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La Dehesa

Rompía el alba cuando los cascos de Trueno resbalaron por la última curva del camino cubierto de esquisto, y Jenna vio con gran júbilo que por fin habían llegado al límite de las Malas Tierras. Stanley no veía nada. La rata iba agarrada al borde de la silla con los ojos cerrados, convencida de que en cualquier momento se despeñarían los tres y caerían sobre las rocas que les aguardaban abajo.

Jenna se detuvo un momento y miró los amplios y llanos campos de la Dehesa que se extendían ante ellos. Era hermoso y le recordó cuando despertó la primera mañana en casa de tía Zelda y se sentó en la puerta para observar y escuchar los marjales. Lejos, en el horizonte, una franja brillante de nubes rosadas aparecía donde el sol se alzaba, mientras los campos aún estaban envueltos en la tenue luz gris de las primeras horas del alba. Bolsas de niebla pendían sobre los canales de agua y las zonas pantanosas de los campos, y un apacible silencio impregnaba el aire.

—Lo hemos logrado, Trueno —dijo Jenna soltando una risa y acariciando el cuello del caballo—. Lo hemos logrado, chico.

El caballo sacudió la cabeza y resopló mientras inhalaba el aire salobre proveniente del mar, al otro lado de la Dehesa. Jenna bajó a Trueno por un amplio camino de hierba y luego soltó el caballo para que pastase en la mullida hierba, mientras Stanley yacía repantigado en la silla, roncando ruidosamente, tras haber caído rendido de cansancio.

Jenna se sentó en el borde del camino y se recostó contra el pie del risco de pizarra. Estaba muerta de hambre. Hurgó en la alforja de Simon y encontró un mendrugo, una cajita de frutos secos y una manzana bastante magullada. Jenna se lo comió todo, no sin antes remojarlo en el agua helada de un arroyo que borboteaba al pie del risco. Luego se sentó y contempló la bruma que estaba desapareciendo lentamente para revelar las redondas y lanudas formas de las ovejas que pastaban y salpicaban los campos.

El plácido silencio, roto solo por el monótono masticar del caballo y el ocasional grito de un pájaro de las marismas, le provocó sueño. Intentó luchar contra la necesidad de quedarse dormida, pero fue imposible. Al cabo de unos momentos, estaba acurrucada en la capa de Lucy durmiendo apaciblemente.

Justo en el mismo instante en que Jenna se quedó dormida, Simon se despertó. Se sentó en la cama, le dolía todo y estaba de mal humor. No sabía muy bien por qué. Y entonces se acordó: Jenna. Había secuestrado a Jenna. Lo había hecho, había hecho lo que le pedían. Su amo, pensó Simon mientras salía de la cama, estaría complacido. Pero Simon no conseguía librarse del creciente malestar que le atenazaba la boca del estómago, pues ahora tendría que cumplir la segunda parte de la tarea. Tendría que bajar a Jenna a la guarida del Magog. Deambuló por el Observatorio y notó que Chucho no estaba en su puesto de guardia a la puerta de su dormitorio.

—¡Chucho! —le llamó Simon enojado, esperando a que la bola saltase encima de él—. ¡Chucho!

No obtuvo respuesta. Sintiéndose de peor humor todavía, Simon caminó descalzo por la fría y húmeda pizarra para servirse un vaso de nekawa que le calmase los nervios. Se sirvió con cuidado un líquido turbio de color marrón con anillos de musgo flotando en un vaso alargado, rompió un huevo y se lo tragó. Sabía a rayos.

Sintiéndose más despierto, Simon miró alrededor de la cámara de pizarra para ver a dónde había ido Chucho. Cuando lo encontrara, Chucho se arrepentiría de haber abandonado su puesto, de eso podía estar seguro…

—¿Qué demonios…? ¿Qué está pasando?

Simon corrió hasta la puerta de la celda. Un recorte de chocolate del tamaño de Jenna estaba tirado en el suelo; no hizo falta que Simon abriera la celda para saber que no encontraría a Jenna en su interior. Pero la abrió de todos modos, propinándole un empujón tan fiero que hizo que chocara contra la pared con un violento estruendo y se fragmentara en cientos de pedazos del mejor chocolate.

Simon blasfemó. Todas sus esperanzas se desvanecieron al ver la celda vacía. Se tiró al suelo y vivió unos minutos de lo que Sarah Heap solía llamar «momento rabieta» antes de que por fin se levantara del suelo y el cerebro le volviera a funcionar. Jenna no podía haber ido muy lejos. Enviaría a Chucho tras ella con una etiqueta.

