul.

Entonces me asaltó un terrible pensamiento ¿Y si Amanda era la conductora del Mercedes? ¿Y si había matado accidentalmente a esa mujer y por eso estaba huyendo? Sería muy propio de ella llevar un talismán que le recordase lo que había hecho, algo que ni por un segundo le dejara olvidar el accidente. ¿Es posible que fuera su propio sentimiento de culpa el que hizo ver que Callie guardaba un secreto?

¿Que sabía que Heidi Bragg había atropellado a Beatrice Rossiter la noche en que se dio una vuelta con el coche de su padre?

Sin darme cuenta, había marcado el número de Callie en el móvil, pero lo colgué rápidamente, apretando el botón de finalizar llamada como un desesperado. ¿Qué se supone que iba a decirle?

Hola, Callie, soy Hal. Os he mentido a Nia y a ti, voy de camino a Baltimore y quiero compartir contigo una teoría que se me acaba de ocurrir ¿Te pillo bien?

Siendo sinceros, Amanda no parecía la clase de persona que sale huyendo después de atropellar a alguien. Pensé en la chica a la que acompañó día y noche cuando su padre estaba en la UCI, y también en la chica a la que protegió de los idiotas abusones de su clase. Vale que podrían existir buenos samaritanos que resulten ser unos asesinos, pero era incapaz de imaginarme a Amanda robándole un coche a alguien, y menos atropellando a una persona.

A Heidi Bragg, sí, pero a Amanda, no.

Al pensar en Heidi y en cómo había atropellado a Beatrice Rossiter con el coche «prestado» de su padre, recordé que había visto el nombre de Bea en la vista de Thornhill. ¿O me lo había imaginado? Ya no estaba seguro.

Cogí el móvil y le mandé un mensaje a mi hermana.

¿HS PODIDO NTRAR N EL ORDNADOR D THONHILL?

Como si hubiera estado esperando mi mensaje. Cornelia me respondió en menos de un minuto.

STOY MU LIADA CN LA WEB Y CN LS DBERES SIENTO NO PODR

SATISFACR DUD DSEOS MAJSTAD. BSS,

Le respondí enseguida:

MXS GRACIAS X LA CARTA TIENE CSAS INTRESANTS.

A este mensaje no me respondió, y supuse que andaría muy ocupada con otras cosas.

Cuando me subí al tren en Orion, el cielo estaba nublado, y ahora unas gotas de lluvia se deslizaban por la ventanilla, creando un efecto hermoso al desdibujar las casa y el paisaje que se veían pasar a toda velocidad. Por inercia, saqué el cuaderno y empecé a dibujar, pero no estaba de humor, me di cuenta de que echaba de menos a las chicas; me resultaba extraño seguir con la búsqueda de Amanda por mi cuenta, sin ellas. Cuando el tren llegó a Baltimore, me sentí como un completo imbécil. ¿Qué esperaba, que Amanda apareciera por arte de magia en el andén? ¿Qué en vez de viajar en el espacio, hubiera viajado en el tiempo, hasta ese día que fuimos juntos a la ciudad?

Guardé mis cosas en la bandolera. En el asiento contrario al mío, vi un ejemplar del periódico alternativo de Orion, The Midnigter, y lo guardé también. A Amanda le encantaba ese periódico me pareció muy curioso encontrarlo ahí. En cuanto regresara a casa, les contaría todo a las chicas: el mensaje de Frieda, el viaje a Baltimore para reunirme con ella, las hojas impresas de Cornelia… Incluso les hablaría del reloj y de la maldita inscripción que no me dejaba dormir. Sonreí al pensar en la bronca que me echaría Nia por venir solo y por no ser capaz de descifrar el regalo de Amanda sin ayuda. Ya podía verla en mi cabeza diciéndome: «Parece que no eres el Llanero Solitario después de todo, ¿eh?» Aunque no sé yo si las chicas conocerán a este enmascarado personaje, tal vez solo nos gustará a los chicos. Imaginarse a Nia de pequeña viendo reposiciones de El Llanero Solitario me hizo soltar una carcajada, y aun seguía riéndome cuando me apeé del tren, a merced de la intensa lluvia. Me cubrí la cabeza con la capucha y eché a correr hacia la estación. Aunque no era una distancia muy larga, acabé calado hasta los huesos.

Una vez al otro lado de las puertas automáticas, abrí el mensaje de Frieda y, solo por si acaso, releí las instrucciones que había memorizado la primera vez que las leí.

NS VEMS N LA VIEJA STACIÓN DE TREN.

Miré a mí alrededor. El lugar donde me encontraba era tan nuevo como si aun tuviera la etiqueta puesta: las máquinas de billetes relucían y las sillas de plástico de colores parecían recién estrenadas. El suelo de linóleo estaba bastante desgastado, pero salvo eso, era como si acabaran de cortar la cinta inaugurando la apertura de la estación. No había duda, esta tenía que ser la estación nueva.

