~~ 15 ~~

El árbol

Septimus y Nicko subieron volando por los aires. Dos largas y sinuosas ramas, que habían estado pendiendo sobre sus cabezas esperando el momento oportuno, los habían atrapado. Cada una de las ramas tenía cinco ramificaciones más pequeñas y hábiles, como si fueran los dedos de una mano. Y cada mano se cerró alrededor de los chicos como una jaula de madera bien encajada y los resguardó en lo que parecía un puño de hierro. Después de coger a Septimus y a Nicko a una velocidad sorprendente, el árbol fue subiéndolos poco a poco y cada vez más alto a través de sus hojas y ramas, hacia el corazón mismo del árbol.

Septimus cerró fuerte los ojos mientras los levantaban en el frío aire nocturno, pero Nicko los mantuvo bien abiertos, como en trance, durante la ascensión hacia la copa del gran árbol, hasta que estuvieron muy por encima de la ululante manada de zorros. Nicko miró hacia abajo y vio el círculo de ojos amarillos rodeando el árbol y observando, sin parpadear, cómo la cena —una suculenta cena— se esfumaba delante de sus hocicos.

El árbol, como todos los árboles, se movía despacio y con mucha parsimonia. ¿Por qué apresurarse cuando tienes cientos de años para vivir? ¿Por qué apresurarse cuando mides más de treinta metros de altura y eres el rey del Bosque? Después de lo que les pareció una eternidad, Septimus y Nicko fueron depositados en una horquilla cerca de la copa del árbol. Las ramas que los habían atrapado como en una jaula se desenlazaron despacio y quedaron por encima de ellos, como si estuvieran planeando el próximo movimiento.

—¿Se nos va a comer, Sep? —susurró Nicko con voz temblorosa.

—No lo sé —murmuró Septimus, que aún tenía los ojos cerrados. Notaba que estaban muy por encima del suelo y no se atrevía a mirar.

—Pero nos ha soltado, Sep. Quizá tendríamos que intentar escapar mientras podamos…

Septimus sacudió la cabeza abatido. Estaba paralizado por la altura; le resultaba del todo imposible mover un músculo de su cuerpo. Nicko miró de reojo hacia abajo. A través de un claro en las hojas, pudo ver el círculo de zorros con ojos brillantes y hambrientos a la expectativa de que su presa apareciera —o, mejor dicho, cayera del cielo— para la cena. De repente, a Nicko se le ocurrió que no debía de ser la primera vez que les ocurría aquello a la manada de zorros. En algún momento del pasado, un árbol carnívoro debió de arrebatar a la manada alguna pobre víctima, y luego la víctima escapó de las garras de las ramas estranguladoras, solo para encontrarse de nuevo en medio del círculo de zorros. Nicko pensó que era un destino terrible, hasta que de repente se dio cuenta de que aquello les estaba sucediendo a ellos. Nicko lanzó un fuerte gemido.

—¿Qué ocurre, Nik? —murmuró Septimus.

—Nada, nada. Estamos a punto de ser devorados por un árbol carnívoro o por una manada de zorros y no consigo decidir cuál de las dos cosas me apetece más.

Septimus se obligó a abrir los ojos. No era tan malo como imaginaba. No podía ver demasiado, la noche sin luna era oscura y el denso follaje estival del árbol oscurecía cualquier visión de la larga caída hasta el suelo.

—Bueno, todavía no nos ha comido nadie.

—Todavía —replicó Nicko.

Pero cuando Nicko habló, las dos ramas que pendían sobre sus cabezas empezaron a moverse de nuevo hacia ellos. Nicko se agarró a la manga de Septimus.

—Vamos, Sep —susurró apremiándolo—. Ahora o nunca. Salgamos de aquí. He calculado que podemos salir huyendo; este árbol es muy lento. Nos ha cogido porque estábamos demasiado pendientes de los zorros para notar que venía por nosotros. Si bajamos deprisa, no conseguirá alcanzarnos.

—Pero entonces nos pillarán los zorros —susurró Septimus, convencido de que el árbol oía todo lo que estaban diciendo.

—Tal vez desistan. Nunca se sabe. Vamos, es nuestra única oportunidad. —Nicko empezó a descender agarrándose a la rama.

Lo último que deseaba Septimus era moverse, al fin y al cabo estaban a treinta metros del suelo como mínimo. Pero, sabiendo que no tenían ninguna oportunidad más, Septimus entornó los ojos para no ver la gran distancia que le separaba del suelo, y empezó a moverse apenas un milímetro por la rama, siguiendo a Nicko. Nicko ya había llegado a las ramas en forma de horquilla desde donde planeaba empezar a descender. Se volvió y le tendió la mano a Septimus.

—Vamos, Sep. Eres más lento que el árbol. Vamos, es fácil.

Septimus no contestó. Le sudaban las manos de miedo y se sentía mareado.

