13
Sería por el cansancio, porque sus cuerpos lo necesitaban desesperadamente o porque, aunque no lo admitieran a viva voz, estar acurrucados les gustaba más de lo que cualquiera habría considerado decente.
El primero en despertar fue Rafael. Suspiró, sintió a Pepita en sus brazos y parpadeó con sorpresa, recordándolo todo de repente. Como cada mañana, el peso de la ansiedad anidó en su ser al preguntarse qué haría ese día, dónde encontraría comida, cómo evitaría que les cayera un chaparrón o una banda enemiga encima.
Pero, mientras Pepita aún dormitaba contra su pecho, notó la claridad que penetraba en la cueva. Con mucho cuidado, se separó de ella y se deslizó hasta la entrada, atraído por el rabioso piar de las aves. Una guerrilla de canciones se libraba en las copas de los árboles entre bandadas de gorriones, abubillas, mirlos y demás.
Preparado para sentir el frío morderle la piel, salió de la gruta, pero descubrió que el sol brillaba radiante, blanco y dorado, como para compensar el frescor de los días anteriores. La hierba salpicada entre rocas se mecía, invitando a tocarla, y ahora, bajo la luminosidad y el color, Rafael divisó varias amapolas salpicadas por doquier, como pinceladas de rojo vivo, también cimbreadas por la brisa.
Se dio cuenta de que le estaba dando bochorno, y se aflojó el pañuelo del cuello. Pese a lo horrible de la noche anterior, este estallido de luz primaveral lo insufló de algo parecido a la esperanza. Y, cuando escuchó a Pepita asomar tras él, aún medio dormida, la esperanza cobró tintes de optimismo, una prueba más de que era el bandolero más tonto y con menos noción de supervivencia de toda Sierra Morena.
−Oh… no esperaba un día tan bonito −dijo ella, arrastrando las palabras mientras se apartaba los alborotados rizos de la cara. Rafael la contempló mientras ella observaba con curiosidad los saltitos de un par de mirlos negros al pie de una encima.
−¿Crees que durará?
El bandolero examinó el cielo más lejano, allá donde las colinas y cerros parecían solaparse unos sobre otros como gasas, dejando de ser verdes y pardos para tornarse azules e irreales.
−Pues… no veo razón por la que no deba ser así.
Ella se rodeó los brazos y soltó un largo suspiro, casi sonriendo.
−No está mal. Te lo mereces, ¿no? Un día bonito para practicar puntería con el trabuco.
Rafael se volvió hacia ella arqueando una ceja y Pepita tragó saliva. A veces se le olvidaba lo alto e imponente que era, y ahora que se había aflojado el pañuelo no podía apartar la vista de los lustrosos rizos negros que adornaban su pecho. Rafael tiró de uno de los extremos del pañuelo, que se deslizó con un susurro por su nuca, y se lo enrolló, distraído, en la mano. Ahora, al ser tan consciente de la piel del bandolero y los ruidos que hacía al rozarse con la ropa, Pepita se vio asolada por los recuerdos de sus manos explorando ese mismo pecho, sintiendo los músculos que se tensaban bajo la carne morena…
−¿Estás bien?– Rafael parecía alarmado y la sujetó por los hombros con gentileza, lo cual no hizo sino avivar aún más la imaginación en llamas de Pepita. La joven intentó sin mucho éxito que su voz no se tornara aguda:
−¿Yo? Sí, ¿por qué lo preguntas?
−De pronto te habías puesto bizca y respirabas como un fuelle. No lo entiendo, te he traído al medio de la nada. ¿Por qué actuaría aquí esa tara tuya?
Pepita sonrió, a su pesar, y negó con la cabeza.
−¡Oh, no! No temas por eso. No sé qué me habrá pasado, pero no te preocupes.
“Que tú eres un dios pagano en la tierra y yo no necesito calabazas para flotar, eso es.”
Visiblemente relajado, Rafael la soltó y evaluó su aspecto. La luz del sol reflejaba el rubor de sus mejillas pálidas, realzando el brillo de sus labios, que se habían agrietado un poco por el sufrimiento de la noche anterior. Pero lo que más le gustaba era su cabello, tan largo ahora que lo llevaba suelto, sin horquillas ni velos que lo cubrieran. Y sus ojos, tan grandes y soñolientos, con el rabillo algo caído que les daba un aire relajado, aunque él bien sabía a estas alturas que Pepita no era tranquila en absoluto.
La inglesa carraspeó al mirar el brazo de Rafael, el desgarrón en la chaqueta y camisa. Con dedos suaves y temblorosos, hizo ademán de tocarla, pero se contuvo en el último momento.
−¿Cómo estás? ¿Te ha dolido mucho esta noche?
Él frunció el ceño y se miró el brazo. Gruñó por lo bajo y regresó al interior de la cueva seguido por Pepita.
−Debería mirármelo antes de desayunar. Tú mientras puedes comer algo, hay algunas provisiones en los sacos. Sólo ten cuidado de racionarlo; no sabemos cuántos días pasarán hasta que los Tres puedan venir aquí a comprobar cómo estamos.
Pepita asintió y trató de evitar que le diera un chungo respiratorio mientras Rafael se despojaba de la chaqueta. Abrió el saquito del que habían sacado pan la pasada velada. Para darle a Rafael algo de intimidad, se dio la vuelta y siguió hurgando en las provisiones. Mientras tanto, escrutó el lugar por el rabillo del ojo.
Pasada la negrura de la noche, ahora se podían ver las paredes onduladas y el techo bajo, punzado por la abertura que permitía que el aire se renovara y parte del humo se disipara por ella. El suelo más próximo a la entrada era de roca y arena, pero se iba tornando más pulido y suave cuanto más se adentraba en la cueva. A partir de cierto punto, la gruta giraba un poco, impidiendo que Pepita pudiera reconocer el terreno sólo desde donde estaba.
Encontró un tarrito con aceitunas y otro con miel. El pan que quedaba había visto mejores días, pero era perfectamente comestible.
−¿Crees que esto es demasiado? No me quejaré si nos limitamos a comer pan como anoche. Mi estómago sí lo hará, pero no está la cosa para mimarlo ahora mismo…−dijo girándose.
Se le murió la voz al encontrarse con el bandolero desnudo de cintura para arriba, la camisa, chaqueta y pañuelo hechos un montoncito al lado. Absorto en la tarea de retirar cuidadosamente las vendas para examinar los puntos, Rafael no se había percatado del nerviosismo creciente de Pepita.
−Parece que está curando bien. Recemos porque no se tuerza nada.
La joven, más preocupada por su bienestar que por esos abdominales duros y la forma en que se le ceñían los pantalones de montar, se acercó a él con cautela, ofreciéndole el pan y la miel.
−Lo siento muchísimo. No sé qué hacer para compensar el peligro en que te puse anoche.
Él la miró un momento, luego a la comida, y una media sonrisa alegró su ceño fruncido.
−No es necesario que sigas haciendo penitencia o ayuno. Puedes comer más si quieres. Coge esas torrijas de ahí −dijo, señalando una bolsita que Pepita había pasado por alto.
−¿Torri qué?
El bandolero se levantó, cogió la bolsa y volvió a sentarse frente a Pepita, que lo miraba con curiosidad. Desató el cordón y la joven pudo ver un montón de rebanadas de pan de aspecto pringoso, con pinta de haber sido fritas y refritas.
Ante la desconfianza evidente de Pepita, Rafael tomó una y se zampó media de un bocado.
−Eso está… ¿bueno? −farfulló la joven.
En respuesta, Rafael empezó a reírse muy por lo bajo, remetiendo sus gruesos labios mientras masticaba, y con la punta de los dedos, para que no se le quedaran pegajosos, sacó otra torrija que tendió a Pepita. Ésta se echó un poco hacia atrás para más diversión del bandolero.
−Vamos, no te va a picar. Pruébala, la gente se da tortas por ellas cuando llega la Semana Santa. Es un dulce.
La joven dudó, pero luego suspiró con gran drama, aceptando el alimento, cuyo olor dulzón se le había pasado al principio. En ese momento, Rafael podría haberle dado el cambiazo de la torrija por un truño apisonado y ella ni se habría dado cuenta, volcada en sus intentos por no mirar los pezones negros y de aspecto suave de Rafael, coronando sus pectorales de acero.
−Venga, sólo un mordisquito. Y si no te gusta, te dejo las aceitunas.
Ella negó con la cabeza, olisqueando la torrija. Notó un olorcillo a miel… ¿o era canela? De pronto ya no le desagradaba tanto.
−No es momento para remilgos, ¿no crees? –concedió–. Es por mi culpa que estamos aquí en lugar de inflándonos a jamón y queso con los Tres. De modo que comeré todo lo que tú me pidas, ya tenga buen aspecto…−meneó la torrija ante sus ojos−… o una gran personalidad.
Rafael se rió entre dientes. Pepita le dio un mordisquito a la torrija, aún desconfiando del tacto aceitoso. Estaba crujiente y, cuando masticó, el dulzor le llenó la garganta, terminando de despertarla esa mañana. Su estómago rugió mientras abría mucho los ojos, y Rafael se echó a reír cuando Pepita alargó la mano libre y se hizo con otra torrija para devorar apenas terminara con la primera.
−¿Qué? ¿Ha sido tan terrible?
−Nop −reconoció Pepita con la boca llena−. Tenías razón, está bueno. ¿Cuántas puedo comer?
−Sería lo suyo terminarlas hoy. No me gusta cargar con cosas tan dulzonas durante varios días; las moscas empiezan ya a aparecer y las detesto cuando me persiguen por toda la montaña. Las torrijas no harían más que volverlas locas.
Ella asintió, devorando la comida, consciente de pronto de que estaba tan muerta de hambre como el bandolero. Ambos comieron un rato en silencio, compartiendo alguna risita incómoda al oír los gruñidos de sus tripas, que se fueron acallando mientras vaciaban la bolsita de las torrijas.
Se pasaron un poco con el azúcar; cuando terminaron, ambos tenían la sensación de que se les había inflado la tripa y las gargantas estaban forradas de miel. Pepita, muy damisela ella, sofocó un eructito con el dorso de la mano e intentó limpiarse las comisuras pringosas de los labios sin mucho éxito.
Rafael, por su parte, tenía la espalda apoyada en la pared de roca y miraba al techo, respirando pesadamente. Daba la impresión de no saber qué hacer con los brazos, como si también se le hubieran rellenado de azúcar.
−Para ser honesta… ahora me tengo un poco de asco. Por bribona −rezongó Pepita, mirando al infinito.
−No recuerdo la última vez que comí tanto dulce…
−¿Crees que en el fondo los Tres Franciscos querrían matarnos? Así, de un empacho… como le pasó al antiguo cura.
Rafael se llevó una mano al vientre, haciendo lo imposible para no eructar hasta que las entrañas se le volvieran del revés, pues aventuraba que eso inquietaría un poco, como mínimo, a la muchacha.
Ésta, satisfecho ya de más su apetito, se desperezó y Rafael le dijo, recordando su conversación anterior:
−¿Qué decías antes de practicar tiro?
