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El aterrizaje
La nave Dragón perdía altura rápidamente. Septimus había conseguido evitar que se estrellaran contra una pequeña isla llena de gallinas, y eso había extenuado a la nave Dragón, que estaba al límite de sus fuerzas. Ahora le colgaba la cabeza, tenía los ojos apagados y el ala buena temblaba de agotamiento.
—Dile que ya no falta nada. Puedo ver el río —le dijo Septimus a Jenna, que murmuraba sin cesar al oído del dragón un torrente de palabras de ánimo—. Dile que aguante solo unos minutos más…
—Estamos peligrosamente cerca del suelo, Sep —murmuró Nicko mirando por encima de la borda del barco.
Estaban rozando una gran zona verde iridiscente, señal inequívoca de que se hallaban sobre las arenas movedizas.
—Tal vez deberíamos buscar otro lugar donde realizar un aterrizaje de emergencia.
—¿Como cuál? —inquirió Septimus—. No lo sé. Un lugar llano, supongo.
—Un lugar llano y precioso como las arenas movedizas, ¿quieres decir? ¿Con un grupo de Brownies dentro?
—Vale, Sep. No te pongas así.
Septimus tenía los ojos fijos en el río.
—Solo… solo quería ponerla a salvo. ¡Uaaaaaa! —La nave dio una terrible sacudida—. Vamos, Vamos —murmuró Septimus entre dientes—. Puedes hacerlo. Sí… sí, puedes.
Nicko animó al dragón. Se sentía impotente, y sentirse impotente a bordo de un barco era para Nicko lo peor del mundo. De repente, la cubierta se inclinó hacia abajo de manera preocupante.
—No vamos a conseguirlo, Nik —dijo Septimus lisa y llanamente.
—Bueno, tal vez no. ¿Puedes realizar un aterrizaje forzoso?
—No puedo decir que lo haya hecho recientemente. Me da mucho miedo.
—Ya lo sé.
La nave Dragón volvió a caer y Septimus sintió como si en la caída hubiera dejado atrás su estómago.
—Estamos cayendo, Sep —dijo Nicko desesperanzado.
—Sí. Nos caemos… Espera… eso es… ¡Oh, eso es todo lo que necesitamos!
Una pequeña nube blanca había aparecido sobre el marjal y se dirigía a toda velocidad hacia ellos.
—Simon no se rinde, ¿verdad? —dijo Nicko—. No creo que venga a ayudarnos. ¡Oh, maldición, qué rápido es!
En breves instantes, la nube estaba encima de ellos. Una densa nube blanca envolvió la nave.
—¿Lo ves, Sep? —dijo la voz de Nicko a través de la nube.
—No… ¿dónde está?
Septimus se agarró al timón y miró con tristeza hacia delante, sin ver nada más que el blanco impenetrable mientras se preparaba para el impacto de un rayocentella o la colisión contra las arenas movedizas.
De repente, la voz de Jenna sonó muy animada a través de la niebla.
—Dice el dragón que la están levantando. La nube la está llevando.
Mientras Jenna pronunciaba esas palabras, Septimus notó que la nave entera se relajaba. Los estremecimientos a cada batir del ala del dragón desaparecieron y se acallaron los terroríficos crujidos y gemidos que acompañaban los desesperados intentos del dragón de permanecer en el aire. El único sonido que se oía era el débil susurro del aire mientras la nave Dragón era transportada.
—No es Simon, ¿verdad, Sep? —susurró Nicko algo intimidado por la nube.
—No… es… bueno, no sé lo que es. Es muy raro —respondió Septimus.
—Hum… Me pregunto adonde vamos —dijo Nicko sobrecogido por la extraña atmósfera de la nube.
Le recordaba a algo o a alguien, pero no sabía qué o quién.
Septimus también sentía cierta aprensión. La sensación de alivio había dado paso a otra de inquietud. No le gustaba que le hubieran arrebatado de las manos el control de la nave Dragón. Cuando movía el timón de un lado a otro, este oscilaba libremente, en balde, sin ejercer ningún efecto sobre el barco.
De nuevo, la voz de Jenna se filtró a través de la niebla.
—¡Deja de fastidiar! —gritó.
—¿Qué? —le contestó Septimus también a gritos.
—Dice el dragón que dejes de molestarle con el timón: vamos a aterrizar —fue la contestación de Jenna.
—¿Dónde? —gritaron Septimus y Nicko a la vez.
—En el río, tontos. ¿Dónde si no? —chilló Jenna.
Septimus notó que el barco se hundía y se inclinaba hacia delante. Sostuvo el timón fuertemente, sin saber muy bien qué más hacer… y de repente pudo oler el río. Se acercaban a tierra y no veía nada. ¿Y si se estrellaban contra otro barco? ¿O aterrizaban demasiado en picado y se hundían? Si al menos la nube se apartase un poco y le dejara ver adonde se dirigían… Como si leyera su mente, la niebla se levantó hasta convertirse en una pequeña nubécula blanca y se alejó precipitada hacia los marjales de donde había salido.
