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Un caballo negro
Gudrun la Grande custodiaba la puerta de Palacio. Levitaba a unos pocos pies del suelo y dormitaba apaciblemente a la luz del sol. Gudrun, una antigua fantasma que había sido una de las primeras magas extraordinarias, soñaba con los tiempos en que la Torre del Mago era nueva.
Con el sol de la mañana, Gudrun era casi invisible, y Jenna y Septimus estaban tan ocupados discutiendo sobre el jinete misterioso que pasaron a través de ella sin darse cuenta. Gudrun la Grande les saludó con un movimiento de cabeza, confundiéndolos con un par de aprendices suyos de antaño que eran gemelos.
El año anterior, Alther Mella había asumido la tarea de dirigir el Palacio y el Castillo, hasta que llegara el momento adecuado para que Jenna fuera reina. Después de diez años con los guardias custodios paseándose como Pedro por su casa por el Palacio y aterrorizando a la población, decidió que no quería volver a ver ningún soldado más custodiando el Palacio. De modo que Alther, que también era un fantasma, pidió a los Antiguos que hicieran de guardianes. Los Antiguos eran fantasmas ancianos, muchos de ellos tenían al menos quinientos años y algunos, como Gudrun, todavía más. Como los fantasmas se vuelven cada vez más transparentes con el paso del tiempo, costaba mucho ver a la mayoría de los antiguos. Jenna aún no se había acostumbrado a cruzar un umbral y descubrir que también había atravesado a la segunda guardiana del Pilar de la Cama de la Reina o a algún otro dignatario anciano. Solo se daba cuenta de su error cuando oía una voz temblorosa que la saludaba: «Buenos días tenga usted, bella dama», a la vez que el pisoteado Antiguo se despertaba de repente e intentaba recordar quién era. Por suerte, el Palacio no había cambiado mucho desde su construcción, así que la mayoría de los antiguos aún sabían desenvolverse en él. Muchos eran Antiguos magos extraordinarios y no era extraño ver una desvaída capa púrpura revoloteando por el laberinto de interminables pasillos y habitaciones de Palacio.
—Creo que he vuelto a pasar a través de Gudrun —dijo Jenna—. Espero que no le importe.
—Bueno, sigo creyendo que es muy raro tener fantasmas para guardar las puertas —respondió Septimus sin dejar de mirarse el pulgar, que, para su alivio parecía normal de nuevo—. Me refiero a que cualquiera podría pasar a través de ellos, ¿no?
—Esa es la idea —dijo Jenna—. Cualquiera puede pasar a través de ellos. El Palacio está aquí para todos los del Castillo. Ya no necesita guardias para mantener alejadas a las personas.
—Hummm —murmuró Septimus—, pero tal vez haya algunas personas a las que se debería mantener alejadas.
—A veces, Sep, te pones demasiado serio, y eso no es bueno. Pasas demasiado tiempo encerrado en esa vieja y roñosa torre, a mi parecer. ¡Te echo una carrera!
Jenna echó a correr. Septimus la observó correr por los prados que se extendían delante del Palacio, polvoriento y marrón, en el calor de pleno verano. Los prados eran grandes y amplios y estaban divididos en dos por el ancho camino que llegaba hasta la entrada de Palacio. El Palacio era uno de los edificios más antiguos del Castillo; estaba construido al estilo arcaico, con pequeñas ventanas fortificadas y almenas en las murallas. Delante de este había un foso ornamental poco profundo que era el hogar de unas temibles tortugas mordedoras que el anterior ocupante, el custodio supremo, había dejado allí y de las que era casi imposible desembarazarse. Un ancho y bajo puente cruzaba el foso y conducía hasta un par de pesadas puertas de roble, que estaban abiertas de par en par en el calor de primera hora de la mañana.
A Septimus le gustaba cómo era el Palacio ahora. Era un edificio acogedor, con su piedra amarillenta resplandeciendo cálidamente al sol. En su época de chico soldado había hecho guardia fuera en la verja, pero entonces parecía un lugar sombrío y lúgubre, ocupado por el temido custodio supremo. A pesar de eso, a Septimus nunca le importó hacer guardia, pues aunque solía ser aburrido y hacía frío, al menos no era tan aterrador como la mayoría de las cosas que había tenido que hacer en el ejército joven.
En el verano, Septimus observaba a Billy Pot, el cortador de césped, que había inventado un artilugio que se suponía cortaba la hierba. Unas veces lo hacía y otras no, según lo hambrientos que estuvieran los ocupantes del artilugio: lagartijas. Las lagartijas eran el secreto de Billy, o al menos eso creía él, aunque la mayoría de la gente se imaginaba cómo funcionaba el artilugio. Y cuando lo hacía era sencillo: Billy empujaba el artilugio y las lagartijas se comían la hierba. Cuando no funcionaba, Billy se tumbaba sobre el césped y les gritaba.
