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En busca del Draxx
—¿Qué demonios es esto? —exigió saber Marcia muy enojada, olvidando enseguida lo aliviada que se había sentido la noche anterior al ver que Septimus y Jenna estaban sanos y salvos.
Pero Marcia no se encontraba muy bien. Se había despertado, y había visto a la sombra repantigada en su almohada. Aquello no era raro, pues durante los últimos meses la sombra se había hecho cada vez más visible, sobre todo en las primeras horas de la mañana. Pero hasta entonces siempre había permanecido callada. Lo que en realidad había despertado a Marcia era el sonido de una voz grave y sepulcral que la llamaba sin cesar.
—Marcia… Marcia… Marcia…
En un arranque de ira, Marcia le había tirado uno de sus mejores zapatos de pitón púrpura a la fantasmagórica cosa, pero el zapato la había traspasado. El zapato había volado por la habitación, rompiendo un frasquito de cristal que Alther le había regalado a Marcia cuando, siendo su aprendiz, finalmente había conseguido dominar una proyección particularmente difícil. El frasco roto había alterado a Marcia más de lo que esperaba, y había bajado las escaleras hecha una furia. Ya no aguantaba más a la sombra, decidió mientras abría la puerta de la cocina y gritaba a la cafetera que se pusiera en marcha. Después del desayuno decidió que iría directamente a ver al viejo Weasal e insistiría en que le diera el tapón, la última pieza del salvasombras, inmediatamente.
—Septimus —dijo Marcia en voz alta.
Septimus se incorporó sobresaltado y durante un momento no conseguía recordar dónde estaba. Marcia se lo recordó de inmediato.
—La Torre del Mago —dijo cruzando los brazos con enojo—, es un lugar de Magia, no una colección de animales.
—¿Qué? —preguntó Septimus.
—Mira mis mejores mantas… están llenas de agujeros. No sé dónde has encontrado esa polilla gigante, pero ya te la puedes estar llevando de aquí.
—¿Qué polilla gigante? —preguntó Septimus, pensando que tal vez se había perdido algo.
—¿Eh? —murmuró Jenna saliendo de la montaña de mantas.
—¡Ah, hola, Jenna! —dijo Marcia—. Me alegra ver que has vuelto. Me lo dijo la rata… bueno, esa desdichada dijo un montón de cosas, la mayoría de ellas necedades a mi juicio, pero me contó que realizaste tu visita del solsticio de verano. Bien hecho.
—Gracias —respondió Jenna algo adormilada.
Se sentó y metió el pie por un gran agujero que había en la manta. Movió los dedos sorprendida de verlos y de repente algo verde se lanzó contra ellos.
—¡Aaay! —se quejó Jenna.
—¡Escupefuego! —exclamó Septimus desconcertado.
Tía Zelda le había dicho que el dragón crecería a rachas, pero no se imaginaba aquello. Escupefuego se había comido parte de la bolsa a prueba de dragones y ahora era del tamaño de un perrito. Septimus cogió al dragón y lo apartó del pie de Jenna.
—¿Estás bien, Jenna? —le preguntó.
—Sí, eso creo… aún tengo diez dedos. —Jenna se frotó el pie, que estaba un poco magullado por las garras del dragón—. Sep —añadió mirando a Escupefuego, cuya pequeña lengua verde lamía la mano de Septimus, esperando el desayuno—, anoche no era tan grande, ¿verdad?
—No —murmuró Septimus.
Estaba seguro de que aquello sería un problema y apenas se atrevía a mirar a Marcia. Sabía lo que diría. Y, efectivamente, lo dijo:
—Te lo advertí, Septimus. No quiero mascotas: ni loros, ni iguanas, ni tortugas, ni…
—Pero… pero Escupefuego no es una mascota. Es un instrumento mágico. Como el conejo de prácticas del patio.
—Septimus, un dragón no se parece en nada a un conejo de prácticas. No tienes ni idea de los problemas…
Como si deseara darle la razón a Marcia, Escupefuego se zafó de las manos de Septimus y salió volando hacia los pies de Marcia. Había divisado los zapatos de pitón púrpura. Algo en el código genético de Escupefuego le dijo que los dragones y las serpientes eran enemigos, y una bonita serpiente púrpura sería un buen aperitivo antes del desayuno. Al dragón de dos días de edad no se le ocurrió que los zapatos de Marcia eran solo la piel de una serpiente, ni que los pies que había dentro pertenecían a una irritable y poderosa maga que sentía especial predilección por los zapatos y ninguna por los bebés dragón. Un destello verde salió disparado por el suelo, aterrizó sobre el pie derecho de Marcia y empezó a morder.