−Oh, eso.– Pepita se enderezó, muy centrada de pronto. – Verás… no quiero ser una carga para ti. Ya no soy tu prisionera… no creo que lo haya sido nunca, a decir verdad.
Algo en el rostro del Mulato se suavizó, pero su mirada tenía un matiz ardiente e inquisitivo que invitó a Pepita a continuar:
−Y no sé si volveremos a encontrarnos con el Rajabocas o Tomasa. Si siguen buscándonos, es una posibilidad muy real. No sé cómo de lejos estamos o cuán secreto es este lugar, y con esa herida en el brazo de disparar no quiero pensar si…−. Dolida por su culpabilidad, tuvo que cerrar los párpados y respirar hondo.
La voz cálida de Rafael la acarició como un viento invisible y perezoso.
−Pepita, deja de torturarte. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Sí, debo serte honesto; no estamos a salvo ni de lejos. La sierra puede ser un lugar inmenso, pero con un par de golpes de mala suerte se convierte en un corral donde todos los caminos se cruzan.
Ella suspiró, sintiendo que un peso enorme volvía a asentarse a sus espaldas. De pronto, el día ya no fue lo bastante brillante, la cueva pareció más húmeda y Pepita sabía que era cuestión de tiempo antes de que el miedo le pudiera y la hiciera saltar ante cada ruido, creyendo que sus perseguidores andaban cerca.
−Pero haremos lo que podamos. Nos quedaremos aquí y no haremos ruido. Nos esfumaremos durante un tiempo y, con la astucia de los Tres y mi experiencia, nos las apañaremos para salir de ésta –añadió Rafael.
Después de inspirar hondo un par de veces y convencerse de que no sonaría absolutamente ridícula, Pepita reunió el valor para soltar lo que llevaba queriendo decir desde que había abierto los ojos esa mañana:
−Enséñame a disparar.
Eso cogió por sorpresa a Rafael, que dejó de examinarse los vendajes y centró toda su atención en ella, que continuó, gesticulando:
−Necesito saber cómo defenderme. Si no soy vulnerable por completo, entonces ambos tendremos más libertad de acción si nos rodean.
Él meditó la idea, los brazos musculosos apoyados en las rocas a ambos lados. La miró largamente, estudiándola, y ella le aguantó el repaso alzando la barbilla con obstinación. Finalmente, el bandolero suspiró, se volvió a colocar la camisa y se puso en pie, haciéndole gestos a Pepita para que lo siguiera.
−¿Eso es un sí? –jadeó ella, correteando tras él, que la guió por senderos angostos. Llegaron a un claro del bosque donde las copas de los árboles estaban tan juntas que el sol no era más que una neblina dorada entre los troncos.
−¡Oh, canastos! ¿Me vas a enseñar a disparar? ¡No puedo creérmelo!
Rafael repartió las bolsitas con munición, pólvora y demás útiles necesarios en una roca plana junto a ellos. Aunque no parecía de mal humor, resultaba difícil averiguar qué pensaba con ese perenne ceño fruncido. ¿Seguía perdido en los pensamientos de la noche anterior? ¿Estaría furioso… con ella? No, no podía ser eso último. Las sonrisas lobunas que le había dirigido esa mañana traicionaban la idea.
Con largas zancadas, Rafael regresó junto a ella, erguido cuan alto era, y colocó el trabuco entre ellos para que Pepita pudiera verlo bien.
−Escucha. Esto no es un juego. Esta cosa, aquí… mata personas. Y si la usas mal, puede matarte a ti.
Pepita descolgó los párpados, dejando que su anticipación se enfriara un poco.
−No me digas. Y yo que creía que se usaban como floreros. Ha tenido que ser la campanola ésta −señaló el cañón del arma−, que está pidiendo un ramillete de geranios a gritos.
Rafael abrió la boca como para replicar al sarcasmo, pero luego la cerró y bajó la cabeza, con un temblor en la comisura de los labios.
−Señor, dame paciencia −suspiró.
−¿Me tomas por tonta? Ya sé que meto la pata a menudo, que soy torpe y encima gafe y que aún no sé ponerme bien un mantón, pero ¿crees de verdad que no sé cuándo tengo una herramienta asesina en la mano? ¿Crees que me muero de ganas de ir por ahí abriendo agujeros en las entrañas de otra gente, aunque sean nuestros enemigos?
El bandolero le aguantó la mirada con un brillo acerado en sus ojos negros. Pepita se alegraba de no tener que disparar el gatillo con los pies, porque cuando Rafael la miraba de ese modo, cualquier parte de su cuerpo por debajo de la zona innombrable se iba a tomar viento fresco.
Rafael tampoco estaba precisamente concentrado, y Dios sabía que lo intentaba con todas sus fuerzas.
Estaban solos en mitad de la nada. Nadie los escucharía allí, nadie los vería a menos que se diera una casualidad muy remota. Quizás tenían los días, o las horas, contados. O podía ser que nada hubiera frente a ellos salvo largos y perezosos días en la intimidad, planeando juntos qué comer, cómo pasar el tiempo. Se acercaban largas conversaciones junto al fuego, horas de conocerse mejor a falta de otro pasatiempo.
Dios, Pepita volvía a mirarlo de esa forma… como aguantando la respiración, sus ojos azules viajando erráticos entre sus labios y su cuello. Sabía lo que había ocurrido cada vez que él se había rendido mientras ella hacía eso, incluso sin ser consciente.
La certeza lo golpeó, dejando una oleada de ascuas a su paso.
No sabía qué pensaba ella realmente acerca de la noche que habían estado juntos. ¿Lo había disfrutado? Él creía que sí. Pero, ¿y si después se sentía avergonzada? No obstante, cuando la tomó en la terraza del refugio, ella misma se había ofrecido rendida en sus brazos con un descaro tan sincero que aún le daban escalofríos de recordarlo.
¿Querría hacerlo otra vez? ¿Era siquiera lo correcto? Siempre había sido considerado con sus amantes. A veces tierno, a veces rudo e incluso salvaje, pero siempre preocupado por su situación. Pepita conocía sus propios deseos, de eso no cabía duda, pero a la vez era tan inocente… tan inexperta. Y no podía hacer con ella lo mismo que con otras mujeres, despedirse y luego dejarla durmiendo plácidamente en el lecho después del acto amatorio para no volver.
Entre él y Pepita había algo, un vínculo. Había nacido en los primeros días, cuando ella lo seguía a regañadientes y él se empeñaba en mantener la fachada de bandolero mercenario, y había ido cambiando. Después de la noche en la procesión, ahora lo sentía más fuerte que nunca, mientras ambos sostenían el trabuco en medio y ella estaba dispuesta a derramar sangre por tal de… de… ¿protegerlos a los dos?
Siempre había sido bastante bueno, dentro de lo que cabía, para identificar sentimientos. Cogía la maraña pulsante de su interior y la desenredaba con paciencia, separando los sentimientos y clasificándolos como si fueran hilos de distinto color.
Qué fácil habría sido su vida de haber sido más simple en todos los sentidos, pensaba a menudo.
Y precisamente por la naturaleza ambigua, creía él, de su vínculo con Pepita… no se atrevía a dar rienda suelta al deseo que lo acuciaba. De una forma instintiva, sabía que con ella era diferente. A ella no la dejaría después de tomarla las veces que hiciera falta. Y… lo cierto era que, desde que ella lo acompañaba, no había echado en falta a ninguna otra mujer. De hecho, tenía la sensación de que el resto de féminas se había vuelto invisible para él.
Pepita era… era otra cosa distinta y no quería provocar un desastre por su falta de juicio. Necesitaba mantener la cabeza fría hasta que supiera exactamente qué debía hacer con esta situación.
−No me gusta tener que enseñarte esto.− Inspiró hondo.
−Lo sé −respondió Pepita, comprensiva−. Tenías a tu archienemigo frente a frente, dispuesto a matarte, y ni siquiera entonces pudiste disparar.
El puño de Rafael se cerró de tal forma en torno al trabuco que los nudillos le crujieron.
−Y eso me enfurece, porque… él sí que iba a dispararte. ¿Qué habría hecho yo de ser así?– La voz de Pepita adoptó un matiz desesperado.
−Correr lo más rápido que pudieras, imagino.
−¿Qué…? ¿Y dejarte allí mientras aún estabas caliente? ¡Virgen santa, no! ¡Serás tonto!– Indignada, la inglesa empezó a caminar en círculos por el claro−. ¿No lo entiendes? ¡No quiero que mueras ni que te ocurra nada malo! ¿Tan difícil es de comprender?
El corazón de Rafael empezó a martillear como loco y cuando respondió, su voz sonó ronca.
−Desde luego, me necesitas para protegerte hasta que consigamos despistar a esos sabuesos y contactar con tus amigas en Inglaterra. Una bala en mi sesera sería… inconveniente.
La expresión indignada de Pepita resultó de lo más cómica a su pesar. Caminó hacia él, las faldas negras bamboleándose a cada paso.
−¡Oh Dios mío! ¡Oh Lord Yisus! ¡Deja de hacerte el mercenario! Maldita sea, dame eso.– Le quitó el trabuco, que estaba vacío. Rafael le dejó hacer y ella le dio la espalda, tartamudeando un poco.– Me… me agradas. Al menos, ya no quiero estrangularte con una media mientras duermes. Y… y si yo he tomado esa decisión, ¡no voy a dejar que la próxima vez, Dios quiera que nunca llegue, ese despojo humano venga y lo eche todo por tierra teniendo la poca delicadeza de matarte!
Resultaba tan bella y llena de vida cuando mostraba ese orgullo airado, sacudiendo la cabellera indudablemente española. Sus palabras despertaban un oleaje interior que Rafael combatía como podía, so pena de hacer algo de lo que podría arrepentirse después.
Pepita soltó un bufido muy poco propio de una dama y apuntó con el trabuco a un árbol cualquiera, imitando el gesto que había visto hacer a los bandoleros con un arma similar a la de Rafael. Separó los tobillos delicados, aún abrazados por medias blancas, y trató de adoptar una postura estable. El trabuco pesaba más de lo que habría esperado y se sentía ominoso e inquietante en su mano insegura.
−Ahora, dejemos de perder el tiempo y enséñame a manejar este armatoste.
Rafael exhaló una gran bocanada de aire, con los brazos en jarras. Fue hacia Pepita, identificando rápidamente todos los errores que estaba cometiendo. Y ni siquiera habían empezado a disparar.
−Antes de nada, debes saber que cada trabuco es distinto. Unos se disparan desde el hombro, otros desde la cadera. Éste es pequeño, fabricado entre corsarios. Y sí, se sujeta como tú haces, pero no tuerzas la muñeca o fallarás, y además te harás daño.
Tomó con mano firme la muñeca blanca de Pepita, que aguantó la respiración mientras él corregía la postura. Era evidente que Rafael no disfrutaba en absoluto iniciándola a tan oscuro conocimiento.
