~~ 7 ~~
El invernadero
—Cabalgaba como un poseso, Sarah —dijo Silas entre sonoros resoplidos. Un rato antes había encontrado a Sarah con su amiga, Sally Mullin, plantando hierbas en el invernadero del Palacio que se hallaba en el extremo final del huerto—. Habría aplastado a Septimus si no hubiera apartado al chico… y Jenna estaba gritando de miedo, desgañitándose. ¡Fue horrible!
—¡No! —exclamó Sarah—. No lo creo.
—Jenna no estaba gritando de miedo, papá —le corrigió Septimus con la evidente intención de no preocupar a Sarah más de lo que estaba—. Jenna no gritaba de miedo, solo nos gritaba algo, eso es todo.
—¿Qué? —preguntó Sarah—. ¿Qué gritaba?
—No lo sé —dijo Septimus con desánimo—. No pude oírlo. El caballo hacía demasiado ruido.
—Quizá estaba diciendo que volvería pronto. Quizá Simon la llevó de excursión al río —conjeturó Sarah, tratando de convencerse sin conseguirlo.
Sally, que estaba viviendo en el Palacio mientras su Salón de Té y Cervecería estaba siendo reconstruido, puso la mano sobre el brazo de Sarah para consolarla.
—No tienes por qué preocuparte, Sarah —le dijo—. Es solo un joven testarudo que le está enseñando a su hermana lo veloz que es su caballo. Todos lo hacen. Volverá pronto.
Sarah dirigió a Sally una mirada agradecida, pero, en lo más profundo de su ser, tenía un mal presentimiento sobre Simon. Algo le había ocurrido, algo que le había cambiado, ya no era su Simon… ¿quién era ahora?
Silas aún intentaba recuperar el aliento. Septimus y él habían ido corriendo desde la Puerta Norte, dejando a Maxie dormido bajo el tablero del Patifichas y a Gringe llevando a rastras a Lucy hasta la garita del guarda para evitar que saliera tras Simon.
Alther Mella flotaba nervioso sobre el banco de jardinería. Había pasado la noche anterior en la taberna El Agujero de la Muralla, el local predilecto de los fantasmas, y aquella mañana no había salido tan pronto como hubiera debido. Alther estaba enfadado consigo mismo. Si hubiera estado allí, tal vez habría podido detener a Simon, aunque tampoco estaba seguro de cómo lo habría hecho, pero al menos lo habría intentado.
Sarah se colocó un mechón de color trigo detrás de la oreja mientras toqueteaba distraídamente un semillero de perejil.
—Estoy segura de que Simon no se llevaría a Jenna contra su voluntad —insistió, mientras arañaba la tierra con la pala.
—Claro que no —dijo Sally para tranquilizarla.
—Pero si eso es exactamente lo que acaba de hacer —objetó Septimus—. Jenna no quería ir con él. Yo paralicé el caballo y Simon no la soltó. Estaba realmente furioso.
—Bueno, parecía muy orgulloso de su caballo —señaló Sarah—. Tal vez solo le molestara que tú lo paralizases. Estoy segura de que regresará pronto con Jenna.
—Simon la ha secuestrado, mamá —dijo Septimus casi enfadado.
No podía comprender por qué Sarah seguía excusando a Simon, pero Septimus todavía no se había acostumbrado al comportamiento de las madres.
Alther Mella flotaba abatido a través de una montaña de tiestos para tirar.
—Es culpa mía, Sarah —intervino Alther—. Yo tengo la culpa de lo ocurrido. Si hubiera permitido que guardias como es debido custodiaran las puertas de Palacio en lugar de esos inútiles Antiguos, esto nunca habría sucedido.
—No debes culparte —dijo Sarah sonriendo débilmente al viejo fantasma—. Hasta un guardia habría dejado entrar a Simon. Es un Heap, al fin y al cabo.
—Pero no le habría dejado salir, ¿verdad? —observó Septimus lanzando una indirecta—. No, si Jenna les hubiera dicho que no quería irse.
—Septimus, no deberías hablar así a Alther —le regañó Sarah—. Deberías ser más respetuoso con un mago extraordinario, sobre todo si tu tutora fue su aprendiza.
—¡Ay, Sarah! —suspiró Alther—. El chico tiene razón.