—¡Ay! —gritó Marcia sacudiendo frenéticamente el píe.
Sin embargo, Escupefuego había aprendido la lección desde que Septimus lo sacudió de su dedo dos días antes. Se agarró fuerte y hundió sus afilados dientecillos de dragón en la piel de la serpiente.
—¡Dientes sueltez! —dijo Marcia con dificultad, pero Escupefuego mordió más fuerte.
—¡Diendes sueltes! —gritó Marcia, pero Escupefuego se reafirmó y dio a la piel de serpiente una buena sacudida.
—¡Dientes sueltes! —gritó Marcia, diciéndolo por fin correctamente.
Escupefuego soltó el zapato de pitón púrpura y, como si la piel de serpiente púrpura hubiera dejado de interesarle, el dragón volvió muy contento al lado de Septimus, se sentó y contempló a Marcia con expresión torva.
Marcia se desplomó en una silla cogiéndose el pie y mirando el zapato estropeado. Septimus y Jenna contuvieron la respiración. ¿Qué les diría Marcia?
—Supongo, Septimus —dijo Marcia tras una larga pausa—, supongo que esa… ese bicho te ha marcado con su impronta, ¿no es así?
—Hummm, sí —admitió Septimus.
—Me lo imaginaba. —Marcia suspiró pesadamente—. Como si no tuviera suficientes preocupaciones, Septimus… ¿Sabes lo grandes que se vuelven?
—Lo siento —murmuró Septimus—. Te prometo que lo vigilaré. De veras, lo cuidaré. Lo alimentaré, lo educaré, lo sacaré a hacer ejercicio… y todo lo demás.
Pero Marcia no parecía convencida.
—Yo no quería tener un dragón —dijo Septimus sombríamente—. Salió de la piedra de Jenna.
—¿Sí? —Marcia se calmó un poco—. ¿En serio? Una incubación humana… Bueno, bueno, eso está mejor. Tendrá que quedarse en tu habitación mientras esté aquí. No pienso tenerlo rondando por ahí estropeándolo todo.
Y aunque Marcia no quiso decírselo a Septimus, no quería que el impresionable dragón se contaminara al menor contacto con la sombra. Si tenía que ser el compañero de Septimus, debía mantenerse tan al margen de la magia negra como fuera posible.
Marcia insistió en saber los detalles de cómo Jenna había escapado de Simon, y cuando le contaron lo del vuelo de la nave Dragón al Castillo, puso cara de expresión triunfante.
—Así que ahora yo soy la conservadora —murmuró.
Septimus estaba sorprendido.
—No lo creo —dijo—. Estoy seguro de que tía Zelda sigue siendo la conservadora…
—¡Bobadas! —replicó Marcia—. ¿Cómo puede seguir siendo la conservadora a kilómetros de distancia en los marjales? La nave Dragón está aquí en el Castillo… donde debe estar. Es una nave sensible, ese dragón. Bueno, esta conservadora no la abandonará. ¡Catchpole!
Catchpole abrió la puerta algo nervioso.
—¿Me llamaba, señora Marcia? —Tragó saliva.
—Sí. Lleve trece magos al astillero enseguida. Tienen que defender la nave Dragón con sus vidas. ¿Lo ha entendido?
—Trece magos… nave Dragón… hummm, defenderla con sus vidas. Esto… sí. Gracias, señora Marcia. ¿Eso es todo?
—¡Creo que es suficiente para que lo asimiles todo de una vez, Catchpole!
—¡Esto… sí! Gracias, señora Marcia.
—¡Ah… y Catchpole!
Catchpole frenó su nerviosa retirada.
—Esto… ¿sí, señora Marcia?
—Cuando lo haya hecho puede venir a desayunar con nosotros.
Catchpole puso cara de abatimiento.
—¡Ah! —dijo, y tras recordar sus modales, añadió—: ¡Ah, gracias, señora Marcia, muchas gracias!
Para Catchpole, el desayuno era su cruz. Se sentaba muy cohibido a la mesa porque no sabía cómo debía comportarse con Jenna y Septimus, por no mencionar a Marcia, que le aterrorizaba.
—Te dije que no dejaras entrar a los magos, Catchpole, pero este es mi aprendiz. ¿Entiendes la diferencia? —le preguntó Marcia de malos modos, mientras la cocina dejaba que se saliera el café de la cafetera por segunda vez aquella semana. La cocina nunca funcionaba como era debido a primera hora de la mañana, y siempre estaba tensa y nerviosa en el desayuno. A la cafetera le ofendía que le gritasen y eso no era de mucha ayuda, no podía concentrarse en lo que estaba haciendo.