A pesar del letrero que colgaba por encima de su cabeza, el tipo que estaba en el mostrador del punto de información no parecía muy dispuesto a dar información de ninguna clase. En lugar de eso, me trataba como si yo fuera una especie de lunático con una sola misión en esta vida: amargarle la existencia.

—¿Otra vez aquí? —preguntó.

Estaba haciendo un sudoku cuando me acerqué a la ventanilla, y era evidente que cada segundo que lo mantenía apartado de esa tarea le suponía un problema.

—Necesitaría averiguar dónde está la estación vieja —repetí.

—¿Qué quieres decir con «vieja» —preguntó el tipo rascándose una mejilla que pedía a gritos un buen afeitado. Parecía tan desconcertado que llegué a preguntarme si no hablábamos el mismo idioma.

¿Y si Frieda me había tomado el pelo, arrastrándome hasta Baltimore en alguna especia de búsqueda absurda?

Pero… ¿por qué?

Inspiré profundamente y volví a intentarlo.

—Esta estación es nueva, ¿verdad? Es decir, que se ha construido hace poco ¿no?

—Puedes apostar a que sí. Hace dos años —respondió el tipo con tanto orgullo como si fuera él quien hubiera puesto la primera piedra.

—Entonces tiene que haber una estación que estuviera antes que esta, ¿verdad? ¿Dónde está?

El tipo me miró como si mis palabras acabaran de confirmarle que había perdido la chaveta.

—Estaba aquí mismo —y por si no hubiera pillado el sentido de sus palabras, señaló el suelo que pisábamos—. Hubo que derribarla para construir la nueva.

Mi madre siempre dice lo orgullosa que se siente cuando, de pequeño, los demás niños me cogían un juguete en el parque y yo nunca me pegaba con ellos, sino que negociaba para que me lo devolvieran. Jamás he sido una persona violenta, pero juro que en ese momento me entraron ganas de pegarle un puñetazo a la pared.

—Ya no queda nada —dijo el tipo— un promotor quería convertir la sala de espera en un restaurante como el… ¿Cómo se llama?

Entonces se dio la vuelta para dirigirse a alguien que estaba en el interior de la oficina, fuera de mi campo de visión.

—Oye, Eddie, ¿cómo se llama ese sitio que hay en Nueva York, en la Grand Central Station?

No pude escuchar la respuesta de Eddie, pero el tipo me la repitió enseguida.

—The Oyster Bar —sonrió ante la idea de ver un sitio así en su estación—. La vieja sala de espera es un lugar muy agradable, pero ahora está cerrado al público, la entrada está bloqueada con tablones.

—¡Espera un momento! —exclamé casi gritando y el tipo me miró con el ceño fruncido, por interrumpir su ensoñación con el Oyster Bar—.

¿Quiere decir que todavía está en pie?

El tipo negó con la cabeza y lanzó una mirada fugaz hacia el otro extremo de la estación.

—Mira, chico, como ya te he dicho, en ese sitio no hay nada. Ya no queda nada.

Pero yo ya había echado a correr en la dirección que me habían señalado sus ojos.

—¡Gracias! —exclamé.

Cuando me giré, solo me dio tiempo a verle negar con la cabeza mientras volvía a concentrarse en su sudoku.

No tengo por costumbre ignorar órdenes directas como NO PASAR, especialmente cuando están escritas en letras gigantes. Pero situaciones desesperadas exigen medidas desesperadas, así que cuando llegó el momento, no dudé ni un instante, como si en lugar de NO PASAR pusiera PASEN, POR FAVOR.

Atravesar aquellas puertas fue casi como viajar atrás en el tiempo. Lo que en la estación nueva era todo plástico, metal y neón, aquí era madera y cuero. Una hermosa sala de espera surgida de otro siglo. En una de la paredes colgaba un enorme reloj que se había detenido para siempre en las 9:05, y en lo alto había unas claraboyas de vidrio ahumado que dejaban pasar la grisácea luz del exterior. No me extrañó que alguien quisiera conservar este lugar, ya fuera como un restaurante, una galería o una tienda; cualquier cosa con tal de evitar que esas increíbles rejillas de metal y esos magníficos suelos de madera desgastada no acabasen en el desaguace.

De pronto escuche una voz que decía mi nombre. Me di la vuelta de inmediato y vi a Frieda al otro lado de la sala. Llevaba la cabeza envuelta en una bufanda oscura para protegerse de la lluvia. Crucé la estación a toda prisa para reunirme con ella, y al llegar me estrechó las manos con fuerza.

—Lo has conseguido —susurró.

—Sí. Hola, Frieda.

Parecía que había envejecido desde la última vez que nos vimos, aunque pueda que solo fuera efecto del cansancio. Cuando se quitó la bufanda, comprobé que su melena seguía tan crespa, alborotada y llena de canas como siempre, pero el brillo en sus ojos se había apagado. Enseguida nos sentamos en un banco cercano, y me dio la impresión de que le suponía un gran esfuerzo mantenerse en pie.

Frieda recorrió aquella estación polvorienta y desolada con una mirada nerviosa.

