~~ 13 ~~
El Bosque
Nicko y Septimus sacaron el barco del agua y lo arrastraron hasta una playa de guijarros en una pequeña ensenada colindante al Bosque. Nicko la conocía bien; allí era donde siempre amarraba su barco cuando iba a visitar a sus hermanos.
Habían navegado ocho kilómetros río abajo desde el Castillo con la corriente a favor. Jannit había insistido en que Nicko cogiera el pequeño lugre, un buen barco fluvial que tenía una cabina, por si tenían que pasar la noche a bordo, pero Nicko tenía la esperanza de llegar directamente al Bosque y encontrar el campamento de los chicos antes de que se pusiera el sol. No tenía la menor intención de deambular por el Bosque de noche, pues era un lugar extremadamente peligroso. Manadas salvajes de zorros vagaban por entre los árboles y un gran número de almas en pena y seres malévolos flotaban por el aire. Algunos árboles eran carnívoros y de noche se convertían en trampas mortales: bajaban de repente las ramas, atrapaban a sus víctimas y les chupaban la sangre, de modo que por la mañana no quedaba nada más que un esqueleto reseco colgando entre las hojas.
Caía la tarde cuando llegaron a la playa. Nicko sabía que les quedaban cinco horas de luz, que, según sus cálculos serían más que suficientes para llegar sanos y salvos al campamento de los chicos.
Septimus no había estado en el Bosque desde que era un desechable del ejército joven. Había pasado muchas noches terroríficas allí, como parte de los ejercicios nocturnos a vida o muerte que los niños soldados tenían que superar. Les despertaban en mitad de la noche y los llevaban a un lugar peligroso, que por lo general solía ser el Bosque.
Hubo dos noches en el Bosque que Septimus no olvidaría jamás. Una fue cuando su mejor amigo, el Muchacho 409, lo rescató. Le había atrapado una manada de zorros y estaban a punto de saltar sobre él. El Muchacho 409 corrió a su lado, gritando tan fuerte que el jefe de la manada se confundió durante unos segundos, momento que el Muchacho 409 aprovechó para tirar de Septimus hasta ponerlo a salvo. La segunda noche, y mucho más terrible, a Septimus no le hubiera importado nada que una manada de zorros hubiera saltado sobre él. Fue cuando el Muchacho 409 se cayó por la borda en el río cuando iban de camino al Bosque. El río estaba encrespado, la corriente era rápida y una ola inesperada golpeó el barco del ejército joven. El barco estaba sobrecargado y el Muchacho 409 trastabilló y cayó por la borda. Nunca lo volvieron a ver. Septimus suplicó al jefe cadete que regresaran en auxilio del Muchacho 409, pero este se negó en redondo. El Muchacho 409 era un desechable más, y la idea subyacente del ejercicio a vida o muerte era deshacerse de «los débiles, los cobardes y los estúpidos», como había dicho el jefe cadete. Pero, generalmente, los ejercicios a vida o muerte simplemente eliminaban a los desafortunados.
Cuando Nicko estuvo satisfecho de cómo había amarrado el barco para que resistiera la subida y la bajada de las mareas, y todo a bordo estuvo pulcramente recogido, sacó un gastado trozo de papel del bolsillo.
—Este es el mapa —dijo mostrándoselo a Septimus—. Sam lo dibujó.
Septimus miró las onduladas líneas que cruzaban el trozo de papel como rastros de babosa sobre un panel de vidrio.
—¡Ah! —exclamó. El mapa no le pareció nada del otro mundo, pero Nicko parecía confiado.
—Está bien —dijo Nicko para tranquilizarlo—. Conozco el camino. Sígueme.
Septimus no tuvo ningún reparo en seguir a Nicko cuando empezaron la incursión por el Bosque. Era bastante fácil caminar por los aledaños del Bosque; los árboles estaban muy espaciados y la luz del sol se filtraba a través de las ramas por encima de sus cabezas. Nicko tomó un sendero estrecho con aplomo y caminó a paso rápido, zigzagueando entre los árboles como el rastro de una serpiente.
