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La Habitación de la Reina

Jenna se dirigió a Palacio a toda velocidad a través de callejones y pasadizos. En la mano cerrada llevaba la llave de oro que tía Zelda le había dado, la llave de la Habitación de la Reina. Ya era malo no tener ni idea de dónde podía estar la Habitación de la Reina, pero aún era peor que probablemente no se pudiera hacer nada por salvar la nave Dragón. De todos modos, era su única oportunidad, pues Marcia estaba confabulada con el extranjero y no se podía confiar en ella.

Ahora Jenna sabía en carne propia cómo se había sentido Septimus cuando Marcia no había creído que Simon la había secuestrado. Al doblar la esquina a toda prisa, se topó de bruces con Escupefuego.

—¡Aaay!

—¡Jen! —dijo Septimus sorprendido—. Pensé que estarías con la nave Dragón. Iba a verte, pero Escupefuego no se ha querido quedar en el patio. Bueno, se ha comido buena parte de la caseta para dragones que los submagos habían hecho para él y… —Septimus se calló al notar la expresión de consternación de Jenna—. Oye, Jen, ¿qué ocurre?

—¡Oh, Sep!, el dragón… se está muriendo. Y ahora el extranjero del Puerto está aquí. ¡Ha venido a buscarme!

—¿Qué?

—Y lo que es peor, ¡Marcia lo conoce! Se alegró mucho de verlo. Lo abrazó con fuerza.

Septimus estaba impresionado. Marcia nunca abrazaba a nadie. Nunca.

—Sep, ven conmigo. Voy al Palacio. Voy a buscar la Habitación de la Reina. Tal vez haya algo allí que pueda salvar la nave Dragón. Un… una poción, o algo… no sé.

—Muy bien, vale la pena intentarlo. Vamos, Escupefuego. Por aquí. No, por allí. Espera, Jen, tú no sabes dónde está la Habitación de la Reina.

—Claro que no, pero tía Zelda dijo que la encontraría cuando llegara el momento. Así que tal vez haya llegado el momento.

Jenna y Septimus habían caminado un buen trecho y se encontraban en mitad de la Vía del Mago cuando Septimus se quedó rezagado para atender a Escupefuego, que le estaba haciendo pasar un mal rato. Jenna se detuvo para comprobar qué era lo que estaba retrasando a Septimus y lo sorprendió ante una gran montaña de boñiga de dragón en mitad de la Vía del Mago, sin saber muy bien qué hacer. Decidió que lo mejor era ignorar el asunto y seguir su camino.

—¡Eh, tú, el del dragón! —gritó una voz.

Septimus se volvió y vio a un hombre delgado, con expresión muy seria, vestido con una túnica de rayas tejida a mano, que le perseguía con un saco y una pala. El hombre le dio alcance y le ofreció a Septimus las dos cosas.

—Sociedad para la Conservación de la Vía del Mago… Oficial antiboñigas en la calle —le dijo resoplando—. Es una infracción ensuciar la vía. Por favor, recoja la porquería del animal y llévesela.

Septimus miró dubitativo el gran saco que el hombre le había puesto en la mano.

—De acuerdo —respondió—, pero no sé si va a caber todo eso aquí.

Septimus cogió la pala y empezó a recoger la porquería, mientras Jenna le sostenía el saco abierto con impaciencia.

El sol se estaba poniendo y Billy Pot conducía su artilugio al final de un día particularmente delirante; las lagartijas habían estado dándole guerra de nuevo. Al ver a Jenna, a Septimus y a Escupefuego cruzando por el césped, se le iluminó el rostro. Una vez Billy Pot había olido cacas de dragón cuando estaba obteniendo su diploma de cuidador de lagartijas y nunca lo había olvidado; de hecho, a la mayoría de las personas les pasa lo mismo: cuando huelen boñiga de dragón, nunca lo olvidan.