Alther se apartó del banco de jardinería y se acercó a Septimus. Comparado con los Antiguos del Palacio, Alther parecía tener sustancia. Sus ropajes púrpuras de mago extraordinario, aunque un poco desvaídos, casi parecían reales, a pesar del agujero de bala y las manchas oscuras de sangre que presentaba justo debajo del corazón. El cabello blanco del fantasma estaba recogido hacia atrás en su coleta de costumbre, y los ojos verdes tenían un destello brillante mientras miraban al aprendiz de Marcia.
—Entonces —dijo Alther a Septimus—, ¿qué propones que hagamos ahora?
—¿Yo? ¿Qué qué creo que debemos hacer?
—Sí. Como aprendiz de la maga extraordinaria, imagino que te gustará representar a Marcia.
—Vayamos tras Jenna y traigámosla de vuelta. Eso es lo que tenemos que hacer.
Sarah dejó caer la palita con la que había estado horadando los semilleros. La pala aterrizó con un sonido metálico entre los pies de Alther. El fantasma retrocedió rápidamente.
—Septimus —declaró Sarah—, tú no vas a ninguna parte. Ya es bastante malo que Jo-Jo, Sam, Edd y Erik estén correteando como salvajes por el Bosque haciendo Dios sabe qué y negándose incluso a venir a visitar a su madre. Luego está Nicko, que se fue con ese chico, Rupert Gringe, a probar un barco y todavía no ha vuelto; aunque prometió que estaría de vuelta en casa la semana pasada para llevar a Jenna a casa de tía Zelda, podría haberle pasado algo, estoy tan preocupada, y ahora Simon y Jenna se han ido… —tras decir esto último, Sarah prorrumpió en fuertes sollozos.
Silas la abrazó.
—Vamos, vamos, cariño, no te preocupes. Todo saldrá bien —murmuró para calmarla.
—Iré a buscarte una buena taza de té y una gran porción de pastel de cebada —dijo Sally—, y te sentirás mucho mejor, ya lo verás.
Y salió corriendo hacia la cocina de Palacio.
Pero Sarah no sintió ningún consuelo.
—Simon y Jenna se han ido —gimoteó—. ¿Por qué? ¿Por qué haría Simon una cosa así? ¿Por qué iba a llevarse a Jenna?
Alther pasó un brazo fantasmal por los hombros de Septimus.
—Vamos, chaval —dijo—. Dejemos a tus padres solos un rato. Podrías llevarme a ver a Marcia.
Septimus y Alther salieron del Palacio y cogieron la grada de la Serpiente, que conducía al foso del Castillo.
El Castillo estaba rodeado de agua. La mayor parte del agua provenía del río, pues el Castillo estaba construido en el interior de un amplio meandro del río, pero parte del agua tenía la forma de un foso, que había sido excavado cuando se levantaron las murallas del Castillo. El foso era ancho y profundo y estaba lleno de agua del río, pues el foso estaba abierto por ambos lados. Era un lugar popular para pescar y, en verano, para nadar. Hacía poco que acababan de construir un gran embarcadero de madera en mitad del foso para que los niños del Castillo pudieran zambullirse y nadar, y el emprendedor Rupert Gringe había empezado a alquilar su nuevo invento —los pequeños botes de paletas Rupert— a quienes les apetecía divertirse en el agua una o dos horas. Había tenido muchísimo éxito entre los habitantes del Castillo, salvo con dos personas: Weasal van Klampff y su ama de llaves, Una Brakket, que tenían la desgracia de vivir al lado del nuevo embarcadero y encima del cobertizo donde Rupert guardaba los barcos.
Septimus conocía el camino a casa del profesor Van Klampff más de lo que habría querido. Casi desde sus primeros días de aprendiz, Marcia lo había enviado todos los sábados por la mañana a llamar a la puerta del profesor para recoger una de las muchas y complejas piezas del salvasombras. Pero aunque el profesor tuviera la pieza lista, lo cual era excepcional, y se la diera a Septimus, Una Brakket lo detenía en la puerta y le pedía que se la devolviera. Le decía a Septimus que no confiaba en que un niño llevara un objeto tan valioso, y que Marcia en persona debía ir a buscarla. Entre Marcia y Una se entabló un conflicto a distancia, durante el cual Septimus iba de un lado a otro como una pelota de tenis. Todos los sábados por la mañana, Septimus esperaba fuera de la casa del profesor Van Klampff todo el tiempo que podía antes de que empezara a gritarle y a reírse de él un grupo de chicos del Hogar de Reasentamiento del Ejército Joven, que siempre merodeaban por el embarcadero desafiándose entre sí a saltar al agua.
