~~ 48 ~~
La joven reina
Septimus estaba sentado en el descansillo observando los desconchones de la pared, preguntándose cuándo volvería a aparecer Jenna.
Intentó imaginar qué estaría haciendo dentro de la Habitación de la Reina y por qué tardaba tanto, pero no le importaba esperar. Había algo a lo que Septimus tenía ganas de echar un vistazo a fondo desde que Jannit lo había sacado de su caja de herramientas y se lo había ofrecido diciéndole: «Esto parece hecho para ti, maese Septimus». Metió la mano en el bolsillo de la túnica y sacó el amuleto de volar.
El amuleto le resultaba extrañamente familiar, como si lo hubiera conocido desde siempre. Era un amuleto sorprendentemente sencillo, teniendo en cuenta el poder que poseía, el viejo oro amarillento estaba lleno de arañazos y sus plumas estaban abolladas y dobladas. Mientras la flecha descansaba tranquilamente en su palma, Septimus notó un hormigueo en la mano y algo le hizo buscar en su cinturón de aprendiz y sacar su propio amuleto de plata alado, el que Marcia le había dado cuando le había pedido que fuera su aprendiz. A Septimus le encantaba ese amuleto. Con él, y grandes dosis de concentración, podía flotar a tres metros del suelo, pero no podía volar, no como Simon había volado. Septimus soñaba a menudo con volar y, de hecho, a menudo se despertaba convencido de que podía hacerlo, solo para descubrir luego que no era así.
Sentado en el frío suelo de piedra, sin ningún signo de que Jenna estuviera a punto de regresar, Septimus estiró las manos abiertas con un amuleto en cada una. Pensó que los dos eran hermosos, cada uno a su modo: en la mano izquierda podía notar el poderoso espíritu de la antigua flecha de oro, y en la derecha la delicada ligereza de las alas de plata. Mientras los miraba, notaba la sensación de Magia de ambos amuletos recorriéndole la piel y perturbando el aire a su alrededor.
Y entonces… algo cambió, algo se movió.
De repente, las alas se irguieron en mitad de la palma de su mano, moviéndose hacia delante y hacia atrás como una mariposilla calentándose a la luz del sol. Embelesado, Septimus las observaba, revolotear de su mano derecha a la izquierda, donde se posaron delicadamente sobre el amuleto de volar. En medio de un mágico haz de luz, la plata y el oro de los dos amuletos se fundieron y las alas se colocaron en el lugar que les correspondía por ser las plumas originales del amuleto de volar.
Septimus levantó el amuleto de volar completo y lo sostuvo entre el pulgar y el índice. Estaba caliente, incluso demasiado caliente. Un zumbido recorrió sus dedos y de repente Septimus sintió que le dominaba un irreprimible deseo de volar. Se puso en pie de un salto y se asomó al ventanuco de la torreta que daba sobre los jardines de Palacio. Vio las alargadas sombras de la tarde de mitad del verano y oyó los grajos graznando en los árboles, y le asaltaron los viejos sueños de volar: se imaginaba sobrevolando los prados, espantando a los grajos y pasando rozando el río…
Con gran esfuerzo, Septimus salió de su honda ensoñación. Estaba guardando el amuleto de volar en su cinturón de aprendiz, para apartar la tentación, cuando Jenna atravesó la pared.
Septimus se puso en pie inmediatamente.
—Jen… —empezó a decir, y luego se detuvo sorprendido cuando vio que tía Zelda y el Chico Lobo la seguían.
—¡Oh, Septimus! —dijo tía Zelda, mientras Septimus la miraba boquiabierto—. ¡Me alegro mucho de ver que estás a salvo!… Pero no hay tiempo que perder. Seguidme. Debemos ir directamente hasta la nave Dragón.
Tía Zelda bajó traqueteando por la estrecha escalera y Septimus oyó una exclamación de sorpresa cuando tía Zelda se topó con Escupefuego.
—Baja, Escupefuego. Sí, yo también me alegro mucho de verte. Ahora deja de pisarme, por favor.
