~~ 25 ~~
La Casa de Muñecas
—No estoy perdido —dijo Stanley indignado—. Un miembro del Servicio Ratisecreto no se pierde nunca. Solo estoy rectificando la dirección.
—Bueno, sigamos adelante y rectifiquemos un poco más deprisa —dijo Jenna mirando hacia la calle—, antes de que el hombre de la dársena nos alcance. Estoy segura de que me sigue.
Stanley y Jenna estaban en mitad del Paseo de la Soga, a una calle de la Carrera de la Taberna, en la parte más sórdida del Puerto. Jenna había desmontado cuando la rata insistió en que la destartalada casa que tenían frente a ellos era la pensión de Florrie Bundy. Por desgracia, no lo era. En realidad, pertenecía al famoso Aquelarre de Brujas del Puerto, que no estaba formado precisamente por brujas blancas y que no se tomaron a bien que una rata llamara a su puerta a altas horas de la noche. Stanley se salvó de milagro de acabar convertido en sapo. La veloz intervención de Jenna con media corona de plata —que dio a la bruja para que deshiciera el hechizo— le salvó de correr esa suerte.
—No lo entiendo —murmuró Stanley un poco nervioso, pasándose la pata por la cara solo para asegurarse de que aún tenía pelo de rata y no verrugas de sapo—. Estaba seguro de que era la pensión de Florrie.
—Quizá lo era —dijo Jenna desconsoladamente—. Y quizá las brujas la convirtieran en rana.
La calle estaba muy concurrida de gente que iba y venía. En un campo a las afueras del Puerto tenía lugar una actuación nocturna de circo, y la cháchara bulliciosa de los que iban a ver el espectáculo llegaba hasta Jenna, Trueno y Stanley.
En medio de aquella cháchara, dos voces familiares llegaron hasta los oídos de Jenna.
—Pero ella dijo que no fuéramos al circo.
—¡Oh, vamos! Será divertido. No irás a prestar atención a todas esas tonterías que nos dijo, ¿verdad?
Jenna conocía aquellas voces. Buscó entre la multitud, pero no vio nada.
—¿Septimus? ¿Nicko? —gritó.
—Es curioso, Sep —dijo una voz detrás de una mujer muy corpulenta que caminaba hacia Jenna con dos enormes cestas de picnic—, juraría que he oído a alguien llamarnos a gritos.
—Seguramente alguien se llama igual que nosotros.
—Nadie tiene nombres tan raros como los nuestros, Sep. Sobre todo como el tuyo.
—Bueno, Nicko también es bastante raro. Al menos el mío significa algo.
Ahora Jenna estaba segura, y de repente divisó el cabello pajizo de Septimus detrás de una de las cestas de picnic. Corrió hacia él y lo cogió del brazo.
—¡Septimus! —gritó—. ¡Eres tú…! ¡Oh, Sep!
Septimus se quedó mirando fijamente a Jenna, no podía creer lo que veían sus ojos.
—¿Jen? —exclamó—. Pero… Hola, Jen. ¡Estás bien! ¡Estás sana y salva, y realmente estás aquí, no puedo creerlo!
Jenna hizo balancearse a Septimus con un fuerte abrazo; luego Nicko se lanzó sobre ellos y casi los aplasta.
—¡Oye, oye! Te hemos encontrado, te hemos encontrado. ¿Estás bien, Jen? ¿Qué ha pasado?
—Os lo contaré más tarde. Oye, ¿él va con vosotros? —Jenna se había fijado en el Chico Lobo, que se había quedado retraído en aquel encuentro y parecía un poco perdido.
—Sí, ya te lo contaremos más tarde —dijo Nicko sonriente.
—Mira, ¿te importaría dejar de pisarme la cola? —le preguntó Stanley a Nicko, que en su emoción había pisado la cola de la rata. Nicko bajó la mirada y Stanley la subió hacia él—. Me duele. Tienes los pies muy pesados.
