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La casa del Aquelarre
de las Brujas del Puerto
Een el anexo se hizo un silencio de desánimo que Septimus rompió al cabo de uno rato.
—¡El puente… está ardiendo! —exclamó.
Nicko apartó la atención de Jenna, que estaba sentada agarrándose con la mano la pequeña quemadura circular que Chucho le había dejado en el brazo, y siguió la mirada de Septimus. Las llamas ardían en el agujero chamuscado que Chucho había hecho en el puente y, mientras lo observaban, el viejo y seco puente de madera estalló en una bola de fuego que se cayó seis pisos hasta el suelo con un gran estruendo.
—¡Ay ay ay…! —dijo Septimus.
—¡Caramba! —masculló Nicko.
—Nada de caramba —protestó Stanley—. Todo es culpa del señor Heap, si me preguntáis mi opinión. Y no sé qué va a decir la vieja enfermera de que el puente se haya incendiado.
—Me importa un comino lo que diga la vieja enfermera —replicó Nicko—. Esa es la menor de nuestras preocupaciones. ¿Olvidas dónde estamos?
—Encerrados en lo alto de la sede del Aquelarre de las Brujas del Puerto —dijo Septimus apesadumbrado.
—Exacto —murmuró Nicko.
Volvió a reinar el silencio. El Chico Lobo se puso las manos quemadas debajo de los brazos y parecía preocupado. Se balanceaba como en un baile lento de un pie a otro, intentando olvidar lo mucho que le dolían las manos. Jenna se olvidó de sus propias cuitas y se acercó a él.
—¿Te duelen? —le preguntó.
El Chico Lobo asintió rechinando los dientes.
—Tenemos que vendártelas —dijo Jenna—. Tenemos que protegerte las manos. Toma.
Desató el fajín de seda dorada que llevaba a la cintura y empezó a partirlo por la mitad con los dientes.
Septimus y Nicko observaban cómo Jenna vendaba con cuidado las manos quemadas del Chico Lobo con la seda dorada. Pero tenían la mente en otra parte, estaban pensando en el modo de salir de la casa de las brujas.
—Escuchad —dijo Septimus en voz baja.
—¿Qué? —suspiró Nicko.
Jenna y el Chico Lobo levantaron la vista nerviosos. ¿Qué había oído Septimus?
—¿No oís nada? —musitó Septimus.
Hubo un tenso silencio mientras todos aguzaban el oído para… ¿para oír qué? ¿Pisadas al otro lado de la puerta? ¿Simon Heap en la ventana? ¿La enfermera Meredith que había descubierto que su puente había quedado reducido a cenizas?
—No oigo nada, Sep —susurró Nicko al cabo de unos minutos.
—Exacto. Nada.
—¡Oh, Sep! —protestó Nicko—. Creíamos que habías oído algo. No vuelvas a hacerlo, ¿vale?
—Pero precisamente por eso, ¿no lo veis? El puente acaba de caerse con un gran estruendo en su jardín y las brujas ni se han despertado, no han dicho ni pío, nada. Está amaneciendo y ahora deben de haberse ido a dormir. Dice Marcia que las brujas negras suelen dormir todo el día y hacen sus quehaceres por la noche. Así que podemos irnos, es fácil.
—¡Sí, hombre!, fácil recorrer toda una casa vieja que cruje, llena de trampas y brujas esperando para cogerte y convertirte en rana, y aún más fácil salir por la puerta principal que apostaría a que está atrancada con algo horrible. ¡Está chupado!
Cuando hubo acabado de vendar las manos del Chico Lobo, Jenna levantó la mirada.
—No tienes que ser tan antipático, Nik. No nos queda otra alternativa. Tenemos que pasar por la casa de las brujas. A menos que quieras saltar los seis metros que nos separan de esa espeluznante casa llena de muñecas.
Minutos más tarde estaban en el lúgubre pasillo lleno de telarañas, fuera del anexo. Nicko era invisible. Estaba usando su hechizo silencioso de invisibilidad que, con la ayuda de Septimus, había conseguido hacer bien, después de varios intentos:
—No, Nik, es: Ni visto, ni oído, ni un susurro, ni una palabra. Y también tienes que imaginarlo. No es bueno repetirlo como un papagayo enloquecido.