—No mires abajo —le animó Nicko—. Mírame a mí. Vamos, ya casi estás…

Septimus levantó la mirada hacia Nicko y de repente la cabeza le dio vueltas, empezó a oír un extraño zumbido lejano, y sus pegajosas manos se soltaron de la lisa rama.

Septimus se cayó.

Se cayó demasiado rápido para que Nicko pudiera hacer nada. Nicko estaba sentado en la rama mirando cómo su hermano avanzaba a rastras hacia él, y al instante siguiente estaba sentado mirando al vacío. Y lo único que oyó fue el sonido de Septimus entrechocando contra el ramaje del árbol por debajo de él, seguido del aullido de uno de los zorros expectantes.

Y luego vino el silencio. Nicko no oyó nada más, salvo el roce de hojas y ramas y la quietud del Bosque. Se sentó en la rama aturdido, incapaz de moverse. Debía bajar, debía intentarlo, debía rescatar a Septimus, pero le daba miedo lo que pudiera encontrar. Y así, muy despacio y a regañadientes, Nicko inició el largo descenso hasta el suelo del Bosque, pero, mientras bajaba por el árbol, una larga y fina rama se le enredó de repente en la cintura y lo sujetó fuerte. Nicko forcejeó y luchó por librarse, pero le atenazaba firmemente como un cinturón de hierro. Furioso, Nicko le dio una patada al árbol.

—¡Suéltame! —gritó—. ¡Tengo que ir a buscar a mi hermano!

Hecho una furia, Nicko hizo trizas las hojas de su alrededor y rompió tantas ramas como pudo.

—¡Aaay! —dijo una voz grave y despaciosa, pero Nicko no oía nada.

—¡Te odio, árbol asqueroso! —gritó canalizando toda su furia en puñetazos y patadas por doquier—. No vas a comerme, ni a mí ni a Sep. Tú inténtalo, y verás.

Nicko empezó a patalear frenéticamente, gritando e insultando al árbol, viniéndole a la mente todas las palabrotas que había aprendido recientemente en el Puerto, de boca de Rupert Gringe. En realidad, Nicko se sorprendió de todas las que sabía. Y también el árbol, que nunca antes había oído nada semejante.

El árbol ignoró impasible el ataque de Nicko. Se limitó a sujetarlo con firmeza mientras, más abajo, proseguía con lo que había estado haciendo desde que Septimus se había caído. Nicko aún estaba lanzando improperios contra el árbol cuando a su lado las ramas se separaron y Septimus apareció junto a él, envuelto en una tensa crisálida de hojas y ramas. Nicko guardó silencio. Se quedó pálido. Pensó: «Esto es lo que las arañas hacen con sus presas. La semana anterior estaba sentado en el barco y vio a una araña envolver a una mosca, que luchaba por librarse, en una crisálida de seda y luego dejarla seca mientras la mosca estaba aún con vida».

—¡Sep! —exclamó Nicko—. ¿Estás bien?

Septimus no respondió. Tenía los ojos cerrados y una palidez mortal. Una idea terrible pasó por la mente de Nicko.

—Sep —susurró—. Sep, ¿ha empezado a comerte?

Nicko se esforzó por llegar hasta Septimus, pero la rama lo sujetó fuerte.

—Nicko —dijo una voz grave.

—¿Sep? —interpeló Nicko, preguntándose por qué su hermano hablaba de aquel modo tan extraño.

—Nicko, por favor, deja de forcejear. Podrías caerte. Estás muy alto y los zorros aún están abajo esperándote. Por favor, estate quieto.

Nicko miró a Septimus, preguntándose cómo se las arreglaba para hablar sin mover los labios.

—Sep, deja de hacer el tonto, ¿quieres?

—Nicko, escúchame, no es Septimus quien te habla. Septimus se ha dado un golpe en la cabeza. Necesita descansar.

Un escalofrío recorrió a Nicko y, por primera vez desde que entraron en el Bosque, se sintió realmente aterrado. En todo momento había sabido con quién se las tenía que ver: tanto los zorros como el árbol carnívoro querían comérselo. No era nada halagüeño ni agradable, pero al menos era comprensible. Sin embargo, aquella voz grave y fantasmagórica era algo distinto. No tenía ni idea de lo que era; parecía estar por doquier, y lo más terrorífico de todo era que sabía su nombre.

—¿Quién eres? —susurró Nicko.

—¿No lo sabes? Pensé que habías venido a verme. —La voz parecía decepcionada—. Nunca he vuelto a ver a nadie. Nadie viene a visitarme. Pensé que mi hijo haría el esfuerzo, pero no, no se ha molestado, como de costumbre. Así que cuando vi a mis dos nietos pequeños, naturalmente pensé que…

—¿Nietos? —preguntó Nicko desconcertado.

—Sí, tú y Septimus —dijo la voz—. Os habría reconocido en cualquier lugar, ¡os parecéis tanto a Silas cuando era joven!

