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Trueno

Jenna se agarró a la áspera crin del caballo mientras Simon galopaba por los prados del Palacio, dispersando de nuevo todas las lagartijas que Billy Pot acababa de juntar.

Jenna adoraba los caballos, tenía uno propio que dormía en los establos y lo montaba todos los días. Era una buena amazona, además de valiente. Así que ¿por qué iba a asustarse? ¿Era por eso, se preguntó mientras Trueno pasaba a toda velocidad por la verja de Palacio, por lo que Simon montaba el caballo de manera tan furiosa y violenta? Simon llevaba un par de afiladas espuelas en las botas negras y no solo eran de muestra. Jenna ya le había visto golpear los flancos del caballo con ellas en dos ocasiones, y tampoco le gustaba la manera que tenía de tirar tan bruscamente de las riendas.

Simon galopaba por mitad de la Vía del Mago. No miraba ni a derecha ni a izquierda, y tampoco se fijaba en si alguien estaba cruzando la calle, como en ese momento estaba haciendo el profesor Weasal van Klampff. El profesor, que no sabía que Marcia iba a verlo, tenía que contarle algo a Marcia, y necesitaba decírselo lejos del extraordinariamente sensible oído de su ama de llaves, Una Brakket.

Mientras el profesor Van Klampff caminaba distraído por la Vía del Mago, ensayando mentalmente cómo iba a explicar sus sospechas de que Una Brakket tramaba algo —aunque no estaba seguro de qué—, lo último que esperaba era ser arrollado por un inmenso caballo negro que pasaba como una centella. Pero, por desgracia para el profesor, exactamente fue eso lo que sucedió. Y cuando se recuperó, magullado y amoratado, aunque indemne, el profesor Van Klampff no recordaba qué hacía allí. ¿Quizá necesitaba más pergamino… una pluma nueva… una libra de zanahorias… o serían dos libras de zanahorias? El hombrecito rechoncho, con gafas de media luna y una descuidada barba gris, se quedó un rato plantado en mitad de la Vía del Mago, atendido por los preocupados Beetle y demás ayudantes de las tiendas y oficinas vecinas, sacudiendo la cabeza e intentando recordar por qué estaba allí. Algo en el fondo de su cerebro le decía que era importante, pero se le había olvidado. Weasal van Klampff sacudió la cabeza y volvió a casa, no sin antes pararse a comprar tres libras de zanahorias.

Mientras tanto, Trueno cabalgaba precipitadamente por la Vía del Mago, dejando atrás las tiendas, las imprentas y las bibliotecas privadas, donde los orgullosos propietarios se entretenían preparando las ofertas especiales de manuscritos y pergaminos de baja calidad. Al ver un caballo negro al galope, interrumpieron sus ocupaciones y se quedaron mirándolo un momento, preguntándose qué estaba haciendo la princesa con aquel jinete negro. ¿Por qué tanta prisa?

En un instante, Trueno llegó hasta el Gran Arco. Jenna esperaba que Simon frenase y diera media vuelta al caballo para regresar al Palacio, pero en lugar de eso tiró fuerte de las riendas y el caballo viró bruscamente a la izquierda y pasó volando por el atajo del Bolso Cortado. La estrecha calle estaba oscura y fría en contraste con la soleada Vía del Mago y olía a rancio. Un desagüe descubierto corría en medio de los adoquines, y un espeso lodo marrón fluía lentamente por él.

—¿Adónde vamos? —gritó Jenna, que apenas podía oírse a sí misma con el repiqueteo de los cascos del caballo.

Los cascos resonaban en las destartaladas casas a cada lado del callejón y ensordecían su cabeza. Simon no respondió, así que Jenna volvió a gritar, esta vez más fuerte.

—¿Adónde vamos?

Simon siguió sin responder. De repente, el caballo giró hacia la izquierda, esquivando de milagro un carro lleno de pastel de carne y salchichas, y derrapó en el limo que discurría bajo sus cascos.

—¡Simon! —protestó Jenna—. ¿Adónde vamos?

—¡Cierra el pico! —le oyó decir Jenna.

—¿Qué?

—Ya lo has oído. Cierra el pico. Vas a donde yo te lleve.

Jenna se volvió para mirar a Simon, impresionada por el odio que descubrió en su voz. Tenía la esperanza de haber entendido mal lo que había dicho, pero, cuando vio la frialdad de sus ojos, Jenna supo que lo había oído perfectamente. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

De pronto, el caballo volvió a cambiar de dirección. Era como si Simon intentara librarse de cualquiera que pudiera seguirlos. Tiró de las riendas, conduciendo violentamente el caballo hacia la derecha, y Trueno se metió en la cuesta Encogetripas, un oscuro pasaje entre dos altas murallas. Simon entornaba los ojos, muy concentrado, mientras el caballo galopaba veloz por el estrecho pasaje y los cascos sacaban chispas a los pedernales que tenían debajo. Al final del oscuro pasaje, Jenna veía la luz del día y, mientras cabalgaban a galope hacia ella, Jenna tomó una decisión. Estaba a punto de saltar.

