Epílogo
El sol brillaba con toda su fuerza iridiscente, bañando de blanco y dorado los muros encalados y los tejados rojos. En las macetas colgadas por doquier ya no quedaban claveles después de los intentos de sabotaje de las cofradías, pero al menos habían sobrevivido otras flores. En su día las habían perdonado por pequeñas e insignificantes, pero hoy parecían haberse puesto de acuerdo para florecer todas a la vez, y la luminosidad se veía salpicada de estallidos amarillos, fucsias y carmesíes que se asomaban a las ventanas y a las arcadas de los patios.
Allí, reunidos en la puerta del cuartel, abanicándose y haciendo visera sobre los ojos, estaban todos los amigos de esos bandoleros nobles: Doña Dolores de la venta, con sus hijos y sus nueras y gente de la casa, hasta el chaval Antoñillo, con su sombrero más grande de la cuenta. Allí, disimulados entre los curiosos y asistentes que habían venido por pura diversión, estaban toda la red de mensajeros que habían ayudado a los Tres a mantenerse al tanto de todo cuanto pasaba en Pajeras; los que les habían dado comida, provisiones y refugio, y que preferían ahora mantenerse en el anonimato, puesto que así estaban más a gusto.
Pepita se había puesto el vestido más bonito que había encontrado gracias a Juanita: El corpiño negro se le ceñía a la cintura femenina, realzando el busto y la delicadeza de sus hombros. La falda era azul como una madrugada de invierno, con borlas negras que formaban triángulos de redecilla en los volantes inferiores. Y, cómo no, una de esas chaquetillas cortas a las que les había cogido tanto el gusto. Se había apartado el pelo de la cara y lo había enmarcado con un mantón, y su sonrisa deslumbrante era lo más bello de todo el conjunto.
Rafael, por su parte, no sabía dónde poner las manos y se la pasaba toqueteando su sombrero. Era todo emoción y risas, sus dientes blancos contrastando con el marrón perfecto de su piel, su figura gallarda y esbelta recogida por los pantalones de color beis y la torera negra de hombros bordados. El fajín carmesí realzaba la cintura recia, y hoy sus rizos morenos se mecían recogidos en una cola.
Juanita y Pepita sólo podían repetir una y otra vez “Míralo qué guapo está, qué guapos están todos”.
Francisco el Moreno, para sorpresa de todos, resultaba de lo más atractivo con su traje negro y con su sombrero tapándole medio rostro, todo formal con las manos entrelazadas frente a las caderas. Paco se había peinado y aseado tanto las patillas que parecían dos nubes sujetando su cara radiante, y tanto él como Cisco se habían puesto también sus mejores galas. En cuanto a Cisco, la elegancia no era su fuerte, pero se había peinado hacia atrás con tanto esmero y le había sacado tanto brillo a sus botas que había que reconocerle el mérito.
Parecía a punto de echarse a llorar de pura emoción al ver a toda esa gente allí, apoyándoles, incluso pajerienses con los que llevaban décadas sin hablar. Pero habían sido honrados con la gente de Pajeras y los alrededores, agradecidos hasta decir basta, y jamás habían dado un problema si podía evitarse, de modo que sus amigos eran muchos más de los que habrían esperado ese día.
Y allí estaba también, inflado de orgullo y satisfacción, Federico Palomino, que se había puesto su levita más nueva y un tricornio a la española. Un rosario le colgaba sobre el pecho. Esa mañana se había lavado la cara con tal dedicación que ahora parecía un niño saludable de caserío, con los mofletes colorados como manzanitas.
El comisario de Pajeras y sus subordinados salieron con gran rectitud, colocándose en orden frente a los bandoleros. Todo el mundo aguantó la respiración casi sin darse cuenta y, por un momento, se percibió la duda en el aire. ¿No habría sido una trampa? ¿No sería un ardid muy elaborado para reunirlos a todos en la misma puerta de la justicia?
Pero entonces, la ceremonia comenzó. Los nombraron para demostrar su presencia ante los que allí se reunían y, tras las líneas solemnes de rigor, anunciaron que la Corona les concedía un indulto y el perdón de sus pecados anteriores a este día.
–…por haber puesto fin a las fechorías del criminal Pedro José Martínez, conocido también como el Rajabocas, y gran parte de su banda, sobre los que pesaba la suma de…
La mano de Juanita se cerró en torno a la de la inglesa.
–Es de verdad. No me lo puedo creer. Los están perdonando a todos –sisearon, pisándose la una a la otra con sus susurros.
