~~ 24 ~~
El Puerto
Había sido un día largo y caluroso. Jenna, Stanley y Trueno caminaban por la playa. El mar estaba en calma, el azul resplandeciente centelleaba a la luz del sol y las dunas de arena se extendían kilómetros y kilómetros. Jenna acababa de dar a Trueno el agua de la última botella que le quedaba y que había rellenado aquella mañana en una fuente. Cuando inclinó la botella para dar un trago y ofrecérsela también a Stanley, descubrió que solo quedaba una gota de agua caliente con sabor a metal. Volvió a meter contrariada la botella en la alforja y se preguntó, no por primera vez, si la ocurrencia de Stanley de llegar al Puerto cabalgando por la playa había sido una buena idea.
Jenna había descubierto enseguida que era agotador para el caballo avanzar por la arena blanda. Había llevado a Trueno hasta la marca de la marea por donde podía caminar sobre la arena firme que acababa de dejar la marea decreciente. Ahora el mar estaba alto en la playa y Trueno se abría paso con dificultad a través de la arena blanda y seca que caía desde las dunas.
El sol estaba bajo en el horizonte cuando por fin Trueno cruzó lenta y pesadamente la última duna y, para su contento, Jenna vio el Puerto a lo lejos, recortado contra el cielo rojizo. Jenna estaba cansada y quemada por el sol, pero dedicó una retahíla de palabras de ánimo a Trueno, instando al caballo cansado a llegar a su destino.
Sin embargo, Stanley estaba muy despierto.
—Siempre me emociono cuando veo por primera vez el Puerto —declaró incorporándose en la silla detrás de Jenna y mirando animadamente a su alrededor—. Hay tantas cosas que hacer… tantas ratas que ver… Esta vez no, claro. Esta vez tengo trabajo. Quién lo habría creído, ¿eh? Agente del Servicio Ratisecreto en una misión para la realeza. Qué comienzo para mi nueva carrera. Así aprenderán Dawnie y su estúpida hermana. ¡Ja!
—¿Dawnie? —preguntó Jenna inclinándose hacia delante y acariciando el cuello del caballo.
—Mi parienta, bueno, mi ex parienta. Ahora está viviendo con su hermana, Mabel. Y, entre tú y yo, empieza a arrepentirse. ¡Ja! Mabel no es una rata fácil para la convivencia, si quieres saber mi opinión. —Stanley dirigió una mirada furtiva a Jenna, preguntándose si estaría de humor para escuchar unas cuantas historias sobre las salidas de tono de Mabel, pero decidió que no. Parecía cansada y preocupada—. Ya no falta mucho para el Puerto —dijo para infundir confianza.
—Bien —respondió Jenna transmitiendo más convicción de la que sentía.
Las sombras de las dunas que se alargaban rápidamente y la brisa helada que soplaba del mar le hicieron caer en la cuenta de que no tenía ninguna posibilidad de llegar a la casa de tía Zelda antes del anochecer. Iba a tener que pasar la noche en el Puerto, pero ¿dónde? Jenna había oído muchas historias de Nicko sobre la vida en los bajos fondos del Puerto, los contrabandistas y los atracadores, todos esperando a que pasara un incauto extranjero para saltar sobre él en cuanto cayera la noche. ¿Qué podía hacer?
—Vamos, Trueno —dijo—. Lleguemos antes de que anochezca.
—Eso es imposible —dijo Stanley de lo más alegre—. Nos queda al menos una hora, o más.
—Gracias, Stanley —murmuró Jenna mirando hacia atrás con nerviosismo, pues de repente le asaltó la extraña sensación de que les estaban siguiendo.
La noche había caído cuando Trueno llegó a la playa de gravilla del pueblo y subió hacia la grada sur del límite exterior del Puerto. Los cascos de Trueno, que acababan de pisar la arena blanda en silencio, retumbaban sobre los adoquines de piedra y ese ruido ponía nerviosa a Jenna. Las afueras del Puerto estaban a oscuras y fantasmagóricamente silenciosas. Altos y desvencijados almacenes flanqueaban las exiguas calles y descollaban en el cielo nocturno, haciendo que las calles parecieran hondos acantilados que a Jenna le recordaban las Malas Tierras y la hacían sentirse incómoda. La mayoría de los edificios estaban desiertos, pero cuando el traqueteo de los cascos de Trueno retumbó en sus paredes de ladrillo y en las calles, Jenna pudo ver que de vez en cuando alguna figura recortada en una abertura en lo alto de la calle miraba hacia abajo y vigilaba su ruidoso paso.
