11
La presa se había escurrido por un callejón, acompañada del bandolero. A Tomasa no le habría costado recortar distancias con unas cuantas zancadas; los muros nunca habían supuesto un problema para ella.
No se podía decir lo mismo de las balas, según adonde apuntaran. Y desde que la pareja se esfumara de la vista, toda la atención se había centrado en ella y la banda del Rajabocas −así había oído que lo llamaban− la había rodeado.
Así no era de extrañar que fueran tan ineptos a la hora de cumplir sus objetivos. Podrían haber derribado al bandolero fugado de un balazo en la espalda mientras corría, dejando a Pepita vulnerable. Pero no, el Rajabocas tenía que ser quien lo matara y no otro.
Sentimentales. Tomasa había dejado a uno de los criminales fuera de combate y le había arrebatado el trabuco. Habría apuntado al tobillo de la inglesa, pero sospechaba que a su patrona no le gustaría que devolviera la mercancía estropeada, de modo que disparó contra la nuca del mulato.
Debería haberse asegurado de que el trabuco estaba cargado, pero resultó vacío y el disparo fue inútil. Con un guantazo de mano revirada le partió el cuello a otro bandolero que se abalanzaba sobre ella y le quitó el trabuco, éste sin usar, pero para cuando apuntó de nuevo la pareja ya había desaparecido y no había forma de rastrearla a tiempo, con el olor a pólvora, sudor y mugre que impregnaba la calle.
−¡¿Qué coño es esa cosa?! –gritó uno de la banda, reculando al ver la suerte de sus compañeros más incautos.
Por su parte, el Rajabocas estaba fuera de sí. Daba pisotones al suelo, se golpeaba los muslos y aullaba como un niño chico al que le quitan un trozo de jamón. La boca le espumarajeaba y cada vez se movía más aprisa, de una manera que alguien distinto a Tomasa habría calificado de antinatural y muy grimosa. La rubia se había apartado de él apenas el berrinche comenzara, con rostro macilento, y hacía lo posible por pasar desapercibida entre los otros secuaces, que se miraban las botas nerviosos mientras el Rajabocas se cagaba en todo, incluidas sus madres, sus difuntos y en el dios que los había hecho.
Hacía ya un buen rato que la calle se había quedado desierta, apenas empezaran a volar las primeras balas. Tomasa sospechaba que no quedaba mucho tiempo antes de que aparecieran las autoridades para poner orden aunque fuera acribillándolos a todos.
No le apetecía vincular a Doña Eduarda con afrentas a la justicia, de modo que sería mejor regresar a las sombras y volver a seguir el rastro de la novia fugada. No obstante, sin contar al líder y a su compañera, tenía a unos seis hombres alrededor, trabuco en ristre. Sabía con certeza que al menos tres estaban cargados. Dos de esos seis bandoleros estaban heridos por su mano y no representaban ningún peligro. Lo cual la dejaba con dos posibles balazos, cuatro navajas afiladas y un espacio muy estrecho por el que pasar. El Rajabocas ahora estaba muy ocupado pisoteando la pierna rota de uno de sus seguidores como castigo por ser un inútil, así que no le prestaría atención a ella.
Y se le había olvidado un pequeño detalle… además del martillo y su arsenal de filos, aún tenía un arma cargada que, aunque parecía un juguete en sus manazas, seguía siendo letal.
Echó a andar sin prestarle más atención a esa jauría de idiotas. Pasó por encima de uno de los caídos, que tenía la cabeza girada y torcida en una posición perfecta para examinarse el culo. Apenas un momento después, oyó la voz del Rajabocas a su espalda, estridente y enajenada.
−¡EH! ¡Tú, mazacote de carne, cabeza de higo chumbo! ¡No se te ocurra dar otro paso o te vuelo la tapa de los sesos en menos que digo amén!
Le hizo caso, no tanto porque las palabras le afectaran sino porque sabía que el Rajabocas le dispararía sin dudarlo. Lo miró desde las alturas, y su mirada hizo dudar al criminal, aunque fuera por unos segundos.
Tal vez era cierto eso de que las bestias afines se reconocen entre ellos. Sería que la frialdad azul en los ojos como de porcelana del Rajabocas, tan vidriosa y vacía, encontró su espejo en el desierto gris y muerto que era la mirada de Tomasa. El bandolero arrugó el bigote, como enfrentándose a una molestia inesperada. El sentimiento era extraño y le metía ideas absurdas en la mente. No sabía qué hacer con él, aunque al final tuvo una idea.
La sensación se llamaba “simpatía”, pero ni el Rajabocas y Tomasa sabían un comino del asunto, ni siquiera cuando éste empezó a bajar el trabuco y la Tomasa a aflojar el suyo.
Éste habría sido uno de esos gloriosos momentos en los que se sabe que el amor ha nacido, que dos almas solitarias se han encontrado por fin, propiciando una pasión legendaria y eterna, tan eterna como el período entre entregas de un folletín romántico de calidad dudosa. Pero para que esto ocurriera, ambos deberían haber sido capaces de amar, y las patatas diabólicas que tenían por corazones no estaban por la labor.
De modo que la cosa se quedó en un curioso cosquilleo que fue decisivo para evitar más derramamiento de sangre criminal esa noche.
−Y tú… cosa extraña…−empezó el Rajabocas, cuyo berrinche se había esfumado como si nada.− ¿A santo de qué te metes en mis asuntos y me revientas a la mitad de la banda? ¡¿Pero tú adónde vas, so maja?!