Así que por fin el hechizo parecía funcionar, al menos habían conseguido salir de la habitación sin activar el crujido de la puerta. Jenna y Septimus tenían un hechizo de invisibilidad, que no era silencioso, pero habían decidido no usarlo. No les parecía justo dejar que solo el Chico Lobo fuera visible para las brujas.
Se quedaron largo tiempo dudando al otro lado de la puerta del anexo, preguntándose por dónde tenían que ir; era difícil adivinar qué camino subía y cuál bajaba. Las brujas del Puerto eran grandes entusiastas de las reformas del hogar, aunque «reformas» no era la palabra exacta para describir los resultados de sus esfuerzos. Con los años, el Aquelarre había convertido la casa en un laberinto interminable de pasillos y escaleras de caracol que solían acabar o bien al aire libre o bien precipitándote por una ventana. Había puertas que se abrían a habitaciones en las que las brujas habían quitado los suelos y no se habían acordado de volver a ponerlos; había cañerías goteantes despegadas de las paredes y a cada paso un tablón del suelo podrido amenazaba con quebrarse y enviarte al piso de abajo. Además de las reformas del hogar, estaban las plagas, ruinas y molestias que infestaban la casa y que estaban diseñadas para tender una trampa a cualquier intruso incauto.
Una pequeña molestia azul colgaba de un hilo del techo justo al otro lado de la puerta. La molestia era una desagradable criatura larguirucha con un solo ojo y cubierta de escamas de pescado, cuyo único propósito en la vida era impedir que alguien hiciera lo que quería hacer, pero, para ello, antes tenía que establecer contacto visual con la persona. Jenna no había notado la molestia e iba directa hacia ella. Retrocedió de inmediato, pero fue demasiado tarde: había levantado la mirada y se había cruzado con el ojo azul redondo que la miraba. Ahora la molestia se disponía a hacer alegremente su trabajo. Saltó y empezó a dar vueltas delante de Jenna, chapurreando como un niño pequeño.
—Hola, niñita presumida. Hola, hola. ¿Estás perdidita, monina? Yo te ayudaré. Ya verás.
—¡Cállate! —refunfuñó Jenna tan fuerte como se atrevió, intentando apartarse de la criatura.
—¡Oooh!, eso es una grosería, coleguita. Yo solo quiero ayudarte…
—Sep, ¿puedes parar a esta molestia molesta antes de que la estrangule?
—Estoy intentando hacer algo. Tienes que calmarte, Jen. Intenta ignorar esa estúpida cosa.
—¡Oooh! Niño malo, malito…
—Sep —dijo Jenna de malos modos—, ¿a qué estás esperando? Líbrate de esto, ¿quieres? ¡Ya!
—No te libres de míííííí. Yo te ayudarééé.
—¡Cállate!
—Jen, Jen, no dejes que te supere, así es como funciona… te irrita tanto que no puedes hacer nada. Dame un momento. Tengo una idea.
—¡Oooh! El niño malo tiene una idea. ¡Oooh!
—Voy a matarla, Sep, te lo aseguro.
—¡Oooh, niñita mala! No está bien decir esas cosas. ¡Oooh!
Septimus buscó en su cinturón de aprendiz.
—Aguanta, Jen. Acabo de encontrar mi reverso. ¡Ah, aquí está! —Sacó un pequeño amuleto triangular y lo dejó plano en la palma de la mano con el borde afilado apuntando hacia la molestia.
La molestia lo miró con recelo.
—¿Qué tienes ahí, niño malo? —preguntó quejumbrosa.
Septimus no respondió. Respiró hondo y recitó muy despacio y bajito para no despertar a las brujas:
Molestia molesta, no me molestes más,
dedícate a otra cosa, vuelve atrás.
—¡Oh, querido! —dijo la molestia débilmente—. Me siento un poco rara.
—Bien —murmuró Septimus—. Parece que funciona. Bueno, supongo que será mejor comprobarlo.