−Ten en mente que el trabuco no es perfecto. Es lento, eterno de cargar, de modo que no puedes desperdiciar a la ligera ese disparo. Si tu enemigo también está armado de uno y aún no ha disparado, ese fallo será tu sentencia de muerte. Y si él no tiene pólvora, entonces se abalanzará sobre ti y será una lucha cuerpo a cuerpo. En ese caso, olvídate de intentar recargar el arma.
Con pasos lentos, caminó alrededor de ella, observándola con atención. Pepita era muy consciente de cada uno de sus movimientos, de que sus ojos estaban totalmente puestos en ella, y eso hacía que se sintiera ingrávida y llena de anticipación.
Ahora no debía dejarse arrastrar por las emociones; tenía que centrarse en aprender. Debía proteger y defender a Rafael mientras pudiera. Tal vez la pillarían a ella… pero si podía armar el follón suficiente para distraer a todo el mundo mientras Rafael se daba a la fuga en el momento crítico, habría valido la pena.
−Por eso debes usar el trabuco como arma de defensa, nunca por capricho o a lo loco. Recuerda mantener una respiración relajada, constante.
Dicho esto, le colocó una mano en el vientre y Pepita, luchando contra los aullidos de todos los enanos diabólicos que vivían en su cabeza, respiró unas cuantas veces. Rafael hizo un ruido de asentimiento y procedió a enseñarle cómo se cargaba el trabuco.
Apenas llevaban unos segundos lidiando con la pólvora, la estopa, el cañón y demás cuando Pepita se llevó una mano a la frente y suspiró:
−Es un arma estúpidamente lenta.
El bandolero se encogió de hombros, dejando caer la bala en el fondo del cañón.
−Sí. Es lenta, ruidosa y a efectos prácticos sólo da para un tiro. Aún así, imagínate a alguien a, digamos, siete metros de ti. ¿Qué te da más respeto? Que te apunte con un arma de fuego o con una navaja?
−Cielos, pues el arma de fuego. Con ésa sí que me alcanzaría. Aunque… viendo lo visto… También podría ser un farol y no estar cargada.
Rafael la miró con una ceja arqueada, el trabuco listo.
−¿Tú te arriesgarías a comprobarlo?
La joven estaba cada vez más desanimada. Disparar un arma, mantenerla y recargarla era, a sus ojos, toda una ciencia que necesitaba mucho tiempo de aprendizaje, y no estaban seguros de contar con ese tiempo.
−¿Cuánto puedo necesitar para aprender a manejar el trabuco lo bastante bien para darle problemas al Rajabocas y compañía?
El rostro de Rafael se ensombreció. Hizo un gesto a Pepita para que se levantara y lo acompañara a varios metros de una roca plana, donde colocó una torrecilla de piedras que hiciera de blanco.
−Más de lo que me gustaría. Además, sólo tenemos un trabuco. Por no mencionar que, apenas te descubrieran apuntando, te acribillarían sin dudarlo antes que permitir que le dieras a cualquiera de la banda, incluso por error. La gente no se lo piensa cuando alguien les apunta.– De mala gana, redujo su voz hasta convertirla en un gruñido.– Al menos, la gente con dos dedos de frente. Ten muchísimo cuidado con esto.
Muy despacio, pero con firmeza, colocó el arma en las manos de Pepita, rodeándolas con sus puños para hacerle de muleta en el primer intento. Cuando se aseguró de que las manos estaban bien puestas, el toque de Rafael se deslizó por los brazos, ayudando a la joven a relajarlos o enderezarlos donde fuera necesario.
−Apunta a la roca de más arriba. ¿La tienes alineada con tu vista y el cañón?
Ella no podía pensar en otra cosa que no fuera la cercanía de Rafael, su voz acariciándole el oído con ese aire de mentor cálido, igual que en cierta noche le había dado consejos sobre placer.
“¡Bloody hell! ¡Me cago en esa dichosa noche, no me va a dejar vivir! ¡Fuera de mi cabeza! ¡Estoy aprendiendo a volar seseras! ¡Fuera, carajo!” gritó Pepita para sus adentros, pero poco podía hacer contra…
−Inspira… −susurró él, rodeándola desde atrás, la mejilla pegada a su oreja.
Pepita obedeció. Cielos, respirar hacía tan evidente el temblor de su cuerpo.
−Ahora, suelta… y dispara.
BUM.
El cañonazo fue ensordecedor. El canto de los pájaros se convirtió en un pitido persistente que se coló en el sentido de Pepita, quien no esperaba tal retroceso. Por suerte, Rafael la tenía bien agarrada por detrás y lo que podría haber sido un tropiezo muy humillante se quedó sólo en un respingo.
Pasado el susto y tras asimilar que, por primera vez en su vida, había disparado un arma, Pepita miró ansiosa la torrecilla de piedras sólo para darse cuenta de que no le había dado ni por asomo.
−No te preocupes. Lo raro sería que hubieras acertado a la primera −la alentó Rafael con una sonrisa al ver su desolación.
−¿Adónde habrá ido la bala entonces?
−A saber.
−Estoy pensando que tal vez sería más provechoso si me enseñaras a manejar la navaja. De ésas tienes unas cuantas, ¿no?– Pepita le devolvió el trabuco al bandolero con un mohín. Éste asintió.
Ambos le habían dado la espalda a las piedras cuando oyeron un crujido en las ramas. Se volvieron, preparados para lo que viniera, pero en lugar de un puñado de bandoleros sanguinarios o jabalíes poseídos por el demonio, lo que vieron fue un borrón castaño y gris caer en golpetazos por las ramas de un árbol, sacudiéndolo todo de agujas de pino.
Aún humeando, una especie de aguilucho se estrelló, tieso, a pocos metros de ellos. Pepita y Rafael lo miraron largo rato. Al comprender lo que ocurría, la joven emitió un gruñido que fue derivando en un gemido de horror en cuanto se acercó un poco.
−Oooh sweet Lord he matado a un ave inocente y ni siquiera estaba apuntando, oh good Yisus la sangre oooh…
Rafael, con una mueca que dejaba ver sus dientes superiores, la observó corretear cual trompo fuera de control alrededor del aguilucho muerto. Pepita se estrujó la cara con los ojos desorbitados.
−Ay yo no quería, ay lo siento… La cabeza, ¿dónde está la cabeza? Aaaah madre que se la he volado, y ahora… ahora…–. Mientras decía esto iba dando saltitos, ahora con una pierna, ahora con la otra, y con las faldas que llevaba parecía una medusa de luto.
−Pepita, sabes… esos momentos en los que uno no sabe si lo que está pasando es muy buena suerte o una muy mala. Pues… eso es lo que siempre me ocurre contigo, mujer −balbuceó Rafael.
Pepita se había arrodillado para recoger los restos del ave, estupefacta, y ahora hablaba muy bajito y agudo, como un pellejo desinflándose:
−Cielo santo, es como el Jinete sin Cabeza pero en águila y por mi culpa…
−Pepita, por lo que más quieras −la interrumpió el bandolero, poniéndole una mano en el hombro−, que es sólo un pájaro.
Ella pareció volver a la realidad y, con ella, a su parte más pragmática. Se miró las manos manchadas de sangre y exhaló un largo suspiro, como avergonzada de su repentino ataque.
−Ya que estamos… no sé… ¿se puede comer?
Rafael parpadeó perplejo; luego soltó una carcajada y asintió.
−Lo que a ti no te pase...–. La risa dio paso a un aire sombrío.− En fin, recemos porque a los del Rajabocas les dé de pronto por esconderse en las copas de los árboles. En ese caso, el trabuco es tuyo.
−Oh, Rafael, no digas eso −bufó ella. Dejó al aguilucho con cuidado en las piedras y, aún con cara de rapaz asustada, examinó sus ropas y el pelo–. Casi que será mejor que me enseñes a usar la navaja, si no es mucho pedir.
−Visto lo visto, no sé. Eres capaz de clavarla en un cojín y destripar a un buey por proximidad −rezongó el Mulato.
Mosqueada, ella volvió a bufar y se quedó allí, de rodillas, mirando las copas de los árboles.
−Seguramente está feo que lo diga…−empezó–. Pero no sabes lo que daría por un baño. Creo que nunca he estado tan puerca desde que me caí por ese barranco.
El bandolero se enfundó su trabuco y le tendió la mano para ayudarla a ponerse en pie. Con la otra, agarró al aguilucho descabezado por las patas, observando no sin cierta tristeza cómo sus majestuosas alas se desplegaban por la gravedad.
−Eso tiene fácil arreglo.
−¿Cómo? Ni siquiera tenemos agua de lluvia, y la poca que nos dieron los Tres es para beber.– Pepita se ruborizó.− Disculpa. No es apropiado hablar de baños delante de ti. Cielos, todos mis modales se han ido desde que puse un pie en España.
Él la tranquilizó sin dejar de caminar.
−Mujer, tus maneras están bien. Recuerda con quién andas; no voy a asustarme de nada.
−Permíteme discrepar, parecías bastante impresionado hace un momento, cuando el almuerzo nos ha llovido del cielo.
−Eso no tiene nada que ver con tus modales, más bien con el hecho de que tu sola presencia parece confundir y retorcer las leyes de la Naturaleza.
Llegaron a la entrada de la cueva. El caballo seguía atado donde lo habían dejado, mirando el paisaje tan tranquilo, seguramente filosofando sobre un tema del todo chocante con su existencia de equino.
Pepita se detuvo en el umbral mientras Rafael se metía en la penumbra, ahora más densa después de haberse acostumbrado ambos al sol radiante.
−Un momento. ¿No deberías señalarme algún arroyuelo o manantial? ¿Cómo puedo apañármelas ahí adentro, en una cueva? A menos que… sí, tal vez podría quitarme la suciedad… ¿frotándome contra las paredes de roca? –terminó, no muy convencida.
Tras dejar la presa junto al hogar calcinado, Rafael sonrió burlón y le hizo gestos para que lo siguiera.
−Qué ideas tienes. Ven aquí.
Ella lo siguió hasta lo que había creído el fondo de la gruta, donde el camino giraba y se perdía de la vista. Resultó que al otro lado se abría otra estancia algo más espaciosa, y su sorpresa fue mayúscula al ver un remanso de agua límpida que comenzaba a pocos pasos de donde ellos se encontraban.
−¿No te habías dado cuenta de que teníamos un manantial al lado? ¿Y cuál sería la gracia entonces de usar esta cueva? –sonrió Rafael.
Pepita observó cómo el suelo de roca se iba volviendo cada vez más pulido y redondeado, hasta tocar el agua, que formaba un estanque lo bastante profundo para que cupieran varias personas y encima pudieran sumergirse hasta las caderas.
Al fondo, el remanso seguía más allá de una pared de roca que hacía las veces de biombo. Pepita asumió que al otro lado quedaría el hueco por el que entraba el agua, pero no había forma de comprobarlo sin meterse y vadear hasta allí.
Casi le dio un abrazo al bandolero de pura satisfacción.
−Oh, gracias, esto es maravilloso. ¡Anoche estaba tan cansada que ni siquiera me di cuenta! Y esta mañana… atribuiré mi despiste al empacho de torrijas.
