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El regreso

A primera hora de la mañana siguiente, mientras el cansado amo del dragón dormitaba junto al timón, la nave Dragón bordeaba la Roca del Cuervo y negociaba el estrecho viraje a la izquierda donde el foso se abría al río. La nave Dragón avanzaba decididamente por el foso, observada solo por algunas gaviotas indiferentes y por Una Brakket.

El ama de llaves, que aquellos días le costaba conciliar el sueño y no conseguía dormir bien, se acababa de despertar de una pesadilla que, como de costumbre, tenía algo que ver con Marcia Overstrand, aunque no recordaba exactamente qué. Estaba sentada junto a la ventana, aliviada por haberse despertado, pero, cuando Una vio pasar la nave Dragón, se desanimó. Debía de estar aún soñando, pensó. Se asomó para ver si Marcia estaba en el barco, y al que sí vio fue a ese irritante muchacho que era su aprendiz, de modo que ella no podía andar muy lejos. El ama de llaves suspiró y deseó que su sueño acabase, preferiblemente con Marcia Overstrand desapareciendo para siempre. Se sentó y observó la nave Dragón virar por la curva que conducía al astillero y aguardó a que apareciera Marcia.

El astillero estaba desierto cuando la nave Dragón se acercó al pontón. Nicko saltó de la proa con un grueso cabo azul en la mano, con la intención de amarrarlo a un poste tan pronto como se detuviera. Pero la nave Dragón parecía tener otras intenciones.

—¡Alto! —gritó Nicko, corriendo al ritmo de la nave, que seguía avanzando por el pontón—. Detenla, Sep. ¡Va demasiado deprisa!

Septimus se despertó de golpe.

—¡No se detiene, Nik! Jen, dile que pare.

Nicko se vio obligado a soltar el cabo para evitar que lo arrastrase al agua; el cabo cayó con gran estruendo, levantando una columna de agua. A Septimus le entró pánico. ¿Cómo se frenaba un barco, en especial uno que parecía tener ideas propias?

—Dice que aún no ha llegado —gritó Jenna a Septimus.

—¿No ha llegado adónde? —preguntó Septimus mientras la nave Dragón seguía hacia un canal estrecho y desierto en lo más profundo del astillero, un Puerto sin salida al que llamaban el Tajo.

—¡Aún no ha llegado al lugar donde estará segura! —respondió Jenna—. Espera, Sep. ¡Ya está entrando!

La nave Dragón describió un arco en el foso y luego viró, encarándose directamente hacia el Tajo. Nicko la alcanzó y corrió junto a ellos. La nave Dragón avanzaba por el Puerto sin salida del Tajo hacia la inexpugnable muralla del Castillo. Nicko sabía que iba demasiado deprisa para detenerse. Iban a estrellarse contra la muralla.

—¡Alto! ¡Para, Sep! —gritó desesperadamente, pero Septimus no podía hacer nada; la nave Dragón hacía caso omiso del amo del dragón.

En la proa, Jenna vio cómo la gran muralla se levantaba ante ellos y se tiró al suelo de la cubierta a esperar el inevitable impacto.

—¡Alto… alto! —Jenna oyó el grito de sorpresa de Nicko, y de repente notó el aire helado y oscuro.

Un olor a humedad subterránea le entró por la nariz y, cuando se atrevió a levantar la mirada, la nave Dragón se había detenido… dentro de la muralla del Castillo, en una vasta caverna de lapislázuli abovedada.

Jenna se levantó de la cubierta y silbó entre dientes.

—Ya puedes abrir los ojos, Sep —dijo—. La nave Dragón ha llegado a casa.

Al otro lado del astillero, se encendió una vela en la ventana de la pequeña cabaña destartalada. Jannit Maarten se despertó de repente. Al cabo de un momento, la puerta de Jannit se abrió y la parpadeante llama desapareció cuando la vela se le cayó de la mano.

—¡En el nombre de Neptuno!, ¿qué es eso? —exclamó Jannit.

Cruzó el patio como un zorro persiguiendo a un conejo, saltando por encima de los barcos y el desorden del astillero, y en unos segundos estaba al lado de Nicko. Sin palabras, Jannit observaba una increíble nueva dimensión de su querido astillero. Bueno, era un poco ostentoso para los gustos sencillos de Jannit. Ella nunca habría soñado con revestir nada menos que de lapislázuli un varadero tan gigantesco, y tampoco se habría tomado la molestia de dibujar todas aquellas divertidas imágenes; y en cuanto a las incrustaciones de oro alrededor de la puerta, bueno, aquello era una soberana tontería. Pero Jannit vio que era un espacio realmente asombroso, y dentro había un barco increíble. Jannit, que no era muy dada a emocionarse con nada, estaba un poco sobrecogida y tuvo que sentarse sobre un bote que estaba del revés.

—Nicko —dijo Jannit débilmente—, ¿tiene… tiene esto algo que ver contigo? ¿Lo has descubierto tú?