Stanley dio unos golpecitos a Jenna en la espalda.
—¡Aaah! —gritó.
—Oye, tranquila, solo soy yo.
—Lo siento, Stanley. Estoy cansada. Este lugar es espeluznante. Y no sé dónde vamos a pasar la noche. Nunca antes he pasado la noche sola fuera de casa. —Se le ocurrió entonces que tampoco había estado sola en ningún sitio, nunca.
—Bueno, ¿por qué no lo decías? Creí que nos quedaríamos en casa del alguacil jefe o en casa de alguna personalidad. —Stanley parecía decepcionado.
—No —murmuró Jenna.
—Estoy seguro de que le complacería mucho si supiera que un personaje tan importante como tú está en su territorio, por decirlo de alguna manera. Estoy seguro de que sería un honor para…
—No, Stanley —dijo Jenna con autoridad—. No quiero que nadie sepa que estoy aquí. No sé en quién puedo confiar.
—Bueno, está bien —respondió Stanley—. Veo que la señora Heap te ha convertido en una niña muy quisquillosa. No te culpo. Tiene tan mal carácter. Bueno, en ese caso te sugiero la pensión de Florrie Bundy. Dirige una pensión familiar muy apartada, abajo, junto a los muelles y hay unos establos en la parte trasera para el caballo. Te llevaré si quieres.
—¡Oh, gracias, Stanley!
Jenna se sintió como si le hubieran quitado un peso de encima. No se había dado cuenta de lo mucho que le preocupaba no saber dónde pasar la noche. Ahora lo único que quería era encontrar una habitación e irse a dormir.
—¡Ojo!, yo no lo consideraría una solución inteligente —le advirtió Stanley—. Tendrás que soportar un poco de suciedad. Bueno, en realidad mucha suciedad. Y, conociendo a Florrie, lo más probable es que no sea lo que se dice buena, pero tiene un alma bastante bondadosa.
Jenna estaba demasiado cansada para preocuparse.
—Tú llévame allí, Stanley.
Stanley guió a Jenna a través del laberinto de almacenes viejos hasta que llegaron al bullicioso muelle de amarre en la parte comercial de la ciudad. Allí era donde atracaban los grandes barcos después de pasar meses en alta mar, cargados con hierbas y especias exóticas, sedas y telas de exquisitos tejidos, lingotes de oro y plata, esmeraldas y rubíes, y perlas de la Isla del Mar del Sur. Mientras Trueno se acercaba al muelle de amarre, Jenna vio que estaban descargando un enorme barco con un hermoso mascarón de proa que representaba a una despampanante mujer de cabello oscuro. El muelle de amarre estaba iluminado con antorchas que proyectaban largas y parpadeantes sombras sobre un conjunto de marineros, porteadores y estibadores que circulaban como hormigas yendo y viniendo de su hormiguero, subiendo y bajando la plancha, y descargando las mercancías del barco.
Trueno se paró frente a la atareada multitud, incapaz de abrirse paso entre la muchedumbre, y Jenna se vio obligada a esperar a que la multitud se dispersase antes de seguir. Fascinada por la escena que tenía lugar ante ella, se sentó en el caballo y observó a cuatro marineros que bajaban dificultosamente por la plancha con un arcón de oro macizo. Detrás de ellos, un estibador se tambaleaba mientras transportaba un jarrón decorado que superaba casi dos veces su altura, y a cada paso que daba, se caían unas cuantas monedas de oro. Detrás de él, corría un muchachito que recogía las monedas y se las metía alegremente en los bolsillos.
Cuando los tesoros estuvieron en tierra firme, los llevaron al otro lado del muelle de amarre, donde desaparecieron por las grandes puertas abiertas de un almacén iluminado por unas velas. Jenna observó el torrente de riquezas entrar en el edificio y luego notó que una mujer imponente con una larga túnica azul y el galón amarillo de jefe de aduanas en las mangas estaba de pie en la puerta. La mujer estaba flanqueada por dos administrativos sentados en mesas altas, cada uno de ellos con una lista idéntica y cada vez más larga ante sí. Cuando entraban cada objeto precioso, los porteadores se detenían un momento mientras la jefa de aduanas les decía a los administrativos que tomaran nota. De vez en cuando, un hombre alto y sombrío, opulentamente vestido con un traje extranjero confeccionado con una seda roja órdago, la interrumpía. La jefa de aduanas parecía impaciente y molesta por las interrupciones del hombre y no permitía que frenase el flujo de instrucciones que dirigía a los administrativos. Jenna supuso que el hombre era el propietario del barco, que discutía la valoración de la carga que había hecho la jefa de aduanas.