—Ten cuidado, Sep —dijo Jenna, que de repente se sentía mucho menos irritada y molesta.
Murmurando para sí un sencillo hechizo de mantente a salvo, Septimus se forzó a mirar a la molestia.
—Buenos días —le dijo alegremente la molestia—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Cada vez eres más bueno en esto de la Magia —le susurró Jenna a Septimus.
Septimus sonrió. Le encantaba la sensación de que un hechizo funcionara bien. La molestia colgaba del techo aguardando pacientemente una respuesta.
—¿Podría, por favor, enseñarnos el camino de salida? —le preguntó educadamente Septimus.
—Será un placer —respondió la molestia. Sígame, por favor.
La criatura se soltó del trozo de cuerda y aterrizó delante de ellos sobre sus cuatro patas larguiruchas. Luego echó a correr y, para sorpresa de todos, saltó por una trampilla abierta.
—Rápido —dijo Septimus—, será mejor que vayamos tras ella. Ve tú primero, Nik, para que nosotros podamos seguir en silencio.
Siguieron a la molestia por una escalera muy larga y en mal estado que les llevó por toda la casa. La escalera se hundía y se arqueaba a causa del desacostumbrado peso —pues ninguna de las brujas se había atrevido a usarla—, y cuando llegaron al suelo, Septimus estaba temblando.
Al bajar de la escalera y sumirse en la oscuridad, fueron recibidos por un coro de malévolos bufidos. El Chico Lobo devolvió el bufido.
—¿Qué es eso? —susurró Jenna.
—Gatos —murmuró Septimus—. Montones de gatos. ¡Chist!, cuatro cero nueve, no les molestes.
Pero el bufido del Chico Lobo dio resultado; los gatos se quedaron en silencio, aterrados por el sonido del gato más grande y fiero que habían oído en su vida.
La molestia esperó a que todos hubieran bajado la escalera sin contratiempos.
—Como pueden ver, dama y caballeros, ahora estamos en la cocina del Aquelarre, este es el centro de las actividades domésticas. Síganme, por favor, y les conduciré hasta la salida.
La cocina del Aquelarre olía a grasa frita rancia y a comida de gato. Estaba demasiado oscuro para distinguir nada, salvo el mortecino resplandor de la cocina y el centelleo de una selva de ojos de gato, que seguían su silencioso y pausado avance por la habitación.
Pronto estuvieron fuera de la cocina y siguieron de cerca a la molestia, que corría por un estrecho pasillo. Era muy difícil ver adonde se dirigían, pues la casa estaba oscura y sombría; las ventanas estaban tapadas por telas negras y las paredes cubiertas de una pintura marrón y de unos cuantos cuadros agrietados de brujas, ranas y murciélagos. Pero al doblar una esquina estrecha, un polvoriento haz de luz se proyectó de repente sobre el pasillo: se abrió una puerta con un crujido y salió una bruja.
Nicko se detuvo, muerto de miedo, y Septimus, que no podía verlo, chocó contra él, seguido de cerca por Jenna y el Chico Lobo. Stanley, que corría delante de Nicko, fue sorprendido en pleno haz de luz.
La bruja miraba a Stanley con los ojos desorbitados, y Stanley observaba aterrorizado a la bruja.
—Hola. Tú eres mi rata, ¿verdad, chico? —dijo la bruja con una extraña voz cantarina—. Deja que te convierta en una bonita y gorda rana.
La boca de Stanley se abrió y se volvió a cerrar, pero no salió ningún sonido. La bruja parpadeó despacio; luego se volvió y vio a Septimus, a Jenna y al Chico Lobo, que habían reculado hacia las sombras.
—También has traído a tus amigos contigo… hummm, ñam, ñam. Niños. Nos gustan los niños, de veras… y aquí está mi molestia especial, que colgué anoche.
—Hola, Verónica —dijo la molestia en un tono de ligera desaprobación—. ¿Otra vez vuelves a caminar sonámbula?
—Hummm —murmuró la bruja—. Sonámbula… adorable.
—Regresa a la cama ya —dijo enfadada la molestia—, antes de que te vuelvas a caer por la trampilla y las despiertes a todas.