—Perdonadme, joven señor —dijo Billy Pot corriendo hasta Septimus—. Por favor, perdonadme por ser tan presuntuoso, pero me pregunto… bueno, me pregunto si compartiríais conmigo el contenido del saco. Os estaría eternamente agradecido. No hay nada como unas boñigas de dragón estratégicamente colocadas para mantener a raya a las lagartijas. Y yo estoy desesperado; desde que ese caballo pasó por encima del artilugio están incontrolables y…

—Sí —dijo Septimus—. Quédesela. Por favor…

—¿Sabe?, señor, he soñado con tener en mis manos un poco de boñiga de dragón. Lo he soñado, sí. Pero ¿dónde se encuentran boñigas de dragón en estos tiempos? Es una pesadilla para un cuidador de lagartijas como yo. Una pesadilla. —Billy Pot sacudió la cabeza abatido—. Pero, claro, usted no querrá separarse de ella, lo comprendo.

—No… por favor, por favor, quédesela —dijo Septimus endilgándole el abultado saco a Billy Pot, que sonrió por primera vez en aquel día.

Cuando Jenna, Septimus y Escupefuego llegaron a la puerta del Palacio, la fina voz de Godric se elevó en el aire vespertino.

—¡Ah, buenas tardes, princesa! Me alegro de verla. Y buenas tardes, aprendiz. ¿Cómo marcha la transformación? ¿Ha conseguido ya la transubstanciación triple?

—Casi —dijo Septimus arrastrando a Escupefuego.

—Buen chico —dijo Godric, y acto seguido volvió a dormirse.

En la torreta del extremo oriental del Palacio, Escupefuego se sentaba gimoteando ansiosamente y arañaba el escalón más bajo de la escalera de caracol. Septimus había atado el dragón a una anilla que había en la pared y le había dicho que se quedara allí quieto.

—Estoy segura de que está aquí —dijo Jenna concentrándose en la llave de la Habitación de la Reina mientras subían la escalera. Al llegar al pequeño descansillo de lo alto de la torreta, Jenna lanzó un grito triunfal—: ¡Sí! ¡Oye, Sep, mira esto… la he encontrado!

—¿Dónde? —Septimus miró a Jenna perplejo.

Jenna lanzó a Septimus una mirada burlona.

—Muy gracioso, Sep —dijo—. ¿No te parece que esa puerta de oro con todos esos dibujos y el gran ojo de la cerradura central con una esmeralda encastada encima… es igual que la llave?

—¿Qué puerta de oro? —preguntó Septimus.

De repente, Jenna comprendió lo que ocurría y se estremeció de emoción.

—No puedes verla, ¿verdad? —susurró.

—No —respondió Septimus un tanto sobrecogido—. No puedo. Lo único que veo es una pared blanca con pedazos de yeso descascarillados.

—Bueno, está aquí, Sep. Yo sí puedo verla, en serio. Voy a introducir la llave en la cerradura —anunció Jenna, vacilante—. ¿Puedes esperarme aquí?

—Claro que sí.

—Es extraño. Entonces probaré la llave, ¿de acuerdo?

—Sí, vamos, Jen. ¡Eh, espera…! ¿Has dicho que la cerradura estaba en mitad de la puerta?

—Sí, ¿por qué? —Jenna parecía preocupada.

—Bien, apártate a un lado en cuanto hayas girado la llave. La puerta bajará como un puente levadizo… de lo contrario, te aplastaría.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo lo sabes?

—¡Bueno, yo sé ese tipo de cosas, Jen! —dijo Septimus dándose ínfulas.

—¡Tonto! —dijo Jenna con cariño.

Septimus dio un paso atrás y vivió la extraña experiencia de ver a Jenna meter la llave hasta el fondo y desaparecer. De repente, ella saltó hacia atrás y le sonrió. Septimus le devolvió la sonrisa; luego la vio caminar hacia delante y desvanecerse a través de la pared maciza.