Septimus no tuvo necesidad de desatar a Escupefuego, pues el dragón ya se había comido la cuerda. Siguieron a tía Zelda y a Jenna por la puerta lateral que estaba al pie de la torreta y bajaron hasta la verja de Palacio. Tía Zelda caminaba con paso decidido y rápido. Demostrando un sorprendente conocimiento de los estrechos pasadizos y atajos del Castillo, avanzaba a una velocidad sorprendente. Los paseantes se quedaban asombrados al ver una gran tienda de retales acercándose a toda velocidad. Se apartaban y se pegaban a las paredes y, cuando la tienda pasaba por su lado seguida de la princesa, el aprendiz extraordinario y un chico con aspecto de fiera y las manos vendadas, por no hablar del dragón, la gente se frotaba los ojos con incredulidad.
Pronto tía Zelda y su séquito salieron del túnel que conducía hasta el astillero por debajo de los muros del Castillo. Les recibió el sonido de la voz de Jannit que resonaba entre los barcos vueltos boca abajo.
—Arriba… arriba… arriba…
Tía Zelda lanzó un grito de consternación cuando vio el panorama; lenta, muy lentamente, izado por un grupo de marineros que tiraban rítmicamente de una cuerda, el casco de la nave Dragón, empapado y lleno de barro, iba emergiendo del agua. La verde cola con su púa dorada colgaba mustia, mientras la cabeza de la nave Dragón yacía inerte sobre el lado del Tajo. Nicko se sentaba con las piernas cruzadas, acariciando despacio las apagadas escamas verdes de la larga nariz del dragón.
Rupert Gringe estaba en la cubierta de la nave Dragón, lleno de barro y empapado, pues acababa de bucear en el foso y por fin había conseguido pasar las enormes cinchas de lona por debajo de la quilla. Con la máscara sujeta por encima de los ojos, Rupert corría de un lado a otro supervisando continuamente los cabos.
—¿Tía Zelda? —dijo Nicko sin dar crédito a sus ojos.
—Sí, soy yo, querido —respondió tía Zelda sin aliento, tocando la cabeza inmóvil del dragón. Dejó la mano allí durante un momento y sacudió la cabeza con incredulidad—. Jenna, Septimus… rápido. Venid y sentaos a mi lado. Nosotros tres, la conservadora, la joven reina y el amo del dragón, debemos hacerlo.
—¿Hacer qué? —preguntó Jenna.
—La triple transubstanciación —dijo tía Zelda mientras hurgaba en sus múltiples bolsillos hechos de retazos.
—Oye… Sep puede hacerlo —exclamó Jenna emocionada.
—No, no puedo —dijo Septimus.
—Sí puedes. Bueno, casi lo has conseguido. He oído que se lo decías a Godric.
—Solo porque cuando me lo preguntó por primera vez le contesté que no, y pareció tan desilusionado que empezó a gemir. Luego, todos los demás Antiguos del Palacio empezaron a gemir también. Fue horrible… y no había modo de que se callaran. Tuve que ir a buscar a Marcia, y ella me dijo que dejara de ser tan perfeccionista y les siguiera la corriente a esos viejos locos, por el amor de Dios. Pero empecé a leer sobre ello, por si Godric me hacía preguntas. Se trata de los cuatro elementos, ¿verdad, tía Zelda?
—Sí, Septimus —respondió tía Zelda mientras sacaba de uno de sus bolsillos una bolsita de cuero que parecía antigua—. Esto ha pasado de conservadora a conservadora durante más siglos de los que nadie puede recordar. La guardamos en una caja cerrada llamada «el último recurso». Todas las conservadoras albergan la esperanza de no tener que usarla, pero todas saben que un día ese momento llegará. Hay una profecía escrita en la caja:
Llegará el momento, pues así debe ser,
en que ella vuele con dos o tres.
Preparada para ello siempre debes estar,
y el triple muy cerca de ti has de guardar.