Y, para colmo, había un dragón mordiéndole un pie. Hubo un fuerte siseo cuando el café cayó sobre la plancha caliente de la cocina y se derramó en el suelo.
—Limpia —soltó Marcia.
Un trapo saltó del fregadero y rápidamente enjuagó el desastre.
Catchpole comía muy poco durante el desayuno. Estaba sentado retorciendo el sombrero entre las manos, mirando con aprensión a Escupefuego, que se encontraba en un rincón junto a la cocina, engullendo ruidosamente grandes bocados de avena.
Después del desayuno —que para Escupefuego consistió en dos pollos asados, tres rebanadas de pan, un cubo de avena, una servilleta, cuatro litros de agua y el sombrero de Catchpole—, Septimus, Jenna y Catchpole se sentaron a la mesa y escucharon los ruidos que Marcia hacía para subir al dragón, meterlo a empujones en la habitación de Septimus y bloquear la puerta. Hubo un incómodo silencio alrededor de la mesa. Catchpole se sentaba sosteniendo las orejeras extraíbles, que Escupefuego había escupido poco después de robarle el sombrero y tragárselo.
Jenna se levantó.
—Disculpadme —dijo—, pero creo que será mejor que regrese con mamá y papá ahora. ¿Vienes, Sep?
—Quizá más tarde, Jen. Primero veré qué quiere Marcia que haga.
—Te diré lo que quiero que hagas —dijo Marcia, que volvía a la cocina algo despeinada—. Vas a ir directamente al Manuscriptorium y traerás una copia del Manual de entrenamiento del Dragón Draxx. Pide la edición mágica ignífuga original, no dejes que te vendan la barata en papel, no duraría ni cinco minutos.
—Está bien —dijo Septimus con displicencia—. Tengo este.
Le mostró su copia de Cómo sobrevivir a la crianza de un dragón. Guía práctica.
—¡Esa bazofia! —se burló Marcia—. ¿De dónde demonios lo has sacado?
—Me lo dio tía Zelda —murmuró Septimus—, y dijo que debería buscar…
—… El Almanaque de los primeros años de los lagartos alados —acabó la frase por él—. Eso también es una sarta de bobadas. Además, no encontrarás ninguno de esos libros, pues los imprimieron en un papel muy inflamable. Tiene que ser el Draxx, Septimus, no servirá nada más.
Al oír unos golpes de mal agüero procedentes del dormitorio de Septimus, Jenna y él salieron rápidamente de las dependencias de la maga extraordinaria en busca del Draxx.
Jenna y Septimus caminaban por la Vía del Mago temiendo que volviera a aparecer un caballo negro con un jinete, pero todo parecía normal. Era ya media mañana, el sol brillaba entre las pocas nubes blancas y la vía estaba llena de empleados que hacían recados importantes —o al menos lo aparentaban— y compradores que rebuscaban entre los montones de libros y pergaminos colocados sobre las mesas apostadas a la puertas de las tiendas.
—¿Qué le pasa a Marcia? —preguntó Jenna cuando se acercaban al Manuscriptorium—. Parece que está más gruñona de lo normal.
—Lo sé —dijo Septimus afligido—. Creo que la sombra está empezando a dominarla… Me gustaría poder hacer algo.
—Mira, Sep —dijo Jenna preocupada—, tal vez deberías quedarte en Palacio con nosotros durante un tiempo.
—Gracias, Jen —respondió Septimus—, pero no puedo dejar a Marcia sola con esa horrible sombra siguiéndola a todas partes. Me necesita.
Jenna sonrió, sabía que Septimus diría eso.
—Bueno, si las cosas se ponen feas con Marcia, ven directamente al Palacio y cuéntaselo a mamá, ¿me lo prometes?
—Te lo prometo. —Septimus le dio un abrazo—. Adiós, Jen. Saluda a mamá y a papá de mi parte. Diles que iré a verlos más tarde.
Septimus se quedó mirando cómo Jenna enfilaba la Vía del Mago hacia Palacio hasta que llegó a la verja. Luego abrió la puerta del Manuscriptorium con su familiar sonido metálico y entró en la lúgubre oficina principal.
—¿Qué hay, Sep? —saludó una voz alegre desde detrás del escritorio.
—Hola, Beetle —sonrió Septimus.
—¿Qué puedo hacer por ti, oh, sabio aprendiz? —La cabeza de Beetle asomó por encima del mostrador—. Oye… ¿no podrías hacer un rápido hechizo de encontrar? He perdido la mejor pluma del viejo Foxy. Él está allí atrás, y casi le da un ataque.