De repente, Nicko sintió una gran sensación de alivio. Apenas se atrevía a creer en su suerte.

—No serás… no serás el abuelo Benji, ¿verdad? —preguntó al árbol.

—Claro que sí. ¿Quién creías que era? —dijo la voz.

—Un árbol carnívoro —exclamó Nicko.

—¿Yo? ¿Un árbol carnívoro? ¿Tengo aspecto de árbol carnívoro?

—No lo sé. Nunca he visto ninguno.

—Bueno, déjame que te diga que no se parecen nada a mí. Son unos sarnosos, ni siquiera se molestan en mantenerse limpios. Huelen a carne podrida. Tienen feas hojas negras y están cubiertos de hongos. Son los que dan mala fama al Bosque.

—¡Oh… oh, fantástico! ¡No puedo creerlo! Abuelo Benji…

Nicko se recostó hacia atrás con una sensación de alivio, y su abuelo soltó la rama que había estado impidiendo que se moviera.

—No vas a intentar bajar ahora, ¿verdad? —preguntó el árbol—. Esos zorros esperarán un rato. Quédate quieto y te prepararé una cama. No te muevas.

—No, está bien, abuelo. No bajaré —dijo Nicko en voz muy baja.

Se sentó en la rama sintiéndose como si fuera de mantequilla. Y por primera vez desde que pisó el Bosque, empezó a relajarse.

El árbol estaba atareado tejiendo sus ramas hasta formar una plataforma y cubrirla con un suave lecho de hojas.

—Aquí tienes —dijo el árbol con orgullo cuando hubo terminado—, ¿lo ves?, no me cuesta nada prepararte una cama. Cualquiera de vosotros, chicos, podéis venir siempre que queráis y quedaros aquí conmigo. Vuestro padre también, y vuestra querida madre, siempre que queráis.

El árbol subió cuidadosamente a Septimus hasta la plataforma y lo dejó tendido, envuelto aún en la crisálida que lo protegía.

—Lo cogí a tiempo, ¿sabes? —le dijo el árbol a Nicko—. Un segundo más, y los zorros lo habrían devorado. Uno de ellos saltó mientras lo subía y quiso morder al chaval. Estuvo a punto de conseguirlo.

Nicko gateó por la plataforma hasta colocarse al lado de Septimus y comenzó a deshacer la crisálida. Mientras la deshacía, Nicko vio que a Septimus le estaba saliendo un gran morado en la cabeza, donde se había golpeado con una rama al caer.

—Aaaaaay —masculló Septimus—. Déjame, Nik.

Nicko se alegró mucho de oír la voz de Septimus.

—Hola, Sep… ¿estás bien? ¡Qué alivio!

Medio adormilado, Septimus se incorporó y miró a Nicko. El morado que tenía encima del ojo empezaba a hincharse y a dolerle, pero no le importaba; sabía que estaban a salvo. Al caerse del árbol, Septimus se había golpeado en la cabeza y había perdido por un instante el conocimiento, pero mientras lo subían delicadamente a través de las hojas, el sonido de la voz profunda del árbol arrullándolo le había devuelto la conciencia, y Septimus había oído la conversación de su abuelo con Nicko. Al principio había pensado que estaba soñando, pero cuando abrió los ojos y vio la expresión de alivio de Nicko, supo que era cierto.

—Psssé… murmuró Septimus, sonriendo débilmente.

—Es el abuelo Benji, Sep. ¡Estamos a salvo! —le explicó Nicko emocionado—. Pero ahora tienes que dormir —añadió al percatarse de lo pálido que estaba su hermano—. Por la mañana te encontrarás bien.

Nicko se tumbó en la plataforma, al lado de Septimus, y se abrazó a él con fuerza, solo para asegurarse de que no volviera a caerse.

La luz de la luna brillaba a través de las hojas, y el abuelo Benji se mecía en la brisa nocturna arrullando a los niños, que se sumieron en un apacible sueño. Acababan de quedarse dormidos cuando oyeron un terrible aullido que retumbó a través del árbol.

—¡Aaauuuuuuuuuuuu!

Seguido de una horrible tos, y un carraspeo como si escupieran.

—¡Cof, cof, cof!

Nicko sabía que eran los zorros.

—No pueden trepar a los árboles, ¿verdad, Sep?

Septimus negó con la cabeza y deseó no haberlo hecho.

Con cierta aprensión, Nicko y Septimus miraron hacia abajo, desde la plataforma, hacia donde estaban los zorros. Toda la manada parecía haber enloquecido. Corrían en círculos y daban vueltas y más vueltas alrededor del árbol, aullando, lanzando alaridos y frotándose desesperadamente el hocico con las garras.

—¿Qué están haciendo? —murmuró Nicko.

De repente, Septimus soltó una carcajada.

—Mira —dijo—, se han comido mi mochila…

—Bueno, no pensé que supiera tan mal —dijo Nicko.

—¡… y han encontrado las explosiones de menta! —se rió Septimus.