Ella gruñó. Aún se apuntaban, pero con menos ganas que antes. La mujer rubia los observaba incrédula, agarrándose la mejilla hinchada, mientras que el resto de bandoleros temblequeaban sin saber qué demonios estaba pasando.
−Ese mequetrefe de ahí, el medionegro hermoso, y la nena que llevaba con él son cosa mía. ¿Qué tienes tú con ellos? ¿Te envía alguien?
Otro gruñido y un encogimiento de hombros. El Rajabocas ladeó la cabeza, el bigote meneándose al ritmo de sus cavilaciones.
−¿Eso es un sí? ¿Y cuánto te pagan por ellos?
Tomasa rumió un momento, luego masculló:
−Mucho.
−¿Y los quieren a los dos? ¿En serio?
−No. Sólo a ella.
El bandolero se frotó la barbilla en silencio. Luego echó un vistazo a los cuerpos desperdigados a su alrededor, seguramente sopesando las posibilidades, comparando la fuerza de su banda con la de Tomasa la Destructora. ¿Sería posible despedirse sin que ella decidiera, de pronto, exterminarlos en un abrir y cerrar de ojos antes de que pudieran abandonar la calle? E incluso si se marchaban en paz cada uno por su lado, ¿cómo podía estar seguro de que llegarían antes hasta la pareja, cuando Tomasa iba sola, sin lastre, y parecía tan capaz como ellos?
No obstante, Tomasa no conocía tan bien la sierra y sus caminos traicioneros. Ahora que la pareja se sabía en busca y captura, podrían haberse marchado a otro pueblo, pero no lo veía probable. No bastaba con ser una fuerza imparable; había que ser un bandolero para encontrar a otro bandolero una vez que éste se retiraba al amparo de las montañas.
Una diminuta, pero sólida idea se formó en la cabecita grasienta de la mujer, la misma que se le estaba ocurriendo al Rajabocas en ese momento.
Finalmente, éste dijo, con una enorme sonrisa:
−Señora, creo que el Altísimo escribe recto con renglones torcidos, y que nos encontráramos aquí y en este momento no ha sido casualidad. ¿Está usted de acuerdo con un servidor?
Tomasa pensó. Luego, gruñó de forma algo ambigua. El Rajabocas lo tomó como un sí y, ante la mirada estupefacta del resto de la banda, juntó las manos de forma beatífica, con el trabuco apuntando al cielo de luna llena.
−Entonces, antes de que los casaquitas lleguen para enmierdar al personal, propongo que nos retiremos a un lugar más privado para hacer negocios…−. Se detuvo al oír el gemido de un compañero moribundo.– Claro está, no podemos dejar a nadie atrás. Ramón, ¿puedes andar?
El susodicho apenas pudo responder, aterrado al saber su suerte; no, claro que no podía andar. Era uno de los que la mujer había inutilizado en el encontronazo. Después del revés que le había dado Tomasa, había perdido la movilidad de pescuezo para abajo. El Rajabocas meneó otra vez la cabeza, como apenado, y le hizo un gesto a la Rosario, que después de su metedura de pata no tenía ganas de replicar.
La rubia sacó una navaja muy afilada. Tras dudar un momento, sabedora de que el Rajabocas la estaba poniendo a prueba, la hundió en el cuello del desgraciado, poniendo fin a su vida.
Hecho esto, el Rajabocas se volvió hacia Tomasa. Luego se dio una palmadita en la cabeza, como recordando algo.
−¡Cachis! Con toda la irritación me he olvidado de rezarle algo, un salmo siquiera antes de darle una muerte honrada. En fin, de perdidos al río, ya lo haré más tarde.– Sonrió a la giganta, que seguía igual de inexpresiva que siempre, y le señaló el camino que, a partir de ahora, recorrerían juntos.
−Por favor.
Se marcharon todos juntos, giganta y bandoleros, dejando tras de sí nada salvo caos, pánico, humo de pólvora y cadáveres cuya sangre corría pintando charcos y venas rojas por el empedrado.
Lo cual, visto así, era un desastre de aúpa.
***
Mas había alguien, un pequeño héroe en la sombra, un matadragones atrapado en el cuerpo de un sacerdote, que rumiaba y rumiaba en la penumbra frente a la chimenea mientras se deshacía de un montón de trapos ensangrentados. Cada vez con más ahínco, se llevaba la mano a la cadena de cruces que rodeaba su torso, a su Látigo Poderoso de Todo lo Bueno y Justo, sabiendo que se acercaba el momento de desplegarla y arreglar lo que estaba roto. Todo hombre sobre la tierra de Dios tenía una cruzada, y la suya acababa de comenzar.
Federico Palomino no sabía por dónde empezar exactamente, pero curar a un bandolero de buen corazón le parecía un buen comienzo. Sabía que, pese a sus delirios de gloria y fantasía, no podría enviar él solito a una banda de criminales ante la justicia. Ni siquiera sabía si aquéllos que se habían reunido ante su huerto eran tan corruptos como sus tan llamados enemigos.
¿Qué hacer? ¿Qué era lo correcto? ¿Se metería en problemas con la autoridad si decidía actuar por su cuenta? ¿Se hacía una tortilla para cenar o era mejor una sopa?
Eran demasiados dilemas para una sola noche, pero Federico sabía que la Justicia Divina acababa de llegar a Pajeras, encarnada en él, y apenas supiera cuál era su siguiente paso, nada podría pararlo a la hora de erradicar la semilla del Maligno.