—Sí, ahora me vuelvo a la cama… buenas noches, molestia —murmuró la bruja, y se marchó arrastrando los pies por el pasillo, con los ojos desorbitados mirando al vacío. Jenna y el Chico Lobo se apretujaron contra la pared para dejar pasar a la bruja sonámbula.
—¡Ufff, por los pelos! —resopló Septimus.
—Ahora por aquí, si no les importa, por favor, dama y caballeros —dijo la molestia con voz enérgica, y pasó velozmente debajo de una cortina negra que estaba colgada en el pasillo a modo de puerta.
Septimus, Jenna, el Chico Lobo, Stanley y el invisible silencioso Nicko pasaron por la cortina polvorienta y suspiraron de alivio: al otro lado, estaba la puerta de la entrada.
La molestia corrió hasta la puerta como un lagarto sobre una pared caliente y empezó a abrir afanosamente una serie de candados, cerraduras y cadenas. Jenna sonrió a Septimus, ya estaban casi fuera.
Y entonces empezó.
—¡Ay! ¡Socorro! ¡Socorro! Alguien me está atacando. Socorro. ¡Quita! ¡Quítate! —gritó una voz muy aguda y metálica. Una de las cerraduras estaba alarmada.
—¡Chissst!, Donald —dijo enojada la molestia a la cerradura—. Deja de armar tanto escándalo, soy yo.
Pero la cerradura no se callaba. Empezó a gemir repetitivamente.
—¡Oh, oh, oh, socorro…! ¡Oh, oh, oh, socorro…! ¡Oh, oh, oh, socorro…! ¡Oh, oh, oh, socorro…!
De repente, por encima de sus cabezas, se oyó el sonido de pasos que corrían y voces agitadas. El Aquelarre de las Brujas del Puerto se había despertado. Instantes después, llegaron los sonidos de fuertes pisadas desde la escalera, seguidas de un sonoro crujido de madera rota y un grito.
—¡Eres idiota, Daphne! —gritó una voz—. Acababa de arreglar ese peldaño y mira ahora: totalmente estropeado.
Daphne respondió con un gruñido.
—Huelo a intrusos. ¡Huelo a rata! ¡Rápido, rápido! Bajemos —gritó otra voz.
Lo que parecía una estampida de elefantes retumbó sobre las cabezas de los muchachos. La casa se sacudió. El Aquelarre de las Brujas del Puerto estaba de camino.
—¡Oh, oh, oh, socorro…! ¡Oh, oh, oh, socorro…! —rechinaba la cerradura.
—¿Sep? —Jenna se dirigió a Septimus presa del pánico—. Sep, ¿no puedes hacer algo?
—No sé. Estoy pensando, espera.
Septimus buscó de nuevo en el cinturón de aprendiz y sacó un paquete pequeño con una etiqueta: polvo de prisa. Rápidamente lo vertió en la mano y se lo arrojó a la molestia. La molestia tosió y escupió; pero de repente se afanó hasta que no era más que un borrón azul, subiendo y bajando por la puerta, descorriendo cerrojos, abriendo candados y liberando cadenas, sin que la cerradura dejara de entonar su ensordecedora letanía:
—¡Oh, oh, oh, socorro…! ¡Oh, oh, oh, socorro…! ¡Oh, oh, oh, socorro…! ¡Oh, oh, oh, socorro…!
De repente, Jenna oyó a las brujas que ya estaban abajo, en la cocina, pero en aquel momento la puerta se abrió de par en par, aplastando a la molestia contra la pared. En un abrir y cerrar de ojos, Jenna, Septimus, Nicko, el Chico Lobo y Stanley habían salido de la casa y corrían por el Paseo de la Soga, sin apenas atreverse a mirar atrás para ver si les seguía un rosario de brujas.
En la casa del Aquelarre de las Brujas del Puerto, el piso de abajo cedió por fin, tras años de ser roído por la colonia de carcomas gigantes de Daphne y hundió precipitadamente a todo el Aquelarre en el sótano, donde su caída fue interrumpida por los vertidos acumulados de un conducto de aguas residuales.