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Escupefuego

—Ahora no te puedes separar de él —le dijo tía Zelda a Septimus mientras le vendaba el dedo sangrante—. Al morderte el dedo, te ha marcado con su impronta. No es más que un mordisco, ¡ya verás cuando crezca! Tienes que agenciarte un manual de adiestramiento de dragones de donde sea. Aunque no sé dónde vas a encontrar uno en los tiempos que corren.

Septimus se sentó mirando los fragmentos rotos de la piedra que Jenna le había dado durante su anterior estancia en casa de tía Zelda. La había encontrado mientras Septimus la ayudaba a escapar del Cazador, estaba en el suelo del túnel que conducía al templo donde se ocultaba la nave Dragón. Septimus la había guardado como un tesoro; era el primer regalo que alguien le hacía en su vida. Mientras contemplaba la gruesa cáscara verde de huevo hecha añicos que tenía en las manos, Septimus no podía creer que su preciosa piedra fuera un huevo de dragón. ¿Cuántas probabilidades había de que ocurriera eso?, se preguntó.

Las probabilidades eran remotas. Septimus ignoraba que solo había unos quinientos huevos de dragón en todo el mundo, y que hacía muchos, muchos años que un humano no ayudaba a incubar un dragón. Los huevos de dragón se hallan en viejas y olvidadas guaridas de dragón, y mucha gente que los encuentra los recoge y se los queda porque tienen un bonito lustre. No todos los huevos de dragón son verdes, hay otros que son azules con alguna que otra rareza roja. Pero, por lo general, se pasan el resto de sus días en vitrinas de exposición o en el fondo de una caja de zapatos viejos, sin ser incubados, pues un huevo de dragón necesita seguir una complicada secuencia de acontecimientos, todos en el orden correcto y todos durante cierta cantidad de tiempo para convertirse en un bebé dragón. La última vez que eso había sucedido había sido hacía quinientos años en una pequeña isla desierta, cuando un solitario marinero náufrago se había despertado una mañana para descubrir que su atesorada piedra azul se había roto y de ella había salido un inesperado y extraordinariamente problemático compañero.

Al igual que el náufrago, Septimus, sin saberlo, había seguido correctamente todos los pasos necesarios para incubar un huevo de dragón en estado latente. Primero había activado la incubación al dejar el huevo cerca del fuego en la casa de tía Zelda durante su última visita. Un huevo de dragón necesita más de veinticinco grados centígrados de calor a una temperatura constante durante un mínimo de veinticuatro horas para poner en marcha el proceso. Luego necesita un año y un día de calor y movimiento constantes.

Tras recoger el huevo de dragón que había dejado al lado de la chimenea, Septimus decidió guardárselo en el bolsillo, lo que le proporcionó no solo el calor que el dragón necesitaba sino también la sensación de movimiento. Un dragón no sale del cascarón solo porque reciba calor; necesita creer que su madre lo lleva consigo y que estará allí para cuidarlo cuando nazca. Para un huevo de dragón, no notar movimiento significa que no hay madre. Sin ser consciente de ello, Septimus le dio al huevo un año y un día del calor y la «marcha» suficiente para convencer al minúsculo dragoncito de que su madre era muy «enrollada». Al cabo de un año y un día, el dragón estaba a punto de nacer, pero incluso en la última fase algo podía salir mal. Necesitaba un golpe seco para despertarlo, de lo contrario, en los siguientes seis meses el dragón moriría sin haber tenido la posibilidad de romper el cascarón. Una madre dragón normalmente usa este tiempo para encontrar un lugar seguro donde el bebé dragón podrá salir del cascarón. Cuando lo ha encontrado, le da un mordisquito al huevo. Por suerte para el huevo de Septimus, los zorros suplantaron perfectamente a la madre dragón al hincar los dientes en la cáscara. En ese momento, el bebé dragón estaba casi incubado, pero no del todo. Se requería un último ingrediente y no fue Septimus quien se lo proporcionó sino su hermano Simon. El huevo de dragón necesitaba un toque de oscuridad.

