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La Puerta Norte

Abajo, en la Puerta Norte, Silas Heap estaba jugando al Patifichas con Gringe el portero. Silas y Gringe acababan de completar un feudo antiguo. Cuando Simon Heap, el hijo mayor de Silas, intentó fugarse con Lucy, la única hija de Gringe, para casarse, tanto a Silas como a Gringe les pareció mal. Gringe encerró a Lucy en el desván de la garita del guarda para evitar que volviera a escaparse. Hasta que, tiempo después, Silas fue a verle con la noticia de que Simon se había internado en los marjales Marram en mitad de la noche —y no lo habían visto desde entonces—, Gringe no dejó salir a Lucy del desván. Pues Gringe sabía tan bien como cualquiera que las probabilidades de sobrevivir en los marjales Marram de noche eran escasas.

Silas y Gringe descubrieron que tenían mucho en común. Para empezar estaban Lucy y Simon… y estaba el Patifichas. Tanto Silas como Gringe tenían gratos recuerdos de sus partidas infantiles de Patifichas. El Patifichas era ahora un raro juego de mesa, pero, en otro tiempo, había sido muy famoso en el Castillo, hasta el punto que la final de la Liga de Patifichas solía ser el acontecimiento más destacado del año.

A primera vista, el juego parecía un simple damero sobre el que se jugaba con fichas. El tablero de Patifichas estaba formado por dos castillos separados por un río en la parte central. Cada jugador tenía un número de fichas de diversas formas y tamaños del color de su equipo, y el propósito del juego era tener el mayor número de fichas al otro lado del río y en el castillo del jugador contrario. Pero el juego tenía un matiz insólito: las fichas tenían ideas propias y, lo que es más importante, tenían pies propios.

Por eso el juego era tan popular, aunque por desgracia, ese era también el motivo de que el juego fuera tan poco común. Los amuletos para crear las fichas se habían perdido en el gran incendio de hacía tres siglos. Y desde entonces, la mayoría de los juegos de Patifichas estaban incompletos, pues, con los años, las fichas se fueron levantando y marchándose en busca de aventuras o en busca de una caja de Patifichas más interesante. Y aunque nadie ponía ninguna objeción cuando abría la caja y descubría que una colonia entera de fichas nuevas había establecido allí su residencia, otra cosa muy distinta era descubrir que tus fichas se aburrían contigo y te habían abandonado. Así que, trescientos años después, la mayoría de las fichas habían desaparecido: o bien arrastradas por el desagüe, pisoteadas en el suelo, o simplemente estaban pasándolo bien en pequeñas colonias de fichas ocultas bajo los suelos de madera.

La mayoría de los magos, incluido Silas, jugaban a la versión mágica del Patifichas. Cuando Silas comentó a Gringe que tenía un juego de Patifichas mágico completo y sellado en algún lugar del desván con todos sus libros, Gringe superó milagrosamente la arraigada antipatía que le tenía a la familia Heap y le sugirió que echaran una partidita de vez en cuando. Pronto se convirtió en algo regular que ambos esperaban con deseo.

Unas horas antes, aquella misma mañana, Silas había salido de Palacio y tomado el atajo hacia la Puerta Norte, llevando consigo su preciosa caja de Patifichas. Silas caminó lentamente, pues a su lado trotaba un perro lobo grande, descuidado, al que le crujían las articulaciones. Maxie ya no era un perro joven, pero seguía acompañando a su amo a todas partes. Silas Heap vestía una túnica azul marino atada con un cinturón de plata al igual que todos los magos ordinarios. Como todos los Heap, tenía el cabello claro y rizado, aunque ahora empezaba a adquirir un tono grisáceo, pero sus ojos verdes conservaban todo su brillo. Mientras paseaba por las soleadas calles en las tempranas horas de la mañana, tarareaba una alegre cancioncilla para sí, pues, a diferencia de Sarah Heap, a Silas no le duraban mucho tiempo las preocupaciones y contaba con que las cosas acabarían por salir bien.

