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El último vuelo

Abajo, en el astillero de Jannit, habían comenzado los trabajos de reconstrucción de la nave Dragón. Jannit la había sacado de la casa del dragón, le había dado la vuelta y estaba a punto de volver a dársela para que pudiera encarar el mundo. Era algo que Jenna le había pedido a Nicko que hiciera la noche anterior, diciéndole que el propio dragón se lo había pedido. Nicko, que aún tenía problemas con la idea de que la nave Dragón era una criatura viva, no veía qué importancia tenía hacia dónde mirara el barco, pero Jenna había insistido mucho.

Desde su pequeño remolcador, Jannit examinaba la nave Dragón con ojo crítico. Ella y Nicko habían arrancado con cuidado el ala rota y la habían fijado al casco, pero el ala estaba tan hecha añicos… y un extraño líquido verde manaba de ella y caía al agua. El dragón no tenía buen aspecto. Tenía las escamas apagadas, le pesaban los ojos, y la cabeza y la cola le colgaban un poco.

—No está bien —gritó Jannit a Rupert Gringe, que, con Nicko, dirigía las operaciones en la cubierta de la nave Dragón.

Rupert asintió.

—No sé qué podemos hacer —gruñó—. En mi opinión, lo que necesita es un poco de esa bazofia de «magia potagia».

Tres magos, elegidos por Jannit por ser los menos pesados de los trece que Marcia le había enviado para guardar el barco, soltaron al unísono exclamaciones de desaprobación. ¡Magia potagia!

Nicko no dijo nada. No le gustaba el modo en que lo había dicho Rupert, pero sabía que tenía razón. ¿Qué podía hacer un astillero normal y corriente por una nave Dragón vivita y coleando?

—¡Qué demonios…! —exclamó Rupert de repente, al ver un movimiento por encima de él—. Algún idiota se ha tirado desde el tejado. No, no se ha tirado… ¡Por mil millones de percebes!, ¡está… está volando!

Con abatimiento, Nicko levantó la mirada.

—Simon —murmuró—. Es Simon.

—¿Qué…? ¿Tu Simon?

—No es mi Simon —dijo Nicko indignado—. Rápido, Rupert, es peligroso. Vuelve a guardar la nave Dragón dentro.

Sin embargo, Rupert Gringe miraba como hipnotizado la figura negra que había caído en las murallas del Castillo y movía los brazos como un cuervo herido, volando lentamente hacia ellos.

—Lo es. Es el maldito Simon Heap. —Rupert le mostró el puño cerrado y gritó hacia arriba—. Vete de aquí, Heap, o tendré que echarte yo mismo.

—Rupert —le susurró Nicko—. No le provoques.

—¿Provocarle? Le provocaré todo lo que me dé la gana. —Rupert levantó la voz en dirección a Simon—. ¡Heap! Deja de dar saltos como si fueras una nena en la fiesta del solsticio de invierno. Baja aquí y lucha como un hombre.

—Rupert, no lo hagas —le suplicó Nicko—. Apártate de su camino. Tiene un rayocentella.

—¡Ah, sí, y mi tía Gertie es la reina de Saba! Bien, está acercándose. Ven, Heap. No seas tímido. ¡Ja!

Simon Heap tenía un montón de problemas con el amuleto de volar. Solo cuando ya estaba en el aire, y de camino hacia la Torre del Mago, Simon se dio cuenta de que el jefe de los escribas herméticos no había hecho nada por arreglar el amuleto. No se había atrevido a regresar y a insistir en que Hugh Fox lo reparase, pues no podía llegar tarde a su cita con DomDaniel y con el inicio de su aprendizaje. Poco sabía Simon que aunque hubiera regresado, Hugh Fox no podía hacer nada por arreglar el amuleto de volar, pues todos los códigos y encriptaciones estaban en el libro, La destrucción de la oscuridad.

Simon acababa de cruzar las murallas del Castillo y estaba usando toda su fuerza de voluntad para permanecer en el aire. La nave Dragón se encontraba al descubierto, y esta vez Simon sabía que no fallaría: a la tercera va la vencida, pensó para sus adentros, sobre todo si eres un mutante, mezcla de barco y dragón. Mientras Simon sobrevolaba torpemente el astillero, sacó del cinturón el último rayocentella que le quedaba. Había gastado muchos rayocentellas y Merrin no le había servido de ninguna ayuda en la preparación de los nuevos, pero eso no importaba. El barco estaba agachado; esta vez no había modo de que fallara. Eso le enseñaría al palurdo de Rupert a no gritarle. Así mataría dos pájaros de un tiro…

Simon preparó el rayocentella.

Se oyó un grito, seguido de dos fuertes salpicaduras. Nicko había empujado a Rupert Gringe al foso y había saltado después de él. Maldiciendo por haber perdido la oportunidad de acabar incluso con Rupert Gringe, Simon lanzó el rayocentella. Salió volando con un rugido, surcando el aire. Con sorprendente velocidad, los tres magos también se arrojaron al foso.

El rayocentella alcanzó de pleno la nave Dragón en la popa, atravesando la madera dorada del casco como un cuchillo la mantequilla y llegó hasta el fondo del foso, donde explotó, proyectando un chorro de agua hacia el cielo. En una masa bullente de burbujas y vapor, la nave Dragón desapareció lentamente bajo el agua y se hundió en el lecho del foso.

