Prólogo

 

La iban a casar contra su voluntad con un hombre que le doblaba la edad.

Se preguntó si sería adecuado, incluso romántico, colgarse de una viga con una soga hecha de enaguas. ¿No quedaría más dramático rajar uno de sus viejos corsés y punzar su corazón con las varillas de metal? Igual que Julieta se quitara la vida en la historia, pero sin haber conocido jamás a su Romeo.

Josefina Worthington se dejó caer hacia adelante hasta apoyar la frente contra la ventana enrejada. Sus generosos pechos blancos se apretujaron sobre el marco de madera, apenas cubiertos con un camisón. El pomposo vestido rosa que habría de ser su traje de nupcias la esperaba, agorero, sobre la cama. No podía soportar mirarlo. De haber tenido fósforos a mano, con gusto le habría prendido fuego.

“Más les habría valido darme una mortaja. Piensan llevarme hacia mi muerte. ¿Qué clase de monstruo traiciona así a la sangre de su sangre?”

Se hallaba vencida por una melancolía que se había posado sobre su alma desde que cruzara la frontera española. Echaba de menos Inglaterra, la campiña, los prados verdes y brillantes, la bruma de la madrugada que hacía pensar en hadas ocultándose para escapar de la luz del alba.

Un librito resbaló de su regazo y aterrizó con un golpe sordo en la vieja alfombra. En la cubierta rezaba el título en inglés “Del comportamiento de la dama en sociedad”. Nadie se habría molestado en hurgar entre sus páginas, pues el interior de un libro así sólo prometía un aburrimiento sin fin. No obstante, eso había formado parte de sus planes, pues hacía años que Josefina había aprendido a ocultar las páginas de sus libros prohibidos bajo cubiertas anodinas. Se agachó trabajosamente para recogerlo y, viéndose incapaz de ponerse en pie para devolverlo a la estantería, lo apretó contra su pecho.

Apenas le había quedado esperanza tras la muerte de su padre, y su nueva vida era mucho peor de lo que había imaginado. Huérfana de madre desde niña e hija única, Josefina, a la que apodaban Pepita, había crecido bajo la tutela de un padre que la amaba y velaba por ella. Había tenido sirvientas y, durante un corto período, una institutriz. Sabía hablar el español de su difunta madre, y a los diez años montaba a caballo mejor que muchos hombres.

Lo que nadie había querido enseñarle, lo había aprendido gracias a los libros que sus más íntimas amigas le pasaban de soslayo. Alguna que ya estaba casada, incluso le había regalado ilustraciones copiadas de sus láminas indias, donde las figuras se enredaban en posturas imposibles. Pepita no se consideraba una mujer pervertida, ni siquiera audaz; sólo era curiosa. Jamás se le habría ocurrido poner en práctica tales enseñanzas salvo con su marido.

Un hombre que ella hubiera elegido, no el repulsivo señor al que la encadenarían esa tarde para toda la eternidad. O, al menos, hasta que él muriera de gota o de un atracón de morcilla.

Qué ingenua había sido toda su vida.

“Juro que no dejaré de luchar hasta que me suelten”, había decidido. Después de encerrarla en su habitación, de la que no podía escapar por culpa de los barrotes de hierro forjado que cubrían las ventanas, su tía había intentado convencerla con falsa melosidad de que jamás le faltaría de nada con Don Antonio, que sería feliz, que él la tendría como una reina entre algodones.

Golpeó la puerta, gritó hasta quedarse afónica e intentó convencer a las criadas que oía por el pasillo de que la dejaran salir, pero nadie se atrevía a ir contra la voluntad de la señora de la casa. Se negó a comer, pateó los muebles e intentó limar los barrotes con cualquier cosa dura que encontrara en el cuarto, pero fue inútil.

Tras tres días, Pepita acabó agotada, sus nudillos despellejados y su espíritu maltrecho por la desesperación. Se refugió en uno de sus curiosos libros, intentando que, ya que su cuerpo no podía verse libre, al menos su mente sí lo fuera durante unos instantes.

Nunca imaginó que se encontraría así, tan desvalida.