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La Vereda
Jenna, Septimus, Nicko, el Chico Lobo y Stanley tomaron la vereda para salir del Puerto hacia los marjales Marram. Jenna guiaba el paso y detrás de ella trotaba Trueno, sacudiendo la cabeza y rebufando en el aire fresco de la mañana, contento de estar fuera del pestilente establo donde había pasado la noche, en la parte trasera de la Casa de Muñecas.
Jenna había insistido en volver a buscar a Trueno. Temía que, si lo dejaba atrás, la enfermera Meredith tuviera la tentación de venderlo a la tienda de pasteles de carne que estaba en el Puerto. Así que dieron la vuelta al Paseo de la Soga y, como no había brujas fuera de la casa, Jenna entró a hurtadillas por el camino de tierra que pasaba por detrás de las casas y sacó a Trueno.
La Vereda corría por la alta cresta que bordeaba los campos en el límite del Puerto. Mientras caminaban entre la bruma de primera hora de la mañana, Jenna vio la gastada tienda del circo y olió la hierba aplastada por la multitud que se había congregado allí la noche anterior. Era una escena muy tranquila y pacífica, pero Jenna tenía los nervios a flor de piel —la quemadura que Chucho le había hecho en el brazo le dolía y era un constante recordatorio de que ahora Simon la tenía etiquetada—, y cualquier súbito movimiento o sonido la hacía saltar. Así que cuando Jenna vio por el rabillo del ojo una pequeña sombra oscura zumbante dirigiéndose hacia ella, le entró el pánico y se agarró fuerte a Septimus.
—¡Aaay! —exclamó Septimus—. ¿Qué ocurre, Jen? ¿Qué es?
Jenna se escondió detrás de él. Algo se dirigía directamente hacia ella.
—¡Arrrg… arrrg! ¡Quítamelo! ¡Quítamelo de encima! —gritaba Jenna, sacudiéndose del hombro a un gran insecto punzante.
Los chicos se arrodillaron y observaron el insecto que había caído de espaldas sobre el fino polvo de la vereda y se agitaba patas arriba produciendo un débil zumbido.
—Pensaba que estaba muerto —dijo Septimus tocando el insecto con el dedo.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Nicko moviendo la cabeza.
El Chico Lobo miraba el insecto. No parecía comestible. Demasiado duro, pensó, y puntiagudo. No le sorprendería que tuviera un desagradable aguijón.
Jenna escudriñaba por encima de sus hombros.
—¿Qué es? —preguntó.
—Es tu insecto escudo —dijo Septimus.
—¡No! —Jenna cayó de rodillas y con mucho cuidado cogió el insecto y se lo puso en la palma de la mano.
Jenna le sacudió el polvo como pudo y al cabo de un rato, contemplado por un público fascinado, el insecto se levantó y temblorosamente empezó a limpiarse las alas, zumbando y aleteando como si intentara volver a ponerlo todo en funcionamiento. Y de repente, con un triunfante batir de alas contra su verde caparazón de escamas, el insecto se levantó en el aire y se posó en el lugar que le correspondía, en el hombro de Jenna, igual que había hecho un año antes cuando lo crearon en la casa de tía Zelda. Eso levantó el ánimo de Jenna; ahora tenía algo que la defendería si —¿o debía decir cuándo?— Simon llegaba a buscarla.
El formidable caballo con la rata sobre la silla y cuatro figuras que caminaban a su lado avanzaba lenta pero inexorablemente por la vereda. Habían pasado los campos que rodeaban el Puerto y ahora llegaban al juncal que proporcionaba tejado, cestas, alfombras y todo tipo de cosas a los habitantes del Puerto. El sol de la mañana se elevaba y disipaba los últimos aros de bruma que pendían sobre los juncos, que se extendían casi hasta donde alcanzaba la vista. Más allá del juncal, estaban los marjales Marram, envueltos todavía en la espesa bruma de los pantanos.
Stanley mantenía lo que él llamaba un perfil bajo. Aquella mañana no era una rata feliz, pues acababa de reconocer la salida que conducía al tugurio de Jack el Loco, donde, el año anterior, había pasado las seis semanas más espantosas de su vida cuando lo metieron en una ratonera; consiguió escapar cuando, casi muerto de hambre, estaba tan delgado que pudo colarse entre los barrotes.