Todas las madres dragón tenían distintas maneras de cumplir este último requisito. Algunas secuestraban una cosa que pasara por ahí y le mostraban el huevo; otras dejaban el huevo en la puerta de la casa de una bruja negra durante la noche con la esperanza de que aún siguiera allí por la mañana. Algunos dragones tenían bastante con su propia oscuridad y no necesitaban buscar más. Cuando la capa de Simon se convirtió en una serpiente y se enroscó alrededor de Septimus y el huevo, le dio el toque final necesario e inició la cuenta atrás. El bebé dragón saldría del cascarón dentro de doce horas, que era exactamente lo que había sucedido.

—No sé mucho sobre dragones, y todavía menos sobre dragones recién nacidos —dijo tía Zelda mientras acababa de vendar el dedo de Septimus y daba el último mordisco al bocadillo de col—. Pero sí sé que, cuanto antes le pongas nombre, mejor. Si lo dejas demasiado tiempo será un sinnombre y nunca acudirá a tu llamada. Ya resulta difícil que te hagan caso la mayoría de las veces, por lo que tengo entendido. Durante las primeras veinticuatro horas no debe apartarse de tu lado, así que será mejor que se lo devuelvas a Septimus, Jenna.

—Entonces, tómalo, Sep —dijo Jenna ligeramente apenada. Cogió el pequeño lagarto alado de su regazo y se lo dio a Septimus—. Es monísimo, ¿verdad?

Septimus contemplaba el dragón dormido, enroscado en la palma de su mano. Era sorprendentemente pesado para su tamaño, frío al tacto y liso como el huevo en el que había sido incubado.

Nicko dejó escapar un sonoro bostezo y se desperezó, todavía soñoliento.

—Voy a dormir un poco —dijo. El bostezo era contagioso.

—Primero el nombre, luego a dormir —dijo tía Zelda—. ¿Qué nombre le vas a poner?

Septimus no tenía ni idea. Miró el dragón y se le contagió el bostezo de Nicko. Estaba demasiado cansado para inventar nombres para dragones. De repente, el dragón se sentó y tosió un poco de saco de huevo; dos pequeñas llamitas le salieron por las narinas y chamuscaron la mano de Septimus.

—¡Ay! —exclamó—. Me está escupiendo fuego. Eso es: Escupefuego. Ese es su nombre, Escupefuego.

—Sigue —dijo tía Zelda.

—¿Qué siga qué? —preguntó Septimus chupándose los dedos quemados.

—Con los dragones, como con todo, deben seguirse las reglas —le explicó tía Zelda—. Tienes que decir… déjame pensar… ¡ah, sí!: ¡Oh, fiel compañero e intrépido amigo que estará conmigo hasta el fin, yo te bautizo Escupefuego! O Cara de Caniche o Derek o… bueno, lo que sea que hayas decidido.

Septimus miró el dragón que tenía en la mano y murmuró tímidamente:

—¡Oh, fiel compañero e intrépido amigo que estará conmigo hasta el fin, yo te bautizo Escupefuego!

El dragón le miró con sus ojos verdes sin parpadear y tosió un poco más de saco de huevo.

—¡Puaj! —dijo Septimus.

Septimus no consiguió pegar ojo aquella noche. Escupefuego estaba inquieto; cada vez que Septimus se quedaba dormido, el dragón le mordisqueaba el dedo o le toqueteaba la ropa con sus afiladas zarpas. Al final, malhumorado, Septimus metió de nuevo el dragón en el bolsillo donde había guardado el huevo, y el dragoncito al fin se quedó tranquilo y se durmió.

A la mañana siguiente, Escupefuego despertó a todos muy temprano, revoloteando frenéticamente ante la ventana como una mariposa intentando salir.

—Dile que se esté quieto, Sep —dijo Nicko medio adormilado, tapándose la cabeza con la almohada y tratando de volver a dormirse.

Septimus se levantó, cogió a Escupefuego y lo apartó de la ventana. Empezaba a comprender lo que tía Zelda quería decir cuando le comentó que un bebé dragón es un problema. El dragón le arañaba la mano con sus afiladas garritas, y Septimus lo volvió a meter en el bolsillo.