—Nadie sabe lo que significa realmente, pero cuando Septimus encontró el anillo dragón me di cuenta de que de nuevo, por primera vez desde Hotep-Ra, éramos tres: el amo del dragón, la reina y la conservadora. Y luego, cuando tú y Jenna os fuisteis volando en la nave Dragón, supe que la primera parte de la profecía se había cumplido, y había llegado el momento. Así que me preparé para lo que pudiera ocurrir; pero cuando Jenna salió del armario de las pociones, tal como su querida madre solía hacer el día del solsticio, yo… bueno, casi se me sale el bocadillo de col por la nariz. Ahora veamos qué tenemos aquí…
Tía Zelda dio unos golpecitos a la bolsa de cuero, y tres pequeños cuencos de oro repujado, con el borde de esmalte azul, cayeron en la alfombra manchada de barro de Jannit. Sacudió la bolsa de cuero, pero no salió nada más. Metió la mano dentro de la bolsa y palpó, pero estaba vacía. Tía Zelda no pudo reprimir una expresión de abatimiento.
—Debe de haber algo más que esto… —dijo—. No hay instrucciones… Nada. Seguro que la culpa es de la malvada de Betty Crackle. Era tan descuidada… ¿Qué podemos hacer con tres cuencos vacíos?
—Creo que sé lo que hay que hacer con ellos —dijo Septimus lentamente.
Tía Zelda le miró con renovado respeto.
—¿En serio? ¿Lo sabes? —insistió.
Septimus asintió.
—Coloca los cuencos delante del ser que desees restaurar… —dijo pensando muy deprisa.
Septimus había leído todo lo que había podido encontrar sobre la triple transubstanciación, pero cuando preguntó a Marcia sobre el paradero de los cuencos triples, le dijo que habían desaparecido hacía muchos años.
—Hazlo tú, Septimus —dijo tía Zelda—. Como amo del dragón, solo tú tienes derecho a hacerlo.
Los ojos del dragón no parpadearon cuando Septimus, Jenna y tía Zelda se colocaron en semicírculo alrededor de su cabeza. Nicko se levantó sin hacer ruido y se apartó, llevándose al Chico Lobo consigo. Nicko notaba la fuerte Magia que flotaba en el aire y prefería mantenerse a distancia. El Chico Lobo parecía asustado; tenía los ojos muy abiertos y enseñaba los dientes amarillentos mientras observaba a su antiguo camarada del ejército joven en su nuevo y extraño papel de hacedor de Magia poderosa.
—Los cuatro elementos de este conjuro —dijo Septimus en voz baja— son: Tierra, Aire, Fuego y Agua. Pero solo elegiremos uno para restaurar al dragón. Creo que será el Fuego.
Tía Zelda asintió; estaba de acuerdo.
—Ya ha tenido bastante de los otros —murmuró.
—¿Jen? —preguntó Septimus.
Jenna asintió.
—Sí —susurró—. Fuego.
—Bien —prosiguió Septimus—. Ahora cada uno de nosotros debe elegir un elemento de los tres restantes.
—Tierra —dijo tía Zelda—. La buena y honrada tierra en la que crecen las coles.
—Agua —añadió Jenna—. Porque está muy hermosa en el agua.
—Y yo elijo Aire —anunció Septimus—, porque hoy he volado en la nave Dragón. Y porque puedo volar.
Tía Zelda dirigió a Septimus una mirada burlona, pero él estaba demasiado ocupado disponiendo los cuencos para notarlo.
—Ahora —dijo—, cada uno cogerá un cuenco y colocará su elemento en él.
Jenna se levantó rápidamente y hundió su cuenco en el foso. Desde el puerto, tía Zelda alargó la mano y cogió un poco de tierra seca. Septimus miró su cuenco y se preguntó qué podía hacer. Mientras lo contemplaba formulándose la pregunta, en el fondo del cuenco dorado apareció una neblina púrpura. Tía Zelda lanzó una exclamación, podía ver los signos de la Magia apareciendo alrededor de Septimus; su cabello claro y rizado estaba recubierto de una brillante luz púrpura y la atmósfera estaba cargada, como el aire antes de una tormenta.
Consciente de que tía Zelda y Jenna lo estaban observando de cerca, Septimus levantó los tres cuencos y, sosteniéndolos juntos, los volcó con un gesto rápido. La tierra y el agua cayeron directamente sobre la alfombra, pero la neblina púrpura fue cayendo despacio —vigilada por unos ojos verdes, otros violetas y otros azules de bruja— hasta que llegó a la enlodada alfombra y estalló en llamas. Septimus tragó saliva; aquello era lo que había estado temiendo. Se disponía a coger la llama cuando el Chico Lobo, que lo había estado observando todo con temor desde detrás de un barco, lanzó un grito.