Silas y Gringe se habían sentado amigablemente fuera de la garita del guardia y preparado el tablero de Patifichas, mientras echaban un vistazo a las fichas e intentaban averiguar de qué humor estarían aquel día. Las fichas eran veleidosas y uno nunca sabía con qué pie se levantarían de un juego al siguiente. Algunas eran fáciles de convencer para que fueran a donde tú querías, y otras no. Algunas parecían hacer lo que les pedías y luego te traicionaban en el último minuto. Otras se quedaban dormidas justo cuando necesitabas que hicieran algo importante, y otras echaban a correr como enloquecidas alrededor del tablero causando estragos. El truco era captar rápidamente cómo era el carácter de tus fichas y de las de tu oponente, luego usar ese conocimiento para cruzar el tablero y entrar en el castillo contrario. Cada juego era distinto: algunas competiciones eran caóticas, otras agresivas y las mejores eran hilarantemente divertidas. No es extraño, pues, que, cuando Septimus apareció en la Puerta Norte, lo primero que oyese fuera la potente risotada de Gringe.

—¡Ja! No esperabas que te hiciera un doble cero, Silas, ¿a que no? Es una buena pieza esa gordita. Ya sabía que haría algo así. Creo que eso vuelve a poner mi ficha suplente en el tablero, ¿no te parece?

Gringe, un hombre corpulento y pendenciero, con su jubón de piel, se inclinó y cogió una ficha grande y redonda de una tarrina que estaba a un lado del tablero. La ficha pataleaba de emoción con sus patitas cortas y gordas y corrió por el tablero.

—¡Oye! —protestó Gringe, consternado, mientras la ficha saltaba directamente al río y desaparecía en las profundidades del agua—, se supone que no debes meterte ahí, pequeña p… Bueno, bueno, ¿no es ese tu chaval pequeño, Silas? ¿De dónde ha salido? No sé cómo os lo montáis los Heap para estar en todas partes, en serio.

—No voy a caer en ese viejo truco, Gringe. —Silas se rió, estaba concentrado tratando de convencer a una de sus fichas, la zapadora, para que se metiera en un túnel que llevaba hasta el castillo de Gringe—. Sé lo que tratas de hacer, Gringe. En cuanto aparte los ojos del tablero, tu empujadora tirará a mi zapadora al río de una patada. ¿Te crees que me chupo el dedo?

—Pero si es tu chavalín aprendiz, Silas. Creo que está haciendo algo de Magia.

Los efectos de la transportación de Septimus tardaban un rato en concretarse. Todavía parecía un poco neblinoso. Desde debajo de la mesa, Maxie aulló y al instante se le erizaron los pelos del cogote.

—Buen intento, Gringe —dijo Silas, tratando de que su empujadora empujase a su zapadora para que se metiera por el túnel de debajo del castillo sin demasiado éxito.

—No, aquí está. Hola, chaval. ¿Vienes a ver a tu padre?

Por fin, Silas apartó los ojos del juego y levantó la mirada.

—¡Ah, hola, Septimus! —exclamó sorprendido—. Bien, bien, ¿ya estás haciendo transportaciones? Es un chico listo, mi pequeño. Es el aprendiz de la maga extraordinaria, ¿sabes? —le contó Silas a Gringe, y no por primera vez que digamos.

—¿En serio? ¿No me lo habías contado antes? —murmuró Gringe, que con el codo intentaba recuperar su ficha del río. Había olvidado que el juego de Silas era la versión de luxe y venía con minicocodrilos.

—¡Aaaaaay! —se quejó Gringe.

—¡Papá, papá! —gritó Septimus—. ¡Es Jenna! Simon se ha llevado a Jenna. Vienen hacia aquí. Dile a Gringe que ice el puente levadizo. ¡Rápido!

—¿Qué?