Este comentario hizo reír otra vez al bandolero.
−Cisco tiene un talento increíble para encontrar agua. Si no fuera por él, estaríamos en problemas para hallar sitios decentes donde alojarnos. El día que nos enseñó esta cueva y su baño, montamos tal fiesta que hasta Francisco el Moreno se animó y bailó… durante unos tres segundos o así.
−¡Me cuesta imaginarme eso! –gorjeó Pepita. Luego se miró las manos y, resignada, fue a por el aguilucho, que estaba desparramado en el suelo–. Pero antes de nada, preferiría terminar la tarea y desplumar a esta criatura. Y después, ya me quitaré toda esta roña con tranquilidad.
Rafael intentó no traslucir lo mucho que lo trastornaba imaginarse a Pepita desnudándose y metiéndose en el agua, dejando que las ondas frescas acariciaran su cuerpo mientras ella se deshacía en suspiros de alivio.
Carraspeó, apartando la vista de la poza.
−Me parece bien.
−¿Te importa si lo desplumo afuera? Me parece un crimen quedarse dentro pudiendo disfrutar del sol tan bonito que hace hoy. Y no sabemos si mañana estará igual.
Él asintió, dando su consentimiento. Pepita fue hacia la salida, los rizos botando juguetones tras su espalda.
−No te vayas muy lejos.
−¿Con la historia que tengo? No, no me apetece tentar a más jabalíes. Con uno ya tengo suficiente en lo que va de mes. Me quedaré entre un par de arbustos, así no estaré tan visible si alguien se acerca.
−Intenta recoger todas las plumas en un trapo para deshacernos luego de ellas. No quisiera dejar ninguna pista innecesaria.
Pepita pensó que era una medida sensata, de modo que cogió el saco vacío de torrijas y salió bajo el sol. Se desvió para hacerle unos cariñitos al caballo, que los recibió muy contento, y luego caminó unos veinte metros hasta un lugar al pie de la pared de roca, donde crecían unas matas tan altas como ella, cuajadas de flores amarillas que se mecían con la brisa. Cuidando de permanecer muy atenta al panorama, por si las moscas, se sentó en una piedra que había entre los arbustos, de modo que era imposible verla a menos que alguien pasara justo por delante de ella.
El sol y el olor suave y campestre de las flores la ponían de muy buen humor, acostumbrada a las lluvias y el nublado de su tierra natal. Empezó a desplumar el aguilucho y guardar las plumas; algunas salían volando y Pepita encontraba un curioso placer en verlas retozar a lomos de la brisa hasta desaparecer.
Rafael fue a ver dónde se había colocado apenas un instante después. El lugar le pareció bien y, tras intercambiar algunas palabras, se volvió a sus quehaceres y dejó sola a Pepita.
Animada por la perspectiva de un buen baño, la joven dejó de prestar atención a cualquier otra cosa y se concentró de tal modo en su tarea que ni siquiera fue consciente del tiempo que pasaba.
Mientras tanto, Rafael recogió agua de la poza con el recipiente más grande que encontró en las provisiones y se lo puso delante al caballo para que bebiera. Le palmeó el poderoso cuello, hablando en voz muy baja:
−Qué día tan raro. Todo parece estar bien, pero bien sabemos que no es así. En fin, Caballo, descansa lo que quieras mientras puedas.
El equino piafó, como diciendo “Pues sí, y encima ni siquiera me pagas para todos los sustos que me llevo”. Rafael sonrió a regañadientes y le quitó unas cuantas hojitas que se le habían quedado atrapadas en la crin negra. Después volvió a encender un fuego, que le brotó enseguida y que dejó crepitando para que calentara la caverna.
No tenía nada más que hacer de momento, y hacía poco que Pepita se había marchado a desplumar el ave. Calculó que seguiría fuera un ratito más y se le ocurrió que era el mejor momento para tomar él mismo un baño en la poza sin volver las cosas incómodas para Pepita.
“No es que a ella pudiera afectarle mucho que me bañara, cuando ni siquiera puede verme a menos que doble el recodo. Pero… teniendo en cuenta cómo reaccionó la primera vez que me vio, mejor no me arriesgo” pensó, apurando el paso de vuelta al interior de la cueva.
Suspirando de satisfacción adelantada, el bandolero se estiró como un felino. El estanque tenía forma de habichuela, pero era difícil saberlo porque la pared natural dividía las dos mitades, estrechando el centro a modo de cortinaje, como para reservar algo de intimidad. Rafael, conocedor ya de los trucos de la cueva, se coló por un recoveco que comunicaba el inicio de la poza con su otro extremo, pasando por detrás de la pared-biombo. Así podía dejar su ropa y armas a mano, justo en la orilla, sin mojarlas.
Se quitó la ropa con impaciencia, desatándose por último el pañuelo de la cabeza. Completamente desnudo, se acuclilló y probó el agua con su mano callosa y morena. Oh, qué gusto: estaba fresquita, pero no helada, y tan limpia que casi podía ver su reflejo en ella.
Con un gruñido que acabó convertido en un sentido gemido de placer, Rafael se deslizó dentro del agua con tal sinuosidad y abandono que apenas hizo ruido. El agua corrió al encuentro de su cuerpo, revitalizando cada centímetro de sus músculos tensos. El bandolero se sumergió entero, hizo peso hasta tocar el fondo, pulido y resbaladizo, y luego emergió con fuerza, levantando una nube de gotas. Su pelo largo hizo un giro en el aire y le azotó la espalda mientras él inspiraba hondo, estirando el brazo bueno para apartarse los rizos húmedos de la cara.
−Dioooosss… −suspiró, rindiéndose al gusto de darse un baño como mandaba la ley de todo lo que era bueno y justo. Puestos a pedir, habría preferido agua caliente, pero el frío le sentaba bien. Los glúteos le palpitaban, llenos de vida, y el pecho se le endureció mientras las ondas que había levantado su salida regresaban a él, estrellándose con la lustrosa mata de vello de su pecho. El brazo le daba dolorosos pinchazos, pero el agua fresca le sentaba bien a la herida y, si tenía cuidado en sus movimientos, se curaría bien.
Sabiéndose solo y con nada que hacer por delante, rodeado por la roca protectora en la intimidad de la poza, se sumergió de nuevo y dio un par de volteretas, riéndose solo bajo el agua por su espíritu infantil. Jamás pensó que podría sentir siquiera un atisbo de felicidad después de un encontronazo con el Rajabocas, pero ahí estaba. Vadeó de espaldas hasta tocar la orilla y apoyó los codos en ella, echando la cabeza hacia atrás.
Aparte de un rayo que borrara de la faz de la Tierra a la banda del Rajabocas y todos los que los perseguían, Rafael sólo necesitaba una cosa para que el momento fuera perfecto. El deseo, oscuro y juguetón, se le deslizó por la mente y el Mulato no lo desechó tan rápido como hubiera acostumbrado.
Después de todo, se sentía protegido por todas esas paredes de piedra y el biombo, que aislaba casi por completo su parte de la poza. Sabía que era una ilusión, pero podía permitirse disfrutarla un momento. Dejó que sus piernas flotaran ingrávidas en el agua, cuan largas eran, y cerró los ojos.
***
Pepita echó las últimas plumas en el saquito y se sacudió las manos en la falda. Echaba de menos vestir de un color que no fuera el negro, aunque dadas las circunstancias no podía permitirse el lujo de elegir. Echó un vistazo por arriba de los arbustos, espantando con aspavientos a algunas mosquitas que le zumbaban alrededor, atraídas por el olor a torrija que aún echaba la bolsa.
No le dio la sensación de que hubiera nadie cerca, así que salió de su escondite, agradecida por el calor del sol en el cogote y porque nadie les hubiera molestado hasta ahora. Prefería no pensar en lo que implicaba que toda esa gente la estuviera buscando a ella; realmente no serviría de nada hasta que aprendiera de una maldita vez a usar el trabuco o la navaja.
Al no verlo afuera con el caballo, pensó que estaría en la cueva, pero cuando entró no vio ni rastro. Al principio sintió una punzada de temor, pero enseguida la desechó; el bandolero no podía andar muy lejos, de lo contrario la habría avisado. Además, pensó con una sonrisa cohibida, él nunca la perdía de vista por mucho tiempo.
“Puede que haya salido a hacer sus necesidades. Pese a ser un hombre rudo de la montaña, es bastante tímido para esos asuntos. Apuesto a que no quería arriesgarse a que lo pillara en una situación tan poco atractiva.”
Se encogió de hombros, dejando el saquito y el aguilucho desplumado con el resto del equipaje, y se sacudió la tela de la camisa y el corpiño para aliviar el bochorno. Entonces, se le ocurrió la idea.
“¡Claro! Es el momento perfecto. Si me doy prisa, podré meterme antes de que Rafael vuelva y me pille desvistiéndome, y así evitaremos una escena escandalosa. Cuando lo oiga llegar, lo avisaré desde lejos y él me dejará bañarme tranquila.”
Sintió un calorcillo de excitación en la tripa al pensar en la cara que pondría Rafael al oír su voz desde la otra punta de la poza y saber que estaba desnuda. Se lo imaginó reculando, colorado, tratando de poner la mayor distancia entre él y el recodo que llevaba al agua, y se le escapó una sonrisa nerviosa.
“Vamos, apresura. Nadie sabe cuándo volverá.”
Fue de puntillas hasta el fondo de la cueva, dobló la esquina y observó satisfecha el agua tranquila. Sin dejar de mirar por encima de su hombro, se deshizo del fajín y la falda, quedándose sólo con la camisa y la enagua. Tarareando muy bajito, se inclinó para quitarse las medias y una cascada de rizos negros le cubrió la visión hasta que se los apartó con una sacudida del cuello. Dudó un poco antes de quitarse el resto de la ropa; ¿seguro que Rafael no estaba detrás de ella? No, él no la espiaría a escondidas. O tal vez sí.
Lo peor era que ninguna de las dos opciones le resultaba desagradable.
Con un frufrú de telas, la joven se despojó de sus últimas prendas, quedándose desnuda como la trajeron al mundo. Examinó su cuerpo con atención; los últimos tiempos habían sido intensos, pero aun así seguía conservando su figura rolliza y curvilínea, blanca como la leche. Observó los pliegues picantones que aparecían en sus costados cuando se movía lo más mínimo, y la suave mata de vello negro en sus zonas recónditas. Unas venitas azules casi invisibles, como pintadas con acuarela, recorrían sus pechos grandes y pesados hasta desembocara como ríos en sus pezones rosados.
“¿Esto le gustó a Rafael aquella noche?”
Cielos, no. Tenía que dejar de pensar en el mismo tema. Era su obligación si no quería que Rafael lo notara y, peor aún, la aborreciera. Se repetía una y otra vez que había sido cosa de una noche, que el bandolero, si bien era un buen hombre, no le había dado tanta importancia como ella.