Septimus no prestó atención hacia dónde iba la nube; tenía la mirada fija en el agua oscura del río, que se acercaba rápidamente. Iban demasiado rápido. Demasiado rápido.
—¡Frena! —gritó al dragón.
En el último momento, justo antes de golpear contra el agua, el dragón tensó las alas lo mejor que pudo, levantó la cabeza y bajó la cola. Golpeó el agua con estruendo, se balanceó arriba y abajo y planeó sobre el agua a toda velocidad pasando por delante de un grupo de pescadores ancianos, famosos por los increíbles relatos que contaban sobre sus capturas. Aquella noche en la Taberna de la Vieja Trucha no se sorprendieron demasiado cuando nadie creyó su última historia. Al final de la noche ni siquiera ellos mismos se la creían.
La nave Dragón frenó por fin, tras un kilómetro, justo antes de un meandro. Se asentó en el agua, levantó el ala buena y la extendió para capturar el viento, pero el ala rota se arrastraba inútil junto a la amura y empezó a hacerla virar, hasta que Nicko hundió un remo en la otra para equilibrarla.
Septimus se sentó tímidamente al lado del timón y Jenna se sentó a su lado.
—Ha sido fantástico, Sep.
—Gracias, Jen.
—Esa nube… —dijo Jenna—. ¿Ha evitado que nos estrelláramos?
Septimus asintió.
—Ha sido muy raro —dijo Nicko—. Olía muy raro. Me recordaba algo.
—La casa de tía Zelda —dijo Jenna alegremente.
—¿Qué? ¿Dónde?
—No… digo la nube. Olía a col hervida.
En la casa de la conservadora, el Chico Lobo había despertado de un profundo sueño y, por primera vez desde que cogió a Chucho, no le dolían las manos. Hizo un esfuerzo por sentarse, intentando recordar dónde estaba. Lentamente, todo volvió a su memoria; recordó a 412 diciéndole adiós y recordó la casa, lo que no recordaba era el enorme frasco de cristal que bloqueaba la puerta principal. El Chico Lobo no había visto nunca nada igual. Un enorme tapón de corcho descansaba junto al frasco, y al lado del corcho estaba tía Zelda, mirando nerviosa el cielo profundo de la noche, asomándose por un lado del frasco. El frasco era casi del mismo tamaño que tía Zelda y más o menos de la misma forma.
Tía Zelda se percató de que el Chico Lobo se había despertado y fue a sentarse a su lado mientras daba un suspiro.
El Chico Lobo la miró con ojos soñolientos.
—Cuatro uno dos está bien, ¿verdad? —murmuró.
—Eso espero —dijo tía Zelda sin apartar la vista del frasco—. ¡Ah… aquí viene!
Mientras decía esas palabras, unos pocos filamentos de niebla blanca entraron por la puerta abierta y se metieron en el frasco. Enseguida los filamentos se convirtieron en un largo flujo, que entraba por la puerta y caía en el frasco. Tía Zelda saltaba y corría alrededor del enorme frasco, observando cómo el flujo de niebla entraba en su interior y giraba a gran velocidad.
Durante algunos minutos, la niebla fue introduciéndose, y finalmente el frasco se llenó hasta arriba. Cuando el último filamento de niebla hubo regresado al frasco, tía Zelda sacó una botellita de uno de sus muchos bolsillos de retales. De puntillas, levantó el brazo y vertió una gota de un brillante líquido blanco en la boca del frasco. La niebla empezó a girar en un furioso torbellino y a arremolinarse hasta convertirse en una pequeña gota blanca como una nubécula de dulce.
—Bien —suspiró tía Zelda—. Ya vuelve a ser concentrado de nube.
Cogió el enorme tapón de corcho con ambas manos y lo hundió en la boca del frasco. Luego, con la bola de concentrado de nube rodando alrededor como una canica solitaria, empujó el frasco gigante arrastrándolo por el suelo, abrió una gran puerta oculta entre las estanterías del fondo de la habitación y colocó con dificultad el frasco en un armario.
Tía Zelda cerró la puerta del armario con un silencioso clic y salió de la casa. Caminó lentamente hasta el extremo de la isla y escudriñó los marjales, buscando algún rastro de la nave Dragón. No vio nada, no había ni un indicio de lo que había pasado. Tía Zelda sacudió la cabeza y esperó lo mejor, pues aquello era todo cuanto podía hacer, y volvió sobre sus pasos hasta la casa. Ahora estaba preparada para enfrentarse a Simon Heap. Preparada para enviarle a su oscura senda y rescatar a ese desgraciado de Merrin de sus garras antes de que fuera demasiado tarde.
Pero mientras tía Zelda regresaba por el camino, se tropezó con una bota marrón. La recogió, y vio paja del tejado pegada en los ojales… y supo que para Merrin ya era demasiado tarde.