Jannit Maarten se quedó en el remolcador, horrorizada de lo que había ocurrido. Nadie arremetía contra ninguno de los barcos que estaban al cuidado de Jannit. Cogió el arma que tenía más a mano, un gran martillo, y se lo tiró a Simon. Jannit tenía un brazo muy fuerte y el martillo voló por los aires, fallando por muy poco. Voló curvándose hacia arriba y el dragón que llegaba en su primervuelo a duras penas consiguió evitar el que sería su primer misil aéreo (pero no el último), gracias a un oportuno grito de su copiloto.

Simon acababa de ver a Escupefuego. No podía dar crédito a lo que veían sus ojos, o, mejor dicho, su ojo, pues se cubría el otro con un parche después del guijarro que le había lanzado el Chico Lobo. ¿Qué pretendía hacer aquel impostor que se hacía pasar por su hermano? ¿Por qué siempre aparecía como una falsa moneda, justo cuando menos le apetecía verlo? ¿Y qué estaba haciendo encima de un dragón?

El éxito de Simon con la nave Dragón le había vuelto arrogante. Incluso aunque no le quedaran rayocentellas y tuviera un amuleto de volar un poco tocado con el que luchar, Simon se sentía invencible. Era fácil: primero tiraría a uno del dragón y luego tiraría al otro, y eso sería todo. Adiós aprendiz entrometido y adiós señoritinga princesa.

Simon se lanzó al aire, en dirección a Septimus.

La copiloto lo vio venir y gritó.

—¡Abajo, Sep, abajo!

Septimus le dio al dragón dos golpecitos con el talón izquierdo y Escupefuego empezó a caer hacia un espinoso bosque de mástiles.

—¡A la izquierda! —gritó Jenna—. ¡Aterriza en el pontón!

Septimus le dio un golpecito en el flanco derecho seguido de dos en el izquierdo y Escupefuego se dirigió hacia el pontón, adonde Jannit estaba arrastrando el remolcador más el séquito de tres magos que llevaba consigo.

Simon no se rendiría. Se arrojó hacia Septimus, descubriendo que el amuleto de volar tenía una alarmante tendencia a desviarse a la derecha, y ahora se dirigía directamente hacia la nariz de Escupefuego. La nariz de un dragón es un punto sensible, sobre todo para un dragón joven, y Escupefuego no se tomó demasiado bien que le golpearan fuerte en ella. Instintivamente, el dragón abrió la boca para morder a Simon, cuando le sobrevino un gran estornudo.

—¡Aaaaaa… aaaaaaaaa… achís!

Como un tapón de una botella de champán que alguien hubiera agitado con entusiasmo antes de abrirlo, una gran baba de dragón impactó contra Simon y lo despidió dando volteretas por el aire. La baba de dragón es una sustancia corrosiva; cayó en el estómago de Simon, le hizo dar vueltas, y en cuestión de segundos le fue corroyendo, a través de la capa, la túnica y el cinturón rojo con las tres estrellas negras de DomDaniel. Simon iba por su tercera voltereta cuando el amuleto de volar se separó de su cinturón y cayó al suelo, aterrizando en una caja de herramientas que Jannit había estado usando hacía un rato.

Simon empezó a descender en picado.

Sin pensarlo dos veces, Septimus le dio la primera orden a su dragón:

—¡Sálvalo!

Escupefuego sabía lo que tenía que hacer. Se dejó caer como una piedra, se lanzó hacia delante y recogió a Simon apenas unos segundos antes de que se estrellara contra el suelo. Luego aterrizó con gran estruendo sobre el pontón, en el lugar donde el ala de la nave Dragón había descansado hacía escasos minutos. La copiloto cayó al suelo y se puso en pie muy furiosa.

—¿Por qué demonios haces esto, Sep? —exigió apartándose de Simon, que estaba despatarrado sobre la grupa de Escupefuego.

Septimus no respondió. Estaba mirando a Simon.

—Él… él no está muerto, ¿verdad? —preguntó Septimus a Jannit, que había agarrado a Simon, lo había bajado de Escupefuego y estaba intentando obtener alguna respuesta de él.

Simon estaba tumbado, muy pálido e inmóvil, sobre el pontón, con las ropas negras agujereadas por la corrosiva baba de dragón, con el cabello claro y rizado característico de los Heap empapado en sudor y los ojos cerrados. Jannit se arrodilló y acercó la oreja a su pecho.

—No —murmuró—. Oigo un latido. Solo está inconsciente.

Al oír la voz de Jannit, Simon parpadeó y gimió.

—¡Eh, vosotros, venid! —gritó Jannit a los magos—, venid, y demostrad que servís para algo, para variar.

Los empapados magos llegaron prestos al lado de Jannit.

—Ayudadme a llevarlo al cobertizo —les dijo Jannit.

Jenna y Septimus observaron a Jannit y a los tres magos coger a Simon cada uno de un brazo o de una pierna y llevarlo por el astillero hasta el cobertizo: un edificio pequeño, sin ventanas, junto al muro del Castillo, que tenía una gruesa puerta de hierro con tres pesados cerrojos bien engrasados.

—Sigo sin saber por qué lo has hecho, Sep —dijo Jenna enfadada.

—¿Por qué he hecho qué? —preguntó Septimus acariciando la magullada nariz de Escupefuego.

—Salvar a Simon.

Septimus levantó la mirada hacia Jenna, confundido por su tono enojado.

—¿Qué otra cosa podía hacer, Jen? —le preguntó.

—Dejarlo caer. Yo lo habría hecho. —Furiosa, Jenna envió un guijarro al foso de un puntapié.

Septimus sacudió la cabeza.

—Pero es mi hermano —dijo con tristeza.