Jenna habría acertado. En el Puerto, cuando se descarga un barco y deja la mercancía a buen recaudo en el almacén de depósito, se entrega una lista al propietario del barco, y Alice Nettles, jefa de aduanas del Puerto, se queda la otra —y la llave del almacén—, hasta que ella y el propietario del barco llegan a un acuerdo sobre los impuestos que este último tiene que pagar. Esto puede tardar entre unos minutos y toda la vida, según lo desesperado que esté el propietario por hacerse con la carga y lo obstinado que sea. Había media docena de depósitos abandonados y destartalados —esa noche Jenna había visto algunos al pasar— que aún contenían las disputadas cargas de los barcos que habían entrado en el Puerto hacía centenares de años.
El flujo de mercancías que provenían del barco empezó a aminorar y un paje empezó a pagar a algunos de los estibadores. Jenna comenzaba a atraer algunas miradas ahora que el ritmo era más lento y los estibadores tenían tiempo para mirar a su alrededor. Desde dentro del almacén, el alto extranjero que estaba junto a Alice Nettles había apartado, para alivio de Alice, los ojos de su carga entrante. Había dirigido su atención hacia la pequeña pero sorprendente figura del exterior: la diadema de oro alrededor del cabello negro centelleaba a la luz de las antorchas, su brillante túnica roja con el ribete dorado resplandecía mientras se sentaba erguida sobre el caballo negro, con una opulenta capa azul oscura cayéndole sobre los hombros. El hombre murmuró algo a Alice Nettles. Alice pareció sorprenderse y asintió, pero no desvió ni por un momento la atención de un gran elefante dorado que pasaba por delante de ella. El hombre se alejó de su lado y avanzó en dirección a la puerta.
Mientras tanto, Jenna empezaba a ser consciente de que estaba atrayendo la atención de los estibadores. Rápidamente descabalgó y guió el caballo a través del hormiguero de trabajadores, guiada por Stanley, que estaba sentado en la cabeza de Trueno, buscando huecos entre la multitud.
—Un poco a la izquierda. No, no, un poco a la derecha. He dicho a la derecha. ¡Mira, allí hay un hueco! Allí. Te lo has pasado, ahora tendrás que dar la vuelta.
—¡Oh, cállate, Stanley! —soltó Jenna.
Se sentía repentinamente incómoda; sabía que la seguían. Lo único que quería era salir de aquel gentío, volver a montar a Trueno y salir galopando.
—Solo intentaba ayudar —murmuró Stanley.
Jenna ignoró a Stanley y avanzó con el caballo.
—Disculpe… lo siento, ¿puedo pasar…? Gracias… disculpe…
Ya casi estaba; podía ver un espacio libre delante de ella. Lo único que tenía que hacer era pasar a través de un grupo de marineros que estaban ocupados desenredando un cabo, y luego estaría fuera; pero entonces, Trueno se resistió a avanzar justo cuando más lo necesitaban.
—Vamos, Trueno —dijo Jenna de mal humor—. Vamos.
De repente sintió un tirón de las riendas y se dio media vuelta para ver con qué había tropezado Trueno.
Jenna soltó una exclamación; una mano grande había agarrado las riendas. Levantó la vista, esperando ver algún marinero enfadado porque Trueno había pisado el cabo, pero en lugar de eso se encontró mirando al extranjero de cabello negro que había visto junto a la jefa de aduanas.
—Suéltelo —dijo Jenna al hombre, enojada—. Suelte mi caballo.
El extranjero no soltó las riendas sino que miró fijamente a Jenna a los ojos.
—¿Quién eres tú? —preguntó con voz grave.
—A usted qué le importa —dijo Jenna bruscamente, decidida a no demostrar lo asustada que estaba—. Suelte mi caballo.
El hombre soltó las riendas, pero en ningún momento dejó de mirar a Jenna a la cara. La contemplaba con una expresión vehemente que a Jenna le pareció turbadora. Nerviosa, apartó la mirada y rápidamente volvió a subirse al caballo de un salto, puso en marcha a Trueno y dejó al extraño mirándola en el muelle de amarre.
—A la izquierda. ¡He dicho a la izquierda! —gritó Stanley agarrándose fuerte a las orejas de Trueno.
Trueno salió disparado hacia la derecha.
—No sé por qué me molesto —murmuró Stanley.
Sin embargo, a Jenna no le importaba qué camino tomaban. Cualquier dirección le parecía bien mientras fuera para alejarse lo máximo posible del extranjero alto.