—¡Chucho! —gritó Simon furioso desgañitándose—. ¡Chucho! Si no vienes ahora mismo, lo lamentarás. ¡Lo lamentarás mucho!

No hubo respuesta. Simon se quedó de pie en el Observatorio en silencio y sonrió para sí. Ahora sabía lo que había ocurrido: Jenna se había llevado a Chucho consigo. La niña tonta había pensado que Chucho solo era una linterna. Los encontraría a los dos abajo, en la galería. Los pensamientos de Simon fueron interrumpidos por un extraño sonido procedente de la cuba de las larvas de Glo. Se acercó y descubrió que la tapa estaba cerrada con llave. Era raro, no recordaba haber cerrado la cuba con llave; en realidad, nunca se molestaba en cerrar las larvas de Glo con llave, estaban demasiado asustadas para intentar escapar. ¿Y qué había hecho con la llave? ¿Qué era ese ruido? Simon pegó la oreja a la cuba y oyó el inconfundible sonido de unos botes. ¿Botes? ¡Chucho!

Después de desistir en la búsqueda de la llave, Simon cogió una palanca y rompió la tapa para abrirla. Chucho saltó como un corcho de una botella, duchando a Simon con cientos de pegajosas larvas de Glo.

—¡Vale! —gritó Simon—. ¡Suficiente! ¡No sabe la que le espera! Etiqueta a Jenna, Chucho. ¡Ve!

Simon lanzó a la pegajosa bola verde por el Observatorio y la siguió mientras pasaba dando saltos por delante de la calavera, cruzaba el pasadizo abovedado y se precipitaba por las largas escaleras. Chucho y Simon llegaron al final de los escalones, resbalaron en la baba de Magog y corrieron por el pasillo que llevaba hasta la vieja cámara de la lombriz.

—Habrá bajado ahí, Chucho. —Simon estaba resoplando al acercarse a la cámara de la lombriz—. Habrá bajado muerta de miedo. O tal vez me ha hecho un favor y ya se ha cruzado con algún agradable Magog. Eso me ahorraría un montón de problemas, Chucho. Oye… ten cuidado, estúpida bola. —Simon se agachó para esquivar a Chucho, cuando la bola retrocedió de un salto hacia él—. Entra ahí, ¿quieres? —gritó—. No hay tiempo para jueguecitos.

De nuevo la bola intentó retroceder de un salto y golpeó a Simon en la nariz. Furioso, Simon cogió la bola y entró en la cámara de la lombriz… directamente en el grueso escondite viscoso de la lombriz gigante.

Simon retrocedió de la impresión. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había entrado la lombriz gigante? Y luego le asaltó un terrible pensamiento.

—¡Mi caballo! —gritó—. ¡Se ha comido mi caballo!

Jenna se despertó sobresaltada por una pesadilla. Se sentó torpemente, y tras sentir el aire frío y húmedo, descubrió que estaba rodeada de un círculo de curiosas ovejas que mascaban perezosamente la hierba de su alrededor. Jenna se levantó y se desperezó. Ya había perdido bastante tiempo durmiendo; ella y Trueno tenían que ponerse en marcha y llegar a toda costa y cuanto antes a casa de tía Zelda. Se montó en la silla mientras Stanley roncaba.

—Stanley —dijo Jenna sacudiendo a la rata para que se despertara.

—¿Quééé…? —farfulló la rata. Luego entreabrió los ojos y miró a Jenna medio adormilada.

—Stanley, quiero que lleves un mensaje a tía Zelda. Tú sabes dónde vive y…

Stanley levantó una pata para protestar.

—Deja que te interrumpa ahora mismo. Solo para que nos entendamos, yo ya no llevo mensajes. Absolutamente de ningún modo realizo las tareas de una rata mensaje. Mi licencia fue revocada después de aquel turbio asunto con la extraordinaria, y no tengo ningún deseo de volver a inmiscuirme en el área de operaciones de una rata mensaje. Jamás; no, señor, quiero decir, señora.

—Pero mañana es el día del solsticio de verano, Stanley, y yo… —protestó Jenna.

—Si tú crees que me voy a meter en esos malditos marjales otra vez, estás muy equivocada. Fue un milagro que sobreviviera al último viaje con la pitón de los marjales que me miraba como si fuera su próxima cena, y esos salvajes Brownies con sus dientecillos que me mordis… mordis… mordisqueaban los pies, por no hablar de los agotadores vagidos de un llorón del marjal que me seguía y me gemía al oído y casi me vuelve loco. Es un lugar espantoso. No acierto a comprender por qué una persona joven y culta como tú quiere poner el pie en ese pestilente agujero. Si aceptas un consejo, yo…

—Entonces, ¿eso es un no? —suspiró Jenna.