—No, la… la nave Dragón la descubrió. Ella lo sabía…

Nicko se quedó sin palabras. No podía apartar la imagen de su mente: la nave Dragón, con la cabeza muy erguida, entrando a gran velocidad —a demasiada velocidad— por el Tajo. Y luego, mientras miraba horrorizado los gruesos muros del Castillo que se alzaban ante ella, Nicko advirtió el destello brillante de un disco dorado en lo alto de la muralla que nunca antes había visto. El dragón soltó una llamarada por la nariz, y cuando las llamas tocaron el oro, las rocas aparentemente sólidas se fundieron ante ella y apareció la asombrosa caverna de lapislázuli. Nicko vio cómo la nave Dragón se deslizaba serenamente en su interior y se detenía. Fue la cosa más maravillosa que había visto en su vida. Le habría gustado que Jannit también la hubiera visto.

Septimus y Jenna desembarcaron y avanzaron con cuidado por las pasarelas de mármol que había a cada lado del surtidor del dragón. Se reunieron con Nicko y Jannit y, en silencio, los cuatro observaron cómo se acomodaba la nave Dragón cual un cisne en su nido, en la seguridad de su hogar.

—¿Sabéis? —dijo Jannit al cabo de un rato—, una vez, cuando era niña, leí algo parecido. Yo era una chica muy poco femenina y mi tía me regaló un libro maravilloso. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí!, ya me acuerdo: Cien cuentos raros y curiosos para niños aburridos. Despertó mi interés por los barcos, eso hizo. Pero no puede ser el barco sobre el que leí…

—Bueno —se apresuró a decir Septimus—, era solo un cuento.

Jannit le dirigió una mirada y recordó que era el aprendiz de Marcia.

—Sí —dijo ella—, claro.

Jenna y Septimus dejaron a Nicko y a Jannit sentados junto a la nave Dragón y se dirigieron hacia la Torre del Mago. Septimus había comprobado el interior de la bolsa a prueba de dragones y, para su alivio, había visto que Escupefuego estaba profundamente dormido, y así, llevando con cuidado al dragón durmiente, caminaron sin fuerzas a través de las calles desiertas. Había luna nueva y estaba oscuro, pero Jenna y Septimus se sentían a salvo de noche en las calles del Castillo, a diferencia de las del Puerto; conocían los recovecos, los callejones que había que evitar y los atajos. Al acercarse a la Vía del Mago, el fulgor de las antorchas alumbraba la noche y entraron en un camino estrecho. Pronto Septimus empujó la vieja puerta lateral de madera que conducía al patio de la torre.

Habían decidido que Jenna pasara el resto de la noche en la Torre del Mago y regresara al Palacio por la mañana. Jenna siguió a Septimus por los altos escalones de mármol; murmuró la contraseña, y las pesadas puertas de plata se abrieron en silencio.

La pareja atravesó sin hacer ruido el gran vestíbulo. Jenna bajó la mirada para ver las palabras: BIENVENIDOS, PRINCESA Y APRENDIZ, DESPUÉS DE REGRESAR SANOS Y SALVOS. BIENVENIDO, ESCUPEFUEGO, que parpadeaban en apagados colores nocturnos en el suelo. A Jenna, el interior de la torre le parecía tan extraño como siempre; el fuerte olor a Magia en el aire la mareaba un poco, y, aunque era consciente de estar rodeada de sonidos mágicos, no los podía oír claramente, era como si estuvieran fuera de su alcance. Jenna siguió andando por lo que parecía arena, y siguió a Septimus hasta la escalera de caracol plateada. Mientras los escalones empezaron a subir, tanto ella como Septimus se dejaron caer, agotados, en el trayecto hacia el piso más alto de la torre.

La escalera de caracol estaba en «modalidad nocturna», lo que significaba que subía despacio y en silencio. Jenna descansó, soñolienta, la cabeza en el hombro de Septimus y contó los pisos mientras subían. Una mortecina neblina púrpura azulada se encendía en cada piso, y algunos ronquidos procedentes de las habitaciones de los magos más ancianos llegaron hasta ellos. Al acercarse al vigésimo piso, Jenna y Septimus se levantaron, dispuestos a bajarse, cuando Jenna de repente le cogió del brazo.

—Mira —susurró.

—¿Qué está haciendo él aquí? —murmuró Septimus.

En silencio, él y Jenna bajaron al descansillo y se acercaron de puntillas a la puerta maciza de Marcia. Una delgada figura con las ropas marrones ribeteadas de azul de un submago y una extraña gorra a cuadros con orejeras anudada bajo la barbilla estaba sentada en una silla de madera junto a la puerta. Le colgaba la cabeza, pues estaba dormido.

—¿Quién es? —susurró Jenna.

—Catchpole —dijo Septimus entre dientes.

De repente, la figura se despertó sobresaltada.

—¿Sí? ¿Sí? —dijo mirando a su alrededor, confuso. Vio a Septimus—. ¿Qué quieres, cuatro uno dos? —aulló.