A medida que Nicko se iba internando a paso ligero en el Bosque, los árboles eran cada vez más grandes y crecían más próximos entre sí, la luz del sol se tapaba en oscuras sombras verdes y el silencio profundo empezaba a invadirles. Septimus seguía de cerca a Nicko a medida que el sendero se estrechaba y se hacía más tupido. Ninguno de los dos hablaba; Nicko intentaba recordar el camino, y Septimus estaba sumido en sus propios pensamientos. Se preguntaba qué estaba haciendo en el Bosque, cuando tendría que estar dirigiéndose hacia los Labrantíos. Jenna debía de estar ya a kilómetros de distancia, al otro lado del río, mientras que él estaba allí, avanzando en dirección contraria, solo porque Nicko le había convencido. Al cabo de un rato, Septimus rompió el silencio.
—¿Estás seguro de que querrán ayudarnos?
—Claro que sí —respondió Nicko—. Son nuestros hermanos, ¿no? Los hermanos se mantienen unidos. Salvo Simon, claro.
Septimus estaba deseoso de conocer a sus hermanos. Se había reencontrado con la mayoría de su familia en el último año y medio, pero en todo ese tiempo Sam, Edd, Erik y Jo-Jo habían vivido como salvajes en el Bosque. Silas había prometido llevar a Septimus a visitarlos, pero, por los motivos que fueran, eso no había ocurrido. Marcia estaba demasiado ocupada para dejarlo ir o Silas se equivocaba de fecha y aparecía el día equivocado.
—¿Cómo son? —le preguntó Septimus a Nicko.
—Bueno, Sam es un pescador asombroso. Puede pescar lo que quiera. Podíamos haberlo encontrado en la playa, es uno de sus lugares de pesca favoritos. Edd y Erik no paran de reír. Siempre gastan bromas a todo el mundo y se intercambian los papeles. Son tan parecidos que no siempre consigo distinguirlos. Y Jo-Jo es tranquilo, pero muy inteligente. Le gustan las hierbas y esas cosas… como a mamá, supongo.
—¡Ah! —exclamó Septimus intentando hacerse una imagen de ellos, pero sin conseguirlo. Aún no se acostumbraba a formar parte de una familia tan extensa, después de pasar los primeros diez años de su vida solo.
—Pero —dijo Nicko—, como ya te he dicho, al que de verdad hemos venido a ver es al rastreador, al Chico Lobo.
—¿Al que encontraron en el Bosque?
—Sí, ahora vive con ellos. Creo que estuvo viviendo con los zorros durante un tiempo, pero los zorros lo echaron cuando creció y dejó de oler a cachorro. Era salvaje cuando los chicos lo encontraron. Mordió a Sam en la pierna y arañó a Erik profundamente. Tenía unas uñas horribles: amarillas, largas y curvas como garras. Pero se domesticó durante la última gran helada, cuando Edd y Erik le dieron comida, y ahora no es tan malo. Pero aún huele mal, aunque en realidad todos atufan un poco. Al cabo de un rato te acostumbras. El Chico Lobo es el mejor rastreador que he visto en mi vida. Él nos llevará directamente hasta Jenna, seguro.
—¿Tiene dientes grandes y pelo? —preguntó Septimus tímidamente.
—Sí, grandes colmillos amarillos y manos peludas.
—¿En serio?
Nicko se dio media vuelta y sonrió ampliamente a Septimus.
—¡Te pillé!
Al cabo de un rato llegaron a un pequeño claro del Bosque y Nicko sugirió que se pararan unos minutos a estudiar el mapa. Septimus se quitó la mochila y de inmediato se sintió tan ligero que pensaba que flotaba entre los árboles.
—¿Quieres una pastilla de menta? —preguntó ofreciéndole a Nicko el tubo púrpura de explosión de menta.
Nicko miró el tubo con suspicacia.
—¿Qué hacen? —preguntó tímidamente.
Nicko conocía muy bien el gusto tan raro que tenía Septimus para las golosinas, y nunca se había acostumbrado a masticar un trozo de plátano autorrenovable que iba reapareciendo en su boca por mucho que lo escupiera.
—Nada —dijo Septimus—, solo son pastillas de menta.
—Entonces, vale.
—Pon la mano.
Septimus puso unas minúsculas bolitas verdes en la mano de Nicko. Nicko echó la cabeza hacia atrás y se metió las explosiones de menta en la boca como si tragase una cucharada de jarabe.
—No… —advirtió Septimus.
—¡Mmm—aaaagh!
—… te las comas todas de golpe.