El sol de la mañana ya estaba alto en el cielo y brillaba a través de la niebla de los marjales. Septimus sabía que estaba demasiado despierto para volver a conciliar el sueño. Miró a Jenna, a Nicko y al Chico Lobo, que apenas se habían movido bajo las mantas y se habían vuelto a dormir. Como no quería que Escupefuego les molestase, Septimus decidió sacar el dragón a tomar el aire de la mañana por primera vez.

Cerró la pesada puerta tras de sí sin hacer ruido y bajó por el camino hacia la nave Dragón. Allí ya había alguien.

—¡Qué preciosa mañana! —dijo tía Zelda pensativa.

Septimus se sentó a su lado sobre el puente de madera que cruzaba el Mott.

—Pensé que quizá la nave Dragón querría conocer a su bebé. Quiero decir, que supongo que Escupefuego es el huevo de la nave Dragón

—Eso creo —dijo tía Zelda—, aunque nunca se sabe con los dragones. Escupefuego te ha marcado a ti con su impronta, así que yo no complicaría más las cosas. Mira, he encontrado esto para ti. Sabía que tenía uno en algún sitio.

Tía Zelda le dio a Septimus un librito verde encuadernado en lo que sospechosamente parecía piel de dragón. Se titulaba: Cómo sobrevivir a la crianza de un dragón. Guía práctica.

—Claro que lo que en realidad necesitas es el Almanaque de los primeros años del lagarto alado —le dijo tía Zelda—. Pero dudo de que ni siquiera en la biblioteca de la Pirámide tengan uno. Por desgracia, estaban escritos en un pergamino altamente inflamable y ya no se consiguen. Sin embargo, este te puede servir de ayuda.

Septimus cogió el libro que olía a moho y miró divertido los consejos de la cubierta de atrás.

«Este libro me salvó la vida. La tapa es resistente a dentelladas de dragón. Llévelo consigo siempre».

«Solo perdí un dedo mientras crié a Fang, gracias a la práctica sección de consejos de esta valiosa guía».

«Después de que Skippy me marcara con su impronta, todos mis amigos me abandonaron y me estaba volviendo loco hasta que leí este libro. Ahora me dejan salir del manicomio los fines de semana… y además, ¿quién necesita amigos?».

—¡Ah!, gracias, tía Zelda —dijo Septimus abatido.

Septimus y tía Zelda se sentaron en amistoso silencio, cada uno con sus propios pensamientos, oyendo los sonidos de los marjales mientras el caluroso día de verano empezaba a filtrarse a través de la niebla y a despertar a las criaturas más activas de la marisma. Al igual que Jenna, Septimus se había convertido en un experto en identificar los diferentes sonidos, y estaba seguro de que oía el de los chupones, el de un par de peces, seguidos por la brusca zambullida de un mordedor de los pantanos y el ondular de algunas anguilas pequeñas. Pronto el calor del sol quemó los últimos restos de la bruma y el claro cielo azul auguraba un día de calor sofocante.

Tía Zelda levantó la mirada hacia el cielo transparente. Había una tensión en ella que a Septimus le llamó la atención. Miró a tía Zelda. Su cara redonda, enmarcada por el cabello gris rizado y algo despeinado, mostraba una expresión nerviosa y sus profundos ojos azules de bruja brillaban como si se concentraran en algo allá arriba, en el cielo. De pronto, se levantó del puente y cogió a Septimus de la mano.

—No mires hacia arriba —dijo en voz baja—. No corras. Limítate a caminar lentamente hasta la casa conmigo.

Dentro de la casa, tía Zelda cerró en silencio la pesada puerta principal y se apoyó contra ella. Estaba pálida y tenía una expresión desolada.

—Jenna tenía razón —susurró tía Zelda casi para sí.

—La nave Dragón… tendrá que irse.

—¿Por qué? ¿Qué… qué has visto? —preguntó Septimus, aunque ya había adivinado la respuesta.

—Simon está allí arriba, como un buitre, acechando.

Septimus respiró hondo para intentar relajar el nudo que empezaba a notar en el estómago.

—No te preocupes, tía Zelda —le dijo—. La nave Dragón estará a salvo en el Castillo. Yo la llevaré.

Aunque no tenía ni idea de cómo lo haría.