Septimus se puso firmes. No podía evitarlo; por un horrible momento era como si otra vez volviera a estar en el ejército joven y el horrible Catchpole le estuviera gritando.

De repente, Catchpole recordó dónde estaba y, con una sensación de horror, quién era Septimus.

—¡Oh!… ejem, discúlpeme, aprendiz. Estaba desorientado. Lo siento mucho. No pretendía ofenderle.

Septimus aún estaba impresionado, así que Jenna le dijo educadamente:

—Pasaremos aquí la noche, ¿le importaría dejarnos entrar, por favor?

Catchpole entornó los ojos en la penumbra. Su vista no era demasiado buena (una de las razones por las que no había destacado demasiado como cazador adjunto) y no se había percatado de que Septimus estaba con alguien más. Cuando vio quién era, se levantó de un salto, haciendo caer la silla.

—¡Oh, cielos! Es… Lo siento mucho, princesa. No la había visto.

—No se preocupe, Catchpole —dijo Jenna con una sonrisa, complacida por el efecto que estaba causando—. Déjenos pasar, ¿quiere?

—No, lo siento. Tengo órdenes de que nadie entre por esta puerta. Medidas de seguridad. Lo siento. De veras, lo siento terriblemente —dijo Catchpole visiblemente nervioso.

—¿Por qué? —preguntó Jenna.

—Me limito a cumplir órdenes, princesa. —Catchpole parecía afligido.

Septimus ya había tenido bastante.

—¡Esfúmese, Catchpole! —le dijo—. Vamos a entrar tanto si le gusta como si no.

Septimus se acercó y la pesada puerta púrpura reconoció al aprendiz. Se abrió y Jenna siguió a Septimus, que se internó en las dependencias de Marcia, dejando a Catchpole detrás retorciéndose desesperadamente las manos.

Dentro estaba muy oscuro.

—¿Por qué no nos dejaba entrar Catchpole? —susurró Jenna—. No pensarás que ha ocurrido algo horrible, ¿verdad?

Septimus se quedó quieto un momento mientras el resplandor de su anillo dragón se volvía cada vez más intenso. Estaba aguzando el oído.

—No —respondió—. No noto nada oscuro. Bueno, nada salvo la sombra de costumbre. Y oigo… Sí, estoy seguro de que oigo la respiración de Marcia. Escucha.

—Yo no oigo nada, Sep —susurró Jenna.

—¿No? ¡Ah, bueno!, supongo que no. Estoy aprendiendo a oír la respiración humana desde lejos. Así es como papá te encontró, ya sabes. Y como Marcia me encontró bajo la nieve. Aún no soy bueno en eso, aunque puedo oír a Marcia.

—Pero ¿cómo… cómo sabes que no es la respiración de la sombra?

—¡Eso está chupado! La sombra no respira, tontita. No está viva, y por supuesto no es humana.

Oír aquello no tranquilizó a Jenna en nada.

—Está un poco oscuro todo esto, Sep.

Septimus tocó una vela junto a la gran chimenea de piedra y ésta se encendió, proyectando sombras danzarinas sobre la pared e iluminando el salvasombras, que acechaba en el rincón como una araña gigantesca esperando a su presa. Jenna sintió escalofríos. El salvasombras era espeluznante; había algo en él que le recordaba el Observatorio.

—¿Tienes frío, Jen? —preguntó Septimus.

Chasqueó los dedos y unos pequeños palos para encender el fuego saltaron a la chimenea y se prendieron ellos mismos. Luego, un par de gruesos troncos salieron de la cesta de la leña y cayeron encima de los palos y estallaron amablemente en llamas. El calor de la chimenea llenó enseguida la habitación y Jenna empezó a sentirse menos asustada.

—Vamos —dijo Septimus—, puedes hacer una visita a la habitación de la maga. Es realmente bonita. Te la enseñaré.

Pero Jenna se quedó atrás. Pensaba en la sombra que le aguardaba arriba, pegada a Marcia.

—Gracias, Sep. Pero prefiero quedarme aquí junto al fuego.

Septimus miró la cara pálida de Jenna. Convivir con toda aquella oscuridad en casa de Simon no le había sentado bien.

—De acuerdo, Jen —dijo—. Me quedaré contigo.

Un poco más tarde, una figura alta observó desde el umbral de la puerta las dos formas que dormían bajo una pila de sus mejores mantas de color púrpura. Marcia dudó un momento y sonrió. Esa irritante ex rata mensaje tenía razón: estaban a salvo. En fin, lo había sabido todo ese tiempo, pero era reconfortante volver a verlos.

Marcia se alejó de puntillas. La sombra se entretuvo un instante y dirigió una malévola mirada a las dos figuras durmientes, sus ojos se iluminaron de amarillo mortecino por un instante, y luego dio media vuelta y siguió a Marcia, que subía los helados escalones de piedra.