Pero la forma en que la había tocado… como si no pudiera controlarse. Aún así, ¿qué iba a saber ella? ¡Jamás había hecho el amor con un hombre hasta esa noche! Tal vez así era como se veía cuando un macho se aburría en la cama. Tal vez todos esos envites, esos gemidos y espasmos eran una forma de decir “No está mal, pero tampoco me estoy volviendo loco”.
Se tapó la cara, mortificada. ¡Virgen santa! ¿Sería fea? Siempre había pensado que no era una gran belleza, pero sus amigas le decían que tenía un rostro cariñoso y una figura saludable, acorde con el gusto de los artistas clásicos. Tal vez algo más pesada y morena de pelo, pero… Cielos, qué no habría dado por conocer los pensamientos de Rafael.
***
El bandolero abrió los ojos al oír pasos que se acercaban. Por la cadencia, asumió que era Pepita y consideró saludarla, pero inmediatamente desechó la idea. ¿Qué iba a decirle?
“¡Bienvenida de vuelta, moza! No te asustes si no me ves; estoy aquí bañándome, desnudísimo y pensando en ti.”
Al ver que no lo llamaba ni sonaba preocupada, Rafael se relajó un poco y volvió a echar el cuello para atrás, dejando que sus rizos húmedos se desparramaran por la roca y sobre los músculos de sus hombros, que brillaban reflejando la danza del líquido.
Entonces la oyó tararear y esbozó una media sonrisa.
Un momento. ¿Eso que sonaba al otro lado del muro no era como un roce de ropa contra ropa? ¿No estaba demasiado cerca?
“No, sabe que estoy aquí. Además, no creo que se fuera a bañar sin saber dónde ando. Seguro que es consciente de que debo estar bañándome… o a punto de aparecer por ahí."
Le llegó un susurro cantarín:
−¡Uf, qué fría!
Rafael se enderezó tan aprisa que casi se dislocó el cuello. Tres ominosos acordes de piano retumbaron en su cabeza mientras abría los ojos desmesuradamente, la vista perdida.
“Por la gloria de mis ancestros…”
Si ya estaba tieso cual cervatillo ante la luz, la cara que puso cuando oyó el chapoteo de un cuerpo zambulléndose en el agua se merecía un libro de ilustraciones dedicado a ella solita.
Al otro lado, Pepita, en su bendita ignorancia, sacó la cabeza, escupió un chorro y disfrutó del tacto suave de la roca en sus pies. Contempló satisfecha cómo su pelo se extendía como un nenúfar negro a su espalda y dio vueltas sobre sí misma, disfrutando con cierta perversidad de la reacción de su cuerpo desnudo contra el agua fría.
Rafael estaba petrificado. Una parte de él, una que había intentado acallar desde el principio sin éxito, daba saltos y tocaba palmas, con una sonrisa de depredador exultante. El cuerpo no le respondía. ¿O él no quería que lo hiciera? Su pecho palpitaba desbocado mientras se preguntaba qué demonios era lo propio en una situación como ésta.
“A lo mejor se queda en esa mitad. Puede que no haga falta hacer nada.”
La joven empezó a tararear de nuevo y se acordó del truco ése para hacerse el muerto en el agua. La poza era lo bastante grande, y hasta entonces ella sólo había visto un trozo, así que despegó los pies del suelo, infló el pecho y arqueó la espalda. Tras un par de intentos, se quedó flotando boca arriba, brazos y piernas extendidos sin pudor alguno, preocupada sólo de disfrutar de esa ingravidez y explorar con la mirada los patrones que la roca dibujaba en la bóveda sobre ella.
Igual que un insecto zapatero, se impulsó de un extremo a otro de la orilla. Le apetecía explorar todo lo que pudiera antes de que Rafael viniera a reclamar su hora del baño, de modo que flotó hasta llegar a la forma de embudo junto a la pared-biombo y, con los brazos, se impulsó hacia la otra mitad de la poza, atraída por la intimidad del rincón.
Y así fue como apareció ante los ojos de Rafael; desnuda, plácida, flotando como ofrecida en una bandeja de plata líquida, el rostro echado hacia atrás y los ojos cerrados. Desfiló lentamente frente a él, que no se atrevía a mover un músculo, y la mirada del bandolero se clavó en sus pechos enhiestos y duros por el frío, brillantes y perlados de gotas. Su vientre, suave y acariciado por el agua, las caderas que se mecían, invitadoras, cabalgando sobre las ondas.
E insolente, sobre sus muslos separados, un triángulo de vello negro como la pez que hizo que Rafael sintiera unos deseos irrefrenables de enterrar los dedos en él.
Sólo la había visto desnuda una vez, aquella noche. En la penumbra, entre los haces de luz y las sábanas, apenas había podido atisbar las formas redondas y femeninas de Pepita, y sus recuerdos eran indelebles pero ambiguos.
Y ahora, sin embargo, la tenía ante sí, empapada y tan expuesta en esa posición de estrella de mar, que no le costó rellenar los huecos de su imaginación. Su virilidad se hinchó de inmediato, palpitante, tan ardiente que el agua a su alrededor amenazaba con evaporarse.
La joven siguió flotando, perdida en sus ensoñaciones, hasta que su coronilla tocó suavemente el extremo de la poza, avisándola del “final del viaje”. Con un ronroneo que erizó cada pelo de Rafael, se dio la vuelta, quedando boca abajo.
El bandolero se quedó sin aire al ver ese culo perfecto e inmenso. Un espasmo le recorrió el vientre, sabedor de que no podría controlarse mucho más si seguía contemplando este espectáculo llovido del cielo.
¿O del infierno, tal vez? La tentación era demasiado acuciante.
Cielos, debía decir algo. De verdad que Pepita no lo había visto. No se exhibiría de tal modo, ¿verdad? No parecía ser su juego.
Le costó, de verdad que le costó parte de su alma obligarse a hacer algo que detuviera a Pepita. Su erección de toro protestó en contra y él hizo lo que pudo para sofocarla con sus muslos.
Su voz sonaba como el ronroneo de advertencia de un tigre.
−Pepita…
−¡HOLY JESUS!
El corazón de la joven se desbocó, haciéndola resbalar y hacerse una ahogadilla. Logró agarrarse a las rocas de la orilla, escupiendo agua, y se volvió hacia el bandolero, que la observaba apoyado en el borde de al lado, como si la cosa no fuera con él.
“Oh Dios mío, oh Dios mío, si lo sé no lo hago, estaba ahí, estaba ahí todo el tiempo y me ha visto hacer el mantelito en todo mi esplendor nudista.”
−¡Rafael! –exclamó, hundiéndose en el agua hasta la barbilla.
Ay madre, cómo la miraba. Sí, estaba quieto como una estatua, pero Pepita tenía la intuición suficiente para detectar que, bajo esa fachada estoica, el bandolero parecía a punto de entrar en combustión. Y lo sabía porque, ahora que iba cobrando conciencia de la situación, ella sentía el mismo hormigueo salvaje recorrerla entera.
Sí, ella estaba desnuda. Pero él también, y una vez se dio cuenta, no pudo pensar en nada más. La piel morena de Rafael brillaba por la humedad; las gotas bajaban por su rostro, delineando los pómulos y la nariz recta. Le parecía oír los músculos crujiendo bajo la piel de los brazos mientras él la recorría con la mirada de arriba a abajo, como si pudiera ver a través del agua cada secreto del cuerpo tembloroso de Pepita.
−Cielo santo, ¡¿por qué no me has dicho que estabas aquí antes?! –explotó, tratando de ocultar su turbación. Se cubrió los pechos de forma instintiva y sintió sus propios pezones, duros como piedras, colarse a través de sus dedos.
Él tardó en responder. Muy lentamente, como inmerso en un acertijo sobrehumano, Rafael sumergió los brazos y se adentró un poco más en la piscina. Pepita tragó saliva.
−Pensé que lo habrías asumido al no verme por ninguna parte −dijo, muy despacio. El mismo bandolero sabía que era mentira, que estaba intentando excusar su silencio de forma rastrera, como si no hubiera pensado en otra cosa durante el día que no fuera el hecho de que estaba completamente a solas con Pepita.
−¿Cómo iba a… a…? −balbuceó ella, cubriéndose los ojos–. Oh, bendito sea, qué vergüenza. ¿Qué habrás pensado de mí? Te juro por lo que más quieras que no tenía ni idea de que te estabas bañando. Creí… que… no sé, que estarías explorando los alrededores o… oh, cielos.
Rafael se detuvo a mitad de camino. Algo en su interior rugía, clamando por ser desatado. Estaba tan duro que resultaba doloroso y a la vez le provocaba un placer salvaje, un deseo de explotar y llevarse cuanto pudiera por delante.
La muchacha le dio la espalda y empezó a vadear hacia la estrechez de la poza ayudándose de las protuberancias de la orilla. Con ese cabello rizado tan largo, tan perfecta en su desnudez, parecía una ninfa.
−Lo siento, ahora mismo me salgo. No pretendía… en qué estaría pensando…−. Luego, apenas en un murmullo−: Dios, me has visto desnuda…
No pudo seguir alejándose, porque en ese momento las manos de Rafael la sujetaron por los hombros. Sintió la proximidad del cuerpo masculino sólo por el calor que se derramó en la curva de su cuello. Algo parecía torturar a Rafael sin piedad mientras él le apartaba los rizos húmedos tras la oreja.
−Pepita… no pasa nada.– Un escalofrío de placer prohibido la recorrió entera cuando sintió el roce de sus labios en el lóbulo.– Tú también me habías visto ya desnudo. Dos veces.
La respiración trémula de la joven hacía ecos en la caverna. Sabía que la catarata de tibieza que corría entre sus muslos nada tenía que ver con las corrientes de la poza. Apenas se atrevía a mirar a Rafael, cuyas manos bajaban sumamente despacio hasta sus codos, sabedora de que su rostro debía reflejar en ese momento todo cuanto la sacudía por dentro.
−¿Te… acuerdas aún? –jadeó, tomada por sorpresa.
−No podría olvidarlo aunque quisiera −ronroneó él, su bestia interna cada vez más desatada. La apresó muy poco a poco entre su cuerpo y la roca, y ella sofocó un gemido al sentir la imponente erección alojarse en el hueco de su rabadilla, clavándosele en la carne, imposible de ignorar.
−Creía que…−. Una oleada de calor le recorrió el vientre cuando los brazos del bandolero la rodearon, empujándole los pechos hacia arriba sin llegar a palparlos.
−¿Hmm?
−Yo… pensaba que… no había significado nada.
Rafael cerró los ojos, hundiéndose en el cuello fragante de Pepita, una mezcla de sudor tenue, flores y agua limpia. Joder, había dicho tantas cosas para protegerse, para protegerlos a los dos. Había ocultado su deseo y todo cuanto Pepita le hacía sentir por tal de no darle falsas esperanzas, de arrastrarla a una vida que no le convenía. Pero lo que él sentía ahora era sincero y ardiente, y sabía, dios, sabía que el sentimiento era mutuo.
Necesitaba que lo fuera.
Toda la lujuria, la ira y demás ansias de libertad que había acumulado en los últimos días ahora rugían dentro de él igual que un incendio desatado. Anhelaba correr, saltar por un barranco, aullar como un lobo en celo, clavar las uñas en algo vivo. Pero, por encima de todo, lo que más deseaba era amar.
