~~ 19 ~~
Chocolate
Jenna no podía dormir. No era debido al aire helado de la celda, ni al pequeño camastro duro, ni a la fina manta que le picaba, ni a que sentía sus ropas frías y húmedas. No podía dormir porque pensaba en la calavera que miraba hacia su puerta con las cuencas de los ojos vacías. Cada vez que cerraba los ojos, se le aparecía la imagen de la calavera blanca sonriente y la despertaba con un sobresalto.
Jenna dejó de intentar dormir. Se arropó en la capa de Lucy y dejó que su mente repasara los acontecimientos del día. Hasta que no vio la calavera, a Jenna le resultaba difícil creer que Simon quisiera hacerle algún daño. En el fondo, para ella seguía siendo su hermano mayor, el chico en quien confiar, que siempre la había protegido cuando tenía problemas y que la ayudaba a hacer los deberes. Pero eso fue antes de que Simon cogiera la calavera, la sostuviera en los brazos y le contara cómo había rescatado el esqueleto de DomDaniel de los marjales Marram la noche de la cena del aprendiz y cómo él se había convertido ahora en el aprendiz de DomDaniel.
—¿Qué te parece eso, señoritinga princesa? Y a diferencia de ese último e inútil aprendiz, yo estoy haciendo que se cumpla al pie de la letra hasta su más mínimo deseo. Y su deseo particular era librar al Castillo de cualquier elemento de una monarquía entrometida, como tú. Él considera que el poder de la reina es una imposición intolerable para cualquier mago extraordinario. Y yo también. Así que, si queremos que la auténtica Magia regrese al Castillo, y no esos insignificantes hechizos de Marcia, alguien tiene que irse.
Simon la miró con una horrible frialdad en los ojos, que se quedaron fijos en ella.
Jenna estaba sentada en el borde de la cama, pensando. Se preguntaba por qué Simon no se había librado todavía de ella. La podía haber empujado fácilmente por el barranco al río o simplemente podía haberla dejado fuera con las lombrices gigantes. Pero Jenna ya sabía la respuesta. A pesar de lo que dijera, Simon había querido lucirse ante su hermana pequeña. Ahora que ya lo había hecho, mañana sería otro día. Mañana tal vez la dejara fuera para servir de pasto a las lombrices gigantes… o a los Magogs.
Jenna se estremeció. Oyó un ruido sordo a través de la pared y el corazón le dio un brinco. Era un sonido extraño y regular como un bufido, y sabía lo que era: la calavera. El ruido se hizo cada vez más fuerte; Jenna apretó las manos sobre las orejas para tapar el horrible sonido, y de repente se dio cuenta de lo que realmente era: Simon estaba roncando. Lo que significaba que Simon estaba dormido y ella despierta. Podía intentar escapar… tenía que intentar escapar.
Jenna probó a abrir la puerta de hierro. Estaba cerrada con pestillo, pero había una pequeña rendija entre la puerta y la pared, y Jenna se preguntó si metiendo algo a través de la hendidura podría correr el pestillo. Miró alrededor de la celda, pero Simon no había tenido el detalle de dejarle una sierra a mano. Jenna se metió las manos en los bolsillos, en busca de algo que pudiera servirle de ayuda. Septimus habría tenido el instrumento perfecto; siempre llevaba consigo la navaja del ejército joven que tenía ciento un usos diferentes, la mayoría relacionados con los cascos de caballo. Le echaba mucho de menos.
La idea de Septimus le recordó el amuleto de chocolate que le había regalado aquella mañana. ¿Dónde lo había metido? Allí estaba, húmedo y pringoso, pegado en el fondo del bolsillo de la túnica. Sacó el amuleto y sosteniéndolo en la mano leyó la inscripción entornando los ojos:
Cógeme, sacúdeme,
y para ti haré:
Tchocolatl de Quetzacoatl.
«Bueno —pensó—, al menos ha valido la pena intentarlo».
Jenna procuró recordar lo que Septimus le había dicho cuando le explicó cómo usar el amuleto. Lo cogió con las dos manos y sacudió el amuleto de arriba abajo tan fuerte como pudo para activarlo. Al hacerlo, susurró las palabras escritas en el pequeño cuadrado marrón y concentró todos sus pensamientos en lo que quería. Efectivamente, el amuleto empezó a funcionar. Se estaba calentando y ablandando en las manos ahuecadas, como si realmente fuera una pastilla de chocolate. Luego, tal como Septimus le había explicado que pasaría, empezó a zumbar como una pequeña mosca atrapada entre sus manos. Jenna esperó hasta que el amuleto estuvo lo suficientemente caliente para seguir sujetándolo y luego lo colocó sobre el objeto que quería convertir en chocolate: la puerta de la celda.