Billy Pot tenía cientos de lagartijas en madrigueras junto al río, y cada mañana elegía a las veinte más hambrientas, las metía en la caja cortadora en la parte delantera del artilugio y las paseaba por el césped del Palacio. Billy tenía la esperanza de que un día terminaría de cortar el césped antes de que llegara el momento de volver a cortarlo; le habría gustado tener un día libre de vez en cuando, pero eso nunca ocurría. Cuando ya había arrastrado el artilugio por una enorme extensión de hierba y las lagartijas habían hecho su trabajo, era el momento de volver a empezar.
Mientras Septimus corría por la hierba intentando cazar a Jenna, que le llevaba mucha delantera, oyó el familiar traqueteo metálico. Al cabo de un momento, Billy Pot apareció a lo lejos, empujando su artilugio por el ancho camino que se adentraba en el césped del Palacio y dirigiéndose con parsimonia hacia una nueva explanada de hierba. Septimus aceleró, decidido a que Jenna no le llevara demasiada delantera. Pero ella era más grande y más rápida que él, aunque tuvieran exactamente la misma edad. Enseguida Jenna llegó al puente.
Jenna se detuvo y esperó a que Septimus la alcanzase.
—Venga, Sep. Vamos a buscar a mamá.
Cruzaron el puente y llegaron a la entrada de Palacio. El Antiguo que guardaba las puertas estaba despierto, sentado en una silla de oro, colocada cuidadosamente de cara al sol, y había estado observando cómo se acercaban Jenna y Septimus con una cariñosa sonrisa. Se alisó la capa púrpura, pues él también fue en su día un respetado mago extraordinario, y sonrió a Jenna.
—Buenos días, princesa —dijo el fantasma con una voz tan débil que parecía que estuviera a mucha distancia de ellos—. Me alegro de verla. Y buenos días, aprendiz. ¿Cómo andan las transformaciones? ¿Has conseguido ya la triple transubstanciación?
—Casi —sonrió Septimus.
—Buen chico —respondió el Antiguo con aprobación.
—Hola, Godric —saludó Jenna—. ¿Sabes dónde está mamá?
—Resulta, princesa, que sí lo sé. La señora Sarah me dijo que iba al huerto a coger unas hierbas. Le dije que eso podía hacerlo la ayudante de cocina, pero insistió en ir ella misma. Maravillosa mujer, tu madre —exclamó el Antiguo con nostalgia.
—Gracias, Godric —dijo Jenna—. Iré a buscarla… ¡oye!, ¿qué…? —Septimus la había cogido del brazo.
—Jen… mira —la avisó, señalando una nube de polvo que se aproximaba a la verja del Palacio.
El Antiguo, aún en posición sedente, se elevó de la silla y se mantuvo inmóvil en la entrada, mirando hacia delante en el sol de la mañana.
—Un caballo negro. Y un jinete negro. —Su voz resonó con un ligero eco.
Septimus tiró de Jenna hasta situarse en las sombras, detrás del fantasma.
—¿Qué haces? —protestó Jenna—. Es solo el caballo que vimos antes. Déjame ver quién es el jinete.
Al dar un paso hacia la luz de la entrada, Jenna vio el caballo que se aproximaba. El jinete avanzaba a galope, sentado hacia delante y azuzando el animal, mientras la capa oscura ondeaba tras de sí. El caballo no se detuvo en la verja, sino que pasó galopando a través de Gudrun la Grande y entró como una exhalación en el camino. Por desgracia, Billy Pot iba hacia su explanada de hierba. Acababa de poner en marcha el artilugio por el camino cuando él y su artilugio se vieron obligados a cambiar bruscamente de dirección para evitar que los aplastara el caballo. Billy lo consiguió, pero el artilugio no tuvo la misma suerte. Como no estaba acostumbrado a ir deprisa, se rompió en pedazos allí mismo. Las lagartijas salieron corriendo en todas direcciones, y Billy Pot se quedó con un amasijo metálico en medio del camino de Palacio.
El jinete entró con gran estruendo, ajeno a la pérdida de Billy Pot y a la recuperada libertad de las lagartijas. Los cascos del caballo levantaban el polvo estival y golpeaban con un repiqueteo hueco y rítmico contra el suelo seco, mientras se acercaba al Palacio a gran velocidad.