—Bueno, en realidad no debería… Mira, usa mi imán. —Septimus sacó un pequeño imán rojo de su cinturón de aprendiz y se lo dio a Beetle—. Sujétalo por el lado abierto y apunta hacia donde crees que puede estar la pluma y luego concéntrate en ella. Tienes que estar muy cerca, pues el imán no es muy magnético. Conseguiré uno mejor cuando acabe mi Proyecto de Buscadores Rastreadores.
—Gracias, Sep. —Beetle cogió el imán y desapareció debajo del mostrador. Al cabo de unos instantes volvió a salir triunfante con una delgada pluma negra pegada al extremo del imán—. Me has salvado el cuello, Sep. Gracias. —Beetle le devolvió el imán a Septimus—. ¿Has venido por algo en concreto? ¿Puedo ayudarte en algo?
—Esto… necesito el Manual de entrenamiento del Dragón Draxx.
—¿La edición sumergible e ignífuga avanzada? ¿Con imágenes impresas que hablen o en movimiento? ¿La edición económica o de lujo? ¿Tapas verdes o rojas? ¿Nuevo o de viejo? ¿Grande o…?
—La edición ignífuga —le interrumpió Septimus—. Por favor.
Beetle chasqueó la lengua.
—Hummm. Está difícil. No sé si tenemos esa edición.
—Pero acabas de decir…
—En teoría la tenemos, pero en la práctica no. El Draxx es un libro muy raro, Sep. La mayoría de ellos son devorados muy rápido, o se queman, salvo los que son ignífugos. —Luego, al ver la expresión de desilusión de Septimus, Beetle le dijo al oído—: Mira, por ser tú, te dejaré entrar en el almacén de libros y amuletos salvajes. Ahí es donde debemos de tenerlo, si es que tenemos alguno. Tú mismo podrás buscarlo. Sígueme.
Septimus se encogió para pasar por el largo mostrador y echó un vistazo a su alrededor para comprobar que nadie le había visto; Beetle abrió una puerta estrecha oculta en un panel de madera que revestía la trastienda. Beetle abrió la puerta revestida de gruesas planchas y se llevó el dedo a los labios.
—No hagas ruido, Sep. No deberías estar aquí. No realices ningún movimiento brusco, ¿de acuerdo?
Septimus asintió y siguió a Beetle al almacén de libros y amuletos salvajes. Beetle cerró la puerta tras de sí, y Septimus contuvo la respiración; se sentía como si volviera a estar en el Bosque, rodeado de zorros por todas partes. El almacén de libros y amuletos salvajes estaba débilmente iluminado y olía a fieras salvajes. Se trataba de dos largas hileras de altas estanterías paralelas cerradas por barrotes de hierro, detrás de los cuales se apiñaban los libros salvajes. Al seguir con cautela a Beetle por el estrecho pasillo, Septimus iba dejando tras de sí una estela de gruñidos graves, arañazos y murmullos, mientras los libros zarandeaban los barrotes herrumbrosos.
—Disculpa el desorden —susurró Beetle, echando un vistazo a una surtida montaña de amuletos arañados y con marcas de dientes, que tenían masas de pelo pegados y estaban cubiertos de lo que a Septimus le parecieron manchas de sangre—. Anoche hubo una pequeña bronca entre los amuletos de una Guía de encantamientos de Ahriman Osohormiguero y los de un Panfleto de maleficios zorros. Algún idiota que no se sabe el abecedario los puso juntos. No es nada agradable a la vista. Déjame ver… dinosaurios… drosofila… no, eso está muy lejos. ¡Ajá!, la sección «dragones» debería de estar aquí, si es que tenemos algo sobre ellos. Echa una mirada a ver si encuentras algo. Ahora tengo que irme para comprobar que nadie me está buscando ahí delante. No quiero que nadie sospeche.
Y, tras decir esto, Beetle se esfumó, dejando a Septimus rodeado de pelo, plumas y escamas.
Tapándose la nariz, en parte para evitar el olor, pero también porque sentía unas intensas ganas de estornudar, Septimus escudriñó la penumbra con la esperanza de ver algo que llevara la palabra «Draxx» escrita. A los libros no parecía gustarles que los observaran. Se cambiaban de posición y uno o dos de los más grandes y más peludos emitieron unos amenazadores gruñidos graves. Pero ni rastro del Draxx, ni nada que tuviera que ver remotamente con dragones.
Septimus estaba mirando a través de los barrotes un libro con escamas sin nombre cuando Beetle le dio unos golpecitos en el hombro.
—¡Aaaaaay! —gritó Septimus.
—¡Chissst! —le instó Beetle—. Tu hermano está aquí.
—¿Y qué es lo que quiere Nicko? ¿Te lo ha dicho?
—No se trata de Nicko, es Simon.