Jenna no creía que el amuleto de Septimus pudiera convertir una gruesa puerta de hierro en chocolate. Pero, al apretar el amuleto contra la puerta, notó, para su sorpresa, que el duro hierro repujado se había convertido en una superficie lisa, fría, en lugar de helada. Algo más había cambiado. Jenna olisqueó el aire; la celda estaba impregnada de un leve olor a cacao. Vacilante, Jenna apartó el amuleto de la puerta de la celda. Ahora el amuleto estaba frío; se lo volvió a meter en el bolsillo y contempló la puerta. Al principio, Jenna pensó que parecía la misma puerta que antes, salvo que ahora, al mirarla detenidamente, podía ver que las herrumbrosas bisagras e incluso la tapa de la cerradura estaban bellamente modeladas en chocolate. Jenna no había visto nunca tal cantidad de chocolate y, por desgracia, nunca en su vida había tenido menos ganas de comerlo.
Enseguida descubrió que no es fácil mover una inmensa tableta de chocolate de ocho centímetros de grosor, endurecida por el frío nocturno. La empujó con todas sus fuerzas, pero la tableta permaneció tan imperturbable como si fuera de hierro. Decidió empezar a arañarla formando virutas para hacerla más delgada, pero pensó que era una tarea ardua que le llevaría toda la noche.
Jenna se sentó desconsolada en el borde de la cama y comió algunas virutas —era un chocolate increíblemente bueno, aún mejor que los Chocotrozos de la tienda de golosinas que había al final de la Vía del Mago— mientras pensaba qué podía hacer. Al cabo de unos minutos, el chocolate le ayudó a pensar con claridad, y Jenna cayó en la cuenta de que necesitaba algo afilado para abrir un agujero en la puerta. Simon se habría asegurado de que no hubiera nada afilado en la celda, pero mientras Jenna buscaba desesperadamente por todas partes, descubrió que Simon no había pensado en todo: había olvidado los muelles de la cama.
Jenna retiró el fino colchón de la cama y sacó uno de los muelles sueltos hasta sostener un afilado trozo de metal en la mano. Luego se puso manos a la obra y perforó un agujero en la puerta lo bastante grande como para colarse por él, mientras, para su alivio, los ronquidos de Simon seguían reverberando a través de las paredes.
Una hora más tarde, el muelle de Jenna había cortado un gran rectángulo en la base de la puerta. Lo único que tenía que hacer era darle un empujón y cruzar los dedos para que al caer no armara demasiado estruendo. Con mucho cuidado, Jenna empujó un lado del rectángulo y comprobó llena de alegría que le resultaba fácil moverlo. Con mucho sigilo, Jenna dejó la gruesa tableta de chocolate en el suelo y, por si más tarde tenía hambre, rompió la tapa de la cerradura y se la guardó en el bolsillo. Luego se coló por el agujero, se puso en pie y se limpió las manos manchadas de chocolate en la túnica.
Simon aún roncaba ruidosamente; los ronquidos resonaban alrededor de la cámara circular y le parecían extrañamente tranquilizadores, al menos eran humanos. Jenna pasó de puntillas ante el enorme plato blanco de la cámara oscura, echando una última mirada a la escena extrañamente cautivadora, y se percató de que Simon había dejado la lupa sobre el plato. La cogió y se la guardó en el bolsillo de la túnica. Ahora a Simon no le resultaría tan fácil averiguar adonde había ido.
Jenna encontró la cuba de larvas de Glo. Simon no había tapado bien la cuba y una intensa luz amarilla brillaba en la abertura. La cuba de larvas de Glo era un gran barril de madera, lleno hasta el borde de cientos de miles de minúsculas larvas de Glo que se retorcían sin parar. Jenna cogió una lámpara Glo de una ordenada fila de lámparas vacías que estaban colocadas junto al barril, sujetó la pala y llenó el tubo de cristal de serpenteantes larvas de Glo. A Jenna no le gustaba usar lámparas de Glo, pero no tenía otra alternativa. Sarah Heap se negaba a usarlas porque dentro de la lámpara las larvas no viven más que unas pocas horas. Sarah decía que era terrible matar a tantas criaturas solo por la conveniencia de una persona. Sarah usaba las velas de toda la vida.
—Lo siento, larvas —susurró Jenna mientras las recogía con la pala.
Jenna llenó la lámpara y dejó abierta la tapa de la cuba de larvas de Glo para que tuvieran la oportunidad de escapar. Levantó la lámpara y, por primera vez, vio realmente el lugar que Simon Heap había convertido en su hogar.