Era media mañana cuando Stanley vio que los juncos eran cada vez menos frondosos y olió la fragancia húmeda de los marjales Marram, y por fin se relajó, convencido de que ya estaban lejos de Jack el Loco. La vereda se perdía en un sendero cenagoso y el grupo se detuvo.
Jenna ahuecó la mano sobre la frente para protegerse del brillo del sol y entornó los ojos hacia el marjal. El corazón le dio un brinco, no tenía ni idea de dónde estaba el camino que llevaba a casa de tía Zelda. La última vez que había estado allí con Nicko, estaba cubierto de hielo y nieve durante la gran helada y no se parecía en nada a aquello.
Septimus se acercó a ella.
—Pensé que el Boggart estaría esperándonos —dijo perplejo—. Estoy seguro de que tía Zelda sabe que estamos aquí.
—¡Hum, no! No creo que lo sepa, Sep —dijo Jenna—. Ahora ya no tiene tan buen oído y le resulta duro escuchar. Voy a enviarle a Stanley a decirle dónde estamos.
—¿Disculpa? ¿He oído bien? —preguntó la rata con incredulidad.
—Sí, Stanley, me has oído perfectamente —respondió Jenna—. Quiero que vayas a la casa de la conservadora y le digas a tía Zelda que estamos aquí.
—Lo siento, majestad, pero como he dicho antes, no voy por los pantanos…
—Si te pido que vayas por los pantanos, Stanley, vas por los pantanos. ¿Lo entiendes?
—¡Ejem…! —Stanley parecía algo abatido.
—Y si no haces lo que te pido, haré que te despidan del Servicio Ratisecreto.
—Pero…
—¿Queda claro?
Stanley no daba crédito a sus oídos. Ni tampoco Septimus, ni Nicko; nunca habían oído a Jenna hablar con tanta determinación.
—¿Queda claro, Stanley?
—Como el cristal. Completamente claro.
Stanley miró tristemente hacia los marjales Marram. Jenna, pensó con reticente admiración, iba a ser una reina más dura que su madre.
—Bueno, entonces ve —dijo Jenna—. Acuérdate de decirle a tía Zelda que envíe al Boggart a la orilla del Puerto con la canoa. Y ve lo más rápido que puedas. Simon me ha etiquetado, ¿recuerdas?
Todos observaron cómo la rata corría por el camino cenagoso, saltando por encima de una juncia que sobresalía y crecía en los pantanos exteriores, hasta desaparecer de su vista.
—Espero que no le ocurra nada malo —dijo Jenna haciéndose sombra con la mano y mirando en la dirección en la que había desaparecido Stanley.
No le había gustado amenazar a Stanley, pero no le había dejado otra alternativa. Desde que Chucho la había etiquetado, sabía que solo era cuestión de tiempo que Simon la encontrara, y deseaba llegar a la seguridad de la casa de la conservadora.
—Es una buena rata —dijo Septimus—. Volverá pronto con el Boggart, ya verás.
Se sentaron a un lado de la vereda. Trueno mordisqueaba feliz la hierba y Jenna pasó a los demás la botella de agua que había llenado, cuando salían, en la fuente del Puerto. Nicko se tumbó a contemplar el cielo, feliz de pasar una agradable mañana sin nada que hacer. El Chico Lobo estaba intranquilo; le dolían las manos y al cabo de un rato se levantó y empezó a pasear arriba y abajo del camino para quitarse el dolor de cabeza.
Jenna y Septimus estaban con los nervios a flor de piel, vigilantes, escrutando el marjal y los juncales por si notaban algo raro. De vez en cuando, el viento se arremolinaba entre los juncos, un ratón se sumergía en el agua con un discreto salpicón, o un pájaro llamaba de repente a su pareja con el reclamo lastimero de los pantanos, y Jenna y Septimus se sobresaltaban. Pero a medida que se acercaba el mediodía y el aire era cada vez más cálido y bochornoso, el viento iba cesando y los sonidos de animales y pájaros iban acallándose. A Jenna y a Septimus les empezó a entrar sueño, y sus ojos se cerraron lentamente. Nicko se quedó dormido. Hasta el Chico Lobo dejó de pasear, se tumbó y descansó las manos quemadas en la fresca hierba.
Por encima de ellos, el sol caliente refulgía en el cielo despejado… y a lo lejos, más allá de los marjales Marram, una sombra negra apareció en el horizonte.