—Lo siento —respondió Nicko apartando la bota—. Oye, mira, Jen. Es la rata mensaje.
—Rata secreta —corrigió Stanley—. Voy a cualquier sitio y hago cualquier cosa.
—Salvo encontrar la pensión de Florrie Bundy —intervino Jenna.
—La encontré —declaró Stanley apuntando hacia el edificio chillón que tenía los ladrillos pintados de diferentes colores y estaba junto a la casa de las brujas. En la puerta había un gran letrero pintado a mano que decía:
CASA DE MUÑECAS
PENSIÓN COMPLETA PARA CLIENTES EXIGENTES
NO SE FÍA
—La ha pintado desde la última vez que estuve aquí, y la ha cambiado de nombre. Seguidme.
Al cabo de diez minutos, el mozo de cuadra había llevado a Trueno al establo que se encontraba en la parte trasera de la casa, y la enfermera Meredith —una mujer corpulenta y desaliñada de ojos desorbitados— les había explicado que se había hecho cargo de la pensión de Florrie hacía poco tiempo. La enfermera Meredith había contado detenidamente el dinero de Jenna tres veces y se lo había guardado en el bolsillo del delantal, del que, por cierto, no podía decirse que estuviera precisamente limpio.
Ahora Jenna, Nicko, Septimus, el Chico Lobo y Stanley seguían la corpulenta figura de la enfermera por unas escaleras llenas de polvo.
—Tendréis que ir al anexo —les dijo mientras se escabullía por una esquina particularmente estrecha—. Es mi última habitación libre. Tenéis suerte. Esta noche la tengo muy llena con la llegada del circo a la ciudad. Soy muy popular entre la gente del circo.
—¿En serio? —dijo Jenna educadamente, pasando con cuidado por encima de una gran muñeca que estaba despatarrada en un escalón.
La pensión estaba llena de muñecas de todas formas y tamaños. Estaban aprisionadas en jaulas de cristal, apiladas en lo alto de hamacas que colgaban del techo clavadas en las paredes. Una serie interminable de muñecas estaban en fila en los escalones y Nicko ya había pisado al menos dos. Septimus hacía lo que podía para ni siquiera mirarlas. Las muñecas le daban escalofríos; había algo muerto en su mirada, y mientras pasaba ante cada una de ellas no podía librarse de la sensación de que algo les observaba.
—¡Cuidado con mis bebés! —dijo la enfermera Meredith con brusquedad mientras Nicko pisaba otra muñeca—. Si vuelves a hacer eso, tendrás que irte de aquí, jovencito.
—Lo siento —murmuró Nicko, mientras se preguntaba por qué Jenna quería alojarse en un lugar tan extraño.
Al fin llegaron al último piso de la casa, pero al hacerlo unos fuertes golpes en la puerta principal retumbaron por toda la escalera. La enfermera Meredith se inclinó sobre la barandilla y gritó a la fregona que vivía en el armario de debajo de la escalera:
—Estamos llenos, Maureen. Diles que se larguen.
Maureen salió corriendo a abrir la puerta. Jenna miró hacia abajo con curiosidad por ver quién demonios quería alojarse en la Casa de Muñecas. Cuando la delgada y tímida fregona abrió la puerta, Jenna echó una ojeada y dio un paso atrás para refugiarse en la sombra. En el umbral estaba la figura que temía ver: el extranjero del muelle de amarre.
—¿Qué ocurre, Jen? —susurró Nicko.
—E… ese hombre de la puerta. Me ha seguido desde el muelle. Me persigue.
—¿Quién es, Jen?
—N… no lo sé, pero creo que debe de tener algo que ver con Simon.
—Bueno, a mí no me importa con quién tiene que ver, señorita —soltó la enfermera Meredith—. No va a alojarse aquí esta noche.
Por debajo de ellos se oía la voz aflautada de Maureen.
—Lo siento, señor. Está completo.
La voz del extranjero parecía cansada y un poco nerviosa.