Al final, para alivio de Septimus, Alther aconsejó a Marcia que cediera y fuera ella misma a buscar los componentes. Una Brakket quizá tuviera razón, le advirtió Alther; el salvasombras era un aparato complejo y muy mágico, y no era justo responsabilizar a Septimus de él. Solo para irritar a Una, Marcia solía acudir sin anunciarse a tempranísima hora de la mañana.
Hacía una media hora, los chicos del embarcadero habían visto a la maga extraordinaria caminando por la Grada de la Serpiente y dando un violento tirón a la campanilla que colgaba junto a la maciza puerta de madera del profesor Weasal van Klampff. Marcia aguardó con impaciencia en la grada. Dio golpecitos de irritación con los zapatos de pitón púrpura sobre los adoquines mientras oía las murmuraciones y los correteos de los que estaban dentro de la casa, hasta que Una Brakket —que sabía de sobras, por la insistente llamada, que era Marcia— abrió la puerta al cabo de un rato.
Y ahora Septimus volvía a la temida puerta una vez más. Alther no era ninguna protección, pues el fantasma podía elegir a quién se le aparecía y a quién no, y como era comprensible prefirió no aparecerse a un grupo de chavales bromistas. Pero Septimus, con su llamativa túnica verde y su brillante cinturón de plata de aprendiz, no tenía otra elección. Con toda probabilidad, el coro de abucheos no tardaría en empezar:
—Demasiado creído para hablar con nosotros, ¿verdad?
—¡Tripas verdes, tripas verdes!
—¡Oye, chico oruga! ¿Qué haces otra vez por aquí?
Etcétera, etcétera. A Septimus le entraban ganas de convertirlos a todos en orugas, pero eso iba contra el código de la Magia, y los muchachos lo sabían.
—¡Ya estamos aquí! —le dijo Septimus a Alther, mientras levantaba el brazo para tirar fuerte de la campanilla.
A lo lejos, muy a lo lejos, sin que la oyeran Alther ni Septimus, sonó una pequeña campanilla, para molestia del ama de llaves. Septimus sabía que tendrían que esperar, se volvió hacia el fantasma que pululaba detrás de él, mirando la casa.
—¿Crees que podrás entrar? —preguntó Septimus a Alther con la esperanza de que pudiera hacerlo.
—Hummm… no estoy seguro —respondió Alther—. Me resulta familiar. Recuerdo haber ido a una fiesta en este foso. Fue una fiesta de verdad… acabamos todos en el agua. Creo que fue en esta casa, pero… en fin, pronto lo descubriremos.
Septimus asintió. Sabía que, como fantasma, Alther solo podía ir a lugares en los que había estado en vida. Alther había viajado mucho por todas las calles y callejones del Castillo y, como mago extraordinario, había estado en la mayoría de los edificios oficiales. Pero las casas de la gente eran otro cantar… Alther había sido un joven muy popular en su época, pero aun así, no había sido invitado a todas las casas del Castillo.
La puerta se abrió de repente.
—¡Ah, eres tú otra vez! —dijo Una Brakket, mujer alta y con pinta de tener malas pulgas y un cabello negro extraordinariamente corto.
—Necesito ver a la maga extraordinaria —dijo Septimus—, por favor.
—Está ocupada —le soltó Una.
—Es muy urgente —insistió Septimus—. Es una cuestión de vida o muerte.
El ama de llaves miró a Septimus con recelo. Se quedó en la puerta un momento, sopesando las dos desagradables alternativas: o dejar entrar a Septimus en la casa, o que la maga extraordinaria se enojase por no haberlo dejado entrar.
—Muy bien, entra.
El ama de llaves cerró la puerta y Septimus entró, seguido de cerca por Alther. Pero, en cuanto cruzó el umbral de la casa, una violenta corriente de aire arrastró al fantasma por donde había venido y lo devolvió a la calle.
—¡Qué fastidio! —murmuró Alther mientras se levantaba del suelo adoquinado—. Ahora me acuerdo. La fiesta fue en la casa de al lado.
—De repente se ha levantado mucho viento —dijo Una sorprendida.
Cerró con enojo la puerta de un portazo, dejando a Alther flotando fuera; luego se volvió hacia Septimus, que esperaba en el sombrío vestíbulo, deseando estar fuera al sol con Alther.
—Será mejor que bajes al Laboratorio.