El Observatorio era una inmensa cámara circular. Las paredes, toscamente talladas en la sólida montaña de pizarra, estaban inclinadas hacia arriba y hacia dentro hasta encontrarse con la lente de la cámara oscura. Una gruesa y lechosa placa de vidrio encajada en el tejado dejaba entrar la luz de la luna, y Jenna se percató de que la mayor parte del Observatorio estaba bajo tierra. En silencio, dejó atrás la metálica cámara de los rayocentellas y pasó por delante de las ordenadas estanterías que contenían montañas de libros oscuros, conjuros inversos, maleficios y maldiciones. Apartó los ojos de la colección de matraces de aspecto siniestro en los que pudo ver criaturas deformes flotando vagamente en un líquido amarillo. De vez en cuando, de las botellas salía una burbuja de gas y llenaba el aire de un apestoso olor. En un rincón lejano, un pequeño aparador con puertas de cristal refulgía con una mortecina luz azul. Estaba cerrado con una impresionante colección de candados. Dentro, enroscada, descansaba una pequeña serpiente negra.
Los ronquidos de Simon Heap reverberaban a través de la gran puerta de madera que había pintado de púrpura y cubierto de símbolos oscuros. Cuando Jenna pasó por delante de la puerta, tropezó con Chucho. De algún modo, Jenna consiguió cambiar su grito por un quejido estrangulado, pero los ronquidos de Simon dejaron de sonar. Jenna se quedó inmóvil, y contuvo la respiración. ¿Acaso se habría despertado? ¿Debía echar a correr mientras pudiera? ¿Habría oído sus pisadas? ¿Qué debía hacer? Y luego, para su horror, Chucho empezó a saltar. A cada salto, un suave golpe seco resonaba en todo el Observatorio. En un santiamén, Jenna cogió la bola y segundos más tarde metió a Chucho en lo más hondo de la cuba de las larvas de Glo. Jenna colocó la tapa, la cerró con llave y pidió disculpas a las larvas por segunda vez aquella noche.
Murmurando el hechizo de protección que Marcia le había enseñado hacía tiempo, Jenna pasó con sigilo por delante de la acechante calavera, no sin dejarse de preguntar qué había hecho Simon con el resto de los huesos. Al pasar por delante, estaba segura de que en lo más hondo de la calavera un par de ojos la estaban vigilando. No se atrevió a mirarla.
Cuando dejó atrás la calavera, Jenna echó a correr. Pasó como una exhalación por el pasadizo abovedado y bajó los empinados escalones tan rápido como pudo, como si el propio DomDaniel la persiguiera. De vez en cuando miraba hacia atrás para asegurarse de que no era así.
Al llegar al pie de la escalera, Jenna se detuvo y prestó atención por si oía pasos. No oyó nada. Eso la animó ligeramente y echó a andar. Se tambaleó y se dio contra el suelo. La lámpara se le cayó de la mano, dispersando larvas de Glo a su alrededor. Jenna volvió a ponerse en pie y se cepilló la túnica. Baba de Magog. Le asaltó una repentina náusea, seguida de una sensación de pánico. Reunió rápidamente tantas larvas de Glo como pudo encontrar y, sosteniéndolas en la mano, avanzó deprisa y en silencio por el túnel hacia el establo de Trueno.
Jenna llegó sana y salva hasta la cámara de la lombriz, sin oír el siseo delator de que la seguía un Magog. Trueno estaba tranquilo en su pesebre, mascando el heno que Simon le había dejado. Levantó la mirada cuando Jenna salió del túnel.
—Hola, Trueno —susurró.
Trueno miró a Jenna un momento y luego volvió a centrar su atención en el heno.
«Bueno —pensó Jenna—, se acuerda de mí». Se acercó despacio al caballo y le acarició la crin. Le parecía cruel sacarlo otra vez al frío aire nocturno, pero no tenía más remedio. Descolgó las riendas del gancho y con mucho cuidado las acercó a Trueno. El caballo no parecía mostrar mucho entusiasmo; sacudió la cabeza y resopló ruidosamente.
—¡Chist! —susurró Jenna—. ¡Chist!, Trueno. Tranquilo. Ya está.
Le dio unas palmaditas en el hocico, luego buscó en el bolsillo de la túnica la tapa de la cerradura de chocolate y se la ofreció con la mano abierta. Trueno la mordisqueó con delicadeza y miró a Jenna sorprendido. Jenna estaba completamente segura de que Simon nunca le daba chocolate a su caballo. Y con razón. Tampoco ella le daba chocolate a su caballo, pero, a veces, el soborno es la única salida.
Con la esperanza de conseguir más chocolate, Trueno dejó que Jenna le pusiera otra vez la brida y lo ensillara. Jenna estaba a punto de sacar el caballo cuando se le ocurrió algo. Cogió un puñado de guijarros del suelo y, usando el amuleto, los convirtió en chocolate. Luego Jenna se metió la mayoría de los guijarros de chocolate en el bolsillo y sujetó uno ante el hocico olisqueante de Trueno.
—Vamos, Trueno —le tentó bajito—. Venga, chico, nos vamos.