−Te equivocas, Pepita. Lo que pasó esa noche significó demasiado.
Volteó a Pepita tan rápido que sus rizos viraron y se estrellaron en sus brazos endurecidos igual que un manto empapado. El agua salpicó por todas partes. Un ramalazo de dolor recorrió el brazo del bandolero, pero eso sólo sirvió para azuzarlo aún más. La joven ahogó un grito que se convirtió en un gemido de rendición cuando Rafael cubrió su boca con un beso furioso.
“OH, DIOS, SÍ” gritó la mente de Pepita con un estruendo capaz de echar abajo cien montañas, una tras otra.
Rodeó con los brazos a Rafael, intentando abarcar cada músculo en tensión, saboreando la demostración de fuerza viril que era todo ese cuerpo. Sus uñas dejaron rastros de fuego en la columna del bandolero, que la apresó por las nalgas, haciendo que lo rodeara también con las piernas. Desesperado y por fin libre, Rafael la aupó, sacando sus pechos a flote con un chapoteo, y su boca cayó ansiosa sobre uno de ellos, chupando y mordisqueando mientras Pepita, incapaz de controlarse más, echaba el cuello hacia atrás con un largo gemido.
Pero lo que más interesaba a Rafael, de momento, eran sus labios, que besó con un hambre desmedida que Pepita correspondió sin rodeos. Lamió ese cuello moreno, acariciando la línea de la mandíbula, tan recta y perfecta. Unida a las patillas, la barba de varios días lo volvía aún más guapo, más rudo y macho, y Pepita no podía creerse que ese semidiós recién salido de los hornos del cielo estuviera temblando entre sus brazos y no en cualquier otro sitio.
−Necesito tocarte, Pepita. Llevo demasiado tiempo…−gimió Rafael, cargándola hasta la mitad exterior de la poza. Ella se colgó de su cuerpo, sintiendo entre las piernas la caricia amenazadora y a la vez gentil de su lanza de la pasión.
−Soy tuya, Rafael −jadeó ella cuando el bandolero la sentó en la orilla, a pocos pasos de la fogata. Él se quedó dentro, sujetando a Pepita por las caderas, con el rostro a la altura de sus pechos. La forma en que la contempló derritió el corazón de Pepita; con una intensa lentitud, con una expresión incrédula y complacida, de niño en una tienda de chucherías.
“¿Todo esto es para mí?” parecían decir sus labios entreabiertos.
−Eres incluso más hermosa de lo que recordaba… y lo que vi entonces era una maravilla.
−Oh, Dios, Rafael… yo ni siquiera tengo palabras para describirte.
El agua rugió cuando él salió a la orilla, tumbando a Pepita y colocándose sobre ella igual que una pantera lista para darse un festín. Finísimos hilos resbalaban de cada arista de su cuerpo, estrellándose sobre la piel de Pepita, y ella no podía apartar la vista de la forma en que el líquido recorría cada músculo cincelado. Al final todas parecían dirigirse al mismo lugar: la virilidad enhiesta y pulsante de Rafael, tan morena como sus pezones erectos por el frío y la excitación. Cada pico del bandolero apuntaba a Pepita, y ella era escandalosamente consciente de que acaparaba toda su atención. Saber esto la complacía más que nada en el mundo y, ebria de poder femenino, se apoyó sobre los codos y bebió el agua directamente del vientre de Rafael, lamiendo golosa hasta cerrar la boca sobre uno de esos adorados botones de ébano.
La reacción de Rafael fue más halagadora que todos los piropos y sonetos del mundo: rechinó los dientes y gruñó de placer. Después volvió a tumbarla, sujetándola de las muñecas sin desclavar la mirada de sus ojos, como si el mundo hubiera sido recién creado y sólo existieran ellos dos en ese momento.
No podía ser real, estaba soñando. Nadie podía sentirse tan eufórico sin perder el conocimiento, pensó Pepita cuando él hundió el rostro entre sus pechos bamboleantes, plagándolos de mordiscos gentiles. En cada uno, parecía estar colocando una bandera con su nombre: “Rafael estuvo aquí, esto es de Rafael, esto también es suyo, y esto definitivamente es de Rafael y de nadie más”, y ella daba su consentimiento con cada jadeo y gemido, alzando las caderas para rozar esa erección titánica que no hacía más que gritar a los cuatro vientos el deseo de Rafael por ella.
−Creía que no me deseabas…−susurró, mientras Rafael cubría con su saliva hirviente todo su vientre, acercándose cada vez más al jardín secreto entre sus piernas.
Él alzó un poco la cabeza para mirarla con una intensidad descarada que la hizo sufrir un bochorno sólo apto para la tercera edad.
−Pepita, no he dejado de querer hacerte el amor una y otra vez desde esa noche. He sido un completo idiota por esconderlo…
Ella cerró los ojos y se mordió los labios cuando sintió el primer beso, cálido y amoroso, en el mismo centro de su flor femenina.
−Bueno… estabas ocupado y…−empezó, pero entonces oyó la risita ronca de Rafael y gimió cuando él introdujo la lengua, voraz, entre los pliegues húmedos y empezó a beber de sus mieles como si se hubiera escapado del desierto.
Sus dedos se enterraron en los rizos de su cabeza morena, sus curvas estremeciéndose con cada caricia del bandolero, que de vez en cuando se detenía para observar, con atención impúdica, los más oscuros recovecos de Pepita.
La joven se sentía tan entregada, tan expuesta a las atenciones de Rafael. Le encantaba sentir sus dedos acariciar la entrada de su templo prohibido, el cosquilleo de su respiración enredarse en el pubis y las miradas osadas que le lanzaba por encima, como para asegurarse de que estaba disfrutando.
Oh, Dios, había entrado en el paraíso. Seguro que mientras desplumaba al aguilucho había resbalado y se había despeñado en algún balate, y ésta era su recompensa en el Más Allá por haber sido buena y haberse comido todas las verduras en cada almuerzo de su niñez.
Pero todo se sentía tan real cuando ella volvió a gemir, azotada por las ondas de placer que Rafael le provocaba con su destreza amatoria. El tiempo se volvió elástico, difícil de medir mientras Rafael saboreaba y azotaba su femineidad con una lengua despiadada…
−¿Quieres que siga? –ronroneó al ver que Pepita se retorcía más de la cuenta en sus brazos.
Ella, azorada por su propia lujuria, empujó con suavidad su cabeza, deleitándose con la suavidad de sus rizos.
−Un poquito a tu derecha.
Su sinceridad hizo que Rafael soltara una carcajada varonil que le hizo cosquillas.
−Lo que la señorita desee. Si me dices por dónde…
Complacido porque Pepita confiara tanto en él y sus habilidades como para ser sincera, dejó que ella lo guiara con la mano hasta que la punta de su lengua rozó el lugar exacto. Se aferró al gemido de aprobación de la joven y, no contento con los latigazos certeros de su lengua, usó los dedos para abrir la flor cada vez más líquida y caliente, capa por capa hasta encontrar la abertura. La rozó con la yema y la espalda de Pepita se arqueó. Sonrió, satisfecho al ver cómo la piel blanca se erizaba y ella jadeaba, los brazos reposando a los lados, completamente ofrecida.
−Rafael… ¿seguro que quieres esto?
Él hizo un ruidito de asentimiento. Sin dejar de torturar a esa ninfa recién bañada con la lengua, deslizó un dedo bajo su barbilla y lo introdujo con sumo cuidado en la oquedad, arrancando un gemido larguísimo de la garganta de Pepita.
−Pero… lo que me ocurre…
Rafael levantó la cabeza para mirarla y ella se quedó atrapada en la intensidad de sus ojos negros.
−Escucha, me gusta. Me vuelve loco, quiero verlo otra vez…− Bajó hasta quedar oculto de nuevo, y añadió−: … y beberte.
Entonces volvió a invadir la cavidad de Pepita con los dedos, presionando hacia arriba mientras forzaba su lengua cuanto podía. Ella temblaba, sus suspiros cada vez más superficiales y cortos, hasta que el premio llegó cuando la lengua de Rafael estaba casi en las últimas y pedía auxilio.
−¡Oh, Dios, Rafael…!
La flor de Pepita se convirtió en una charca límpida que bañó el rostro ardiente del bandolero. Maravillado ante el fenómeno, tan excitado que se sentía a un paso de perder el juicio, el forajido atrapó la fuente que nació del clímax con los labios, hundiendo el rostro sin pudor alguno. Controló los espasmos de Pepita aferrando las caderas con los brazos, y cuando ella cesó de gritar, regresó a su mismo nivel y la examinó.
Pepita veía borroso. Sentía como si se hubiera hundido en una bañera de melaza caliente y luego hubiera salido a flote; jamás habían provocado esas sensaciones en ella, y cuando el bandolero la contempló, con una sonrisa perezosa y arrogante pintada en la cara, la joven se puso colorada. Aún así, agradecida, le acarició la mejilla, sorprendida por el brillo líquido que perlaba su barba de tres días.
−¿Eso no será…?
Él asintió, muy satisfecho, y al ver su expresión escandalizada, la besó, compartiendo con ella el sabor dulce y primitivo. Pepita debía haber perdido toda su decencia junto con las ropas, porque le gustó. ¡Cielos! ¿Qué dirían de ella sus amigas y conocidos, de haberlo sabido?
El bandolero la rodeaba de forma casi posesiva, como reclamándola para sí ante el universo. Si tan sólo eso hubiera sido cierto… Si Pepita no hubiera estado segura de que su anhelo terminaba donde acababa su deseo carnal…
Aún así, necesitaba satisfacerlo como él a ella. Lo adoraba como a una deidad de todo lo bello y masculino.
−Rafael…
−¿Hmm? –rezongó él, perdido de nuevo en la gloriosa tarea de inspirar la fragancia de su cuello.
−¿Qué hay de ti?
Sintió su sonrisa salvaje, y a la vez tierna, clavarse en la piel de su garganta. Al momento, volvió a notar el trabuco humano llamando a su puerta de fémina, acuciante, húmedo.
−Creía que necesitabas más tiempo. Parecías muy… afectada −susurró él en tono burlón. Se apoyó en los codos para mirarla bien y, al ver el anhelo en sus ojos azules, algo en él se empezó a derretir y no pudo evitar hacerle cosquillas en la frente con la nariz.
−Te necesito −gimió Pepita.
Él dejó escapar un gruñido tan viril y sediento que todos los animales machos en un kilómetro a la redonda huyeron despavoridos, sabiéndose incapaces de hacerle frente a cualquiera que fuese esa criatura tan llena de testosterona.
−Yo también te necesito, Pepita. No puedo esconderlo más.
Ella suspiró mientras Rafael se alojaba, tembloroso, entre sus muslos, explorando cada rincón de su boca con la lengua que había probado tan dotada.
“No es lo mismo que amar, no es lo mismo”, protestó una voz dentro de Pepita, que calló rápidamente cuando Rafael agarró su gruesa boa de acero y la preparó para entrar en la joven, que tembló a la vez de miedo y de anticipación.