Mientras Trueno llegaba a la luz del sol, Jenna respiró hondo y, sin que Simon lo quisiera, el caballo derrapó hasta detenerse. Una pequeña figura ataviada con el ropaje verde de aprendiz les había salido al paso y estaba frenando al caballo con una mirada penetrante. Trueno estaba siendo paralizado.

—¡Septimus! —exclamó Jenna, más dichosa de verlo de lo que habría creído posible—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Septimus no contestó. Estaba demasiado concentrado en Trueno. Nunca había paralizado algo tan grande como un caballo y no estaba seguro de poder hablar y paralizar a la vez.

—¡Apártate de mi camino, mocoso! —gritó Simon—. A menos que quieras que te aplasten.

Simon espoleó enfadado el caballo, pero Trueno se negó a moverse. Jenna sabía que esa era su oportunidad. Cogiendo a Simon desprevenido, tomó impulso para saltar al suelo, pero Simon reaccionó deprisa. Cogió a Jenna por el cabello y la volvió a subir a la silla.

—¡Aaay, suéltame! —gritó Jenna golpeando a Simon.

—¡Oh, no, no hagas eso! —le susurró Simon al oído, retorciéndole dolorosamente la oreja.

Septimus no reaccionó. Apenas se atrevía a moverse.

—Suelta… a… Jenna… —dijo despacio y con cautela, con los intensos ojos verdes fijos en los de Trueno, que estaban abiertos de par en par y mostraban una gran parte del blanco.

—¿A ti qué te importa, mocoso? —gruñó Simon—. No es asunto tuyo. Ella no tiene nada que ver contigo.

Septimus se mantuvo firme y siguió mirando fijamente a Trueno.

—Es mi hermana —dijo con serenidad—. Suéltala.

Trueno se movió intranquilo. El caballo estaba atrapado entre dos amos, y no le gustaba. Su antiguo amo aún estaba en la silla, era como una parte más del propio caballo, y, como siempre, el deseo de su amo era también el deseo de Trueno: su amo deseaba seguir adelante, por tanto Trueno también deseaba seguir adelante. Pero ante él estaba un nuevo amo. Y el nuevo amo no permitiría el paso a Trueno, por mucho que su viejo amo le aguijoneara los flancos con sus afiladas espuelas. El caballo intentó cerrar los ojos para apartarse de la mirada de Septimus, pero no los podía mover. Trueno echó la cabeza hacia atrás, relinchando en su desventura, paralizado por Septimus.

—Suelta a Jenna ahora mismo —repitió Septimus.

—Y si no, ¿qué me vas a hacer? —preguntó burlándose Simon—. Me harás uno de tus patéticos hechizos, ¿eso harás? Deja que te diga una cosa, mocoso, tengo más poder en mi dedo meñique del que tú tendrás en toda tu miserable vida. Y si no te apartas de mi camino ahora mismo, lo usaré. ¿Lo has entendido? —Simon señaló a Septimus con el dedo meñique de su mano izquierda y Jenna soltó una exclamación.

En el meñique llevaba un gran anillo con un símbolo inverso que le resultaba horriblemente familiar.

Jenna apartó la cabeza del alcance de Simon.

—Pero ¿qué te pasa, Simon? —gritó—. Tú eres mi hermano. ¿Por qué te portas de manera tan horrible?

Como respuesta, Simon cogió el cinturón de oro de Jenna y lo retorció fuerte en la mano izquierda, mientras con la derecha tensaba las riendas de Trueno.

—Dejemos clara una cosa, princesa —respingó—. Yo no soy tu hermano. Tú eres solo una niña no deseada que mi ingenuo padre trajo a casa una noche. Eso es todo. No has hecho más que crearnos problemas y has destrozado nuestra familia, ¿lo entiendes?

Jenna palideció. Se sentía como si alguien le hubiera asestado un puñetazo en pleno estómago. Bajó la mirada hacia Septimus en busca de ayuda y, por un breve instante, Septimus la miró; estaba tan desconcertada… Sin embargo, en el momento en que las miradas de Septimus y Jenna se cruzaron, Trueno supo que era libre. Las narinas del caballo se hincharon de emoción, los músculos se tensaron y de repente se alejó al galope, y tomó otra calle adoquinada que le llevó hasta la Puerta Norte.

Septimus observó atónito cómo desaparecía el caballo. La cabeza le daba vueltas después del gran esfuerzo que había hecho para paralizar al caballo, el cual había luchado contra él todo el rato: en nada se parecía al conejo de prácticas que Septimus usaba para ensayar su hechizo paralizante. Septimus sabía que tenía una última oportunidad de recuperar a Jenna, así que sacudió la cabeza e intentó despejar el mareo que le había provocado el encantamiento. Luego, aunque un poco tembloroso, se transportó hasta la Puerta Norte.