Silas veía cómo se movían los labios de Septimus, pero no oía nada: Septimus aún no se había materializado del todo.

—¡Iza el puente, papá! —La voz de Septimus volvió justo en la última palabra.

—Sí, ¿qué pasa? No tienes por qué gritar, Septimus.

El repiqueteo de los cascos del caballo resonaba a sus espaldas y Septimus dedujo que era demasiado tarde. Se dispuso a saltar delante del caballo en un último y desesperado intento por detenerles, pero Silas lo agarró y tiró de él hacia atrás.

—¡Ten cuidado! Te van a aplastar.

El caballo de Simon pasó por su lado como una exhalación. Jenna gritó algo a Septimus y a Silas, pero sus palabras se perdieron en el clamor de los cascos del caballo y el rumor del viento, mientras el enorme animal negro pasaba a toda velocidad.

Septimus, Silas y Gringe miraron el caballo con sus dos jinetes martilleando en el puente levadizo. Cuando llegaron al camino de tierra del otro lado, Simon tiró del caballo bruscamente hacia la derecha y, después de que, al girar, los cascos resbalasen en la tierra seca, el caballo partió raudo hacia la Calle Norte. La Calle Norte, como Septimus sabía por los estudios topográficos que había seguido en el ejército joven, discurría junto al río, lo cruzaba por encima del Puente de Dirección Única y al cabo de un día de veloz cabalgada llevaba hasta el País Fronterizo, o las Malas Tierras, como a menudo se le llamaba en el Castillo.

—¡Qué vergüenza! —exclamó Silas mirando el caballo—. Ha sido un caso típico de cabalgada a matacaballo. Todo para presumir delante de su novia, no es más que eso. Si me preguntáis mi opinión, no deberían dejar montar caballos rápidos a los jóvenes. Solo quieren correr, correr, correr, y no piensan en nada más…

—¡Papá! —gritó Septimus intentando desesperadamente recuperar la voz—. ¡Papá… ese era Simon!

—¿Simon? —Silas parecía confundido—. ¿Qué quieres decir? ¿Nuestro Simon?

—¡Es Simon y se ha llevado a Jenna!

—¿Llevado? ¿Adónde se la ha llevado? ¿Por qué? ¿Qué está pasando? ¿Por qué nadie me cuenta nunca nada? —Silas volvió a sentarse, consciente de que el día empezaba a torcerse sin saber muy bien el motivo.

—Estoy tratando de explicártelo —dijo Septimus desesperado—. Ese era Simon y está… —Pero volvieron a interrumpir a Septimus.

Lucy Gringe, una bonita muchacha de ojos marrones intensos y cabello castaño claro recogido en dos largas trenzas que le llegaban hasta la cintura, apareció por la puerta de la torre del guardia. Vestía una sencilla túnica blanca y larga de verano, que había bordado ella misma con un raro surtido de flores, y en los pies calzaba unas pesadas botas marrones con los cordones de color rosa. Lucy era famosa por su particular vestuario.

—¿Simon? —preguntó Lucy palideciendo por debajo de las pecas—. ¿Has dicho que eso era Simon?

—Lucy, no quiero que vuelvas a pronunciar ese nombre aquí —protestó Gringe, mirando el tablero de Patifichas y preguntándose cómo era posible que aquella plácida mañana se transformara de repente en una pesadilla.

Pero se reprendió a sí mismo severamente por no estar escarmentado. ¿Acaso no ocurría siempre lo mismo con los Heap? No hacían más que crear problemas.

—Sí, era Simon, y se ha llevado a Jenna —dijo Septimus rotundamente; cualquier signo de urgencia había desaparecido de su voz al darse cuenta de que ya era demasiado tarde para hacer nada.

—Pero… —balbuceó Silas—. No lo entiendo…

Lucy Gringe sí lo entendió, lo entendió demasiado bien.

—¿Por qué? —sollozó—. ¿Por qué no me ha llevado con él?