−Dime si te hago daño.
−De acuerdo –susurró ella.
El arma de la pasión se abrió paso en el templo húmedo de Pepita, que jadeó. Rafael entró muy despacio, mordiéndose los labios de puro éxtasis al sentirse otra vez ahí dentro, arropado por el calor. Se sentía tan bienvenido allí, mientras Pepita lo rodeaba con los brazos, acariciándole la espalda. Cómo había echado de menos entregarse a ella, hacerla suya, poder olvidarse del mundo y decir la verdad con su cuerpo, sin palabras que traicionaran sus sentimientos.
Después del placer que le había proporcionado, Pepita estaba más que lista para recibirlo; Rafael se encontró otra vez hundido por completo en ella, y con un gruñido de alivio empezó a moverse, disfrutando del tacto del pecho de Pepita contra el suyo propio. La joven lo rodeó con las piernas, como a él parecía gustarle. Madre, era tan grande que la llenaba entera, amasando en su interior zonas ocultas que la hacían perder el control de su cuerpo.
“Dios mío, soy suya. Completamente suya. Jamás querré a otro, ahora lo sé” pensó, perdida en los ardorosos besos de Rafael, cuyos movimientos fueron aumentando en frenesí.
De pronto, sin mediar palabra, el bandolero la agarró y rodó hasta colocarla a horcajadas, con el mandoble amatorio firmemente hundido en ella en una estocada deliciosa y fatal. El largo cabello de la inglesa cayó cual cascada negra sobre sus hombros, haciéndola parecer una Eva en el Edén. Pepita tragó saliva, consciente de que jamás había hecho esto fuera de su imaginación.
−¿Qué… hago ahora?
−Apoya las rodillas a mis lados. ¿Puedes?
Pepita ya lo estaba haciendo sin darse cuenta, y esto la hizo sonreír con timidez. Rafael le devolvió una media sonrisa para animarla, hundió los dedos en sus caderas y acopló sus movimientos a los de él. Su voz era apenas un arrullo:
−Y ahora… nos movemos así, si a ti te gusta.
A Pepita le encantaba. Se sintió torpe al principio, pero cerró los ojos y se dejó llevar por un instinto tan antiguo como el tiempo. Supo que el ritmo de sus caderas estaba dando fruto cuando Rafael echó el cuello hacia atrás y se mordió el labio.
−Joder, Pepita…
Como dos bailarines en una danza ritual, bandolero y damisela se enzarzaron en una batalla que se fue volviendo frenética. Los músculos de Rafael parecían a punto de reventar, la capa de sudor lo volvía aún más bello y exuberante. En cuanto a Pepita, el forajido no podía apartar la vista de la forma en que botaban sus senos con cada embestida, cómo flotaban sus bucles. Se hundió en ella, cada vez más despiadado, cada vez más rápido hasta que sus muslos protestaron y Pepita gritaba eufórica, segura de que recibiría la mejor muerte de la Historia: partida en dos por el bandolero más irresistible de toda Sierra Morena.
−Eres una diosa −rugió Rafael, sintiendo que su hombría estallaba en un torrente de pasión. Con un grito involuntario, se liberó de todo cuanto lo preocupaba, de cada deseo reprimido, entregándoselo a Pepita, que gimió junto a él mientras la semilla se estrellaba en su interior con el ímpetu de las olas en la tormenta.
Ella se venció sobre él y Rafael la abrazó contra su pecho, sabiendo, ahora con seguridad, que la necesitaba más que nunca y que no quería enviarla lejos. Se lo diría cuando se acallara el martilleo de su corazón, cuando ella dejara de estremecerse y la calma llegara después de la tempestad.
−Oh, Rafael… −empezó Pepita. Anhelaba confesarle su amor más que nada en el mundo, pero él parecía tan tranquilo, tan increíblemente satisfecho mientras la estrechaba contra su torso velludo, que las palabras murieron en su garganta y, en su lugar, suspiró sintiendo que a lo mejor, si Rafael tanto insistía en ello, sería de verdad hermosa.
***
El resto del día transcurrió como en un sueño. Tras recuperarse de su unión, la pareja volvió a la poza y la pasaron retozando y salpicándose. El espíritu juguetón de Rafael salió a flote y Pepita chilló como una cría cuando él la agarró por detrás y dejó caer de espaldas, zambulléndola en el agua. Cuando ella salió escupiendo cual fuente, lo enfrentó entre risas y él respondió volviendo a besarla.
Pepita estaba extasiada; Rafael era tan tierno y apasionado cuando se sentía en confianza. Pero sospechaba que, por sincero que fuera, si por fin se comportaba sin reservas era porque en el fondo estaba inquieto, como una fiera acorralada a la que se le acaba el tiempo. Intentó aliviar su ansiedad dándole todos los mimos de su arsenal; frotándole la espalda, abrazándolo y besándolo.
Cuando salieron y se secaron junto a la lumbre, Pepita se puso las enaguas y él los pantalones, más relajado ya su concepto del pudor. Entre risas tímidas, cocinaron al ave a la lumbre hasta que quedó crujiente. Después de comer, Pepita se preguntó si el bandolero querría volver a disfrutar de su cuerpo, pero él pareció satisfecho con el simple hecho de tumbarla, recostarse a su lado y contemplar el reflejo del fuego en su piel nívea, pasando los dedos sobre su cuerpo.
−Eres muy suave −susurró, deslizando la mano bajo la tela de la enagua.
Ahora todo parecía tan natural, tan correcto. Sí, ambos estaban a medio vestir y no podía dejar de pensar que era sólo cuestión de tiempo hasta que volvieran a hacer el amor. Pero… ahora Rafael era la parsimonia en persona mientras acariciaba su vientre. Su piel parecía aún más clara en contraste con los dedos morenos del bandolero. Nunca había yacido así para que un hombre la contemplara, pero la calidez en los ojos de Rafael hacía que no temiera.
−Tienes unos lunares gemelos muy graciosos aquí −comentó él, deteniendo las yemas a un palmo de su ingle−. Y otro… aquí.– Señaló un punto bajo el seno derecho de Pepita, que se echó a reír y se cubrió con los brazos.
−¿Tienes cosquillas?
−¡Acabo de enterarme!
−Pobre Pepita…
Rafael se echó encima de ella con un gruñidito cómico, dándole mordisquitos en el cuello mientras Pepita reía y reía, alborozada por sus caricias. Enseguida, el ardor volvió a ser imposible de ignorar y Rafael empezó a devorarla con las manos mientras ella trataba de quitarle los pantalones.
Esta vez se desnudaron sin ceremonias, apresuradamente, y Rafael penetró a Pepita casi de inmediato, con un suspiro de satisfacción. Rodaron sobre las mantas calientes en una lucha de poder donde ambos querían ser a la vez dueño y siervo, sus jadeos in crescendo hasta que, por culpa de los dedos invasores de Rafael, Pepita se deshizo por completo casi al mismo tiempo que él, llenando la cueva de un aroma primigenio, denso y picante, testimonio de su pasión compartida.
Después, tumbados junto al fuego, Pepita se acurrucó en brazos de Rafael con una sonrisa lánguida. Sentía un agradable hormigueo en las extremidades mientras examinaba la hombría del bandolero, ya relajada, por el rabillo del ojo. Incluso en ese estado, era imponente y le daban ganas de tocarla. Estaba fascinada por su suavidad, como de terciopelo, y lo dura y devastadora que era. Pero, al mismo tiempo, parecía tan delicada en contraste con el resto del cuerpo.
−¿Te ha gustado?– Rafael recorrió la curva de sus hombros con un dedo, poniéndole la piel de gallina.
Ella asintió, restregándose contra sus pectorales igual que una gata mimosa.
−Te vas a reír de mí, pero… estaba convencida de que lo que hiciste aquella noche… No sé cómo decirlo sin parecer tonta. Creía que…
Él se apoyó en un codo para mirarla con atención. Los rizos acariciaron la frente de Pepita.
−Venga, dilo −la animó con una media sonrisa.
−Creía que… tal vez no era yo quien te interesaba, sino otra persona. Alguien a quien ya no podías tener.
La sonrisa de Rafael desapareció y, por un momento, las entrañas de Pepita se encogieron pensando que había dado en el clavo, que era cierto, que ella sólo era un sustituto de Perico, el único y verdadero amor del bandolero.
−¿Por qué haría una cosa así? ¿De verdad pensaste eso?
Avergonzada por su ingenuidad, la joven rodó para darle la espalda, pero él la cubrió y, con gestos mimosos, consiguió que volviera el rostro para mirarlo.
−Pepita, te deseo. Eres preciosa y…−. Se detuvo, como buscando las palabras.– Nunca había sentido esta locura por nadie.
−¿De verdad?
Ambos compartieron una larga mirada, durante la cual Rafael parecía intentar leer dentro de ella. La fiera enjaulada aún seguía tras sus ojos. Pepita titubeó:
−Pero tú… has debido de estar con muchísimas mujeres. Con la Rosario, por ejemplo. Era mucho más guapa de lo que imaginé.
Una sombra cruzó el rostro del bandolero, que aún así habló con sumo cuidado:
−Eso ya pasó. Cuando conocí a la Rosario, era apenas un crío asustado, recién echado al bandolerismo. En aquel tiempo, aún no tenía claro quiénes eran mis amigos y…−. Hizo una pausa.– Ella estaba ahí. No era perfecta, pero estaba ahí.
Pepita intentó ignorar el brote de celos que la roía por dentro. Sabía que no tenía razón de ser, que ella no había existido en el mundo de Rafael hasta hacía muy poco. Pero después de haberlo sentido suyo, una parte irracional de ella quería ser parte de él para toda la eternidad, desde que ambos nacieran. Siempre había alimentado su imaginación con conceptos poéticos como el destino, y la noción de lo eterno había florecido en ella después de haber sentido una pasión tan auténtica por Rafael.
Bajó la vista, azorada, y se obligó a comprender lo que él le estaba diciendo, seguramente con esfuerzo, ya que a Rafael, igual que a ella, no le gustaba mostrarse tan vulnerable.
−Te sentías solo… y asustado.
Él gruñó, demasiado reservado para admitirlo a viva voz. Estrechó su abrazo en torno a Pepita. Para sus adentros, la joven no podía dejar de darle vueltas a ideas como “¿Era mejor que yo? Cielos, por supuesto que lo era. Seguro que no dudaba tanto como yo cuando montaba a Rafael, y cuando hicieran el amor a campo abierto, su pelo rubio brillaría al sol igual que si fuera una Afrodita ibérica y salvaje. En comparación, tomarme a mí debe ser como estrellar el paquete repetidas veces dentro de un bollo sin hornear; blanco, blando y sin chicha ni limoná.”
Esos pensamientos le hacían flaco favor a su inseguridad, pero ella los ocultó como pudo, aferrándose a la idea de que Rafael la había elegido, aquí y ahora, sin motivos ulteriores.