–… y entre sus crímenes se contaban el asesinato personal y también mercenario, robo a mano armada, asalto, secuestro, bloqueo de rutas, abuso de mujeres, destrucción de la propiedad…
Rafael apartó la vista del comisario para dirigirle una sonrisa cálida a Pepita, quien sintió que se derretía de orgullo y felicidad igual que una colegiala.
–Puesto que estos cuatro hombres han prestado un gran servicio a la justicia, parte de la recompensa se entregará a ellos y se eliminarán sus cargos, considerándolos hombres comunes a partir del día de hoy si deponen sus armas y juran no volver al bandolerismo nunca jamás.
–¿Parte de? ¡Serán capullos! –escupió Juanita en voz baja, dando un pisotón. Aún así, la recompensa era altísima, mucho más de lo que los bandoleros necesitaban para empezar de nuevo, así que su rabia se apagó pronto.
Con un gesto unánime, los Tres y Rafael sacaron sus trabucos y navajas, que relampaguearon al sol, y los dejaron en el suelo. Cuando Rafael se irguió, parecía un hombre nuevo, liberado por fin de un peso horrible. Incluso Francisco esbozó una pequeña sonrisa juguetona mientras compartía miradas excitadas con sus compadres.
–¿Juráis ante Dios, el Rey y la justicia, y ante la gente aquí presente que jamás volveréis a tomar estas armas y que vuestro oficio a partir de hoy será honesto y cristiano?
Todos asintieron con solemnidad y respondieron al unísono:
–Lo juro.
El perro de Cisco empezó a ladrar y a correr loco de contento alrededor de su dueño, que muy apurado lo mandó callar, arrancando algunas risitas del público.
–Entonces, hoy se perdonan vuestros delitos y pasáis a ser hombres libres con la bendición de Dios.
A una señal de asentimiento del comisario, Federico se adelantó y bendijo a sus nuevos amigos, que lo miraron con infinita gratitud y se arrodillaron con los sombreros en la mano. Cuando terminó de decir las palabras, todos se pusieron en pie y el silencio que vino a continuación indicó que todo había terminado.
Ni siquiera esperaban el aplauso que estalló después. Fue como un abrazo gigante hecho de voz y palmadas, y en ese momento Cisco se echó a llorar y cogió en brazos a su perro, que no entendía nada salvo que hoy debía ser un día especial porque su dueño olía muy raro, como a limpio.
Pepita aplaudía como loca y, cuando Rafael se volvió hacia ella, corrió que se mataba y se arrojó a sus brazos con una carcajada musical. Bajo esa lluvia de luz y con los vítores sonando de fondo, el bandolero que ya no lo era alzó a Pepita por los aires y los dos giraron y giraron. Todos sus amigos los rodearon en una oleada de abrazos y felicitaciones, pero Rafael y la joven sólo tenían ojos el uno para el otro.
El Mulato lanzó el sombrero por los aires, la inclinó y, olvidándose de las leyes de la decencia, le plantó un beso devastador que hizo que todos chillasen de puro gozo, Doña Dolores y Juanita las primeras.
–¡Que se la traga! –gritó Paco entre risas, llevándose las manos a la cabeza–. ¡Que se la traga, que alguien la ayude!
Cuando el beso se terminó, a Pepita le daban vueltas los ojos y lo único que deseaba era secuestrar a Rafael y llevárselo a un rincón apartado, lejos de allí, para tenerlo para ella sola. Por la forma en que Rafael seguía acariciándola con la mirada, supo que él pensaba lo mismo.
–¿Y ahora? ¿Celebramos, mi ya-no-bandolero? –ronroneó, apartándole un rizo rebelde de la frente.
–Por supuesto, misis Worthington. Y, si me lo permites, seguiremos celebrándolo por el resto de nuestras vidas.
Allí, en sus cálidos brazos de acero, Pepita supo que había encontrado el hogar que tanto había extrañado. Sonrió al recordar su primer encuentro, ella con aquel monstruoso vestido rosa y él bañándose tan tranquilo en el estanque, cómo la había estado cuidando desde el principio, respetándola, y cómo ella había empezado a admirarlo y amarlo casi de inmediato.
Entonces cayó en lo que Rafael le estaba proponiendo. Le vino mientras se erguían de nuevo, con todo el mundo perdido en su propio alboroto, mientras los pájaros cantaban como locos y la brisa de primavera alborotaba sus cabelleras.
–Rafael… ¿me estás pidiendo…? No, cielos, qué digo, me habré confundido –se corrigió, poniéndose colorada.
Él le tomó el rostro con ambas manos y la miró a los ojos. Pepita se quedó colgada de su mirada negra y ardiente, tan sincera y desnuda que comprendió, de inmediato, que esto duraría para siempre.