—No quiero hospedarme aquí, señorita. Solo estaba preguntando. Me han dicho que aquí se aloja una joven dama con un caballo…
—¡Dile que se largue, Maureen! —gritó la enfermera.
—¡Ejem!, lo siento, señor. Váyase, por favor —dijo Maureen a modo de disculpa, y cerró la puerta fuertemente.
Para consternación de Jenna, el extranjero continuó aporreando la puerta, pero la enfermera Meredith no pensaba consentirlo.
—¡Anda, lánzale un cubo del agua sucia de limpiar los platos, Maureen! —gritó malhumorada.
Maureen fue a hacer lo que le pedían y la enfermera Meredith centró su atención en sus últimos huéspedes.
—Seguidme, por favor —dijo, y saltó por una ventana alta.
Jenna, Nicko y Septimus se miraron entre sí. ¿Iban a seguirla si saltaba por la ventana? ¿Por qué habrían de hacerlo?
La cabeza de la enfermera Meredith apareció por la ventana.
—Por el amor de Dios, no tengo toda la noche —les reprendió—. ¿Venís o no? Porque si no venís me iré a buscar al caballero que acaba de llamar y le daré la habitación. ¡Niños ingratos!
Jenna saltó rápidamente por la ventana.
—No, no, no se la dé. Ahora mismo vamos.
Al anexo se llegaba por un estrecho puente de madera tendido sobre el vacío que separaba la Casa de Muñecas de la casa de al lado. Septimus solo consiguió cruzarlo porque se apoyaba en el Chico Lobo y no miraba hacia abajo, al precipicio que se abría entre las dos casas. Al final del puente, la enfermera Meredith abrió otra ventana.
—Aquí es. Apretujaos y subid vosotros mismos. Yo no puedo estar trepando y saltando por las ventanas toda la noche.
Septimus pensó que apretujarse y pasar por delante de la enfermera Meredith en un estrecho puente que se bamboleaba a cada paso era aún más terrorífico que estar rodeado de una manada de zorros. Pero Jenna tiró de él y Nicko le empujó hasta que, con paso tembloroso, cayó a través de la ventana abierta del anexo y aterrizó en el suelo, temblando y mirando hacia el manchado techo. Ahora sí que estaba apañado, decidió Septimus, tendría que quedarse en la habitación anexa para siempre. Nada en el mundo le haría volver a cruzar el puente.
Cuando estuvieron todos en la habitación, la enfermera Meredith se asomó.
—Las normas de la casa están en la puerta —les dijo—. Si cometéis cualquier infracción, os pongo de patitas en la calle. ¿Lo entendéis?
Todos asintieron.
La enfermera Meredith prosiguió en un tono formal:
—El desayuno solo se sirve entre las siete y las siete y diez. Hay agua caliente solo entre las cuatro y las cuatro y media de la tarde. No se permiten fuegos, ni cantar ni bailar. A los residentes en el anexo se les recuerda que, aunque siguen siendo huéspedes de la Casa de Muñecas, en realidad se alojan en una propiedad del Aquelarre de Brujas del Puerto y lo hacen por su cuenta y riesgo. La dirección de la Casa de Muñecas no se hace responsable de las consecuencias que se deriven de este acuerdo. ¡Ah, sí! ¿Queréis que os prepare la rata para cenar? No creo que dé para más que una sopa, pero Maureen puede guisaros una en un periquete si queréis. A nosotras, a Maureen y a mí, nos encanta la sopa de rata. Me la llevo, ¿puedo?
—¡No! —exclamó Jenna cogiendo a Stanley con fuerza—. Quiero decir, gracias… es usted muy amable, pero lo cierto es que no tenemos hambre.
—¡Qué lástima! Bueno, tal vez para el desayuno. Buenas noches. —La enfermera Meredith cerró la ventana de un golpe y volvió por el puente a la Casa de Muñecas.
—¡Hum! Bonito lugar, Jen —sonrió burlón Nicko.