—¡Aaarg! Me han subido a la nariz —escupió Nicko. Tres pequeñas explosiones de menta le salieron disparadas por la nariz.
—¡Sí, a veces hacen eso! El truco es mantenerlas en la boca y dejar que exploten. Realmente te despiertan, ¿verdad?
—Creo que se me van a salir los ojos.
—Bueno, a mí me gustan. —Septimus cogió unas cuantas y se guardó el tubo en la mochila—. ¿Quieres unas magi biz?
—Debes de estar de broma —dijo Nicko con los ojos desorbitados.
Nicko se enjugó los ojos, desplegó el mapa de Sam y lo observó con atención. Luego miró alrededor del claro.
—¿Ves alguna roca saliente por algún sitio? —preguntó a Septimus—. Debería de haber una por aquí. —Nicko señaló vagamente una arboleda—. Parece un pájaro.
—No —dijo Septimus, que desde el principio había dudado del mapa de Sam—. Nicko, ¿estamos perdidos?
—No, claro que no —respondió Nicko.
—Bueno, entonces, ¿dónde estamos?
—No estoy seguro —murmuró Nicko—. Será mejor que sigamos hasta que encontremos algún sitio que pueda reconocer.
Septimus seguía a Nicko, que se internaba cada vez más en el Bosque, y cada vez se sentía más intranquilo. Los árboles eran cada vez más tupidos, algunos de ellos tenían enormes troncos y eran muy antiguos. Septimus notó que la atmósfera que les envolvía iba cambiando, los árboles se volvían extraños. Cada uno le parecía diferente: algunos eran presencias benévolas y otros no. En más de una ocasión, a Septimus le pareció notar que un árbol se movía ligeramente cuando pasaban a su lado, e imaginó que se volvía y los miraba pasar. La luz del sol había desaparecido por completo y la sustituía una tenebrosa luz verde que se filtraba a través de las densamente tejidas ramas que estaban por encima de sus cabezas. Era más fácil caminar ahora que el sotobosque crecía menos enmarañado y salvaje en la débil luz, y durante buena parte del tiempo estuvieron caminando sobre un grueso lecho de hojas caídas. De vez en cuando, Septimus oía un rumor de correteos de las pequeñas criaturas que emprendían la huida. A Septimus no le preocupaban esos ruidos: sabía que solo eran ratas o comadrejas del Bosque, pero también oyó el movimiento de las ramas sacudidas por algo que saltaba desde ellas, ¿o aterrizaba en ellas?
Septimus empezó a sentirse intranquilo. Le parecía que llevaban horas en el Bosque y estaba seguro de que la luz empezaba a morir para dar paso al crepúsculo. Mientras seguía a Nicko, no veía ni rastro del sendero, y empezó a preguntarse si estarían perdidos. Pero Nicko apartaba obstinadamente los helechos para abrirse paso y Septimus le seguía dócilmente hasta que llegaron a un pequeño claro.
Septimus se detuvo; ahora sabía que estaban perdidos.
—Nicko —dijo—, ya hemos estado aquí antes. Hace una hora. Mira, reconozco ese árbol hueco con los bejines alrededor.
Nicko se detuvo y miró el mapa de Sam.
—No podemos estar perdidos. Mira, estamos aquí.
Septimus miró donde señalaba el regordete dedo de Nicko.
—¿Te refieres a esa hormiga aplastada?
—¿Qué hormiga aplastada? —Nicko miró el mapa entornando los ojos, pues ahora costaba verlo con la mortecina luz. Al cabo de unos segundos de escudriñar el destartalado pedazo de papel, Nicko añadió—: ¡Ah, esa hormiga aplastada!
—Estamos perdidos, ¿verdad? —insistió Septimus.
—¡Oh, no, no lo creo! Mira, estoy de acuerdo en que puede ser una hormiga, pero aún estamos en este camino de aquí. Y si lo seguimos… mira… ¿ves?, llegaremos al campamento. Sinceramente, Sep, casi hemos llegado.
Volvieron a ponerse en marcha y Septimus le siguió a regañadientes. Al cabo de un rato dijo:
—Ya hemos estado aquí también, Nik. Estamos caminando en círculos.
Nicko se detuvo y se recostó cansado contra un árbol.
—Lo sé, Sep. Lo siento. Estamos perdidos.