Jenna y Septimus esperaban que el jinete tomara el camino habitual hacia los establos que rodeaban el Palacio y se encontraban en la parte de atrás, pero, para su sorpresa, el jinete espoleó el caballo hacia el puente. Con destreza y sin aminorar el ritmo del caballo, el jinete cruzó al galope el umbral de la puerta y prosiguió a través de Godric. Jenna notó el calor húmedo del caballo que pasó junto a ella: una gran salpicadura de baba de caballo aterrizó en su túnica. Se volvió para protestar, pero el jinete ya se había ido, estaba cruzando a medio galope el vestíbulo. Los cascos del caballo derrapaban sobre las losas de piedra, que echaban chispas; entonces, con una brusca cabriola, se metió en la oscuridad del Largo Paseo, un pasillo de un kilómetro y medio que atravesaba la mitad del Palacio como si fuera la columna vertebral del edificio.
Godric se levantó del suelo.
—¡Vaya frío!… he notado como si me atravesara algo frío —murmuró el fantasma.
Retrocedió temblando hasta la silla y cerró los transparentes ojos.
—¿Te encuentras bien, Godric? —le preguntó Jenna preocupada.
—Sí —murmuró débilmente el fantasma—. Gracias, majestad. Quiero decir, gracias, princesa.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —Jenna miraba fijamente al fantasma, pero este se había quedado dormido.
—Vamos, Sep —susurró Jenna—. Vamos a ver qué ocurre.
El interior del Palacio ahora estaba oscuro, después de haber estado bañado por la brillante luz del sol. Jenna y Septimus corrieron por el vestíbulo central hasta el Largo Paseo. Echaron una ojeada a la interminable extensión débilmente iluminada, pero no se veía ni se oía ni rastro del jinete.
—Se ha esfumado —susurró Jenna—. Quizá fuera un fantasma.
—¡Vaya clase de fantasma! —dijo Septimus señalando las huellas polvorientas que los cascos del caballo habían dejado grabadas sobre la gastada alfombra roja que cubría las grandes y viejas losas.
Jenna y Septimus giraron hacia el ala este del paseo y siguieron las huellas. En otro tiempo, antes de que el custodio supremo se apoderase del Palacio, el Largo Paseo había estado lleno de tesoros maravillosos —valiosas estatuas, ricos tapices y brocados llenos de color—, pero ahora era una sombra de lo que había sido. Durante sus diez años de ocupación, el custodio supremo había expoliado la mayor parte de los bienes valiosos del Palacio y los había vendido para financiar sus opíparos banquetes. Ahora, Jenna y Septimus dejaban atrás unas cuantas pinturas viejas de antiguas reinas y princesas que habían rescatado del sótano, y algunos arcones de madera vacíos con las cerraduras rotas y las bisagras arrancadas. Tras pasar por delante de tres reinas, todas ellas con aspecto de tener mal carácter, y de una princesa bizca, las huellas de cascos doblaban de repente a la derecha y desaparecían más allá de las anchas puertas del Salón de Baile. Las puertas ya estaban abiertas; Jenna y Septimus entraron siguiendo las huellas, pero no había ni rastro del jinete.
Septimus soltó un silbido grave.
—¡Qué grande es este sitio!
El Salón de Baile era realmente inmenso. Cuando se construyó el Palacio, se decía que toda la población del Castillo cabía dentro del Salón de Baile. Aunque ya no era cierto, seguía siendo la sala más grande que nadie del Castillo había visto jamás. El techo era más alto que una casa y los inmensos ventanales, formados por pequeños paneles de vitrales, se extendían desde el suelo hasta el techo y proyectaban los colores del arco iris sobre el lustroso suelo de madera. Por los paneles inferiores de las ventanas, que estaban abiertos, entraba el calor de la mañana estival. Daban a los prados de la parte trasera del Palacio, que se adentraban hasta el río.
—Se ha ido —dijo Jenna.
—O desaparecido —murmuró Septimus—. Como dijo el Antiguo: «Un caballo negro y un jinete negro».
—No seas tonto, Sep. No se refería a eso —respondió Jenna—. Pasas demasiado tiempo en lo alto de esa torre con una atemorizada maga y su sombra. Además, parece ser que ha salido por esa ventana… ¡mira!
—Eso no lo sabes seguro —objetó Septimus, dolido porque Jenna le hubiera llamado tonto.
—Sí lo sé —repuso Jenna, señalando en el escalón el montón de cagajones de caballo de los que emanaban efluvios.
Septimus hizo una mueca y salió con cuidado a la terraza.
Fue entonces cuando oyó el grito de Sarah Heap.