—¡Cuatro uno dos… no! —gritó el Chico Lobo, notando que las manos le quemaban de nuevo. Pero Septimus no notó ningún dolor al recoger el fuego y colocarlo en el hocico del dragón.
De repente el dragón inhaló aire y las llamas fueron absorbidas hacia el interior de la nariz desde lo más profundo de su ser. Instantes después, el dragón levantó la cabeza resoplando, tosiendo y despidiendo una brillante lengua de llamas anaranjadas, que prendió fuego a la alfombra de Jannit e hizo que tía Zelda, Jenna y Septimus se levantaran tratando de ponerse a salvo. Nicko arrojó un cubo de agua para apagar el fuego de la alfombra. El dragón abrió los ojos durante un breve instante y luego, con gran estrépito, la gran cabeza verde volvió a chocar contra la chamuscada alfombra y a caer inerte.
Todo el astillero guardó silencio. Incluso Jannit dejó de descargar y se quedó esperando, llena de incertidumbre.
Jenna parecía consternada. Miró a Septimus buscando consuelo, pero Septimus miraba tristemente la nave Dragón, convencido de que su triple transubstanciación había fallado. Tía Zelda tosió y estaba a punto de decir algo cuando la voz de Marcia atravesó el astillero.
—¿Puede alguien quitar este maldito cubo de mis pies?
Un marinero corrió a ayudarla y le quitó el balde en el que Marcia había metido el pie sin darse cuenta, en su prisa por volver con la nave Dragón. Con el ropaje al viento, Marcia continuó cruzando el astillero y, al acercarse al dragón, Jenna, tía Zelda y Septimus pudieron observar que llevaba una gran botella verde en la mano.
Marcia llegó casi sin resuello al puerto y destapó la botella.
—Marcia, ¿qué haces? —preguntó algo enojada tía Zelda.
—Salvar la nave Dragón. Sabía que lo tenía en alguna parte. Es un antiguo reanimador a base de lagarto. Lo tenía bajo las tablas del suelo de la biblioteca.
—Apártalo —exigió tía Zelda—. No le acerques eso. La matará.
—No seas ridícula, Zelda —replicó Marcia—. Ya no te corresponde a ti decidir lo que hay que hacerle a la nave Dragón. Ahora soy yo la conservadora.
Las miradas de Jenna y Septimus se cruzaron. Se avecinaban problemas.
—Tú… —balbució tía Zelda con incredulidad—. Tú… ¿la conservadora?
—Claro —dijo Marcia—. Ahora la nave Dragón está bajo mi cuidado. Tú estás demasiado lejos para proseguir con tus obligaciones de… ¿Cómo has llegado hasta aquí tan rápido?
Tía Zelda se puso de pie cuan larga era, no mucho en comparación con Marcia, pero eso la hizo sentirse mejor. Sus ojos azules de bruja centelleaban triunfales.
—Los secretos de las conservadoras no se divulgan a cualquiera, Marcia, y no estoy autorizada a decirte cómo he llegado hasta aquí. Lo único que puedo decirte es que, mientras viva, yo soy la conservadora de la nave Dragón y seguiré siéndolo, y estaré disponible para cuidar de la nave Dragón en todo momento. Ahora, Marcia, esto es un asunto de vida o muerte. La triple transubstanciación tardará algún tiempo en surtir efecto, y nada, y menos un antiguo reanimador de lagartos, debe interferir. Como conservadora te digo que apartes ese reanimador ahora mismo.
Por primera vez, desde que Septimus recordaba, Marcia se quedó sin habla. Con mucha parsimonia, volvió a meter el corcho en la botella del reanimador y, lo más dignamente que pudo, avanzó por el astillero, evitando con cuidado el balde al salir. No mejoró su mal humor descubrir que Milo Banda, junto con Sarah y Silas Heap, habían sido testigos del episodio desde la sombra del cobertizo abandonado.