−Estaba más preocupado luchando contra mi conciencia y aprendiendo el… arte del contrabando. El más mínimo descuido podía mandarme a prisión, y ésa era la mejor de las opciones. Como comprenderás, no había espacio en mi cabeza para cuestionarme si la Rosario era una buena mujer.
−Pero… tú la querías −susurró Pepita con un nudo.
Él negó con la cabeza. Notando la angustia de Pepita, la hizo volverse hasta quedar encima de él, cubriéndolo con la cascada de sus bucles.
−Eso creía, pero lo cierto es que no. Con el tiempo empecé a darme cuenta de su verdadero carácter; no le importaba nadie salvo ella misma, y podía llegar a ser muy cruel. El contrabando le parecía demasiado lento. Siempre intentaba convencerme para asaltar diligencias o robar en casas, a lo que yo me negaba. Después encontró al Rajabocas, que inmediatamente la fascinó, y entramos a su banda porque parecía irle bien. Pero no habían pasado ni dos semanas cuando supe que todo había sido un gran error.
Cerró los ojos, con una expresión de dolor. Pepita habría dado lo que fuera por saber qué pasaba por su cabeza en ese momento.
−¿Te traicionó?
−Así es. Llegado cierto momento, conseguí salirme de esa banda de desquiciados y poner tierra de por medio sin llegar a pelearme con ellos. En mis viajes conocí a los Tres y encontré por fin a un compañero de verdad…− Se le quebró la voz.−… Perico. Después volví a encontrarme con el Rajabocas y la Rosario, y me acorralaron de tal forma que tuve que permanecer un tiempo más con ellos, apenas un mes. Y, cuando supieron que quería abandonarlos para siempre, que ya no era uno de ellos… lo mataron.
Se calló de inmediato, incapaz de seguir hablando. Pepita batallaba con denuedo contra los celos, esos estúpidos demonios que la llenaban de dudas y empañaban su felicidad. No obstante, la pena de Rafael la conmovía y anhelaba sacarla de él, volver a verlo sonreír con despreocupación aún a costa de su propia tranquilidad.
Le acarició una de las cejas expresivas, apartándole un rizo rebelde.
−¿Cómo era Perico? ¿Era guapo?
Ante la pregunta, Rafael sonrió con tristeza y su mirada viajó por todo el techo de la cueva, rescatando memorias tan queridas como dolorosas.
−Oh, mucho. Llamaba la atención allá por donde pasaba. La primera vez que lo vi, supe que lo quería para mí.
Ahí estaba el enano diabólico, pinchando el corazón de Pepita con un tridente oxidado. La joven se obligó a esbozar una sonrisa tensa y Rafael continuó, lleno de sentimiento:
−Y creo que él también lo supo. Era muy pálido, con el pelo tan rubio que parecía platino. Cuando le daba el sol, le creaba una aureola alrededor de la cabeza.
−Cielos, parecería un ángel.
−Tú lo has dicho.− Rafael sonrió.− Había algo sobrenatural en él, como de otro mundo. Era fuerte, ágil y con un espíritu muy vivaz y juguetón. Sacaba lo mejor de mí… lo cual en esa época no era mucho. Y tenía estos ojos preciosos… tan azules y honestos, Pepita. A veces…−. Se calló de pronto, pero Pepita terminó la frase por él, no sin cierta amargura.
−¿Los míos te recuerdan a él?
El silencio incómodo de Rafael fue como un golpe. Entonces él negó, no lo bastante rápido, y acarició el rostro de Pepita.
−No. Es diferente.
“Seguro que pensó en él mientras hacíamos el amor, aunque fuera por un segundo. Y entonces compararía la figura fibrosa, masculina de Perico, que tenía pinta de ser todo un efebo, y yo le parecería fofona y demasiado femenina. ¡Maldita sea, no quiero pensar más en ello!”
Pepita enterró el rostro en el pecho de Rafael, que se sorprendió.
−¿Qué ocurre?
−Tú eres el primero para mí, Rafael. Y… no puedo competir con la experiencia de todos ellos. ¡Soy tan torpe! –gimió la inglesa, aplastada contra los músculos velludos, deseando fusionarse con él para dejar de sufrir las imágenes que asaltaban su mente.
−Pero Pepita, por Dios, tú no eres torpe. Me gustas mucho.
Lívida, la joven levantó un poquito la cabeza. Rafael la tomó de la barbilla para forzarla a mirarlo.
−Pero… fuiste con la Rosario porque no querías estar solo. Entonces… yo… yo también…
Rafael comprendió y frunció el ceño.
−No, no, te equivocas. De eso hace mucho tiempo. Yo ya no soy el mismo. He aprendido que ésta es mi vida, no importa lo que yo quiera, y sé estar solo. No necesito a nadie constantemente conmigo.– Ladeó la cabeza.− ¿Crees que te he elegido porque… no tenía a otra?
Pepita quiso apartarse de él, muerta de la vergüenza, pero Rafael la apresó entre sus piernas y la colocó bajo su cuerpo, de modo que no podía escapar.
−¿Cómo no pensarlo? ¿Qué tengo yo de especial?
−Todo −replicó el bandolero de pronto, dejándola muda con el ardor de su mirada.
El fuego crepitaba arrullador, señalando las formas perfectas y a la vez toscas de Rafael. Pepita bajó la mirada, sin poder ignorar lo mucho que la afectaba saberse tan a la merced del bandolero, que, como era de esperar, seguía desnudo. Era obvio, ninguna sorpresa, pero la desnudez del forajido era un factor decisivo en la capacidad de raciocinio de Pepita, hacía un minuto y también ahora.
−Eres hermosa, y lista…
−¿Lista yo?
−Y muy divertida. Y generosa.
Más colorada que un higo chumbo, la joven contestó con un hilillo de voz:
−No más que tú. He estado chupando de ti como una sanguijuela desde que me encontraste. Te he metido en problemas, te he hartado…
Rafael la interrumpió, con una sonrisa blanca y seductora.
−Y me has dado conversaciones interesantes, me has hecho compañía. Cada vez que estaba de mal humor, tú venías y hacías algo que enseguida me distraía de mis problemas. Hacía mucho tiempo que había olvidado lo que era reír hasta tener dolor de barriga. Eres tan cariñosa, tan ocurrente…
Pepita temblaba de pies a cabeza, incapaz de contener su emoción por más tiempo. Cuando él acarició sus labios con los suyos en un beso largo, suave y cálido, se le escapó un suspiro y rodeó con los brazos al bandolero. Éste continuó:
−¿Y qué hay de mí, entonces? Soy un bandolero, no tengo hogar. La justicia me persigue. También asesinos y mercenarios. Siempre estoy corriendo, escondiéndome como una rata. Lo que yo me pregunto es… ¿por qué yo, cuando tú podrías tener todo lo que quisieras con sólo chasquear los dedos?
Ella jadeó por la sorpresa. Jamás lo había pensado así.
−Pero es que yo no quiero a otro −dijo, con absoluta convicción, olvidándose de que la sinceridad podía hacerla quedar como una idiota−. Yo te quiero a ti, Rafael. Lo demás no importa.
Él le besó el cuello, rezongando.
−Debería importarte. Tendrías que buscar a alguien mejor que yo. Mereces mucho más que esto.
Insuflada de valor por la osadía de sus propias palabras, Pepita rodó hasta quedar encima de Rafael, cuya mirada se veía cada vez más nublada por el deseo. Podía sentir su hombría empujar en el hueco de sus piernas y, conforme su conocimiento del cuerpo de Rafael iba creciendo, igual hacía su atrevimiento de hembra recién iniciada a los placeres de la carne.
−Eso lo tendría que decidir yo.
−Pero no lo entiendes, eres joven…
−Tú también −replicó ella, levantándose hasta quedar a horcajadas−. Y puede que no sepa de mucho, pero me conozco lo bastante para saber cuándo quiero algo de verdad.
La voz le tembló. El peso de la sinceridad la envalentonaba y cohibía al mismo tiempo, y parecía hacer estragos en el autocontrol de Rafael, cuyas manos se cerraban posesivas en torno a las generosas caderas. Entonces, los labios de Pepita descendieron por el vientre del bandolero, siguiendo el camino de vello negro que conducía cada vez más abajo, recto, hasta el obelisco del deseo que se alzaba en la plaza de su bajo vientre.
−¿Sabes a cuántos pretendientes rechacé en Inglaterra? ¿Cuántas veces dije que no? Sabía lo que buscaba, pero no lo encontré. Cuando llegué aquí, pensaba que todo habían sido sueños estúpidos…
Inhaló la fragancia masculina del vello de Rafael, que se estremeció bajo sus labios, absorbiendo todo cuanto Pepita decía, incapaz de controlar los furiosos latidos de su corazón.
−Y entonces viniste tú, como llovido del cielo.
Rafael supo que tenía que decírselo. Era ahora o nunca, mientras aún temblaba bajo la tempestad del deseo, mientras sentía que podía con el mundo entero mientras Pepita siguiera tocándolo. Apuntaló los codos para incorporarse.
“Ella también lo siente. Tiene que ser verdad; necesito saberlo…”
−Pepita, tengo que confesarte…
“Te quiero. Es así de simple. Te amo, te deseo, y no quiero que te vayas jamás de mi lado, y eso me convierte en el ser más imbécil y egoísta del universo.”
Pero entonces, su hombría se vio rodeada de un calor húmedo tan delicioso que las palabras se deshilacharon en su mente. Con un jadeo, vio cómo Pepita recorría la punta de su lanza bandolera con los labios y la lengua, enviando oleadas de fuego por todo su cuerpo. Impotente y a la vez extasiado, Rafael dejó caer la cabeza hacia atrás y sólo pudo decir, con la voz entrecortada:
−No tienes por qué hacer eso…
Ella se detuvo, con preocupación.
−¿Te hago daño? Lo siento mucho…−. Sin darse cuenta, acarició su miembro palpitante, como para aliviar el dolor inexistente, lo que arrancó un suspiro del bandolero.
−No, por Dios, es que me gusta demasiado.– Frunció el ceño, curioso.− ¿Dónde has aprendido eso?
Pepita se apartó un rizo tras la oreja, con una sonrisa tímida.
−¿Recuerdas el librito? ¿El que ya no sé ni qué fue de él?
−Ah… eso… yo tampoco lo sé. Perdóname.
−Pues tenía varios, con ilustraciones y explicaciones, y…
−¡Virgen santa, Pepita! ¿De dónde sacas esas cosas? ¡Eres una damisela! –rió Rafael, cubriéndose los ojos con una mano.
Ella sonrió lobuna y, disfrutando del poder que tenía ahora sobre Rafael con más placer del que, estaba segura, era legal y decente, bajó de nuevo hasta su cuerno de la victoria.
La mirada que Rafael le dirigió en ese momento, una mezcla de admiración y rendición, la volvió loca de euforia.
−Exacto. Y una dama vigila bien sus secretos… y los de sus amigas aficionadas a la lectura.
Acogió a Rafael en su boca, saboreando el mejor sonido que el universo había creado para sus oídos: los gemidos roncos del bandolero a punto de alcanzar el éxtasis.