—Tenemos muchas cosas de que hablar, y no estoy segura de cuánto tiempo nos quede —aunque no llegaba a ser un susurro, Frieda hablaba en voz baja, tanto que me costaba escucharla con el ajetreo de la estación nueva de fondo.

—Sabes algo de ella, ¿verdad? —la frase se escapó de mi boca sin que pudiera evitarlo.

Frieda me clavó los ojos como si quisiera preguntarme algo. Le sostuve la mirada hasta que asintió con la cabeza de forma casi imperceptible.

El corazón empezó a latirme con fuerza.

—¿Qué te ha…?

Pero Frieda me interrumpió antes de que pudiera terminar la pregunta.

—No puedo contarte lo que me ha dicho, así que no me lo preguntes.

Recordé lo contundente que podía llegar a ser.

«Jasper Johns es el único genio del arte moderno. El impresionismo está tan sobrevalorado que me da ganas de vomitar. Una sociedad que valora tan poco a los artistas como la nuestra, se merece todo lo malo que pueda ocurrirle».

Aquella vez que almorzamos juntos, Frieda había hablado con la misma rotundidad, era mejor no discutir sus palabras y, en cualquier caso, tenía muchas otras preguntas que hacerle.

—Frieda, ¿qué sabes del doctor Joy?

La expresión de cansancio que había tenido hasta hacia un momento se desvaneció por completo. Ahora parecía inquieta, alerta, y dio un respingón antes de responder.

—¿Qué sabes tú del doctor Joy? —replicó.

—Pues que el… —de repente, me di cuenta de que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era un hombre o una mujer. Nia me habría matado por hacer una presunción tan machista— o ella ejerce aquí, en Baltimore, y que bajo sus órdenes nuestro subdirector, el señor Thornhill, fue trasladado del hospital de Orion a su laboratorio.

Frieda apoyó la barbilla sobre las manos entrelazadas. Se quedó callada durante unos instantes, como si estuviera decidiendo lo que podía contarme y lo que no. Finalmente, rompió el silencio.

—El doctor Joy es un hombre, pero ahora no podrás encontrarlo —se limitó a decir.

¿Por qué estaba tan segura de ello? Habíamos visto sus papeles.

Sabíamos que su laboratorio estaba en Baltimore.

—¿Y por qué no? Su labo…

Frieda alzo ligeramente la voz, pero fueron sus palabras las que me silenciaron.

—Hace dos días, y sin previo aviso, desmantelaron por completo el laboratorio de Joy. Desde entonces está desaparecido.

Los acontecimientos se sucedían antes mis ojos a tal velocidad que fui incapaz de reaccionar. Era como nadar contra la corriente.

—Pero Callie, Nia y yo vimos la carta con su firma…

Ahora fue Frieda la que se sorprendió.

—¿Callie, Nia y tú?

Me agarró del hombro con más fuerza de la que le habría creído capaz.

—¿Qué estabais haciendo juntos? —preguntó.

En su voz percibí algo parecido al… pánico. No conseguí entender la causa de tal ansiedad. ¿Acaso habíamos hecho algo mal?

—¿Que qué estábamos haciendo juntos? —repetí— pues seguir la pistas de Amanda.

Frieda me había localizado a través de la web, así que tenía que haber visto también los nombres de las chicas.

De repente, me soltó el hombro y le quitó importancia a mi explicación con un gesto de la mano.

—Si, ya sé que la estabais buscando. ¿Pero me estás diciendo que fuisteis todos al hospital?

—Sí, así es.

¿Acaso pensaba Frieda que los tres éramos una especie de amigos virtuales, de esos que se relacionan en internet pero no en el mundo real?

—No tenía idea… —murmuró Frieda, y a continuación volvió agarrarme la mano y me dijo con tono apremiante—: ¿Pero es que no os dais cuenta de que es peligroso que estéis juntos? Cuando estáis juntos…

De pronto, escuchamos un ruido a lo lejos, como si una pila de latas de pintura o alguna otra cosa metálica se hubiera derrumbado.

Intercambiamos una mirada y pude ver mis propios pensamientos reflejados en el rostro de Frieda.

Aquel ruido no provenía de la estación nueva.

Durante unos segundos que parecieron eternos, apenas nos atrevimos a respirar. Una vez pasados, tardé un rato en volver a la realidad. Frieda había empezado a hablar en susurros y a toda velocidad.

—Vuelve a la estación, quédate en la zona donde haya más gente. Coge el primer tren que salga para Orion y sube a un vagón que esté lo más lleno posible.

—¡Espera! —grité, en contraste con sus susurros—. ¿Qué ibas a decir?

¿Por qué es peligroso que estemos juntos?

Se escuchó otro ruido, esta vez producido por una pieza circular de metal que giraba y giraba… hasta finalmente caer con un golpe seco sobre el suelo de madera.

—Pero, Frieda, ¿qué pasa contigo? No puedo dejarte aquí.

Friega me obligó a ponerme en pie, me llevó hasta la puerta y me empujó en la dirección por la que había venido.

—Sé como desaparecer. Ahora, corre.

Se acabaron las preguntas. Era el momento de seguir órdenes, así que… eché a correr.