–¿Por qué no? Moriría por ti. Sé que tú harías lo mismo. Por fin puedo ofrecerte algo, un hogar, trabajo honrado. El dinero de la recompensa servirá para conseguirnos un hogar modesto y empezar de nuevo. Hoy por fin me siento digno de ti, y si tú aceptas ser mi mujer, estaré a tu lado hasta el fin de los tiempos. Te quiero, Pepita. Y no te lo digo porque ahora esté eufórico o sea optimista, te lo digo porque sé que lo seguiré sintiendo cuando la fiesta de hoy acabe. Te querré cuando haya un mal día, cuando esté furioso, cuando sea feliz como ahora.
Pepita apenas podía hablar y, cuando intentó controlar el salvaje estallido que colmó su interior de una pasión grande como el océano, no pudo hacer otra cosa que boquear como un pez fuera del agua. Rafael, pensando que tal vez necesitaba más tiempo para darle una respuesta, rápidamente cabeceó, con una sonrisa de disculpa.
–Lo siento, necesitas pensarlo, poner en orden tus ideas después de todo lo que ha pasado…
–Sweet Yisus, Rafael –consiguió articular la joven, agarrándolo de la pechera con tal efusividad que hasta él se sobresaltó–. Yo también te amo, y jamás querré a otro. De modo que con lo claro que lo tengo, si ahora dices que no quieres ser mi marido, no me quedará otra que retirarme a las montañas y vivir mi vejez rodeada de cabras, esperando que alguna sea tan guapa como tú para poder consolarme mirándola.
Pasado un momento de perplejidad, el Mulato rompió a reír a carcajada limpia, y ella insistió, aún colgada de su chaqueta:
–¡Sí, sí, sí! ¡Llévame contigo, maldita sea, y no me sueltes!
Él la cogió en brazos y la levantó cual paladín llevaría a su doncella, ganándose la atención y los vítores de los Tres Franciscos, que pateaban el suelo y silbaban. Federico Palomino seguía atrapado bajo un abrazo algo torpe de Francisco, que no era muy dado a esas muestras de afecto y no sabía muy bien cuánto tenían que durar.
Con una sonrisa juguetona, Rafael ronroneó, meciendo a Pepita:
–Entonces, señorita, es su última oportunidad…
–¡Que he dicho que soy tuya, macho rudo de la sierra! –estalló Pepita, sin preocuparse de qué dirían cuantos la oyeran, y con un gruñidito de gusto, Rafael la silenció con otro beso caliente y apretado, tan potente que no fue necesaria la tara de Pepita para que se le pusiera cada ojo mirando para un lado.
Cuando se separaron, la joven musitó de pronto, aún jadeando y con los labios rojos:
–¡Pero la iglesia! ¡Yo no puedo entrar ahí, no me atrevería después de lo que ocurrió la última vez! Oh, cielos, ¿qué podemos hacer?
Rafael ladeó la cabeza, pensativo, y entonces Federico emergió cual topo junto a ellos.
–Debo confesar que el olor a incienso en lugares cerrados me deja un poco mareado. Así que, la verdad, me encantaría oficiar una boda en mitad del campo, si lo veis conveniente.
Pepita y el Mulato compartieron una mirada apreciativa.
–Parece ser, Milady Pepita, que tenemos un plan.
La joven arqueó una ceja y le rodeó el cuello con los brazos. Federico, viendo que su aporte terminaba ahí y que estaba a punto de sufrir un espectáculo de besos delante de sus narices, se retiró de lado al estilo cangrejo para entablar una conversación con Juanita y su marido.
–¿Quién me iba a decir que tendría que viajar a otro país, destrozar una iglesia y despeñarme para encontrar a mi marido? –sonrió Pepita, balanceándose en el abrazo de Rafael.
Él la hizo dar vueltas perezosas. La luz del sol arrancaba destellos de sus rizos y del bordado de sus chaquetas, y por fin había llegado el día en que nunca más tendrían que esconderse, ni ellos ni sus amigos. Por fin eran libres para vivir, celebrar y amarse, y el pasado ya no tenía poder sobre ellos.
–¿Y cómo iba yo a saber que encontraría a mi esposa en el interior de una tienda de campaña rosa?
Pepita rompió a reír y, saltando, abrazó con todas sus fuerzas a Rafael, sintiendo su olor maravilloso y el sonido viril de su risa. Las vueltas se hicieron más rápidas, hasta que todo fue sólo luz y calor, y estuvo segura de que algo dentro de ella explotaría de pura felicidad.
¡Paf!
El rosario de Federico Palomino había estallado sin motivo aparente, enviando las cuentas plateadas por doquier.
–Definitivo –concluyó Pepita en voz baja–. ¡Mejor una boda en el campo!
FIN