La puerta de oro se cerró en silencio detrás de Jenna, y esta se encontró en una habitación pequeña y sorprendentemente acogedora. En la chimenea ardía un fuego y alguien había arrimado un cómodo sillón al calor del hogar. Sentada en la silla, ensimismada ante el fuego, había una mujer joven, con una pesada túnica de seda roja y un manto dorado sobre los hombros. Llevaba el largo cabello negro recogido en una diadema de oro como la que usaba la propia Jenna. Ante la repentina llegada de Jenna, la mujer se puso en pie de un salto, y sus ojos violetas brillaron de emoción. Avanzó rápido hacia ella y, en su prisa por llegar hasta Jenna, atravesó el sillón como si no estuviera allí.

Pero Jenna no veía nada, y tal vez fuera mejor así. Pues mientras el fantasma de la reina se hallaba de pie ante ella, mirando a su hija a la que no había visto desde que era un bebé, Jenna no habría podido pasar por alto la gran mancha de sangre que se extendía por el lado izquierdo del manto de su madre, aunque quizá no habría notado el desgarrón del agujero de bala, que quedaba oculto entre los pliegues de la túnica de un rojo intenso.

La reina retrocedió para dejar que su hija merodeara por la habitación. Observó la expresión perpleja de Jenna ante el fuego chispeante y el sillón vacío. Vio a Jenna abrazarse, frotarse los brazos y temblar ligeramente mientras caminaba por la habitación, mirando a su alrededor como si hubiera sorprendido alguna cosa con el rabillo del ojo, buscando algo desesperadamente, cualquier cosa que pudiera salvar la nave Dragón.

Sabiendo que no debía aparecerse a su hija, la reina observaba, deseosa de que Jenna descubriera por sí misma lo que tenía que descubrir. Pero Jenna casi había perdido toda esperanza, pues la habitación no era el lugar mágico que esperaba encontrarse; no había más que un pequeño salón vacío con una chimenea, una alfombra, una mesita y un sillón y —Jenna sonrió de repente— un armario, y no solo un viejo armario, pues en la puerta estaba escrito: POCIONES INESTABLES Y VENENOS PARTICULARES.

Jenna abrió la puerta y se metió dentro.

El armario estaba tan vacío como la habitación. Cuatro estanterías laboriosamente labradas pero vacías ocupaban la pared del fondo, sin ningún rastro de las botellas de pociones, ni las hierbas o medicinas, ni los libros de hechizos ni los secretos sobre la nave Dragón que Jenna anhelaba ver. Desesperadamente, pasó las manos sobre las estanterías por si se le escapaba algo, pero no había nada, nada más que polvo. Entonces Jenna se fijó en una hilera de cajoncitos casi ocultos en los paneles de caoba oscura, debajo de los estantes, y recuperó la esperanza. Asió el pequeño pomo de oro del primer cajón y tiró con fuerza. El cajón se abrió con suavidad y Jenna olió una mohosa combinación de chocolate de menta viejo y polvo; tanteó con la mano el interior del cajón, pero estaba tan vacío como los estantes. Abrió frenéticamente todos los cajones, uno detrás de otro, pero no había nada que encontrar.

Cuando Jenna llegó al último cajón, le invadió la desesperación; sabía que era su última oportunidad, pues no había ningún otro lugar donde buscar. Mientras lo abría, Jenna notó que algo dentro del cajón se movía, como si hubiera accionado algún tipo de palanca al tiempo que oía un ruidito debajo de ella, y la puerta del armario se cerró de golpe. Estaba sumida en la oscuridad.

Jenna empujó la puerta, pero no se movió. Cada vez más presa del pánico, intentó abrirla aplicando más fuerza, pero la puerta ni siquiera se movió; algo le decía que estaba cerrada con llave. ¿Qué podía hacer? Estaba atrapada. Nadie, salvo Septimus, sabía que estaba allí, y por mucho que quisiera, él no podía ayudarla. Se quedaría allí para siempre, sumida en la oscuridad…

Fue entonces cuando Jenna se dio cuenta de que el armario no estaba tan oscuro como antes: podía ver una rendija de luz por debajo de la puerta. Jenna intentó abrir la puerta de otro empujón y, para su alivio, la puerta se abrió.

Y Jenna accedió a las pulidas losas de la casa de tía Zelda.