—Sí, quiero decir, no. Quiero decir, sí es un no. —La rata se sentó en la silla y miró a su alrededor—. Es bonito esto, ¿verdad? Una vez vine aquí de vacaciones con mi madre cuando era pequeño. Tenemos unos parientes que viven en los diques que parten de los marjales hasta el mar. Hay unas preciosas dunas de arenas, abajo, en la playa, y el Puerto queda muy a mano, si vas en carreta de burro. —Stanley se estremeció—. O, mejor, en un caballo veloz. Pasamos muy buenos ratos abajo en el Puerto cuando era un adolescente. Allí hay montones de ratas. No te creerías las cosas que ocurren por allí. Me acuerdo de que…

—Stanley —dijo Jenna mientras se le estaba ocurriendo una idea—, ¿significa eso que sabes cómo se va al Puerto?

—Claro —respondió Stanley indignado—. Como miembro del Servicio Ratisecreto puedes confiar en mí para que te lleve a cualquier parte. Soy tan bueno como un mapa. Mejor que un mapa, en realidad. Lo tengo todo en mi cabeza, ¿sabes? —La rata se dio unos golpecitos en la cabeza—. Puedo ir a cualquier parte.

—Salvo a los marjales Marram —observó Jenna.

—Sí, eso es. Las ratas especiales del marjal hacen eso. Están locas, las pobres. Como ya he dicho, no pienso volver a poner un pie en ese maldito pantano en toda mi vida.

—¡Ah, bien! ¡Anda! —dijo Jenna tocando suavemente a Trueno con los talones.

—Muy bien, si eso es lo que quieres.

La rata saltó de la silla y aterrizó torpemente en la hierba.

Jenna detuvo el caballo.

—Stanley, ¿qué estás haciendo? —preguntó.

—Lo que me has dicho —respondió Stanley de mal humor—. Estoy andando.

Jenna se echó a reír.

—Se lo decía al caballo, tonto. Vuelve a subir.

—¡Ah! Pensaba que te habías enfadado porque no quiero llevarte a los marjales.

—No seas bobo, Stanley. Vuelve a subirte al caballo y enséñame el camino hacia el Puerto. Desde allí sé el camino hasta casa de tía Zelda.

—¿Estás segura?

—Sí, por favor, Stanley.

—Stanley cogió carrerilla, saltó y se colocó detrás de Jenna.

Era una preciosa mañana de verano. La Dehesa se extendía ante ellos, y a lo lejos, en el horizonte, Jenna veía la fina y brillante línea blanca del mar centelleando mientras el sol se reflejaba en el agua.

Un firme camino de gravilla condujo a Trueno, Jenna y Stanley a través de los pastos, llevándolos por invisibles lindes, pasando junto a rediles y algún esporádico juncal y cruzando puentes de planchas de madera que atravesaban los canales del agua que fluía desde los marjales a su paso hacia el mar. Jenna dejaba que el caballo caminara sin prisa, se detuviera cuando quisiera a tomar un bocado de alguna hierba de aspecto apetitoso y pastara a sus anchas. Cuando el calor del sol empezó a disipar los últimos restos de bruma que aún flotaban sobre los canales, Jenna notó que la humedad de la ropa se evaporaba, y por fin empezó a sentir calor.

Pero mientras el frío de las Malas Tierras la abandonaba, Jenna empezó a pensar con más claridad. Y lo primero que pensó fue en Simon. ¿Qué estaría haciendo ahora? Jenna miró con aprensión detrás de ella. La prominente roca negra de las canteras de pizarra se levantaba desde la llana Dehesa como un acantilado desde el mar; por encima de ella una nube gris proyectaba una grave sombra. Las Malas Tierras todavía estaban demasiado cerca para su gusto; necesitaba poner más distancia entre ellos.

—¡Arre, Trueno! —instó Jenna al caballo para que siguiera a paso ligero sin llegar al trote.

Sabía que Trueno debía de estar cansado, y les esperaba un largo día de cabalgata hasta el Puerto. Detrás de ella, la rata se sentaba alegremente en la grupa del caballo, cogiéndose a la silla con una pata como si fuera un experto jinete. Jenna volvió a darse media vuelta y miró hacia las Malas Tierras. De repente tuvo la incómoda sensación de que habían descubierto su huida.